Dr. Manuel Zeno Gandía
IRONIA E IDEOLOGIA EN LA CHARCA
DE MANUEL ZENO GANDIA
Dr. Luis Felipe Díaz
Departamento de
Estudios Hispánicos
Universidad de
Puerto Rico
Recinto de Río
Piedras
Espa 4231.
Literatura Puertorriqueña I.
Volver a armar lo que Dios, el tiempo, el hombre o la
naturaleza han arruinado es una delicada cuestión técnica, pero también de
ética profesional. Es la responsabilidad de los vivos hacia quienes los
predecedieron.
Hyden White.
Uno de los aspectos que distingue La charca (1894), de Manuel Zeno Gandía,[1] es la
capacidad del novelista para problematizar su propia producción estética. El comenzar a entenderlo, y más allá de un
análisis de contenido, de los temas y los personajes, reclama el identificar la ironía (el máximo de conciencia
posible) que definió al autor como creador frente a la cultura liberal decimonona,
inmersa en complejas disparidades y pugnas que se infiltran en la estructura de la obra. Primeramente se requiere distinguir las declaraciones
científicas (según se concebían mediante el positivismo naturalista de la
época) que pueblan tan alternadamente la novela. Y junto a ello habría que advertir en el discurso las descripciones poéticas (el romanticismo y su lirismo) tan recurrentes en el texto. Estos dos estilos y entrecruces discursivos (lo naturalista y lo romántico) se presentan, así, hilvanados en una intermitente
tensión estructural que hacen de esta novela, en su alcance discursivo, la más
cabal y compleja pieza de la modernidad literaria de fines del siglo XIX y
principios del XX. Sabemos que La charca, más allá de los diálogos entre los personajes mismos, y las
descripciones del narrador sobre el carácter de los personajes y sus problemas
psico-sociales, acude constantemente a largas disquisiciones (sus tesis
positivistas) sobre la problemática cultural, empleando muchas veces la complicidad del narrador con su personaje, Juan del
Salto. Recurre la novela, además, a largas descripciones sobre la belleza de la
naturaleza, en las que el autor, quiere lucirse en su talento descriptivo y su defensa del cristianismo. Pero bien podemos argumentar que las consideraciones sobre la naturaleza y las exposiciones de tesis positivistas del proceder social son los recursos menos novelescos y miméticos de la
obra. A eso se debe el que haya sido rechazada por varios críticos curiosamente muy exigentes, como Enrique Laguerre, por ejemplo. (¡Tal vez con algo de ansiedad de que La charca pueda ser mejor novela que La llamarada! —Not the anxiety of influence, but the anxiety of not being the best).
Pero el aspecto que más nos incumbe es cómo mediante la
suspicacia irónica Zeno Gandía logra trascender muchos de los postulados
materialistas del naturalismo positivista (incluyendo el realismo mismo). El fracaso que se trasluce en la trama en cuanto a la investigación científica y policiaca del crimen cometido así nos lo demuestra. A principios de la obra también se nos habla de un horrendo crimen del que casi nadie se dio por enterado (el que cuenta Marcelo a Juan del Salto). No
nos muestra el autor, sin embargo, similar ironía y rechazo, ante las perspectivas
idealistas que exhibe su narrador en muchas ocasiones, por una parte, en la descripción tan romántica de
la naturaleza o, por otra, en las tesis sobre los defectos de la raza y la cultura popular que encuentra, prejuiciadamente, tan endeble. En este sentido, estamos ante una novela muy elitista y con doble mirada, la naturaleza real y la romántica. Veremos que aunque se entiende mejor la situación de la opresión de la mujer, no así la del pueblo jíbaro de la época en su conjunto. Hay mayor conciencia en este aspecto de género que ante la ideología que propone el mismo texto Para comenzar, no se reconoce a un pueblo que tal vez no se mostraba tan trabajador ante hacendados quienes no pagaban del todo bien y cuya explotación resultaba rampante. Solo ganaban los prestamistas, los hacendados (como Juan del Salto mismo); mientras el pueblo pasaba hambrunas y sufría de enfermedades (cómo nos deja ver la novela misma). Hoy podemos afirmar que la identidad racial en el sentido biológico, de ese pueblo, no tiene nada que ver con el problema de la injusticia social (la identidad subalterna y de clase). En ese aspecto Zeno se equivoca (al enjuiciar como "vagos" al pueblo trabajador) y es víctima de los prejuicios positivistas de la época ante la consideración de los jíbaros. (Esta apreciación no es tanto de mi contemporaneidad (2009) sino que se infiere del texto mismo). Hoy día muy pocos críticos defenderían que el puertorriqueño es "vago" por naturaleza. Hostos era más progresista en este aspecto.
El proceder narrativo del autor ante la belleza natural parece más bien
una respuesta (o escape) a lo feísta e inmoral del mundo social que en lo bajo
asedia a los personajes y los lleva a la enfermedad y a las peores conductas. Por eso, el que más allá de la fealdad del medio ambiente social, concibiera este autor que la belleza de la naturaleza permitía establecer contacto
poético con la divinidad salvadora. En lo alto está la naturaleza patria, en lo bajo, el pueblo el endeble cuerpo nacional. De ahí la abundancia de descripciones muy inspiradas y bien "pintadas" por Zeno (por su autor implícito, por supuesto) en la novela. Será un criterio que lo retendrá a la larga dentro
de las corrientes estéticas y filosóficas propias del idealismo y religiosidad
de los llamados “realistas críticos” de su época (como lo son en España, Benito Pérez
Galdós y Emilia Pardo Bazán). Zeno
se había formado como médico naturalista y dominaba el pensamiento positivista de
la época, ante todo el de Europa, de donde en general provenían estas ideas
estéticas y sociales. Se trataba de ideologías del mundo industrial europeo y blanco y, sin embargo, eran transportadas por nuestros escritores al mundo campesino y subalterno de América, que todavía no era parte de la "revolución industrial", como en Europa. De ahí que los criterios europeos para entender la realidad social de nuestro ámbito americano, no sean del todo apropiados.
Distinguimos inicialmente en La charca, por una parte, la corriente
naturalista que muestra la sociología de un pueblo enfermo, sumergido en una
charca de miseria y estancamiento social. Se nos muestran las patologías
(enfermedades) en la herencia y las conductas de algunos personajes y las descripciones
del medio ambiente sucio y deshumanizante. Son aspectos que funcionan como
metáforas propias de la ideología del autor para concebir en el plano de la
representación a un pueblo en rampante miseria y enfermedad debido a la
herencia biológica y al egoísmo personal y social. Y frente a esta perspectiva
materialista del pueblo (“la charca”), se contrapone la mediación idealista de
una salubre y exuberante naturaleza que demarca la presencia de la belleza y lo
divino. Se expresa así la coyuntura de un intermitente fluctuar entre el crudo y
naturalista reconocimiento sociológico de la desdicha de la enfermedad de un
pueblo (todo mediante la metáfora de “la charca”) y la contemplación de una mítica
y poética naturaleza que muestra la imagen del espacio de la belleza y la
trascendencia espiritual que en el fondo quería encontrar el autor como
explicación última de la existencia. Hasta aquí podemos ver que la novela es Romántica y Naturalista a la vez.
Entre ambos planos se infiltra la ironía
que coloca al autor (según lo concebimos hoy día) [2] en el
umbral de interesantes disparidades y suspicacias ante esos dos mundos. Vemos cómo en
el argumento que se va desatando en la obra habrá actos sorpresivos para el
lector y para el autor mismo. El Juan del Salto que se nos presenta tan en
control desde un principio, y tan prometedor, lo veremos (al igual que lo ve el
autor, mientras escribe su novela), finalmente decaer como posible héroe de esa estancada
sociedad. Juan también termina cayendo en “la charca” de la incapacidad para actuar. Curiosamente a finales de
la obra Silvina caerá cuesta abajo al poético río. Así, la visión de la salvación humana de Silvina (símbolo del Eros nacional) no es realista ni novelesca, sino poéticamente idealista.
Este proceder escritural nos pide distinguir la posición
ideológica que a finales de la obra se infiere de las acciones del héroe, Juan
del Salto. Sobre todo, sus reflexiones finales resultan patentemente
conservadoras y escapistas dentro del liberalismo que en la obra misma
sustenta. Más si bien podríamos adjudicarle esta ideología al personaje, no necesariamente
debe ser así, con el autor. Para finales de la obra, este autor alcanza cierto
distanciamiento narrativo respecto de su protagonista, a pesar de que a lo
largo de casi todo el relato ha estado identificado fundamentalmente con las
posturas políticas e ideas en general del mismo. Tendríamos que tener presente
que desde principios del relato el autor se vale de Juan del Salto para
justipreciar y valorar, en lo ideológico y moral, el miserable mundo del jíbaro
puertorriqueño. Tanto Juan del Salto como el narrador son autoritarios y regañones en
sus comentarios sobre los jíbaros a quienes considera "aplatanados" y vagos. No obstante, el autor busca exponer y encontrar
explicaciones de la salvación de ese vulnerable pueblo mediante las acciones e ideas de
su héroe-protagonista, Juan del Salto. El autor, como Juan, cree que la independencia nacional es una de esas opciones. Mas para finales del relato ese
mismo autor se ve precisado a distanciarse definitivamente
de su protagonista al ver que éste no cumple con sus propios y categóricos
mandatos iniciales de redención social. Sabemos que finalmente, frente al
asunto del crimen (capítulo VII), el paternal hacendado también calla,
y antes que dedicarse a intervenir en proyectos de redención social termina
ocupándose de las ganancias personales y de la protección del patrimonio de su hijo ausente. A finales de la obra el narrador nos dice:
Y
Juan sumó mentalmente las partidas de café recolectadas aquel día; calculó las
que aún le faltaba por recoger; pensó en las probabilidades de buenos precios.
Luego pensó en Jacobo. (218) [3]
El laconismo que el autor (implícito) le impone al
narrador (el no enjuiciar abiertamente las posturas escapistas del personaje)
ofrece la mayor ironía[4] y
ambigüedad de la obra. En este sentido, el distanciamiento irónico del autor
ante su personaje se maneja con cierto disimulo, porque está en juego el
enjuiciar la constitución simbólica e imaginaria de la clase hacendada a que
pertenecen tanto el personaje hacendado (Juan del Salto) como el autor de la obra.[5] Rebasar
el horizonte ideológico y estético que confiere sentido a su propia clase
social es algo a lo cual el autor se acerca mediante su novela, pero no logra
traspasarlo en todas sus implicaciones amplias y completas.[6] En este
sentido, y más allá de la novela como mímesis externa (y más como relato que
irónicamente rinde cuentas de la subjetividad propia del autor), hay conflicto
y tensión en la estructura profunda del relato y sólo el lector avisado se puede
percatar de ello (al menos espero que con este análisis que aquí expongo, así se
logre). Es decir: el autor entra en un conflicto porque se trata de enjuiciar su propia clase social.
Como novela naturalista, La charca exhibe un autor que se ubica
en el espacio de la mirada oficial del hacendado criollo de fines del siglo XIX.
Esta posición le permite concebir un entorno, con todos los prejuicios positivistas[7] de la
época depositados en el cuerpo enfermo del “otro” de la cultura puertorriqueña
(el jíbaro). Solo Silvina en esta obra cobra gran espesor narrativo como símbolo del eros necesitado de
redención social y moral en el mundo narrado, sin héroes posibles. A principios
de la novela advertimos cómo el narrador aprovecha la mirada simple pero amplia
de Silvina. Ésta, “asida a dos árboles para no caer”, contempla toda la
comarca que definirá los espacios del mundo representado en La charca. Su mirada cubre desde la
privilegiada e higiénica hacienda de Juan del Salto hasta los oscuros y
abyectos espacios de la tienda de Andujar y la casucha de la vieja Marta, quien por guardar el dinero, deja morir de hambre al niño. Mas en amplia medida, estas
valoraciones las obtenemos desde la mirada del narrador, quien, más allá de la
ingenuidad e incapacidad de su personaje Silvina, contempla con óptica tanto de “científico”
naturalista como de poeta romántico-simbolista la baja escatología social del
mundo encharcado, por una parte, y la alta y poética naturaleza, por otra. A su entender,
esta última (la hermosa naturaleza) es obra de la creación divina; y reconocerla
y representarla líricamente permite superar la estética naturalista y determinista
que ocupa gran parte de la novela. Así mismo es Silvina, quien no tendrá un
héroe real que pueda salvarla. Sólo el poético río finalmente, después de la
literal y simbólica caída, podrá recibirla y rescatarla (limpiarla) de la
inmunda charca (su enfermedad y la opresión social). La novela misma es una superación de la "charca" colonial.
Se entiende pues, cómo más allá del
crudo naturalismo social, el autor (implícito) de la obra percibe en la
naturaleza un espacio de expresión divina (mediante el río) que termina
rescatando a la heroína, y a la novela como expresión estética en general que
no se queda en el crudo naturalismo del positivismo social. La charca de aguas
estancadas (la sociedad nativa) se supera con la pureza del agua límpida del
río (la esperanza liberadora y nacional). En ese sentido, la obra fluctúa intermitentemente
entre la inmanencia naturalista (positivista) y la trascendencia romántica,
venciendo idealmente la última.[8] Pero a la larga vence la capacidad del autor para superar el estancamiento literario a que lo podría someter —a él mismo— el simple idealismo y el prejuiciado positivismo, para presentar una obra muy plausible y en dialéctica consigo misma, como debe ser el novelar mismo.
En el primer capítulo se aprovecha la
mirada de Silvina y se nos narra una imagen amplia del escenario visto. No
obstante, se nos dice que “Silvina miraba sin ver”, lo cual establece una
segunda mirada de autoridad interpretativa del narrador (y el autor que lo
anima), quien se precia de reconocer la cultura dentro de una alegoría amplia
de significación na(rra)cional.[9] Desde
esos espacios ideológicos se distingue la enfermedad, la maldad y la ignorancia
que se demarcan fundamentalmente mediante todos aquellos que no actúan o
laboran para el adelanto económico de la hacienda o para salvaguardar a Silvina
(símbolo del eros nacional) de las fuerzas del mal. De aquí que a lo largo de
la novela el autor (implícito) y el narrador, también aprovechen la mirada
ideológica y moral de Juan del Salto para mostrar esa alegoría de la enfermedad
social y la patología humana. Y como es de esperar, más allá de esmerarse en
los ideales y proyectos de redención social y en el trabajo material de la
hacienda, Juan del Salto también posee la capacidad para contemplar la belleza
de la naturaleza. En este aspecto se demarcan los signos de identidad
afirmativa y de alianzas entre el protagonista, el narrador y el autor
implícito, e inferimos que entre el autor real también. La ironía, en su máxima
expresión situacional que después de todo se cristaliza a partir de la actitud
egoísta al final, de Juan del Salto, establecerá la contrariedad que conforma la situación
de que estamos hablando. A partir de aquí se expresa esa ruptura en que el
autor y el narrador no pueden continuar apoyándose en el personaje de Juan del
Salto como ser de redención social y como actante ejemplar (héroe) de la obra.
Se crea, de esa manera, el distanciamiento irónico entre el creador de la obra
y su personaje. Éste representa inicialmente la ética del esfuerzo y el trabajo, pero a finales le falla como posible héroe.
En este sentido,
Zeno Gandía, a lo largo de casi toda la obra, se mantiene ideológicamente
aferrado al paradigma del trabajo burgués, al igual que Del Salto.[10] Se deprecia en la obra al jíbaro por ser vago,
“aplatanado” y mal trabajador. El autor, sin embargo, como veremos, no
establece desde un principio un notable distanciamiento crítico e irónico hacia
el hacendado aburguesado y los intereses de su mundo de ganancias. No deja de
ampararse en los mandatos conservadores que ofrece ese espacio de
inteligibilidad social y de imaginaria organización nacional del hacendado. En
la trama que persigue el autor, vemos que sujetos como el ecuánime Juan del
Salto, el materialista médico, y el supersticioso sacerdote, no pueden ofrecer ni
siquiera el potencial, tras sus autoritarias y fanáticas deliberaciones, para aportar
mediante sus acciones, ya sean prácticas o idealistas, intervenciones de
redención social que puedan asistir al desamparado jíbaro. De aquí que no se ofrezca
en la novela un espacio de superación posible ante las fuerzas del mal (el
hambre, las enfermedades, la ignorancia, Andújar, Gaspar, Galante) y que se
recurra a una visión poética y mística (nada realista) de la salvación. Esta
situación se nos evidencia, ante todo, a finales de la novela. Ahí Silvina es
simbólicamente rescatada por el mítico y poético río, ese significante opuesto a la
inmunda y estancada charca. La naturaleza divinizada (como la fluidez del río),
cual mito poético, se convierte entonces el espacio primigenio que debe ser
emulado y copiado por el artista. La naturaleza humana, por su parte, parece
haberse desprendido fatalmente de ese espacio originario y vital; de ahí emerge
la perspectiva naturalista que adopta en ocasiones la obra y en otras la abandona.
Las ambivalencias en el pensar de Juan del Salto son muestra de ello.
Sobresalen en La charca, primeramente, y desde la
mirada prejuiciada del hacendado, las cualidades morales y de conducta
reconocidas en los habitantes jíbaros dados a la vagancia, el alcoholismo y la
concupiscencia, o en las de aquellos otros que se dedican a las labores
“ilícitas” (Andújar, Gaspar, Galante), fuera de las exigencias e intereses del
mundo del patriarcal protagonista (en este fluctuar, el narrador asume el punto
de vista y la perspectiva de hacendados como Juan del Salto). No debe
sorprender el desprecio del narrador (y el autor implícito) por los pequeños
comerciantes como Andújar, los cuales no respondían a la mentalidad burguesa
europeizada de Juan del Salto (ni de Zeno Gandía, quien era hijo de un
hacendado que había perdido sus bienes debido a un abogado tramposo).
Juan del Salto
(y al principio, su narrador cómplice) es quien nos instala en el ámbito del
criollo con conciencia y saber europeizantes, del hacendado patriarcal,
liberal, bondadoso y riguroso a la vez, de “buenas” intenciones para con el
jíbaro, el hijo de su amada patria, la que anhela libre e independiente, para
alcanzar un mayor control político, social y moral del país (entendiendo que el
plano de la representación ficticia corresponde al Puerto Rico de la época, tal
y como lo concibe el Zeno Gandía de fines del siglo XIX). En su espíritu
emprendedor, Juan del Salto se esmera, sobre todo, en mantener la unidad de “la
gran familia puertorriqueña” (en la que ya falta la matriarca, como se
desprende de la obra), que a la larga es la gran familia nacional del proyecto
burgués decimonónico. Pero en este familiar proyecto el personaje falla al no
poder dedicarse al ideal de redención y liberación, y tener que ocuparse de las
faenas gananciales de la hacienda y, sobre todo, al hacerse cómplice de
aquellos que callan ante el crimen (que es más bien una ulterior metáfora de la
enfermedad y homicidio social). Sólo le queda al fracasado Del Salto desvelarse
por el hijo residente en el extranjero, a quien, como es de esperar, se propone
dejar su legado y fortuna y en quien deposita sus esperanzas de continuidad de
casta y clase. Todo parece observarlo, con irremediable ironía, el autor
implícito a finales del relato, quien, si bien desde inicios de la obra ha
participado de la ideología amplia del protagonista, entiende a finales la misma,
que Juan se encuentra limitado por el egoísmo que le impone su propia clase
social. Mas todo ello queda inmerso en cierta ambigüedad, pues el autor de la
obra no puede rebasar con ironía los horizontes de expectativas sociales que le
ofrecen las condiciones espirituales (simbólicas e intelectuales) de su época.
Esta incapacidad para manejar y arrojar la ironía consistentemente sobre el
protagonista-héroe es lo que mantiene al autor dentro de los límites del crudo
naturalismo unas veces o del escapista idealismo romántico, en otras. La
incapacidad de ir más allá de esta frontera no le permite al autor crear un
nuevo nivel de inteligibilidad (de vigilancia) o punto de vista superior que
traspase las significaciones amplias de su propia ficción. Este superior nivel
de inteligibilidad lo conduciría a cobrar mayor conciencia de la ironía como
efecto del acontecer humano y como mecanismo retórico en la creación del
discurso (tal y como ocurre en Niebla
(1914) de Unamuno en España o en Los de
abajo (1911) de Mariano Azuela en México). Pero no es así. Nuestro autor se
mantiene inmerso en la fronteriza mirada romántico-positivista del siglo XIX pese a sus plausibles logros estéticos dentro del realismo, como hemos señalado. El manejo realista de la caída de Silvina, a finales de la obra, por ejemplo, es insuperable.
Como he
señalado, importa el que a finales de la obra, Juan del Salto —personaje que,
por su amplio reconocimiento de la problemática del jíbaro, resulta, durante
casi toda la novela, tan privilegiado por el narrador y el autor—, y quien se
cree moralmente superior a todos los que le rodean, se convierte ante la
sorpresa del propio narrador, en un ser silencioso más, inmerso en “la charca”
de la complicidad y el miedo que él mismo denuncia. Es después de este irónico
suceso que Juan del Salto termina abandonando sus idealismos redentores, se
dedica a aunar el capital e irse a España a visitar su hijo. Y en este aspecto
del distanciamiento que ejerce el autor frente al protagonista que desde un
principio ha admirado tanto, obtenemos la conciencia irónica de Zeno Gandía
ante lo que sería la ideología y moralidad de su propia clase social (la clase
hacendada realmente conservadora, pero de un imaginario más reformista que
radical). Logra así escribir esta socialmente atinada obra, que problematiza el
simple naturalismo de su época, para cerrar el ciclo del pensamiento liberal
decimonónico con un gran pesimismo e incertidumbre. Un poco después vendría la
invasión yanqui (1898).
Sobresalen en La charca dos actantes como sujetos del
deseo, que ponen en contacto con la belleza y el ideal: Silvina y la
naturaleza. La primera, que como símbolo del eros de la obra goza de amplias
simpatías del narrador, se encuentra inocentemente inmersa en “la charca” del mundo
social, sin un actante masculino que pueda rescatarla (como es de esperarse en
ese mundo estrictamente androcéntrico y de abuso bestial hacia la mujer y el
“otro”), lo cual la dirige hacia la pulsión de muerte. La naturaleza, por su
parte, es actante presentado líricamente por el narrador, y se muestra como el
espacio de lo ideal, de la belleza, la armonía (el Eros o pulsión de vida) que
contrasta dramáticamente con el feo y naturalista escenario social que rodea a
la enferma pero “bella” protagonista.[11] Se
muestra también la naturaleza como arquetipo maternal que suple la ausencia de
ese significante familiar en el plano de lo social. A finales de la obra, y a
nivel ampliamente lírico, sólo la naturaleza (el río opuesto a la inmunda
charca) puede rescatar al símbolo del eros ideal de la obra (Silvina) y
acogerla en su “seno materno”. El exceso de masculinidad que se encuentra en La charca (y en esto es continuadora de La peregrinación de Bayoán) marca el
desbalance en que se fundamenta el proyecto de identidad nacional decimonónico.
Pese a su capital, y en su soledad, el patriarca Del Salto no cuenta en el plano realista con
la presencia de la sensibilidad diferenciada de lo femenino. En este desbalance se encuentra de
manera similar la rudeza exageradamente masculinizante de Montesa, en contraste
con la sutileza de Ciro, quien es vulnerable ante las (simbólicas) fuerzas del
mal y quien termina siendo exterminado por su propio hermano. El arquetipo de
“la gran familia puertorriqueña” se encuentra entonces en gran desequilibrio y su
peor crisis autodestructiva (infanticidio, fratricidio, suicidio, homicidio).
Enajenados de la
poética naturaleza, se representan las acciones de unos personajes que, además
de estar enfermos en el sentido más biológico y patológico, se muestran
incapaces de acciones de redención social y de movilidad ideológica firme
(según la ideología del narrador).[12] Son
personajes que traman el acto criminal o se hacen cómplices del mismo mediante
su silencio e inacción. Se trata de seres que, según lo propone el narrador, en
el momento de la pesquisa sobre el asesinato, callan, lo cual es para el autor
señal de la incapacidad de éstos seres para el compromiso ético y moral y la
búsqueda de una verdad redentora. Y en este importante evento se expresa el
máximo punto de inflexión en la obra, pues como hemos ya señalado, Juan del
Salto, quien a través de toda el relato le había servido de modelo moralizante al
narrador que constantemente pide acción e intervención del individuo en la
esfera pública, ante los acontecimientos del asesinato, también calla, y se
retira privadamente a pasar una feliz temporada con su hijo en España. Es
decir, fácilmente el liberal y burgués Juan del Salto, de una exigencia tan
cívica y moral, salta a otra más desprendida y de egoísmo personal. El
hombre que tanto se preocupara por alcanzar el ideal de la redención social
termina dominado y sujetado, por la falta de compromiso social, y siendo parte
de “la charca” social que él mismo tanto criticara.
En este aspecto
estamos frente a una obra plenamente moderna en cuanto el autor reconoce el
triunfo de la fetichización y la reificación de la mercancía (del capital). El capital y su inhumanidad domina las posibles acciones bondadosas de los personajes. Y
esto resulta por encima de las aspiraciones y proyectos ya tan humanistas o
redentores del sujeto-héroe (en este caso, Juan del Salto) quien se muestra tan arrogante en sus pretensiones de redención en ocasiones.[13] Se
trata, entonces, de una de las iniciales críticas isleñas al humanismo
idealista occidental y esto la hace una de las mejores novelas naturalistas latinoamericanas.
La charca, en ese sentido, somete a la mayor
prueba las ideas liberales (de búsqueda de libertad y dignidad humanas) de la
cultura letrada de mentalidad patriarcal decimonónica —que vemos en su más
optimista aparición en El gíbaro de
Manuel Alonso y en su más pesimista declinar en La cuarterona de A. Tapia y Rivera y en crisis ya en La peregrinación de Bayoán de Eugenio
María de Hostos. [14]
La obra de Zeno, no obstante, se nos revela como signo de una cultura que ha
alcanzado su problemática modernidad, en la medida de lo posible, para fines
del siglo XIX. Y lo es no sólo en cuanto capta las contradicciones sociales del
momento, sino en la forma irónica en que los aborda, pues esa es la forma
discursiva más compleja de la inteligencia burguesa y de mentalidad crítica ante sí misma.[15]
Sabido es que la
novela, desde sus inicios en la modernidad cervantina, ha estado muy ligada a
la ironía como recurso de estructuración del discurso en relación con lo social. Como género, la novela
se vale de la ironía al pretender separarse disimuladamente del mundo ficticio
que ella misma narra. No sólo lo realiza mediante el control que debe asumir el
autor para desprenderse de los valores defendidos por los personajes e incluso
por el narrador, sino también en cuanto a mantenerse distante de la ideología
que de ella misma inevitablemente se desprende más allá de lo previsto por el autor mismo. Y ello por cuanto la novela es
el género social y burgués por excelencia; se vale de la adopción distanciada
de algún tipo de criterio sobre la problemática histórica y social, pues sin esta
cautela no se cumpliría cómo género idóneo del logocentrismo de la modernidad. La novela debe ser crítica de su propia modernidad y eso resulta en una gran ironía que los grandes autores suelen manejar.
Más habría que distinguir dónde
específicamente se manifiesta la ironía en La
charca. Primeramente, habría que localizarla en la visión satírica que
posee el narrador frente a todos aquellos que rodean la hacienda de Juan del
Salto, y que con sus egoístas prácticas de acumulación de capital (la vieja
Marta y Andújar) y acaparamiento ilegal y despiadado de tierras (Galante) se
presentan como lo peor de los valores de esa sociedad. Son personajes contrarios a los
valores burgueses de Juan del Salto (de ahí que se presenten como seres vulgares); aunque bien podríamos afirmar que asumen
prácticas capitalistas, no son tan éticas y lícitas, pero que resultan similares
a la larga a las de Juan del Salto, en cuanto a la acumulación de capital; y ello
sin que irónicamente el narrador así lo reconozca del todo.
Pese a que en lo intelectual el narrador
simpatiza con su protagonista, como hemos señalado, a finales de la obra se ve
obligado a distanciarse del mismo, pero sin hacer referencia explícita a esta
nueva disparidad e incongruencia. Casi a finales de la obra, luego de que Juan
del Salto ha discutido elocuentemente con el médico Pintado y con el sacerdote
Esteban —tras la penosa muerte del nieto de Marta, y respecto de lo que se debe
realizar para rescatar al pueblo de la miseria y la enfermedad— el narrador se
limita a decir (lo que ya citamos antes): “Y Juan sumó mentalmente las partidas
de café recolectadas aquel día; calculó las que aún le faltaba recoger; pensó
en las probabilidades de buenos precios. Luego pensó en Jacobo” (p. 218). Si
bien el narrador ha sido explícito al ironizar, tratándose de otros personajes
que callan y se hacen cómplices de la corrupción y el mal, y que por egoístas
(como Andújar, Gaspar, Galante y la vieja Marta) son culpables (y a la vez
víctimas) de la enfermedad social, no lo es tan patentemente aquí cuando de
enjuiciar al protagonista y su actitud egoísta se trata. La ironía que se encuentra en
este aspecto es más bien situacional, creada por la lógica del relato ficticio
(Juan del Salto salta por encima de “la charca”), y no es lo que se entiende
como ironía verbal y literaria, la empleada deliberadamente frente a un objeto
(en el caso, Juan del Salto) con cualidades incongruentes o contradictorias. Es
decir, la ironía ha sorprendido al narrador mismo y éste no ha optado por
llevarla a mayores límites, que sería lanzarla contra su propio protagonista y
sus ideales. El agente de superior inteligibilidad narrativa, el autor (implícito),
tampoco es capaz de manejar con cabal ironía al protagonista, y mucho menos al
narrador de la obra. Y ello porque el autor real (Zeno Gandía) forma parte de
la conciencia social de su protagonista y no está del todo capacitado para
superarla y verla con suspicacia. La ironía se detiene en el nivel de lo que
acontece en el relato, sin que el narrador y el autor implícito se muestren muy
conscientes de las implicaciones escriturales de ello y mucho menos sin que
trasciendan a nivel formal del discurso (el metatexto). La novela no es capaz
de verse a sí misma en su novelar. Este es un proceder más de la conciencia del siglo XX, y por ello se abandona el naturalismo para adoptar estéticas más modernamente irónicas en el siglo XX.
En este sentido, La charca se detiene en un espacio de inteligibilidad colindante
con la ironía profunda, pero sin llegar a sus mayores límites. Es precisamente esta
situación discursiva la que no le permite a la obra reconocerse a sí misma, no
la lleva a alcanzar el metadiscurso (como muchas de las novelas más complejas
de la burguesía europea). Esta contención nos lleva a considerar que La charca no es una obra polifónica o
metadiscursiva. Para serlo tendría que conversar de manera crítica y
problemática, aunque fuera inclinada y disimuladamente, con las propuestas que
le serían propias al autor de la obra. En verdad, la novela ironiza en algunas
ocasiones al propio Juan del Salto y satiriza a los personajes que representan
las fuerzas del mal, pero no expresa una visión orgánica que inmiscuya el
sentir irónico, ya sea hacia el mundo que la ocupa o hacia la escritura y el
ejercicio romántico o naturalista de representar en esa sociedad tan subalterna y sus limitaciones.
Pero es en el plano del contenido de La charca donde en realidad se ironiza en algún modo.
Adviértase que, en gran medida, la perspectiva idealista de deseo de redención
social fracasa, pues en el fondo no hay explicaciones realistas o sociológicas
que permitan intervenir y superar en el conflicto humano que transcurre en el
mundo de la charca. De ahí surge, y por consecuente oposición, la visión
idealista y romántica del autor (implícito), que domina a lo largo de todo el
relato, frente a Silvina y la naturaleza como actantes. Se trata de un mundo en
el cual, para el autor implícito, existe una poética divina, y no un mundo sin
Dios, según lo conciben los novelas propiamente positivistas (Zola). Para el
autor, el ser humano se ha desprendido de esa inteligibilidad poética y desde
lo bajo de la charca social es incapaz de reconocerla y alcanzarla por medio de
la acción social. Tal vez, por eso son muchos los críticos que no conciben esta
obra como una novela naturalista en el sentido estricto. Mas no tiene por qué serlo.
Podemos decir, en este sentido, que a
Zeno Gandía, como autor, le ha sorprendido la ironía situacional que se da en
el plano de las acciones y los eventos de la obra. Este mismo hecho nos indica
que, como autor, no estuvo tan consciente de la capacidad desarticuladora de la
ironía como recurso literario y estético. Lo que tiende nuestro autor a
controlar es más bien la metáfora, que suele ser aditiva y hurgadora de un
nivel superior (ideal) de inteligibilidad. Se explica así la mentalidad
diletante a finales de la obra, cuando se concibe al pueblo (o a Silvina) como
una estatua hermosa y bella creada por el artista, pero sin movilidad alguna,
sin un artista que le pueda conferir real vida y sensibilidad. Pero más allá de
la metáfora, como tropo ideológico, la ironía es, por su parte, restrictiva y
destituyente, y está más relacionada con el disimulo, la incongruencia y la
contradicción. En un nivel inicial en la novela se reconoce que el darle
vitalidad a dicha estatua se hace imposible debido a la enfermedad de la raza y
su incapacidad creadora. En un nivel más profundo, y tal vez preconsciente, se concibe
que la reificación y enajenación a la que somete el trabajo de la hacienda
(dominada ulteriormente por la ganancia egoísta) no permite llevar el arte a alcanzar una ética plenamente humana.
En La
charca, la ironía sorprende al autor en el plano de los acontecimientos
inmersos en su propia obra, sin que la reconozca por completo como un tropo
manipulable en y desde el discurso. Una vez agotado el caudal de la metáfora ya
realista (la charca) o romántica (Silvina, el río), la misma es detenida
(paralizada) por la aparición de la ironía y el “detente” en la búsqueda de
significado por esos lares tropológicos. Se ve precisado entonces el autor a
acudir a lo clásico por medio de la analogía de la estatua, la cual resulta ser
precisamente Silvina, extraída del contexto del mundo encharcado, que sólo se
puede encontrar en el imaginario del arte. Silvina es un signo del ideal de
redimir la patria en su constitución más hermosa, rescatada de la enfermedad
social, pero no es posible. En sus próximas dos obras, El negocio y Redentores,
Zeno se torna más irónico y paródico respecto a la imposibilidad de encontrar un
héroe que pueda redimir de la degradación en el mundo y alcanzar la salvación
de la patria. La visión mítica y salvadora que se mediatiza mediante la
naturaleza, desaparece en estas obras y es el plano de intriga social el que
domina en las obras.
Como actante, Juan del Salto fluctúa
entre el personaje romántico (en cuanto es, en general, superior en grado a
otros hombres) y el altamente mimético (superior a los hombres, pero no al
medio ambiente social). De ninguna manera se podría considerar un protagonista irónico
ya que el autor no se dispone decididamente a presentarlo como inferior a nadie
o con incapacidad para entendimiento de lo superior. El hecho de que termine
adoptando la conducta que tanto critica (el silencio y la inacción redentora)
implica que el deseo del autor por representar la realidad es traicionado por
la lógica que alcanza el discurso en su proceder, con un potencial héroe que
pierde autoridad y capacidad como tal. La ironía situacional del propio discurso termina
desarticulando el texto. Recuérdese que para los teóricos de la ironía
romántica, incluso para el propio Lukács, la novela alcanza su madurez sólo
cuando deviene consciente de sí misma como objeto de representación e
interviene en su aparato formal; cuando es irónica, como bien ya lo demostrara
el Quijote (tal y como lo entiende el formalismo ruso[16]). Si
bien el autor de La charca es en
ocasiones irónico, lo es contra aquellos agentes que no actúan de acuerdo al
proyecto de trabajo y de higiene que respalda la mentalidad burguesa y que muy
bien identifica, en general, a Juan del Salto.
Los seguidores de Georg Lukács (1885-1971)
entienden que la ironía representa un proceso involutivo en que un sistema
discursivo viene a reflexionar sobre sí mismo. Se trata del momento en que la
representación deviene consciente de sí misma y se convierte en metatexto (en
hermenéutica). Según un teorizante más contemporáneo, Hayden White (1928- ), la
ironía representa un estado metatropológico en que la naturaleza problemática
de la capacidad representativa del lenguaje es reconocida y en la que emerge un
nuevo paradigma cuya mirada es de autocrítica.[17] Se
trata de uno de los mayores alcances de la novela moderna y que la novela
postmoderna continúa con mayor consciencia deconstructiva y paródica. Podemos
decir, en ese sentido, que Zeno se asoma a uno de los mayores alcances
estéticos de la modernidad de fines del siglo XIX y principios del XX. No
alcanza, sin embargo, la ironía ya plenamente moderna que identificamos en Niebla de Unamuno o Los de abajo de Mariano Azuela. En estas novelas encontramos a un autor
(implícito) como sujeto de la enunciación, plenamente consciente de su irónica
“presencia” en el texto. Son obras dotadas de un autor consciente de que el
mundo representado no tendría por que ser (no es) como ellos lo desean; su
perspectiva resulta en una de las múltiples miradas en el texto y no es
impuesta con autoritarismo ingenuo. La
charca, aunque ve con ironía muchos de los aspectos de los que trata, no se
sospecha o se ve a sí misma como objeto de esa misma mirada. La óptica de Zeno
está demasiado apegada a las construcciones que le brinda su propia clase
social y pese a que crítica la burguesía mediante Juan Del Salto, no pasa de
ese reconcomiento. La novela no puede, desde esa inteligibilidad ideológica,
alcanzar el nivel de autonomía requerido para criticar la sociedad burguesa y
proporcionarle al arte su esfera de libertad “espiritual”. No obstante, es la
mejor obra del realismo (tal vez latinoamericano en general), porque se acerca
este tipo de crítica irónica, contrario a la mayoría de las otras obras de su
tiempo, las cuales son sumamente mediocres (incluyendo también las del resto de
Latinoamérica).
Para el deconstruccionista Paul de Man,[18] el
emerger de la novela como género moderno debe ser visto como el resultado del
cambio en la estructura de la conciencia humana; el desarrollo de la novela
refleja las modificaciones en la manera en que “el hombre” se define a sí mismo
en relación con otras categorías de la existencia. Si bien así se conducen las
novelas realistas, son los marxistas de la modernidad (como Lukács, Adorno,
Goldmann) quienes más adelante pueden darle expresión ya propiamente teórica
(de mayor consciencia cognoscitiva) a estas pretensiones del novelar burgués.
En sus teorizaciones se reconoce plenamente que la concepción de la relación
entre la conciencia y el mundo, y los modos de representarlo mediante el arte,
es de carácter dualista en su manera de concebir la oposición objeto/sujeto.
Esta concepción marxista de la contemplación del mundo se explica dentro de las
relaciones que impone el modo capitalista de producción y la reificación del
individuo inmerso en la sociedad del capital.[19] Luego
de esta posición marxista está la noción de que sólo nos ponemos en contacto
con la realidad a través de algún tipo de signo, de lenguaje, de metáfora.[20]
Pese a que Zeno repudia tanto la
presencia del capital en lo social, sí estamos con La charca frente a una novela típicamente burguesa dominada en su
codificación semiótica (del dominio del lenguaje) por estas dualidades que
conducen en el fondo al binarismo y la reificación que impone el mundo
capitalista. Zeno reconoce algo muy importante en el novelar, según las ideas
que aquí nos animan: que en la lucha entre el bien y el mal está el lenguaje
que la concibe y la representa (la lucha). La obra literaria en sí mima debe
estar por encima de esa pugna. El esmero estético con que se narra a finales de
la obra la caída de Silvina es señal de lo consciente que podía estar Zeno en
la creación de la imagen literaria que conmueve al lector.
Dentro de este contexto, para los lukacsianos,
la conciencia irónica es la más alta expresión de libertad en un mundo sin Dios
(esto como metáfora del céntrico ordenamiento en el mundo moderno). Un poco
antes de estos pensadores materialistas, los teóricos románticos creyeron que a
través de la ironía se podía trascender el dualismo del sujeto-objeto (antes
señalado), la antinomia de la relación entre el sujeto y el mundo finito que lo
rodea mediante la “ironía romántica”, con la cual el artista aspira a lo
infinito y trascendente, una superior subjetividad en un mundo reificado
(ordenado por el capital). En el mundo moderno de la alienación y la
reificación, donde el sujeto está formado por la necesidad del trabajo y por su
habilidad de crear y producir, este adquiere sentido, primeramente como
mercancía. De ahí que exista una tendencia a separar el ser definido desde la
inercia de la mercancía y lo que se cree que es el Ser en el reino de la
libertad. Tanto los románticos como muchos novelistas de la modernidad
industrial consideran que la ironía atrapa el momento de reflexión cultural en
que se quiere trascender el mundo de la necesidad y de lo empírico para
alcanzar el distanciamiento espiritual del ser frente a la materialidad del existir.[21]
Pese a su contención, y en su
incapacidad de representar más allá de la ideología de su “héroe” Juan del
Salto, y de manejar formas que superaran el realismo idealista, Manuel Zeno
Gandía en La charca logra mucho del
proceder irónico que se acaba de señalar. Estamos ante la novela que los
críticos llaman “flor del novelar isleño”[22], la
cual sigue todavía interpelando a los lectores puertorriqueños con sus
arquetipos del eros en Silvina, la necesidad de sobrevivir, la lucha ante la
injusticia, la muerte (Tanatos) como fenómeno que afecta a los individuos y que
atemoriza la estabilidad cultural del ethos
de un pueblo. Así también la novela llama la atención del ser nacional
puertorriqueño en cuanto también clama a la esperanza de salvar el niño, la
mujer abandonada, de superar “la charca” mediante el alcance del río, y de
admirar el ser artístico que inspira la exuberante naturaleza isleña.
[1] Manuel Zeno Gandía
(1855-1930), La charca (1894), San
Juan: Club de Lectores de Puerto Rico. Barcelona: Editorial Vosgos, S. A.,
1978. Todas las citas referentes a esta obra serán ofrecidas en nuestro texto.
Otra edición cercana a la primera es la de El Instituto de Cultura
Puertorriqueña, San Juan, 1971. Importante estudio es: Manuel Zeno Gandía: estética y sociedad, de Ernesto Álvarez (San
Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1987). Si bien los críticos
han estudiado la parte naturalista de La
charca, ya sea apoyándola o criticándola, y otros han apreciado la
corriente poética e idealista que se impone a la larga y contradice aquélla (y
que señala que Zeno no se mantuvo únicamente en el materialismo zoliano), no
han tratado estas dos tendencias como una unidad, con sus contradicciones que,
después de todo, le confieren organicidad a la novela en cuestión. Efraín
Barradas es de los primeros en fijarse en este aspecto: “Mientras que para el
mundo natural emplea un estilo poético e innovador, para describir al hombre y
la sociedad se utiliza el estilo naturalista...” (“La naturaleza en “La charca”: tema y estilo”,
Sin Nombre,
San Juan, Vol. 5, No. 1, julio-sept, 1974 (pp. 30-42), p. 39.
[2] En este trabajo no
le prestaremos tanta atención al autor real (Zeno Gandía) y biográfico, sino al
autor estructural que la semiología literaria reconoce como el autor implícito.
Este autor o hablante implícito es quien manipula a su vez al narrador y sus
diversos modos de narrar, sus puntos de vista y perspectivas (diégesis) frente
a los personajes y las situaciones o eventos ficticios. Persigo, en ese
sentido, muchas de las ideas de Wayne Booth en The Rhetoric of Fiction (Chicago: University of Chicago Press,
1979,) y de Saymour Chatman en Historia y
discurso. La estructura narrativa en la novela y el cine (Taurus: Madrid,
1980). El autor (o hablante) implícito debe entenderse como una categoría
abstracta del autor en su capacidad de proyectarse a sí mismo en el texto como
sujeto enunciante de la lengua (del Orden Simbólico y del Orden Imaginario
lacanianos), inmerso en la cultura y sus valores y dominios implícitos, capaces
de estructurar la consciencia (el habla) de los sujetos. El autor implícito es
un enunciante por encima del narrador, quien marca los movimientos discursivos
no previstos inonscientemente por éste. El narrador es una voz discursiva
manejada por criterios tanto explícitos y conscientes como implícitos y
subconscientes del autor real, quien
deja su huella en lo implícito del discurso. Mientras los personajes son en
gran medida manipulados por el narrador, éste a su vez es controlado por el
autor estructural de la obra, el enunciante del discurso en su totalidad (el
autor implícito). Estos aspectos se relacionan con la ironía, pues el autor
(implícito) de una obra narrativa puede mantener distancia irónica de sus
personajes y lo deja saber mediante el tono (ya satírico o seriamente
disimulado) del narrador, puede incluso guardar distanciamiento irónico del
lector al reconocer que éste podría interpretar el discurso de una manera
distinta a la suya (Wayne Booth es, sobre todo, quien atiende estos aspectos).
[3] Poca atención se le
ha prestado al narrador en La charca,
y mucho menos a la relación de éste con el autor implícito. Al menos no lo ha
sido en términos de una visión amplia de este narrador como portador de la
ironía del autor ante las circunstancias del contenido de la novela o hacia el
aparato formal de la misma. Sí hay ironía satírica hacia algunos personajes
abyectos, como se verá más adelante, como también parodia hacia el propio
naturalismo y sus pretensiones cientificistas. De ahí, el que se muestre en la
obra, la incapacidad de las autoridades para dilucidar claramente el crimen.
Sobre estos aspectos véase el capítulo “Teoría y práctica del crimen”, en el
libro de Ernesto Álvarez, antes citado. El autor del texto se revela cual
naturalista para algunas cuestiones, para otras se muestra altamente idealista,
lírico, romántico y simbolista (incluso modernista, como señala Efraín Barradas
en “La naturaleza en La charca”, ya
citado).
[4] La ironía debe ser
aquí entendida como un tropo discursivo. No se trata sólo de la ironía verbal
(alguien dice algo e implica disimuladamente todo lo contrario), o de la ironía
situacional (alguien se ve sorprendido por todo lo contrario de lo que
inicialmente ha planeado o concebido —como Edipo), o de la ironía filosófica o
socrática (alguien que se enfrenta consciente o desprevenidamente a un universo
que le impone disparidades, contradicciones, incongruencias o alteridades
inevitables). También nos referimos aquí a la ironía que se establece en un
texto cuando el autor implícito desprevenida o conscientemente elabora o alcanza
un disimulado o inesperado punto de vista adverso al del narrador y a los
personajes (y a sí mismo). Este aspecto, tan del gusto de los críticos
literarios actuales, tiene sus orígenes en la “ironía romántica”: el
reconocimiento de que la novela se propone representar el mundo, pero
entendiendo que esto sólo puede darse mediante la mirada (humorística) del
creador en su subjetividad. Uno de los mejores trabajos sobre la retórica de la
ironía sigue siendo el de Douglas C. Muecke, The Compass of Irony, London: Methuen, 1969. Importante también es,
de Wayne Booth, A Rhetoric of Irony,
Chicago: Chicago University Press, 1979; y de Joseph A. Dane, The Critical Mythology of Irony, Athens:
The University of Georgia Press, 1991. Este tipo de ironía de un autor implícito,
que más allá de su propio narrador, crea un universo ficticio en que se
infiltra irónicamente el posible punto de vista o ideología del autor real (y
donde incluso se ironiza o parodia la perspectiva del autor mismo) es la que
encontramos en las novelas que superan el realismo crítico. Niebla (1914)de Miguel de Unamuno y Los de abajo (1916) de Mariano Azuela son un buen ejemplo. Se trata de las
novelas de la modernidad literaria de principios del siglo XX, en las cuales el
autor interviene como hablante implícito que sabe disimuladamente manejar las
contrariedades e su propio discurso, del narrador y de los personajes. La charca no se acerca a éstas, pese a
que Zeno parodia en ocasiones el realismo naturalista en general, pero no creo
que llegue a parodiar su obra misma.
[5] Para un perfil ideológico de Juan
del Salto véase: “Estudio preliminar: una interpretación de La charca”, en la edición de Juan Flores
(San Juan: Ediciones Huracán, 1999). En este prólogo, Flores también atiende
los aspectos de las dualidades estructuradoras en la obra de Zeno, quien
procede de familias hacendadas y burguesas.
[6] Este horizonte ideológico estará más
teñido de ironía y distanciamiento ideológico del “héroe” del relato, en las
dos posteriores novelas: El negocio
(1922) y Redentores (1925). Se
percata de que las decisiones políticas de la burguesía colonial están muy
ligadas al desarrollo del capital local y extranjero.
[7] La noción de un pueblo enfermo
debido a la herencia biológica de la raza (híbrida) y al medio ambiente
supuestamente poco favorable (la isla tropical), son prejuicios del autor,
provenientes de la sociología decimonónica inspirada en la ideas de Carlos
Darwin, Comte y Hume , llevadas al campo de la “ciencia” (de este primer autor:
Del origen de las especies (1859).
Todavía una obra de 1934 como Insularismo
de Antonio S. Pedreira es víctima de estos prejuicios de raza y subalternidad territorial
impuestos desde las ideas positivistas del Otro dominante (las ideologías de Europa).
[8] Algunos críticos a
lo largo del tiempo, desde que surgió la novela, han exaltado o criticado el
valor naturalista y positivista (de tesis) de esta obra; otros han destacado el
valor estético y poético de la misma. Margarita Gardón Franceschi en su libro Manuel Zeno Gandía vida y obra (San
Juan: Editorial Coquí, 1969) hace un sucinto resumen de ambas tendencias en los
críticos (pp. 46-48). Un estudio más completo y agudo (más montado en análisis
o hermenéutica textual y contextual, que en crítica del gusto personal) sobre
la tendencia naturalista frente a la contraria poética lo encontramos en el ya
citado libro, Manuel Zeno Gandía:
Estética y sociedad de Ernesto Alvarez. Entiende Álvarez que, sin dejar de
ser naturalista, Zeno también era conocedor y cultivador de las corrientes
parnasianas, simbolistas, modernistas de fines del siglo XIX, y las sabe
aplicar (Zeno) a su obra con gran habilidad. Son estas últimas corrientes poéticas
las que he enmarcado dentro del idealismo romántico, sin que con ello se
entienda específicamente el movimiento romántico de principios del siglo XIX,
sino esa tendencia de búsqueda de lo trascendente, sublime e inconmensurable
que tanto domina la poesía hasta la ruptura que trae el vanguardismo de los
años 20 del siguiente siglo.
[9] Lo na(rra)cional se
entiende como el relato que se crea a partir de la idea o construcción
discursiva de la nación, que anima especialmente a la burguesía ilustrada de la
modernidad. Jean-François Lyotard en La
condición postmoderna (Madrid: Cátedra, 1984) discute cómo la cultura
letrada occidental ha visto la historia como proceso en el desarrollo,
evolución y alcance de un progreso material y ético (los “grandes meta-relatos”),
cuyo superior estadio sería el de algún tipo de trascendencia dentro de la
nación y la historia. La incredulidad hacia estos meta-relatos de las culturas
imperialistas (europeas) ha llevado a otros teóricos postcoloniales más
actuales a reconocer cómo estos meta-relatos arrojan una carga semántica hacia
las periferias como una “otredad” que debe ser “perfeccionada” o ya “salvada”
de la barbarie y el retraso cultural. Se trata del meta-relato que define
también a los grupos dominantes de las periferias coloniales (el colonial),
quienes perciben al subalterno (casi siempre indio, negro o mestizo) desde sus
proyectos de dominio en la práctica histórica. Para el (post)historiador actual
el pasado no existe independiente de su representación discursiva (la historia
es metáfora). Gayatri Chakravorty Spivak (1942) y Homi K. Bhabha (1949), dos
teóricos de los estudios postcoloniales, persiguiendo de manera crítica las
ideas de Michel Foucault y Jacques Derrida, apuntan que la identidad debe ser
vista de manera relacional, como un signo que funciona dentro de un sistema de
diferencias en el que no hay un “otro puro”, originario o esencial. No lo hay
ni en el discurso del Poder ni en el discurso del “otro subalterno” que suele
ser copia de una copia. De Spivak: “Can the Subaltern Speak?” (Gary Nelson y
Lawrence Grossberg, Marxism and
Interpretation of Culture, Bloomington: University of Illinois Press, 1988:
271-312). De Bhabha: “Introduction: Narrating the Nation” y “DissemiNation:
Time, Narrative, and the Margins of the Modern Nation” (Nation and Narration (Ed.), London y New York: Routledge, 1990: 1-7
y 291-322). En naturalismo es uno de los primeros movimientos que acusan el
fracaso de adelanto y progreso de la
burguesía.
[10] El paradigma del trabajo como
móvil de los deseos y el imaginario de los letrados puertorriqueños del siglo
XIX, y como representantes de la clase hacendada y de los grupos sociales que
la articulaban, lo define Ángel Quintero en Patricios
y plebeyos, donde nos dice: "Entre los países de América Latina,
Puerto Rico pertenece al grupo de aquéllos que se iniciaron tardíamente en unos
procesos económicos que habrían de generar clases sociales en posiciones
antagónicas, de conflicto. Todavía a principios del siglo XIX la Isla vivía
básicamente una economía natural. Durante ese siglo fue atravesando una
importante transformación: de una economía caracterizada por la producción
familiar para la subsistencia pasa a una economía propiamente de haciendas (en
particular de tipo señorial, aunque hasta la década del '70 también de tipo
esclavista)...", págs. 190-191). Véase: Conflictos de clase y política en Puerto Rico (Río Piedras:
Ediciones Huracán, 1977) y Patricios y
plebeyos: burgueses, hacendados,
artesanos, y obreros. Las relaciones
de clase en el Puerto Rico de cambio de siglo. (Río Piedras: Ediciones
Huracán, 1988).
[11] Pese a que el narrador representa
a Silvina baja la lupa del naturalismo positivista (esta fisiológicamente, en
el capítulo V, tratándose de la celebración en Vegaplana, nos dice: “Silvina
está sencilla, muy sencilla. De su atavío, ceñido con gracia, desprendíase aura
de atrayente juventud. Estaba bella, con sus ojos negros y sus pestañas largas
y suaves. Su cuerpo delgado, esbelto, lucía galas encantadoras, mostrando el
atractivo de finas líneas curvas en el dorso...” (p. 93). Se revela en la
caracterización de Silvina la constante intermitencia entre idealismo poético y
naturalismo de la novela en cuestión”.
P. 93.
[12] En el capítulo VI, el autor sale
del determinismo al ofrecer el relato en que el jíbaro Inés Mercante salva a un
niño de ser llevado por la corriente del río (129). Si bien para el autor, nadie se escapa de la charca,
para el autor implícito hay posibilidades de que alguien noble salve al niño
nacional, del torrente del río. En ese sentido el río tiene dos acepciones:
salvador y destructor.
[13] Todos en la obra parecen sucumbir
a la fuerza del capital y la esfera de egoísmo que la misma provoca (la
reificación según los marxistas). El hijo de Juan del Salto, quien permanece
fuera de la trama, es un sujeto sumamente idealista, según el padre y el propio
narrador, en lo que se refiere a emprender un proyecto liberador para la
patria. Véase en el capítulo VI la carta
de Jacobo. En este sentido, el idealismo extremo del hijo contrasta con el
idealismo lleno de incertidumbre del padre, y que incluye una visión
positivista y pesimista de la cultura. En el momento en que escribe la obra
Zeno Gandía puede verse a sí mismo como el joven idealista del pasado, y es por
esa razón que en el presente en que escribe (1894) posee una óptica más
paradójica y problemática de la situación colonial de Puerto Rico.
[14] Ver mi ensayo “El discurso liberal de Tapia y Rivera,
Hostos y Zeno Gandía”, en La na(rra)ción
en la literatura puertorriqueña, San Juan: Ediciones Huracán, 2008: 54-80. Se trata de un paradigma mediante el cual se ve el desarrollo del pensamiento hacendado-patriarcal del sujeto escritural puertorriqueño durante el siglo XIX. Este sujeto se apodera de una serie de actantes y típicos muy sostenidos en su desarrollo hasta que en La charca se exprean en su mayor significación ideológica y estética.
[15] La ironía es parte
de la novela, el género burgués por excelencia que surge en el siglo XVIII con
el vencimiento idológico que obtiene esa clase social. La novela se propone
presentar la problemática del mundo con sentido dialéctico y con una
problemática social concreta (un héroe problemático en busca de lo auténtico).
Contraria era la visión histórica anterior, incluso en el teatro del siglo XVI,
en que el enemigo o adversario en la obra literaria no era necesariamente la
aristocracia sino el destino o una fuerza inexplicable y superior. Ver, del
teórico seguidor de G. Lukacs, Lucien Goldmann, en The Gidden God, London: Routledge, 1964.
[16] Victor Shklovski y Boris
Eichenbaum sostienen que más allá del simbolismo y el realismo el arte
literario es mecanismo formal de extrañamiento, desfamiliarización del lenguaje
mismo. Sus mayores muestras de este proceso son Tristam Shandy y Don Quijote. Del primero: Theory of Prose (1919), traduc. de
Benjamin Sher, Illinois: Dalkey Archive Press, 1990.
[17] De Georg Lukács, Teoría de la novela (1916), Barcelona:
Grijalbo, 1975 y de Hayden White, Metahistory,
Baltimore y London: Johns Hopkins University Press, 1973; Tropics of Disourse: Essays in Cultural Criticism, Baltimore: Johns
Hopkins University Press, 1973.
[18] Paul de Man, Blindness and Insight. Essays in the Rhetoric o Contemporary
Criticim, London: Routledge 1989. Para este teórico la crítica a una obra
debe estar consciente de la retórica del texto; la ambigüedad siempre se cuela
en la producción del significado metafórico.
[19] De J. M. Bernstein,
The Philosophy of the Novel. Lukács,
Marxism and the Dialectics of Form, Minneapolis: University of Minnesota
Press, 1984.
[20] Los
alemanes seguidores de Marx y Freud, los de la Escuela de Frankfurt, lo
reconocen así antes que los postestructuralistas. Ver mi libro Modernidad, postmodernidad y tecnocultura
actual (San Juan: Publicaciones Gaviota, 2011): 181-207; 254-274.
[21] Friedrich Schlegel (1772-1829)
creó junto a su hermano August W. Schlegel el concepto clásico de “ironía
romántica”, ampliado de la ironía socrática, en el sentido de que más allá de
la contradicción y la tragedia se encuentra el “humor” humano (el
distanciamiento risible de sí mismo y del mundo). La ironía permite al artista
colocarse por encima de toda finitud y limitación para alcanzar una conciencia
plena. El artista debe anularse en su genio creador y elevarse a la síntesis
que disuelve la finitud y la inadecuación. Véase el capítulo siete (“Friedrich
Schlegel”) de Joseph Dane, en su libro The
Critical Mythology of Irony, Athens: Georgia University Press, 1991, pp.
100-118. Esta es la labor superadora del novelista, no apegarse por completo a
los valores burgueses y trascenderlos mediante el distanciamiento irónico del
autor frente a las contradicciones del mundo narrado. El arte, para cumplirse
como tal, debe superar los signos contradictorios que ofrecen la lucha social
en el mundo, y ello mediante una mirada irónica y distanciada que permita al
autor el alcance de la forma, de lo estético, y de la novela como un objeto
artístico difícil de articular.
[22] Así la llamó Francisco Manrique
Cabrera en su Historia de la literatura
puertorriqueña (Río Piedras: Editorial Cultural, 1986), p. 180. Todavía
para la década del 80, muchos estarían de acuerdo con Josefina Rivera de
Álvarez en que: “Como obra de narración que profundiza en los conflictos
humanos y sociales de Puerto Rico, muestra La
charca una armoniosa trabazón arquitectónica general, lo que unido a sus
otros méritos, le da rango indiscutible de máxima creación en el campo de la
novela insular del XIX, incorporándola a su vez, como uno de los relatos mejor
contados en Hispanoamérica, según juicio de Ciro Alegría, el rico caudal de la
novelística hemisférica de lengua española” (Literatura puertorriqueña: su proceso en el tiempo (La Habana,
Madrid: Ediciones Partenón, 1983, p.
243).