lunes, 2 de abril de 2012

Prólogo: “De charcas, espejos e infantes en la literatura puertorriqueña”







Luis Felipe Díaz. De charcas, espejos e infantes
 en la literatura puertorriqueña.

Primer Premio Nacional del Pen Club de Puerto Rico, 2012
Tercer Premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña, 2012

(San Juan: Isla Negra Editores, 2011). Derechos plenamente reservados a la mencionada Editorial.

Para que la filosofía no responda simplemente a una pedantería, a un esnobismo, yo creo que ha de nacer de las catástrofes personales. Es decir, a todos algún día nos pasa una cosa que nos convierte en folósofos: la muerte de una persona amada, el fracaso de un proyecto personal, la derrota de una esperanza política. [...] Una pesadilla nos ayuda a pensar, entonces ocurre a la filosofía el que está estremecido por algún fracaso, por una derrota, por un horror.
La aventura del pensamiento de Fernando Savater


La seriedad moderna más profunda debe exponerse a través de la ironía.
Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman

Prólogo

Desde el siglo XIX los letrados y artistas de la literatura puertorriqueña han perseguido símbolos de significativa relevancia cultural, incluso para nuestros tiempos. En este proceder han sobresalido metáforas del infante y su sobrevivencia, imágenes de la charca en que se sumerge la cultura nacional y la mirada en el espejo de un artista letrado que, antes de verse en su otredad reflexiva, percibe el obsesivo mandato de imposición de la identidad patria. Para dar despliegue a esta argumentación en este libro se sostiene como base teórica las ideas poshistoricistas y postcoloniales que conciben a los sujetos humanos y sus acciones en el devenir, como actantes y como metáforas, y cual construcciones discursivas en una historia que suele ser narrada de una manera particularmente ideologizada. Por lo regular la cultura ha sido concebida por los analistas y artistas mismos como si la misma fuera reflejo de una realidad esencial, única y simplemente referencial, que está ahí afuera y que se detecta directa y desproblematizadamente. Así se revela a lo largo de casi todo el siglo XX, sobre todo tras el gran acontecimiento de la invasión de 1898 y su imposición de imágenes de agresión y sentido de persecución que han perdurado en el imaginario letrado a lo largo del siglo XX. La charca, el infante y el espejo han sido, por su parte, singulares imágenes heredadas de ansiosas reflexiones sobre el acontecer cultural desde el siglo XIX. Las mismas han tenido sus variaciones durante el siglo XX y, ahora mediante la literatura de entre siglos, se ven significativamente alteradas. En los capítulos de este libro perseguimos ese proceso de representación de la charca, el infante y la mirada en el espejo nacional, pero teniendo en mente que se trata de metáforas de nuestra manera de reconocernos y construirnos.
El infante nacional tal vez ha sido el más formidable signo de enfrentamiento a los deseos y anhelos de la dialéctica entre la vida y la muerte. Se traduce en la metáfora que nos señala las muchas veces endebles esperanzas depositadas en las aspiraciones de alcanzar un futuro mejor y de estabilidad colectiva y personal.  Así resulta el porvenir que concibió Pedreira en su pedido de trascender el insularismo y mantener cautela ante la civilización material que imponía el otro imperial. Esa fue similarmente la interpretación y noción de defensa y protección que persiguieron muchos de los liberales más o menos autonomistas de los años 50, pese a sus equívocos y contradicciones coloniales que no les permitieron ni siquiera sospechar del complejo mundo tecnoglobalizado que se les venía encima, al cedérsele paso a la industria bancaria y comercial (la nueva charca). Y ese sería también el mundo que seguiría imponiendo el otro imperial de una manera menos directa y lineal, como la acostumbrada confrontación en la primera mitad del siglo XX, la cual era más de tipo abiertamente político. El encuentro entre ambas fuerzas se expresa a partir de los años 50 de una forma más transversal y sinuosa y conducente a imprevistas esferas culturales que transforman nuestra convencional manera de ser en la colonia y de representar en el arte.
No obstante, desde los años 70 la literatura puertorriqueña ha tendido a superar muchos de los clásicos mandatos del pasado nacional tan defendidos por los letrados más radicales desde los años 30 y 40. Eran esos los mandatos culturales de liberación nacional que los comprometían con antiguos y caducos imaginarios, y los temores a la charca nacional y al ahogamiento del ícono-infante de la cultura. Pero en sus ímpetus de ruptura amplia con el pasado, los setentistas comenzaron a escaparse a espacios e imaginarios más privados y menos dependientes del monolítico y hegemónico reflejo del afuerino discurso nacional y sus temores. Ese discurso del pasado en general los mantenía dentro de una ideología dominada por el monológico ordenamiento nacional y el reflejo ideal de lo mismo en un ámbito aún guiado por leyes de la naturaleza y del raciocinio demasiado moderno y anticolonial, y que aún era parte de la fase de desarrollo social de tipo campesino-hacendado. No obstante, al encontrarse inmersos en la más dinámica y compleja ciudad colonial y sus conductas los setentistas tuvieron que enfrentarse a energías y fuerzas marcadas por la desequilibrada diferencia, la heterogeneidad y lo múltiple. Nuevas charcas virtuales y nuevos velorios del infante vendrían a reflejarse en el espejo de una realidad socio-cultural ya no tan nacional. Y esto a pesar de las insistencias de los setentistas en paradójicamente perseguir el radicalismo comprometido aún con antiguos mandatos de liberación y hegemonía nacionales. Se concebía que con el radicalismo moderno (el socialismo, principalmente) se podrían superar los escollos de esa misma modernidad en su faz más conservadora y colonial.
Mas en nuestros tiempos la mentalidad postmoderna se ha propuesto decididamente a romper con el reflejo del espejo moderno, a articular otras versiones de crítica al pasado y reflexionar sobre un presente que ha transmutado la sociedad y la cultura. El artista se enfrenta esta vez a un mundo que se torna cada vez más inaccesible, por su velocidad y movilidad desterritorializada, y por su ruptura con los antiguos modelos del pensar moderno (ya radical o conservador) tan anclados en los binarismos que hasta hoy nos persiguen y que pretendemos deconstruir. Las paranoias de ahogamientos del infante y los narcisismos modernos se ven en esta ocasión tardomoderna transmutados por nuevos procesos que ya se vislumbran en la literatura misma desde los años 60 del siglo XX. Nos ahogamos ahora en una cultura de signos, toda la clásica familia nacional parece haber muerto y la imagen que vemos de nosotros mismos parece ser una remendada copia o virtual simulacro de lo que fuera la familia o la nación.
Por nuestra parte, y a pesar de la critica deconstruccionista a que sometemos el discurso del pasado, también mantenemos cautela frente al proceso (texto) cultural que se nos viene encima. En ello estriba paradójicamente la prueba: nos enfrentamos a momentos de bifurcación del pensamiento tradicional moderno. Ello ha surgido como consecuencia de una postmodernidad tecnomediática y globalizadora de nuevas demandas cronotópicas y de imposición de miradas ensimismadas en las pantallas de la seducción repetitiva y en la pasarela del constante desfile de una multiplicidad (que en el fondo parece circular dentro de los retazos de nuevas construcciones que tal vez son más de lo mismo, pero cada vez con mayor desgaste). La búsqueda de una poética nacional se ha trastocado con el fracaso de una modernidad que ha quedado sepultada por una tecnocultura que no ofrece margen a las trascendencias y búsquedas de simbologías profundas del ser y de la cultura en cuanto a inquietud profunda en el devenir. Si el artista en los tiempos postmodernos desea mantener algún tipo de integridad personal y narracional tiene frente a sí una seria y ardua tarea que realizar. Si bien tendría que rechazar los caducos ordenamientos del pasado narracional también debe enfrentarse a las imposiciones deshumanizantes de un presente nada idóneo para el arte y sus demandas de superación y continuidad con los mayores alcances de la clásica modernidad y sus reclamos de dignidad y justicia. Se trata de antiguas y de nuevas charcas que el sujeto infante (nuestra crítica misma) debe mirar en el amplio espejo de un pasado cuyo presente es el ahora de cómo concebimos el devenir con capacidad crítica, ya nihilista o esperanzadora, o de una mezcla de sentimientos encontrados y ambiguos. Aquello que debe prevalecer a la larga, independientemente de las esperanzas o desánimos, debe ser el análisis crítico y esmerado, dispuesto a afrontar los nuevos retos teóricos y a respetar el pasado.
       Mas en nuestra historia, y en ausencia de un Estado con la capacidad de apoyar un proyecto nacional, la izquierda letrada no descartó lo que entendió como el llamado histórico de cumplir ansiosamente con el papel de simbolizar y de narrar la imaginaria nación (o el proyecto colectivo que nos anima en esta Isla), sobre todo por medio de la literatura. Según se avanza en el proceso colonial puertorriqueño del siglo XX, el artista letrado ha sido llevado primeramente a presentar un discurso no en primera instancia contra una metrópoli colonial y un extranjero inmersos en su territorio, sino antes contra el subalterno mismo en control de la administración y agenciamiento de la colonia. Y ya en nuestro presente, el artista no sólo se enfrenta al poder colonial en lo político-jurídico, sino esta vez tiene ante sí las infiltraciones del imperialismo tecnoglobal y su capitalismo postindustrial instalado en lugares distintos a los acostumbrados a ver en nuestros espejos.
Los literatos y letrados desde los años 30, en general, han presentado una imagen del pueblo, del otro nacional, que suele responder primeramente a sus prejuicios, valoraciones y desesperaciones ideológicas ante el avance no solo del coloniaje político sino del capitalismo en su peor expresión ante el subalterno. De esa manera había sido ya patente desde La charca de Manuel Zeno Gandía e Insularismo de Antonio S. Pedreira y la imagen que las mismas exponen en cuanto a la preservación de nuestra identidad. Así es hasta los esfuerzos de interpretaciones más perspicaces y tardomodernas que ahora se presentan con mayor consciencia del fenómeno cultural y que antes que verticalidad ideológica exploran la horizontalidad múltiple e híbrida de la cultura. La ansiedad del narrar cultural como estructura fundamental que ha animado el discurso literario es la que en este libro perseguimos con una visión más o menos cronológica y con consciencia de que en algún momento contemporáneo esa estructura cultural se ve desarticulada y quebrada (anacronizada). No sin olvidar que nuestras críticas mismas se pueden encontrar comprometidas de antemano con los lenguajes de lo criticado y de que somos parte de rupturas epistémicas pero también de continuidades en nuestros modos de metaforizar y narrar la realidad cultural. Y aún más cuando se torna algo difícil identificar obras muy contemporáneas que se equiparen o acerquen en la calidad estética a muchas de las obras que el canon literario continuamente ha calibrado, y con razón, como las mejores piezas representativas de su momento. ¿Quién puede negar la suprema calidad ensayística de Insularismo y la inigualable majestuosidad estética de Los soles truncos, pese a sus ya inaceptables criterios ideológicos?
Se reconoce en las interpretaciones de los ensayos que aquí ofrecemos que las culturas se crean a sí mismas al articular y montar historias y narraciones mediante las maneras de entender su pasado. Como sabemos, este proceder puede ser manipulado por grupos y elites que mi(s)tifican los discursos para sus propios intereses y criterios y para alcanzar o vindicarse en el poder interpretativo y en la historia. Un discurso utópico en ese sentido puede funcionar como una ideología mistificadora en tanto justifica el dominio y la opresión de un hoy en nombre de una liberación futura. Entendemos sin embargo que la mejor literatura posee una capacidad extraordinaria de oposición y transgresión de lo establecido por los poderes dominantes y sus narraciones. De ahí que se requiera cautela cuando se trata de valorar un acervo tan importante como lo es la literatura, sea moderna o postmoderna. No obstante, los críticos contemporáneos no debemos abandonar la cautela y suspicacia ante las duras ideologías del pasado y sus reacciones contra lo que se consideraba adverso y equívoco a la identidad personal y colectiva. Nuestras nociones de amenazas y paranoias son ahora otras, tienden a ser más líquidas, más débiles, más indiferentes a los reclamos ontológicos y metafísicos. Nuestras charcas, velorios y espejos se han transmutado.
Los teóricos poscoloniales,[1] por su parte, han presentado una crítica a las ideas anticolonialistas de los años sesenta y setenta que tanto cargaron a las inteligencias letradas de optimismo respecto de liberaciones y adelantos en la historia. En esos años se defendió un tipo de acción y discurso que presentaba una ruptura revolucionaria con el sistema capitalista de dominación colonial. Se sostenía que de esa manera se fortalecía la identidad nacional de los pueblos colonizados y se podría alcanzar una sociedad sin antagonismos de clase y que cumpliera con las promesas éticas e ideológicas de la modernidad más racional y humanista. Estos anticolonialistas de los 70 se oponían a las estructuras opresivas que habían impedido al llamado Tercer Mundo realizar (imitar) el proyecto de la modernidad fundamentado en la utopía del progreso. No obstante, pese a lo revolucionario de sus intentos no se interrogaron sobre el estatus epistemológico de su propio discurso y la genuina pragmática y performatividad de sus acciones. No entendieron que un lenguaje revolucionario no implicaba la ejecución de una respuesta de acción igualmente revolucionaria. Mucho menos que sus críticas después de todo se articularon principalmente a partir de miradas propias de la modernidad europea radical que desde el siglo XIX han perseguido la emancipación nacional de los pueblos, pero desde pensamientos que llevaban a acciones autoritarias y patriarcales e imitadoras de las tendencias de poderes y saberes de dominio propios de la misma modernidad europeizante y opresora. La continua dependencia económica, el enriquecimiento de minorías, el empobrecimiento de la mayoría de la población, la eliminación rampante de los desposeídos, eran considerados desviaciones de la modernidad que podrían ser corregidas a través de la revolución y la toma del poder por parte de los sectores populares. Serían éstos —y no la burguesía— quienes se convertirían en el genuino sujeto de la historia, los encargados de llevar adelante el proyecto de humanización de la sociedad y hacerlo realidad en las naciones colonizadas (Santiago Gómez). Pero el capitalismo avanzado ya tenía otros planes, mandatos y mutaciones en el mundo de fines de siglo XX cada vez más tecnológico y globalizado y de inaugurales poderes tecno-mediáticos que les aseguraba nuevos dominios y sorpresivos modos de colonizar. No obstante, estamos en momentos en que tanto los artistas letrados como los críticos se muestran reacios a reconsiderar estos modos de entender la cultura y la historia. Actualmente en el espejo de varios lectores no hay aún espacio para deconstruir el pasado de las duras ideologías ni para reconocer el más amplio horizonte de tecnocultura globalizada que nos exige la nueva reflexión que aquí tratamos de impulsar. Tanto la literatura como su crítica se encuentran en este umbral de resistencia y carece de los lenguajes que se requieren para enfrentar los nuevos procesos socio-culturales que en el presente momento nos mudan de piel.
En los países imperiales, fue con la idea de Nación que se adelantó la agenciación del Estado liberal y éste se hizo, a su vez, nacional dentro de su propio mundo de dominio y no necesariamente en el de sus periferias o colonias. Mas el colonizado no dejó de perseguir el concepto de ciudadanía, empleando en un principio mediadores simbólicos como la nación-tierra-madre, entre un orden social culturalmente fragmentado y una maquinaria estatal cuyo funcionamiento remitía a la organicidad simbólica de la autoridad protectora del padre. Pero en las colonias como Puerto Rico la nación no fue el único instrumento a través del cual las masas pudieron representarse y hacer psíquicamente pertinente la irrupción del estado en sus vidas. La protección económica y la seguridad social que podía ofrecer la autoridad del estado imperial era rechazada por el letrado nacional pero no así necesariamente por las masas que tendrían que responder a la razón instrumental que traía el colonizador con su capitalismo avanzado y abrumadoramente dominante mediante sus seducciones y mitos desde principios del siglo XX. El concepto-sentimiento de nación que durante casi todo el siglo XX se mantuvo para el letrado como el significante-guía de lucha, terminó, en los tiempos tardomodernos y globalizados, viéndose asediado por severos problemas, contradicciones y pérdida de su poder interpelador. De aquí que muchos escritores postmodernos no respondan al imaginario de los historiadores modernos de la cultura y la literatura. Las nociones de charcas, espacios familiares y los espejos del actual y joven escritor puertorriqueño tienden a transmutarse al tener que incorporar nuevas semiosferas culturales y noveles subjetividades que no responden a antiguos paradigmas, y que incluso alteran los discursos a nivel de sus contenidos y de la forma.
Dentro de esta perspectiva socio-histórica y la entramada maquinaria de significaciones, la cultura se reconoce —en este trabajo que aquí presentamos—, como la compleja red simbólica e imaginaria a través de la cual las sociedades consiguen dotarse de elementos de significación ante las actitudes y procederes de los individuos en su proyección intersubjetiva y transideológica. Sabemos ya desde la década del 70 que no sólo se trata de la cultura de elites sino de la participación de la cultura de masas y del pueblo llano en estos procesos. Junto a ello también habría que tener presente que el capitalismo tecnoglobalizado ha destacado instrumentos de interacción comunicativa y cultural como los medios masivos y sus mensajes y narrativas que no necesariamente reclaman el pensamiento crítico y reflexivo de los letrados, ni parecen dejar margen a la creación de simbologías profundas y significativas. Desde los años 60 y 70 el literato ha ido cobrando cada vez mayor conciencia de la inserción de estos últimos aspectos en sus propuestas literarias y búsquedas de respuestas y reacciones significativas ante las perturbaciones y turbulencias del postmundo que ahora los acosa y absorbe.
Seguimos en ese sentido a Yuri Lotman,[2] para quien el texto se concibe como un espacio semiótico en el interior del cual los lenguajes interactúan, se interfieren y se auto-organizan jerárquicamente como si fuera en el texto de la cultura misma. Puesto que la dimensión del signo por sí solo no es aceptable —como han señalado los semiólogos—, la cultura en su totalidad puede ser considerada como un amplio texto que el crítico advierte de acuerdo a sus posicionamientos de clase y género. Pero como advierte el mismo Lotman, la cultura es un texto complejamente organizado que se descompone en jerarquías de textos en contigüidad unos con otros y que forman complejas tramas de discursos en relaciones de intertextualidad y reflexión y no de manera tan consciente con respecto a los constructos culturales del pasado y sus ideologías. Hay intertextualidad tanto en la literatura como en la cultura misma.
Y entiéndase todo esto sin dejar de considerar que somos parte, en nuestras reflexiones culturales, como argumenta Baudrillard desde su radicalismo extremo, del fin de la linealidad y del fin del fin mismo en cuento a nuestra lectura del Texto.[3] En esta perspectiva, el futuro, como se concebía, ya no puede existir. Pero si ya no hay futuro, tampoco hay fin. Por lo tanto ni siquiera se trata del fin de la historia sino del fin del texto en la historia. ¿Cuál es el nuevo Texto? Tal vez aún estamos en Macondo descifrando el texto que nos narró, cuando allá afuera se cristalizan nuevos textos y noveles lecturas, de las cuales no participamos como lectores ni mucho menos como autores.
Seguimos, no obstante, en espacios y tiempos dónde y cuándo la explotación, la dominación, la “infección” mediática y el consumismo alienador sumergen lo que queda del sujeto (tal y como hasta ahora lo hemos entendido) en la liquidez anestésica y paralizadora de sus procedimientos y demandas. Mas este último aspecto antes que tomarlo con abyección habría que entenderlo como proceso que requiere ser antes que nada analizado independientemente que se le acepte o repudie. La literatura es cónsona con la capacidad metafórica de enfrentamiento a los lenguajes y símbolos más establecidos, cosificados, impertinentes y anacrónicos. No tenemos porque creer que la postmodernidad habrá de borrar por completo el papel transgresor y subversivo del arte, el cual sigue proviniendo, agraciada y principalmente, de impulsos libidinales y transgresores.
Pero hemos ingresado en circunstancias en las cuales la intensificación de los múltiples procesos comunicativos ofrecen una semiosfera dentro de la cual los sectores reflexivos en la sociedad, y con ellos los literatos, se ven llevados a asumir gestiones y posicionamientos que fácilmente pueden conducir a situaciones desesperanzadoras en cuanto a la cultura y al arte mismos. La extensión globalizadora del sistema económico capitalista transnacional —que sigue siendo colonial y explotador— ha transmutado el mundo y al artista letrado en sus reacciones. El artista, acostumbrado a los instrumentales conceptuales y epistémicos que le proporcionaba la modernidad, se le hace cada vez más difícil asumir efectivos y llamativos modos de representación. El arte, como es entendido desde la modernidad, ha sido usurpado y colonizado por los medios técnicos y sus diferentes gestiones y fines culturales. En ese contexto, incluso los artistas más reflexivos no logran resistirse a la invitación a desfilar por la pasarela tecnomediática y consumista y su coqueteo horizontal. Y esto resulta así pese a que las nociones de un arte dirigido a contribuir significativamente en el proceso de cohesión social y personal no parecen ser compatibles con nuevos modos de control político y panóptico conectados a las nuevas tecnologías cibernéticas con unas expectativas cada vez más globalizadoras y homogeneizadoras dentro de la postcultura. En concreto, los nuevos poderes económicos ejercidos por la tríada norteamericana, europea y japonesa, han generado una abrumadora e irrefrenable usurpación de las autonomías locales de las entidades artísticas y del artista mismo. Se explica así el cuantitativo deslizamiento de los núcleos de toma de decisiones artísticas hacia nuevos centros de poder simbólico e imaginario, constituidos por la grandes corporaciones multinacionales y sus redes tecnomediáticas que se diseminan por el mundo.  Estos procesos además de postcolonizar al sujeto supeditan la posible autonomía diferenciadora de la cultura reflexiva misma que tanto poder expresivo había ejercido y del que se había jactado tanto en la modernidad letrada.
Se presenta de esa manera, en este mundo finisecular, una tensión entre tendencias centrípetas globalizadoras y entre reacciones centrífugas situadas a nivel local y en las posibles subjetividades en resistencia. En este nuevo reino de lo fugaz y lo transitorio, de la pérdida de la centralidad y la opacidad crecientes de las nuevas formas de control social, se monta el escenario que disuelve y se hace líquido respecto del punto de referencia moderno fundamentado en diversas razones duras y territorializadas. Es por ello que se está ahora a favor de una racionalidad más débil de la que que formó al arte moderno y que tiene que vérselas con una conformación técnica, comunicativa e informática no necesariamente fundamentada en la letra del logos metafísico. Desde esta “sombría” perspectiva, es evidente que los grandes relatos historiográficos modernos (en los cuales se ha escudado tradicionalmente la literatura) van dejando de tener sentido y pertinencia. La historia padece de esa manera el impacto irreparable de una profunda crisis de comprensión del mundo que nos dejara una razón no tan razonable. La literatura más avanzada se ve obligada ahora a extraer metáforas de esta crisis, a crear nuevas miradas capaces de reconocer los inaugurales multi-espejos del mundo que se nos viene encima y nos transmuta en el simbolizar y el comprender.
Mas en el campo de la metacrítica debemos afrontar la crisis del representacionismo con un criterio más complejo en lo referente a la relación entre lenguaje y realidad, impulsados, sobre todo por el "giro lingüístico" y los criterios falogocentristas de la sospecha que nos han legado los deconstruccionistas. Nuestra concepción de la realidad como producto cultural no debe estar guiada, como en la modernidad, por criterios apriorísticos al proceso social de creación imaginaria y simbólica. Se debe atender un discurso que se multiplica en la inconmensurabilidad de las prácticas socio-culturales que las generan y donde el sujeto no se cristalice mediante la disolución del otro en lo mismo, sino en el gesto que permite éticamente que el otro se manifieste en lo que es en su derecho dialógico y heteroglósico. El pensamiento deja, pues, de ser un neutralizador absoluto de la diferencia en la unidad, para operar como organizador (fenomenológico-hermenéutico) del diálogo infinito con el otro como lo proponen Hans G. Gadamer y Emmanuel Levinas.[4] Siguiendo la ya tan conocida óptica deconstruccionista y semiológica de Jaques Derrida y Umberto Eco se deben someter los textos a procesos subjetivos inmersos en la variabilidad de amplios factores que exigen una interpretación abierta e irónica, comprendida dentro del intercambio dialógico e intertextual, a una co-creación que no depende sólo del autor sino del lector receptor, ambos inmersos en deseos, poderes y saberes en continuo conflicto y contingencia. Se somete así el discurso al extrañamiento de una realidad discursiva que adquiere tensión mediante "juegos del lenguaje", en actos débiles pero concretos y glocalizados. Se trata de una semiótica de la "transdiscursividad" que adopte modos de interpelación de lo desconocido y lo nuevo, respetando los mayores avances de la comprensión ideológica anticapitalista propia de la modernidad radical (como lo propone J. Habermas) y que tolere y amplie el pensamiento postcolonial (Moreiras). [5]



[2] Iuri Lotman, La semiosfera. Semiótica de la cultura del texto,  Madrid: Cátedra, 1996.  Jorge Lozano, Cristina Peña Marín, Gonzalo Abril, Análisis del discurso. Hacia una semiótica de la interacción textual, Madrid: Cátedra, 1997.
[3] Véase la nota Núm. 35 del segundo capítulo.
[4] Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006;  Hans Georg Gadamer, Verdad y método I y II, Salamanca: Ediciones Sígueme, 1977.
[5] Juan Jacinto Muñoz Rangel, “De la crítica estructuralista a la disolución de la estética, el lenguaje y la realidad”, Espéculo, Universidad Complutense de Madrid. URL http://www.ucm.es/info/especulo/numero10/estruct1.html. Rafael Vidal Jiménez, “La historia y la postmodernidad” (1999), Espéculo, Universidad Complutense de Madrid. http://ucm.es/info/especulo/numero13/finhisto.html. Carlos Fajardo Fajardo, “El abismo presentido. Cartografías de la sensibilidad de fin de siglo” (1999), UCM. http://www.es/info/ especulo/numero13/cfajardo.html. Carlos Fajardo Fajardo, “Hacia un milenio que amenaza”, Especulo. UCM. http://www.es/info/especulo/numero14/milenio.html. Jorge Lozano, “Cultura y explosión en la obra de Yuri Lotman”, Espéculo. UCM. http://www.ews/info/especulo/numero11/lotman2.html. Rafael Vidal Jiménez, “Nacionalismo y globalización. Delocalización simbólica del espacio social”, Especulo, UCM. http://www.ucm.es/info/especulo/numero11/nacional.html. Carlos Fajardo Fajardo, “El gusto estético en la sociedad postindustria”, Espéculo. UCM. http://www.ucm.es/especulo/numero21/gusto_es.html. Ramón Pérez Parejo, (2004). “La crisis de la autoría: desde la muerte del autor al renacimiento de anonimia en Internet”, Espéculo. UCM. http://www.ecm.es/info/especulo/numero26/crisisau.hyml.



Casi todos los ganadores (menos yo)


INDICE

Prólogo: "De charcas, espejos, velorios e infantes en la literatura    puertorriqueña

La literatura puertorriqueña explicada a los niños

 Inicios y desarrollo del discurso literario y cultural
 El pueblo invadido y la transición cultural de principios del siglo XX
 El Vanguardismo y la Generación del 30
 Del Neocriollismo de los años 40 a la literatura urbana de los años 50 y 60
 La modernidad literaria de mediados del siglo XX y la Generación del 70
 Nuevos rumbos culturales en los umbrales del milenio

De La charca al ciber texto

La mirada cultural puertorriqueña en el fondo del espejo

La pérdida de la poética del infante nacional


Dos primeros premios: Rosalina Perales y Juan Pablo Canino (y yo)

No hay comentarios:

Publicar un comentario