La metáfora y la metonimia
en el discurso y la ideología de
Insularismo de Antonio S. Pedreira
Luis
Felipe Díaz
Departamento
de Estudios Hispánicos
Universidad
de Puerto Rico, Río Piedras
Resulta ya imposible no prestar especial atención a los
lectores que durante las últimas tres décadas han rechazado muchos de los
postulados más vitales de Insularismo
(1934) de Antonio S. Pedreira (1898-1939). Se trata de una de las obras más
bien recibidas por la academia desde que fuera publicada en los años 30. Pero en los últimos años ha sido objeto de críticas negativas por sus criterios clasistas, racistas y machistas. Y no pueden ser aceptables sus reclamos, aún si se entiende que Pedreira fue un sujeto muy de su época, en la cual existía amplia conciencia de raza pero no tanto de género. Pero ambas concepciones —la de raza y la de género— ya eran diestramente discutidas por los letrados más suspicaces de la época (Canales, Palés Matos, por ejemplo). La capacitación ideológica de Pedreira mediante Insularismo pudo ser compleja, pero, no obstante, fue ambigua y contradictoria, como veremos. Sus alcances como filólogo, estilista y metaforizador (ensayista) son, sin embargo, insuperables para la época y el lugar colonial y heteronormativo en que escribió. Sin duda, con todo y sus equívocos en el manejo de lo psico-social, fue uno de los mejores ensayistas latinoamericanos de la época. Esto es: pensando en el ensayo con las mayores exigencias del género literario que la obra supo cumplir cabalmente. Se puede ser muy supremo en lo estético y muy endeble en lo racionalmente aceptable.
Creo que como
respuesta a la consagrada valoración que la tradición otorgó a la obra, emergió
precisamente el apasionado y subversivo anti-lector de nuestra época, con su
irreverente actitud de rechazo ante este singular libro de la cultura
puertorriqueña del siglo XX. En este trabajo que aquí presento, sin embargo, y sin ignorar los postulados de las ya
consagradas o irreverentes vertientes críticas, no me propongo sostener una
disidencia o defensa más en el panorama de tales lecturas. Optaré aquí, por
regresar a lo más significativamente retórico de Insularismo,
para redescubrir su básica propuesta textual y rescatar aspectos no previstos
que pudieran llevarnos a inadvertidas lecturas. Mantendré en lo posible una cuidadosa
e irónica mirada hacia esta tan resonante voz de la cultura nacional puertorriqueña del siglo
XX.
Y en el nuevo asedio al texto, resulta de singular importancia destacar los criterios implícitos propuestos en la emisión y
recepción de la obra misma. Debemos distinguir la particular exégesis a través
de la cual el autor y la lectura implícita esperada se revisten de una singular
alianza. Desde esa recepción, el texto se propone defender una serie de
valoraciones históricas y culturales no necesaria y conscientemente previstas
por el autor real mismo, o reconstruidas apropiadamente por el lector tradicional.Son asimiladas desde el inconsciente colectivo que ofrece la cultura y desde la profundidad de su "Langue" (la lengua de la cultura en su estructura profunda, como cúmulo de signos que forman lo pre y subconsciente del ámbito discursivo en que se vive, como cúmulo de signos que se heredan y que con-forman nuestra manera de articular la cultura, sin ser tan plenamente conscientes de ello).
Pero antes de prestar atención a tales aspectos de la
semiosis de la obra y de su contexto, atenderemos aquí el mecanismo profundo de
la estructura del texto, dentro del cual se localizan los ámbitos implícitos e
inconscientes del discurso que (para los seguidores) dan origen al placer o el
malestar (para los antilectores) en la lectura de Insularismo. Ese asedio a la estructura profunda nos permitirá
traer a la superficie las pretensiones del autor (implícito, el de la "lengua") de imponer una
lectura plácidamente acrítica ante los símbolos y arquetipos del texto. La
codificación de signos implícitos en el texto provienen, a la larga, de la
cultura na(rra)cional tal y
como la podía concebir Pedreira en su momento histórico. Este proceder
analítico nos permitirá, a su vez, evitar la recepción velada e ingenua del
texto, puesto que localizaríamos los mecanismos de la subyacente lectura
convencional que impone la obra. Obtenemos así un nivel de inteligibilidad más
amplio que permite colocar la obra dentro de una perspectiva crítica y
problemática, sin alterar sus propios términos con rechazos y reproches no
tan necesarios para este tipo de crítica semiológica y hermenéutica. Insularismo no tiene que ser ni la mejor ni la peor obra, para ser analizada como texto, como discurso de una época en particular. No obstante, soy consciente de que la lectura que se realice del texto compromete con el legado hermenéutico que impone la obra en la cultura de todos los tiempos (incluyendo los tiempos dados a la semiología, el estructuralismo y la postmodernidad que en la actualidad nos define). la obra se define en su proceso en el tiempo, en las lecturas que proponga y tolere hasta desaparecer del mapa se significativa referencia cultural. Ya hoy día (2022), por ejemplo, a muy pocos letrados les interesa Insularismo.
Como toda obra, Insularismo
presupone una implícita e inconsciente capacidad para recibir y aceptar inicialmente una
serie de presupuestos culturales mediante su peculiar constitución ensayística.
Se nos expone primeramente una serie de nociones sobre el quehacer cultural por
medio de un lenguaje más o menos referencial, y a través del cual su autor
delibera sobre lo socio-histórico. Y ya
desde otra vertiente no tanto representativa, sino retórica, la obra exhibe igualmente
una serie de imágenes, alegorías y símbolos que nos refieren al sub-texto que la
constituye en su particular disposición ideológica. De ahí nuestro interés en
distiguir cómo más allá de lo ensayístico, mediante esas imágenes, Insularismo nos ofrece una dramatización
entre signos de lo corporal y espiritual, lo interno y externo, lo oficial y
marginal, lo insular y universal. Nos brinda, además, una representación de las
acciones y procederes de ciertos actantes (sujetos), y ello junto a la
proyección de varios escenarios y temporalidades. Se nos crea así la impresión
de que estamos frente a una obra narrativa.
Y juntamente a esa mímesis descubrimos en la obra las
metáforas que desde el plano formal del relato nos refieren al sentir de un
hablante (el autor) preocupado por el subordinado y débil proceder del cuerpo
nacional frente a la contraria fortaleza del espíritu y la intelectualidad legadas por España. Se
nos expone primeramente la metáfora de un saber del ideal europeo vinculado a
lo espiritual, para luego distinguir la metáfora del cuerpo enfermo del hombre
puertorriqueño, quien se ha desprendido de aquella contraria y privilegiada
esfera espiritual a partir del sentido de abandono que provoca la invasión del
98 y la pérdida de la imaginaria hacienda nacional. Ubicamos de ese modo la perspectiva del autor (implícito) de la obra, quien
desde su ubicación en la espiritualidad europea de ultramar pretende guiar al
lector, y cual capitán de la nave nacional (el Colón que viaja a la ínsula) porta la brújula de un saber
sico-histórico que le permite desembarcar en el conflictivo suelo (cuerpo)
nacional. "No hay que buscar el mundo hacia afuera, —nos advierte— sino
hacia adentro, en dirección al pecho". Mas el
viaje hacia lo insular del cuerpo (el "pecho") se lleva a cabo con el
equipaje de mediaciones que se han obtenido en lo universal y lo externo, como
nos deja saber la metonimia inicial de la obra ("La brújula del
tema").
Se trata de la brújula-guía del navegante capitán que ya desde La peregrinación de Bayoán —si acudimos
a una lectura intertextual con el pasado— se presenta como sujeto que vislumbra
las totalizaciones de la identidad y de la problemática del pueblo
puertorriqueño en su viaje en búsqueda de explicaciones sobre su identidad.
Pero antes de considerar a fondo esta gesta de búsqueda,
implícita en las metáforas de Insularismo,
conviene destacar cómo algunos de los críticos ven ya superada la
interpretación de Pedreira sobre las relaciones entre lo espiritual y lo
corporal. Las estructuras mentales de su época construyeron el tipo de conciencia que expresa. No obstante hoy día hay renuencia en ciertos lectores (como
Juan Flores, Juan Gelpí, María. E. Rodríguez) a aceptar la lectura ideal de las
mencionadas metáforas mediante las cuales la obra pone en perspectiva y
valoriza la cultura puertorriqueña de entonces. El lector de nuestra época, por
ejemplo, ha redefinido el modo de concebir las relaciones del cuerpo y el espíritu
en relación con la cultura. Estos jóvenes escritores ofrecen, a su vez, nuevos viajes y noveles metáforas de un mundo que ya piensa desde la postmodernidad y no desde la modernidad colonial, como Pedreira. El futuro se encargará de identificar y analizar las metáforas y narrativas de nuestra débil postmodernidad.
Ante todo, y a la altura de nuestro tiempo, ese lector se
ha identificado con el cuerpo mestizo (la otredad) que tan prejuiciadamente
fuera visto por los grupos dominantes en la sociedad patriarcal y europeizante
de Pedreira. Ese mismo lector suele reconocer con gran ironía las metáforas de
espiritualidad creadas desde un a priori
ideal sumamente clasista y europeo. La disidencia del lector de nuestra época
surge, sobre todo, al advertir la ideología positivista desde la cual son
creadas las metáforas del cuerpo y el espíritu que inundan esta obra de
Pedreira. El positivismo se le presenta a ese lector como una filosofía de
inaceptables ataduras a proyectos clasistas y racistas que establecen una
equívoca disyuntiva entre el cuerpo y el espíritu, y que ofrece corta
visibilidad como frontera epistemológica de validez en el análisis cultural
contemporáneo para ver un sujeto tan subalterno como el puertorriqueño. Aunque, y trayendo ahora lo que le otorga a la obra una gran
trascendencia discursiva, resulta importante no perder de vista que el hablante
de Insularismo no adopta la simple y
dicotómica perspectiva de lo espiritual vs. lo material, de la civilización vs.
la barbarie, o de lo nacional vs. lo universal, como suele suceder con muchas
otras obras positivistas (sobre todo las clásicas del siglo XIX que manejan lo
de civilización versus barbarie). Estamos frente a una obra de gran perspectivismo en
lo referente a concebir la oposición de signos.
Destaquemos, como propusimos al principio, el oculto plano
mimético y el drama de los dos primeros capítulos de la obra. Teniendo como
punto de referencia los privilegiados espacios de lo espiritual, el
hablante-capitán
de la obra ha viajado desde lo marítimo para desembarcar y encontrarse con las
significaciones de las zonas del cuerpo (el territorio). (Adviértase la metonimia náutica del
primer capítulo: "La brújula del tema"). Su conciencia sico-histórica
y su búsqueda del ser concreto lo llevan más adelante en el texto (tal y como
se lee en el índice) a los ámbitos del suelo nacional puertorriqueño. (El segundo
capítulo encontramos "Biología, geografía, alma", tratante del
sentido de la tierra y el hombre que en ella habita (de lo material y
corporal). Y al desembarcar el capitán en el solar patrio, su visión
positivista (biológica) lo lleva a encontrar el cuerpo enfermo del hombre
puertorriqueño. Se topa de esa manera con un discurso de clausura, pues no
vislumbra la cura para la enfermedad de ese ser otreico que había dejado en el
suelo (geografía) nacional. Una vez
reconocido este inconveniente, se adentra en la biblioteca de la hacienda para
encontrar allí un discurso de apertura: el del letrado na(rra)cional
decimonónico. Será el espacio de lectura y memorias que le resultará más
placentero, donde se encontrará con la vertiente histórica del sector nacional del hacendado culto, más coherente y consistente (saludable), así como el más cercano, a su noción
de lo espiritual. Tiene sentido así la sección "Alarde y expresión"
del segundo capítulo, que alude a la entrada en la olvidada biblioteca nacional
de la también desatendida hacienda. Y así, en este recorrido por el interior del
salón de lectura, se encuentra con los libros del liderato liberal de la
cultura puertorriqueña. Nota el empeño en la creación de un discurso propio, y
también por alcanzar una praxis de superación más allá del determinismo
corporal y ambiental. De aquí emergen las simpatías ideológicas y las ataduras
de Pedreira con la inteligencia letrada del liberalismo decimonónico y su
escritura. Esta es la gestión cultural que interrumpen los norteamericanos con su invasión del 98.
Pero debemos atender la crítica contemporánea a estos
aspectos mencionados. A la luz de la conciencia de clase y de las nuevas
nociones de historia, el lector de nuestra época suele reprocharle a Pedreira
el que privilegie el discurso liberal puertorriqueño de las últimas décadas del
siglo XIX (precisamente el que encuentra en la olvidada biblioteca nacional).
El destacar al grupo social de este discurso liberal no le parece suficiente al
actual lector para concebir con validez de las totalizaciones nacionales e
históricas que Pedreira presenta. Como sabemos, el liberal de fines del siglo
XIX estuvo muy identificado con el poder del hacendado nacional, quien vio
frustradas sus esperanzas de una posible toma de poder al ser sorprendido por
la invasión norteamericana de 1898. A partir de ese reconocimiento de la
historia, lectores lectores como Angel Quintero y Juan Flores, desde los años 70, han
denunciado las ataduras de Insularismo
con la ideología y el imaginario de los grupos liberales de mentalidad
hacendada. José Luis González tendría mucho que ver con esta crítica también.
No perderemos de vista estas consideraciones, pero no
sin realizar un análisis de la retórica del texto de Pedreira. Conviene
destacar, dentro de una lectura alegórica, el deseo del hablante de Pedreira
por superar las limitaciones del drama del hombre enfermo, y por recuperar un
tiempo (mito) nacional perdido en el pasado (el Puerto Rico del siglo XIX). Dar
relieve al poder retórico e ideológico de la metáfora, los símbolos y los
arquetipos de la obra será conveniente para destacar una mirada analítica (más
semiológica y hermenéutica), más allá de las denuncias o reproches de algunos
críticos contemporáneos. No se debe perder de vista en el análisis cuáles eran
los intereses y motivos ideológicos y retóricos de Pedreira como representante
de la Generación del 30 y de un grupo social con una ideología "específica".
Se requiere indagar igualmente sobre una vertiente de la
obra poco advertida por el anti-lector de nuestra época, la cual reviste
singular importancia en la interpretación y valoración del pensamiento de
Pedreira. Se trata, además de de las metonimias de varias partes del texto en
las cuales se hace referencia a una llamada "mediocracia" (el
ambiente ideológico de un nuevo sujeto yanquizado) que ha emergido en la nueva
sociedad del siglo XX, y que aparece muy aliada, según Pedreira, a la ideología
capitalista norteamericana. No se ha delineado claramente cómo el autor de Insularismo, además de paralizarse ante
la clausura que le sugiere la enfermedad del cuerpo isleño (el otro nacional),
se encuentra también con el escollo de la presencia del materialismo de la
civilización norteamericana (el otro invasor saludable) en su solar patrio. La
situación se tornará sumamente problemática cuando reconozcamos su adopción de
una doble y ambigua perspectiva. Si bien Pedreira se resiste a abandonar muchos
de los cimientos ideológicos de la antigua cultura española, no ofrece resistencia
significativa a la "mudanza de cobija", —y entiéndase con esto el
cambio de soberanía que impone el otro invasor. Tampoco despreciará Pedreira la
invitación del nuevo agente invasor para realizar un cambio mediante la
civilización materialista. Es decir, Pedreira se instala en la doble coyuntura
ideológica de mantener polos que podrían parecer opuestos: retener lo que
entiende como cultura española y tolerar también la civilización
norteamericana. De ello hablaremos más adelante.
Pero regresemos a lo que nos ocupaba al principio de este
trabajo (a la recepción de la obra) y rescatemos ciertos aspectos formales que
el anti-lector no puede refutar. Insularismo
logra, por ejemplo, su más amplia definición ensayística al presentar un
hablante crítico que comunica, casi de modo narrativo, no una problemática
simplemente personal sino colectiva, desde el intenso reconocimiento de su
particular contexto histórico-social. Bajo su superficie ensayística la obra
guarda narraciones y alegorías que apelan a nociones arquetípicas y que sólo
pueden ser captadas mediante una lectura de las estructuras profundas del
texto, que se relacionan con la historia y el relato nacional. Como eje
principal de esos arquetipos alegóricos se destaca la empresa epopéyica u
odisea en la que, luego de una travesía náutica, se desea recuperar la Penélope
(símbolo del cuerpo y espíritu nacionales) que en un pasado había sido dejada
al resguardo. Y al ser luego reclamada, aparece secuestrada en el suelo patrio
por merodeadores civilizados, pero carentes de cultura (esto es: la
civilización angloamericana que se ha apoderado de territorio nacional). Así
nos lo evidencia el primer capítulo de la obra en que metonímicamente se hace
referencia a la travesía de un capitán (mediante la imagen de la brújula) y
luego se sugiere su desembarco al suelo nacional en que encuentra el hombre
enfermo y a su infértil tierra junto a la abandonada hacienda nacional. Estamos
aquí ante subyacentes lecturas arquetípicas que indiscutiblemente continúan
provocando un gran placer en su lectura al receptor de la modernidad nacional
de hasta hace poco. No así sin embargo al lector postmoderno o antimoderno,
quien prefiere prescindir de estas alegorías narracionales que ya no interpelan
a los críticos más jóvenes.
Cabe reconocer también cómo ese poder arquetípico de la
obra emana de la noción metafórica que se adjudica el hablante al considerarse
guía de la colectividad en el tiempo y el espacio. Primeramente el hablante se
presenta cual capitán del navío de la cultura, para convertirse, luego del
desembarco, en patriarca de la hacienda en que se encuentra con los diversos
agentes que se disputan el solar isleño. Finalmente se verá como un magistral
(maestro) del saber cultural que podría guiar hacia la sobrevivencia, pese la
nueva y amenazante civilización norteamericana. Se trata de los tres actantes
que se aventuran en la recuperación y defensa del ideal que ha quedado a la
intemperie y transeúnte en el pasado.
Mayor complejidad adquirirá la gesta cuando estos agentes
directrices (el capitán, el hacendado y el maestro) se vean necesitados de enfrentar
las causas que han provocado la enfermedad del cuerpo, así como el “equívoco”
carácter del hombre isleño. Se trataría, pues, de esclarecer lo que a su
entender ha obstaculizado en el pasado el pleno desarrollo del ideal nacional guiado
por una admirable inteligentsia
hispánica, pero con un pueblo nacional enfermo. De esa manera, el conflicto no
se cifra solamente contra ciertos enemigos invasores del presente (los de la metonímica
civilización norteamericana). Surge también el conflicto al tenerse que
explicar el deterioro del cuerpo del otro nacional (el sujeto no blanco y sin
europeizar, el subalterno mestizo) y su débil ademán espiritual (según la
mentalidad hispanófila). En este aspecto, el hablante encuentra una ambigüedad,
al entender que el cuerpo y espíritu del otro nacional se han formado dentro de
unas condiciones ambientales y fisiológicas de deterioro que han truncado su
ser (Darwin y el positivismo que lo perseguía). Y ello le preocupa por cuanto
es con este otro nacional (el jíbaro trabajador de la abandonada hacienda) que quiere
y tiene que identificarse. Sólo así podrá darle sentido amplio y coherente a su
discurso, con el cual pretende ofrecerle a la identidad nacional cierto nivel
de homogeneidad y control. Le resulta a Pedreira inminente, pues, el rescate
del otro nacional tan relegado en la marginalidad y la diferencia. Y lo
realizará con las ideas de su tiempo.
Tras el reconocimiento de este relato se deben tomar en
cuenta, paralelamente —y para lograr una definición ideológica amplia y
compleja—, las significaciones que nos brindan las metáforas, símbolos y otras
nociones arquetípicas que mencionábamos al principio. Desde una perspectiva
tropológica distinguimos en la obra, primeramente, la presencia de una
metonimia náutica
("La brújula del tema") que
habrá de guiar en la búsqueda de lo espiritual, y de metáforas agrarias
con las que se apelará a la superación del cuerpo enfermo de la abandonada
hacienda nacional. Con estas últimas metáforas se da relieve al mito de la
tierra que identificará al hablante hacendado: "cultivar la esperanza
unánime", limpiar las "provincias", levantar el
"gravamen", buscar el "huevo de nuestra conciencia
colectiva", y las "transformaciones de la oruga", "veremos
volar la mariposa". (97-98). Son imágenes del afincamiento del ser
nacional, que evidencian la feliz culminación de la ruta que ha iniciado el
capitán del navío, con su saber allende del mar, y que permite la reaparición
de un hablante de mentalidad hacendada que desembarca en la desamparada y
olvidada tierra. Tanto el viaje marítimo como el terrestre se presentan así
como los dos espacios de ese reclamo ontológico a la vez que concreto (óntico)
de Pedreira.
Y para fundir ambos sistemas metafóricos ese autor
emprenderá luego, y ya afincado en la hacienda que viene a reclamar, un viaje
intelectual de reconocimiento y rescate de la historia a través de la escritura
y la cultura letrada. Tras instalarse en la perdida hacienda y adentrarse en su
biblioteca, el hablante-hacendado desea montar una (imaginaria) academia, una
institución que sirva de nuevo asidero al saber perdido y ahora recuperado. Se
trata, esta vez, de impartir el saber acumulado por quien inicialmente fuera
capitán, y luego hacendado y que finalmente se concibe como maestro. De ahí, el
tercer capítulo: "El rumbo de la historia", que demarca todo el saber
adquirido mediante la lectura de los textos encontrados en la abandonada
biblioteca nacional y señalan a su vez un reconocimiento del pasado de la
hacienda nacional y sus habitantes.
Pero antes de hacer
referencia a ese capítulo, advirtamos cómo tras estas metáforas divisamos la
alegoría de la recuperación del ideal nacional, lo que habíamos considerado como
la Penélope abandonada y retenida en el pasado. Tales cimientos alegóricos
resultan en el estrato discursivo donde se manifiesta más efusivamente la
estructura del deseo inconsciente del autor. Se expresa ahí un anhelo de
recuperación de la sociedad agrario-patriarcal del siglo XIX, con todas sus
implicaciones de unos inicios felices para la familia nacional puertorriqueña.
Desde ese mito obtenido del pasado nuestro autor valorará la crisis cultural
puertorriqueña que se expresa bajo la nueva civilización en su presente
histórico del siglo XX. Se trata de retomar la perspectiva del pasado que lo
lleva a identificarse con el discurso ideológico que domina la mayor parte de
las grandes obras literarias de la última mitad del siglo XIX (desde El gíbaro de Alonso hasta La charca de Zeno Gandía).
Tal recuperación discursiva del pasado nacional lo lleva a
reafirmar aún más, en la década del '30, su creencia en la validez y
continuidad del mito de la unidad de la "gran familia puertorriqueña". Esa es
la unidad que a su entender se alcanzó bajo el saber culto y el poder, a la vez
que autoritario, liberal, de un patriarca hacendado en el pasado que recupera
en los libros. Y esta afortunada y placentera mirada al pasado habrá de
contrastar con el ambiguo malestar que le provoca la civilización del presente
que impone la cultura norteamericana. A partir de esa pugna entre el placer del
pasado y el malestar del presente se nos crea una impresión muy profunda y
arquetípica de dos tiempos (fuerzas) muy adversos que estructuran la conciencia
el y discurso pedrerianos.
Alcanzamos de ahí la lectura ideal asistida por nuestro
inconsciente colectivo na(rra)cional, anclado precisamente en esas fuerzas
estructurales del pasado en pugna con el presente invasor. Las significaciones
profundas de la obra poseen, en ese sentido, cierta validez incluso para
nuestro presente histórico, pues se trata de estructuras mentales que todavía
subsisten en nuestro tiempo por medio del inconsciente colectivo anclado en
ambigüedades fundacionales de nuestra subalterna y nunca alcanzada cultura
nacional.
Y abordando ahora en lo que hemos considerado como un
viaje metafórico y alegórico, fijémonos una vez más en el primer capítulo. En
"La brújula del tema" se nos sugiere el punto de vista marítimo (ontológico,
poético) desde el cual se ha tomado la firme determinación de desembarcar en el
puerto que lleva al espacio significativo de la interpretación concreta
(histórica, sociológica) de la cultura. El hablante-capitán se encuentra en su
viaje de regreso a la ínsula por ese significante marítimo, ese espacio
primigenio de la inspiración y del deseo de búsqueda. Y la gesta adquiere mayor
sentido al desembarcar y afincarse en lo corporal-terrestre. Los primeros
lexemas del siguiente capítulo ("Biología, geografía y alma") aluden
al encuentro del hombre y la tierra. En ese capítulo el hablante localiza los
cuatro puntos cardinales que definirán la nueva empresa que lo llevan a buscar
una definición (un discurso) prometedora de proyecciones futuras para el ser
puertorriqueño. Se trata de los cuatro espacios semánticos (el cuerpo, la
tierra, la historia y el alma) que nos refieren al desembarco que lleva al
capitán a la tierra, al suelo patrio habitado por el hombre isleño. Y ahí, al
ocuparse de la tierra, se topa con el determinismo ambiental y el cuerpo
enfermo de ese hombre. Y se pregunta sobre aquello que ha obstaculizado el
progreso a duras penas alcanzado por los liberales durante el siglo XIX. Uno de los impedimentos de ese adelanto ha
sido la imperfección del carácter "tan mezclado y equívoco" de la
raza (38). A su entender, el
determinismo del cuerpo ha sido el elemento impulsor del imperfecto carácter
que obstruye la expresión del alma. De ahí que la con-fusión orgánica haya
creado la siquis mal ajustada del negro, del mestizo y del criollo.
Todo este drama del hombre y su cuerpo nos presenta la
imagen de un otro nacional fragmentado, desprendido de aquella metáfora vital
del espíritu que guiara la brújula del capitán, y que ha desatado una oculta "guerra
civil biológica" (37). Se trata de una subterránea batalla de la que ha
germinado un injerto muy distante de comportarse como el "cuerpo (. . .)
definido y fuerte" (39) de la primigenia cultura española de ultramar.
Causa inicial de tal resultado han sido la nueva geografía y el clima isleños,
enemigos naturales que han sometido la voluntad y han dado margen al
apocamiento y al desgano. Pero dejemos a un lado la biología y la resultante
sicología del hombre puertorriqueño, como igualmente parece hacerlo el
hacendado-hablante, y fijémonos en la tierra. Allí, en los alrededores de la
hacienda, donde subsiste ese cuerpo enfermo del otro puertorriqueño, también se
divisa la presencia de nuevos agentes, no ya naturales o telúricos sino
civilizadores, quienes han comenzado a transformar el paisaje y las costumbres.
Al distinguirlos en su proceder y modo de significar, el hablante se torna
sumamente metonímico cuando se refiere, por ejemplo, al "humo negro que
oscurece la diafanidad azul del cielo", el "anuncio chillón pregonero
de productos exóticos" que "lanza su grito mercantil perforando el
vaho de melaza y gasolina que compite con el de los alambiques
clandestinos", los "hilos de telégrafo y luz rayando los campos como
papel de música" (48-49). Como vemos se trata de las metonimias que acusan
la intervención de la modernidad norteamericana en el país en los años 20 y 30.
Y de mayor preocupación resulta que la tierra que en un pasado fuera para Colón
causante de la expresión de júbilo (y que durante el siglo XIX diera sentido a
la gran hacienda) se encuentre en el presente "acaparada en garras de las
grandes centrales" (49). Estamos aquí una vez más ante imágenes de los
nuevos agentes que parecen problematizar aún más las lamentables circunstancias
del hombre puertorriqueño y su tierra, pues amenazan la espiritualidad de la
cultura heredada del pasado (que se encuentra encerrada en la biblioteca de la abandonada
hacienda). Como se ha señalado anteriormente, de lo que se trata es del
reconocimiento de la modernidad que trae el nuevo gesto norteamericano al solar
hacendado e isleño.
Y luego de identificar los nuevos enemigos de la tierra y
la historia que han invadido el solar, más adelante en el texto, en
"Alarde y expresión", el hablante meditará sobre la historia del
discurso del hombre isleño. Pero en este aspecto tan importante en lo referente
al desarrollo del lenguaje no destacará al isleño del cuerpo enfermo, sino a la
sociedad letrada y su historia. En ese capítulo alude primeramente al
desesperante desierto cultural de los tres primeros siglos y a la insuficiencia
de los instrumentos e instituciones necesarios para el desarrollo saludable de
la cultura. Pero a pesar de los obstáculos, aprecia el que se diera inicio de
una biblioteca nacional, cuyos
volúmenes reflejan el gran esfuerzo del letrado liberal por adelantar el arte y
la cultura siguiendo el camino del legado español. En esta reflexión apacigua
un poco la tesis positivista (que emplea para analizar al otro nacional) para
rendir mérito a quienes considera hombres (sujetos) excepcionales que más allá
del determinismo corporal se remontan a lo espiritual. Así le parece Manuel
Alonso, con quien:
(...) la lírica extraviada por convencionalismos
extranjeros se encontró a sí misma. El hombre y la tierra no tuvieron
acomodación eficaz en nuestras letras hasta que surgió un observador preparado
para sortear con gracia todos los inconvenientes. (. . .) Con la aparición de
Alonso se descubre por fín el alma de Puerto Rico. (58)
Para Pedreira, ese temprano escritor puertorriqueño es
quien rescata el cuerpo del criollo (el otro) al templarle la voz al molde de
una cultura nacional que alcanza lo espiritual a través de la escritura. Luego
de ese gesto jubiloso, nos advertirá, sin embargo, que en su presente década
del 30, limitarse a cultivar lo criollo condenaría la cultura a permanecer en
el cuerpo del provincialismo (69), por lo que el arte isleño debe aspirar a ser
parte del universal acervo espiritual. Pero no se trata de un simple reclamo,
pues son de notar los matices de mayor abstracción y complejidad que alcanzan
aquí las metáforas de lo corporal y lo espiritual. Sobre todo cuando se expresa
la paradójica manera en que el letrado nacional debe rebasar lo insular para
alcanzar el espíritu: "No hay que buscar el mundo caminando hacia afuera,
sino hacia adentro, en dirección contraria"; "el camino más corto
para encontrarse a sí mismo le da la vuela al mundo"; "Lo
universal (...) no puede estar reñido
con lo nacional" (67). Se infiere de ello que el viaje conducente a
superar las limitaciones impuestas por lo insular ahora advienen más en una
empresa de orden abstracto e intelectual que de praxis social. De ahí esa voz
magisterial que terminará siendo tan importante en el espacio ideológico que
viene a reclamar el hablante-hacendado en esta parte del texto.
Distinguimos hasta aquí el relato casi novelesco
subyacente en el texto, y la dramatización del complejo sentir de Pedreira por
la situación cultural. Y se acude a un drama, pues el ser nacional en su constitución
biológica e histórica es concebido como el hijo imperfecto y endeble, acosado
por los embates de su medio ambiente y por sus propias limitaciones, necesitado
de ser devuelto al seno materno de la cultura española y reimplantado en el
suelo patrio del padre letrado y hacendado. Dentro de ese drama familiar, el
hablante pedreriano se propone como héroe que tras haber encontrado la clave
(la brújula) interpretativa de la cultura, ha iniciado la travesía de su relato
desde la poética de lo marítimo para llegar a la materia de lo terrestre. Se ha
concebido inicialmente como Colón, o como Hostos en La Peregrinación de Bayoán, navegando en un buque, pleno de ansias
de continuar un proyecto, para luego del desembarco reconocerse cual hacendado,
llevando a cabo el inventario de su abandonada hacienda, y presto a iniciar,
como un magistral, la nueva e intelectual cosecha. Pero lo que encuentra en el
batey es el cuerpo enfermo del isleño que sólo podrá ser rescatado y
reincorporado al mundo patriarcal de la hacienda cuando algún visionario
pro-hombre (un líder político) pueda ofrecerle el espacio salubre (espacio
poético de la conciencia nacional) desde el que se pueda continuar el proceso
ya iniciado en el siglo XIX. A partir de esa subrepticia fábula, podemos
reconstruir al lector ideal o implícito que exige la obra. Este lector, en los
tiempos postmodernos nuestros, ya no existe.
Reconsideremos una vez más esta apreciación de los
primeros dos capítulos de la obra para relacionarlos con lo que nos sugerirá el
tercero. El hablante-capitán se ha movilizado inicialmente desde la
exterioridad del poético mundo marino hasta el interior del hostil y
naturalista cuerpo territorial de la hacienda. Tras el desembarco, como voz
patriarcal reflexiona desde una paradójica consideración: se encuentra limitado
por el determinismo que afecta el solar isleño y al endeble hombre que habita
la tierra. Y al advertir la debilidad del ser insular (el otro nacional), como
buen positivista, anhela trasplantar (o injertar) la cultura española de
ultramar que ha traído en la memoria. Esa es la cultura saludable y vigorosa
(en contraste con el enfermo cuerpo nacional) que encuentra en la historia de
las letras nacionales iniciadas con los liberales del siglo XIX. (El ser
enfermo es el pueblo, no el letrado). En ese agraciado espacio criollo
distingue a un ser letrado y liberal de plausibles logros a pesar de las
limitaciones que los cruces le han impuesto al cuerpo y los tropiezos del
ambiente colonial. Pero más adelante, en el capítulo tercero, en "El rumbo
de la historia", el hablante hacendado termina encontrándose con el
incierto rumbo ideológico en que ha caído el ideal nacional creado por esa
cultura letrada, al enfrentarse a la invasión de 1898. Advierte cómo antes de que
perdiera la ruta, el letrado y liberal del pasado había tenido grandes
adelantos:
Empezamos, pues, en el
siglo XIX a labrar, manifestándola, nuestra diferenciación espiritual, operando
en la ya avanzada diferenciación biológica de los siglos anteriores . . ."
(84).
Al llegarse a este punto es que la historia pierde su norte:
... y cuando logramos tomar en nuestras propias manos las
riendas de nuestro destino colectivo, la guerra hispanoamericana malogró el
intento dejándonos a medio hacer y con el problemático inconveniente de empezar
a ser otra cosa (84-85).
No se trata ahora de una reflexión anclada en lo marítimo
o afincada en el solar, como antes hemos señalado, sino asentada en la
biblioteca nacional que encuentra en la maltrecha y abandonada hacienda (rodeada
ahora, y como vimos, de centrales azucareras norteamericanas). Desde este
gabinete de lectura se toma por implícita la alianza de un lector igualmente
letrado, capaz de compartir la nostalgia por un transeúnte ideal histórico.
Ante la crisis que provoca la cultura dejada a medias (la del siglo XIX), y
frente a la posible desviación que causaría la civilización de las centrales
(las que ahora rodean la improductiva hacienda), el hablante hacendado con
memoria de capitán propone otra metáfora: la de su ensayo como brújula de la
cultura para encauzar la búsqueda de un puerto seguro a través de la lectura.
La obra posee, en ese sentido, la capacidad de proponerse como meta-escenario
en el cual el lector, con la aptitud para aceptar sus términos, puede cobrar
conciencia de sí mismo, ajustar su visión del tiempo y adquirir el lenguaje
apropiado (historia y discurso) para iniciarse en una nueva manera de
interpretar la realidad tanto insular como universal. Lo temporal y lo
discursivo se tornan así en sus verdaderas metáforas cardinales que, además de
revelar el deseo de timonear la lectura sobre la relación del pasado con el
presente, expresan la necesidad de apoderarse y de ofrecer un mito para la
orientación que en lo futuro debe tomar la nación que fuera interrumpida en el
98.
Esta amplia perspectiva de la conciencia histórica y del
poder del lenguaje se proponen como mediaciones para vencer la fragmentación de
la metonimia del presente (las que provocan la civilización norteamericana que
pretende reemplazar la hacienda por la central azucarera) y para recuperar la
totalidad discursiva del pasado que conecta con la metáfora de lo hispánico. De
ahí que el ensayo se convierta también en espacio de ritualización de los
inicios de un proyecto de acción nacional dirigido por el saber de un padre
magisterial con una misión histórica y discursiva muy específica. Ya en la
última sección de este capítulo de Insularismo
("Intermezzo: una nave al garete"), mediante la supremacía del poder
interpretativo, el hablante de visión hacendada ha recuperado su pasado y
delega a una voz magisterial, en lo que resta del libro, la continuación de la obtención
del ideal forjado a medias en el pasado. "Juventud divino tesoro"
será la expresión del sueño de alcanzar una "juventud letrada" (170),
creada en una universidad que pueda guiar en la "peregrinación hacia la
patria" (163), y que sea apta para hacer frente a la emergente sociedad
civilizadora carente de poética y de historia (171). En los capítulos IV y V ("Viejas
y nuevas taras" y "La luz de la esperanza") la voz del maestro
ha cobrado ya plena autoridad en el texto para ofrecernos una impresión ya
mucho más ensayística y menos mimética (como en realidad lo ha realizado en los
primeros capítulos que aquí he interpretado) de crítica a la cultura
insularizada.
Pero detengámonos una vez más en el tercer capítulo y
tomemos en consideración el contexto histórico social en que se dan sus
significaciones. Más allá de lo propuesto en Insularismo, sabemos que el desarrollo histórico de las primeras
tres décadas del siglo XX no tiene que ser necesariamente ni transeúnte ni
pendular. Convendría rebasar esas dos metáforas (transeúnte y pendular) cuya
imposición de una interpretación poética y pesimista de la historia nos puede
llevar a pasar por alto el "firme" proyecto de transformación
económico-social desarrollado por ciertos grupos de poder durante las primeras
tres décadas.
Se trató, sin embargo, de un proceso que no habría de incluir
significativamente la visión de la perspectiva y el imaginario de praxis
social, que Pedreira quería privilegiar (la de la clase hacendada ya
desposeída). Como sabemos hoy, ello se debió a la endeble importancia de estos
grupos dentro de la producción material del nuevo proyecto capitalista
norteamericano. Con su poética visión del pasado, Pedreira se presta como
portavoz del grupo magisterial más sofisticadamente letrado del país (herederos
de un imaginario de orientación hacendado-patriarcal y decimonónica). Tal
mirada hacia lo que considera lo más valioso del pasado, junto a los
vivenciales de su propio siglo, le proporcionan, a su vez, una singular
capacidad para interpretar la realidad por medio de mediaciones académicas
tales como el positivismo, el arielismo y el sociologismo ortegueano. Con el
positivismo y el arielismo, sobre todo, Pedreira se alía a vertientes
discursivas que tanto en Latinoamérica como en Europa habían llevado a sus
portavoces a proclamar una modernidad que luego de ser llevada a la praxis,
paradójicamente les arrebataría el papel de importancia en el liderato
nacional. Ya desde finales mismos del siglo XIX muchos intelectuales —luego de
haber participado, a principios y mediados de ese siglo, con sus postulados ya
románticos o ya positivos, de la planificación de las ideologías de desarrollo
nacional; la llamada república de las Letras— habían sido marginados a las
labores "simplemente" profesionales y letradas. Tal
proceso de marginación de las inteligencias nacionales viene a coincidir, en
parte, con la ideología de hijos de los hacendados puertorriqueños ya
desposeídos (transeúntes), para la década del treinta, de los bienes
significativos de producción, además de limitarlos y marginarlos a espacios de
servicios burocráticos y profesionales. De ahí el reclamo de Pedreira por el dominio
del único ámbito que le era disponible a la inteligencia liberal más radical,
el de la educación, y su insistencia en el reconocimiento de una poética de la
historia y su defensa de la hispanidad (el lenguaje); dos vertientes que
habrían de ofrecerle mayor sentido a su imaginario e ideal de recuperación
nacional.
Pero veamos el lado más problemático del texto. Desde esa
mentalidad anteriormente señalada, el hablante de Insularismo se afinca en su presente para interpretarnos la
historia pasada y advertirnos sobre el advenimiento de una civilización
(material) cuyo gesto comienza a infiltrarse bajo influencia de los Estados
Unidos. Se reconoce muy bien que ello es la causa del incierto rumbo de la nave
(luego hacienda y finalmente escuela) nacional. Sin embargo, al valorar lo que
podría ser un nuevo enemigo en el panorama isleño (la civilización que traen
las centrales azucareras), el hablante se mostrará sumamente ambiguo y
cauteloso. Pese a reconocer que se trata de una civilización materialista muy poco
capaz de ofrecer la fortaleza espiritual que en el pasado brindara la cultura
española, parece vislumbrar que ella representa el cuerpo de una civilización
atlética, que después de todo resulta necesaria para fortalecer el cuerpo
enfermo heredado del pasado colonial (aquí habría que entender que ese ser
enfermo es el del otro nacional —el pueblo trabajador y mestizo— y no el del
letrado profesional y blanco, dentro de los que se concibe el propio Pedreira).
Todo puertorriqueño que
no tenga sus facultades empeñadas por antagonismos e idolatrías tiene que
reconocer el maravilloso progreso alcanzado en los últimos treinta años. La
industria, el comercio, la agricultura, la riqueza pública se han expandido
brutalmente y hemos aprendido la técnica de los negocios y el secreto de la
economía. Nadie podrá negar que la nueva civilización transformó
halagadoramente nuestra existencia y que podemos actuar con mayor libertad y
mayores garantías que en otras épocas. El cambio ha sido sorprendente, y
proverbial el progreso. Tenemos más escuelas, más carreteras que antes. (87-88)
Ya hemos reconocido, por una parte, que si bien es cierto
que el hablante sabe cómo recuperar la espiritualidad de la cultura española al
ponerse en contacto con las letras del sector liberal isleño, por otra, no
logra una explicación que lo lleve a trascender la problemática del cuerpo
débil labrado por la mezclas raciales en el suelo patrio. La separación que se
ha dado entre el cuerpo y el espíritu en el pasado quedaba como problemática
sin superar. Y ahora, en la interpretación de su presente histórico se enfrenta
una vez más a un patente conflicto entre lo que concibe como cultura y
civilización, lo que equivale a decir entre cuerpo y espíritu. Debemos
percatarnos, no obstante, y sin que esté explícitamente verbalizado en la obra,
que la nueva e importada civilización de la mediocracia y el número se le
presenta al autor, quizás desde su paradójico inconsciente, como oportuno
ejemplar del cuerpo fuerte y sano, como metonimia del ser concreto y salubre
que su conciencia sociológica anhelara alcanzar cuando contemplaba la arruinada
hacienda nacional. Al respecto nos dice: "Hay que reconocer que Estados
Unidos es una nación progresista, organizadora y técnica. Su joven constitución
atlética paga tributo a la modernidad" (92). Es desde el inconsciente, y
su capacidad metonímica, que Pedreira encuentra aquí la pasibilidad de una
anhelada y necesaria fusión de opuestos que no lograba vislumbrar cuando se
trataba de la ruptura entre el cuerpo enfermo de la cultura nacional y la
espiritualidad traída de ultramar.
Como síntesis de lo señalado, podemos interpretar que, en
general, ante la cultura liberal del siglo XIX, el hablante de Pedreira asume
una exégesis de tipo metafórico y totalizador; frente a la cultura de la
modernidad que implica la presencia de la influencia norteamericana, su
exégesis es más bien de tipo metonímico y fragmentario. El maestro que hemos
descubierto en la obra, y que ha divisado el presente panorama isleño, enuncia
desde el deseo de completar el sintagma del pasado y culminar la obra ya
iniciada por el viajero marítimo y el hacendado. Ese maestro tiene que vérselas
ahora en la sociedad moderna con el "señorito", el
"politiquero" el "retórico", el hombre "económico", que incluye
desde el empresario hasta el simple consumidor. Se
trata una vez más de agentes metonímicos que han transformado el panorama de la
tierra y el hombre isleños, y que señalan lo particular del todo de la
emergente sociedad pragmática y utilitaria del capitalismo colonial
norteamericano, la misma que ambiguamente Pedreira quisiera rechazar. El modo
de interpretar la realidad pierde ahora, frente a este nuevo escenario
civilizador, el poder poético de la totalizadora metáfora y es acaparado por la
incierta y fragmentadora metonimia (la ciudad moderna).
Sin embargo, y pese a la fragmentada visión que ha opacado
las totalizaciones culturales, nuestro autor ha percibido la amenaza que ofrece
el poder civilizador de la metonimia. Adviértase en esto lo siguiente: "Hoy
hemos perdido el ocio creador porque alguien nos dijo que el tiempo es
dinero". Una vez más, con los
signos "creador" y "dinero" se continúa la disposición
binaria que ha caracterizado el texto (cuerpo vs. espíritu). En lo específico
se trata de dos metonimias situadoras del discurso en la particular
estructuración de los diversos procederes del mundo hispánico y del
angloamericano. Pero más allá del problema de esos dualismos (lo cuantitativo
que ofrece la cultura angloamericana, frente a lo cualitativo de la española),
el aspecto de mayor preocupación que le ofrece esta perspectiva metonímica al
autor resulta en la nueva temporalidad en que parece haber ingresado la
isla. Sobresale en ello el que la noción
temporal que le sugiere lo angloamericano, ubica al autor en conflicto con el
clásico concepto de lo perenne de la cultura hispánica.
Comparada con España,
lenta y conservadora, resulta [la nación Norteamericana] mucho más rápida y
actualizante. Lo actual es generalmente de índole pasajera. El acto de
conservar implícitamente aspiraciones de eternidad.
Las cosas de España
envejecen más pronto porque, no siempre hechas para el instante, se emplea más
tiempo y pericia en hacerlas y cuesta trabajo destruirlas cuando la moda y el
progreso las quieren reemplazar con nuevos modelos. Una chimenea, una casa, una
muralla, una carretera española posee condiciones de homenaje a la eternidad.
(92)
. . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .
Hoy hemos perdido el ocio
creador porque alguien nos dijo que el tiempo es dinero; (. . .).; Compárese la
admirable longevidad de los muebles antiguos con la efímera vida de los
actuales, (. . .) (Pág. 93). ; ... El "no tengo tiempo para leer" es
una excusa desoladora. . . El materialismo
reinante no da tiempo para hablar de los temas santuarios de la cultura.
... no faltan los que consideren como pérdida de tiempo ese acto tan finamente
espiritual. (Pág. 93)
Adquiere singular relieve, así, el drama del nuevo tiempo
metonímico de la civilización nortamericana, y su irrumpir en el tiempo
metafórico de la cultura hispánica. No se debe olvidar que bajo este primigenio
tiempo de la hispanidad se había forjado en el pasado la noción del ser
nacional, y a esa temporalidad de la totalidad tendría que mantenerse unida el
hombre del presente para no perder los metafísicos y ontológicos vínculos con
la "eternidad". Adherirse a esa metáfora del ser significa, además de
negar el imperio de la parte y de la metonimia, rechazar la imposición de
ingresar a una modernidad que sólo puede traer un simple estar y un progreso
efímeramente material. Y en esta distinción entre lo eterno y la modernidad,
entre la cultura y la civilización, Pedreira continúa reconociendo una
irremediable ruptura entre el cuerpo y el espíritu, como le ocurría al
contemplar el siglo XIX. Pero ahora el drama del presente no le resulta, sin
embargo, tan desesperanzador. De ahí que no se muestre tan interesado en
rechazar la metonímica presencia de la civilización con "las garras de las
grandes centrales" (48-49), sino en destacar la ausencia de un coherente
ser nacional, de un sujeto (magisterial) que se apodere de un justo lenguaje
para asumir el control del pasado y del presente. Mediante tan singular
proyecto teleológico se podrá retener la totalidad y la esencia de lo eterno
heredadas del pasado ("No hay derecho a defender presencia cuando lo que
debe importar es la esencia". (53)
Asistimos así a una paradoja. Junto al deseo de
permanencia dentro de la temporalidad trascendente heredada del pasado,
Pedreira se ve precisado a aceptar, por demandas pragmáticas de su presente
momento, la expresión de la nueva y efimera modernidad del cuerpo atlético
norteamericano. Y ya que el estatus colonial le resulta insuperable, proclama
un "optimismo paradójico", que no es sino una retórica manera de
enfrentarse a la contradicción que percibe en la historia, de tolerar opuestos
y de obviar la verbalización de su agrado de ver que, más allá de lo efímero,
los nuevos agentes saludables y atléticos cumplen la oportuna función de salvar
el cuerpo enfermo del puertorriqueño, heredado de la cultura
"eterna". Si su conciencia positivista, tratándose del siglo XIX, le
llevaba a reconocer el mal injerto logrado en el suelo ante la
"equívoca" mezcla sanguínea. No sería aventurado afirmar que en la
profundidad de su inconsciente Pedreira intuye un nuevo y más “afortunado” trasplante
con el cuerpo de la nueva civilización norteamericana.
Hay en Pedreira, pues, una política ambigua en lo referente
a su enjuiciamiento de la presencia de la civilización norteamericana en el
suelo isleño. Su discurso, antes que destacar una oposición a esa nueva
estructura, propone una denuncia a la ausencia de una conciencia histórica que
reclame sus vínculos al proyecto poético y trascendente iniciado en un pasado,
con el cual podría hacérsele frente a la desintegración del ser que proponen
"las garras de las centrales" de la sociedad civilizadora. Más allá
del texto y de la conciencia de Pedreira mismo, y tomando en consideración el
contexto histórico, esa ausencia resulta después de todo, a nuestro entender,
en trasunto de la inexistencia de una burguesía liberal puertorriqueña con el
suficiente poder hegemónico en que se pudieran fundamentar los anhelos de
vincularse a un todo metafísico y ontológico capaz de ofrecer pleno sentido a
la existencia. Y esa burguesía nacional (la clase hacendada) que podría dar
cuerpo al ideal, es precisamente la que ha quedado tronchada y en suspenso
(pendular y transeúnte) con la intervención norteamericana de 1898. En tal sentido
Insularismo se presenta como el
anteproyecto para una burguesía nacional, imaginaria por estar ausente en la
praxis histórica isleña de la década del treinta. Como es sabido, un poco más
adelante en la historia isleña los ideólogos del proyecto liberal muñosista
—reteniendo muchos aspectos del ideal autonomista, por una parte, y
respaldados, por otra, por el agresivo capitalismo de la “civilización”
norteamericana— se apoderarán en gran medida de ese ideal y sus metáforas. Se
trata de contrarrestar la agresión del invasor mediante un sentimiento cultural
retenido del imaginario del pasado, pero prescindiendo del elemento de defensa
nacionalista de ese mismo sentir. Muchas instituciones posteriores, a partir de
los años 50, como el Departamento de Educación y Instituto de Cultura Puertorriquena, se
acogerían a este nacionalismo simplemente cultural y despolitizado. Muchos
podrían señalar, además, que se trata de las tolerancias o piruetas (tratas?) propias
del subalterno colonizado.
Pero de ninguna manera podríamos reprocharle a Pedreira
sus sueños con la recuperación de un pasado nacional más o menos ideal, o su
ambigua aceptación de la presencia del capitalismo norteamericano en el suelo
isleño. En momentos de suma incertidumbre, (y permítaseme el rodeo metafórico),
cuando en los alrededores de la hacienda se injertaba la enramada de una
extraña sociedad civilizadora; y en momentos de gran confusión, en que la
modernidad demanda, de manera atropelladora, concepciones y valoraciones
negadoras de la más íntima identidad a la conciencia (en lo más interno del
ser), aparece Insularismo para
imponerse como metáfora de la voz de un padre que invita a su hijo lector a
subir a bordo para llevar a cabo una travesía tanto poética como histórica
(cognoscitiva), y advertirle sobre las más terribles amenazas y las más
halagadoras esperanzas de la travesía por el incierto mar del tiempo. Mas en
nuestros momentos actuales, con los nuevos modos de transitar y entender la
historia y sus discursos, y de reconocer las subjetividades tanto individuales
como colectivas, vemos cómo su mensaje encierra prejuicios, equívocas
interpretaciones, mitos, utopías y sueños inaceptables para pertinentes
lecturas contemporáneas y para la construcción de nuestros futuros modos de
ser. Muchos quizás consideran que el mundo de la cultura, de los deseos de
eternidad, de la metáfora y la alegoría de este maestro parecen ya haber
sucumbido definitivamente a la sociedad del cuerpo robusto, de la despótica
metonimia del asimilismo y de la soslayada invitación a ser partícipe de la
brutal postcivilización. Y si seguimos aceptando la invitación del capitán, del
hacendado y del magisterial Pedreira a continuar la lectura de nuestra historia
debe ser con pensamiento crítico diferenciado y otreico, con voluntad
deconstructiva y sin llenarnos los pulmones de retrógrados alientos de
autoritarismo patriarcal que en nada contribuyen al bienestar de la nueva villa
pluralista y postpatriarcal en Puerto Rico.
Este ensayo se leyó inicialmente en La Semana de la Lengua
del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico
(Recinto de Río Piedras) para principios de los años 90, junto a las lecturas
de Juan Flores y Juan Rodríguez Beruff. Por alguna razón no se me invitó a
presentarlo para ser publicado en la revista del Departamento, como era
costumbre. Fue publicado para ese entonces por la Revista del Ateneo
Puertorriqueño (1992), por Edgar Martínez Masdeu. Luego lo inclui en el libro Modernidad literaria
puertorriqueña (San Juan: Isla Negra, 2005). El ensayo es presentado aquí (2012)
con pocas modificaciones.