miércoles, 26 de septiembre de 2012

las Negras de Yolanda Arroyo Pizarro




las Negras, de Yolanda Arroyo Pizarro

Luis Felipe Díaz/ Liza Fernanda, Ph. D.
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras

Son tres las historias que nos presenta Yolanda Arroyo Pizarro en las Negras. El título impone ya desde un principio la “l” minúscula, seguida de la “N” mayúscula, implicando que incluso el orden gramatical no subordinará el actante principal en su narrar, que son: las Negras. Se nos advierte con ello, además, la primordial supremacía y relieve que la autora desea ofrecer a ese sujeto tan subordinado y marginado en la historia, por la letra, por la palabra de los cronistas e historiadores oficiales. Pero esta vez no se saldrán con la suya —se nos parece decir—, en el privilegio al Orden Gramatical de la cultura andronormativa nuestra (“las” es simple referencia genérico-gramatical pero vacía del genuino Género; porque la importancia radica en “Negras”, ese signo de raza y color de piel, y de vivencias tan singulares, sobre todo el lenguaje del dolor corporal). También puede haber mucho de ironía en que se designe a esa raza por su color. Porque es el hombre blanco quien la ha nombrado despectivamente, con la creencia en su superioridad axiológica (el bien). Se revela el tono irónico de la autora porque sí vemos que esta vez quien quiere hablar es la mujer..."negra" (pero libremente mala, desobediente).
La portada misma, con unas simples letras blancas que se leen arriba, es seguida por la impresionante foto de una mujer de raza negra en la proyección de una imagen correspondiente al gusto por lo africanista, y no por lo comercial moderno que, como sabemos, ha solido apoderarse de la iconografía de la negritud. Pero ni el fondo negro incluso supera la piel marrón del Ser que anima mediante su asomo, mediante su faz, los cuentos en toda su significación de la diferencia, del impresionante poderío iconográfico que lleva a exponer esa “otredad”, del ser más oprimido en la historia nuestra, la mujer Negra. Luego de repetida la espectacular foto en la segunda página, se nos expone la marginal iconografía de un friso, no griego, sino de la cultura africana, y los epígrafes siguientes nos ofrecen una gran advertencia. Se trata de cómo los historiadores han dejado la negritud fuera del lenguaje, de la memoria (pero estamos en momentos en Puerto Rico cuando una nueva promoción escritural se niega a continuar en la invisibilidad y la borradura). El dolor, el sufrimiento, el ser en carne viva de esa primera mujer que fue arrancada de su hábitat natural habrá de prevalecer como (intra)historia. 
De ahí el estilo, en general, transparente y de crudo neo-realismo de los relatos. El laconismo y minimalismo del modo de relatar no opaca necesariamente la densidad y profundidad del sentir, de la experiencia que no ha sido anteriormente narrada o reconocida, y que la autora busca. Se trata de un lenguaje dado a opacar su estructura significante y formal (la ley del hombre y su violenta gramática que esconde los genuinos significados de la "otredad", de la mujer, de la esclava). Y resulta así porque tras la trasparencia feminista se ofrece relieve al sentido del cuerpo de la mujer oprimida, el genuino referente del contar la historia retenida e incluso desconocida (la que solo puede articular esa mujer-hablante de los cuentos). En ese sentido, no solo se trata de una nueva antropología de la mujer negra, sino del deseo de superar estructuras de dominio falocrático de la cultura esclavista que perdura en sus diversas maneras en la historia. Mediante un nuevo modo de narrar y de pensar se recupera e impone el sentir de la negritud y lo particularmente pertinente a la mujer en su devenir más opresivo y expulsado al espacio más marginal (casi olvidado), el ser objeto de la esclavitud. Quizás por eso la autora se remonta al origen, al principio en que la mujer vivía en su armonía atávica y ancestral en la selva africana, y de cómo fue arrancada de ese suelo para ser encadenada y sometida a una nueva y dolorosa experiencia que cambiaría todo su exitir. Los cuentos pretenden en ese sentido ponernos en contacto con ese inicio, en la recuperación de la memoria y del grito del cuerpo y su diferenciado performance.
En esa escritura que viene a llenar el vacío dejado por el discurso de la historia se imponen las lecturas implícitas de varios libros precisamente de historia y antropología que ha realizado la escritora, pero para inferir de ellos cuál pudo ser el sentir de la raza y el género sufriente en su tachadura. El desafío resulta en cómo narrar lo que ha quedado borrado por los maestros del tiempo, cómo contar la esclavitud de una raza y cómo expresar el sufrimiento de la mujer dentro del proceso que ha pretendido opacarla (como muestra de una violación más). Se trata de presentar varias muestras de las silenciadas injusticias y esclavitudes, de violaciones y genocidios realizados por el blanco en el mundo moderno, el ámbito movido por el robo del capital mediante el “otro” bajo su dominio. Tal y como es visto en los frisos, que aparecen en los epígrafes, y una mujer al lado de la otra, hombro con hombro, las negras se enfrentan a un mundo nuevo para ellas, no sólo en lo avistado en el entorno natural y cultural sino en el castigo recibido en la piel, en el cuerpo, en el centro mismo del ser. Estamos entonces ante el retorno del gran “otro”, no en cuanto a lo subconsciente de los psicoanalistas, sino en lo referente el emerger a la existencia de aquella a quien se le ha negado el derecho a tal, en el devenir de la libertad tan necesaria para el cumplimiento, al menos primordial, de lo humano. Mas claramente no se deja ver la inhumanidad del Otro imperial que “descubre”, roba, viola y mata.
Así se lo advierten los primeros epígrafes, a los historiadores que han dejado fuera las injusticias ante las esclavas, y el desafío de ellas, a la tachadura y la invisibilidad. Sabemos que ya en siglo XX se han encargado las mujeres, los trabajadores y los gays de reclamar su historia, su propio decir (su discurso) desde su más cercana y genuina otredad. Arroyo Pizarro no es la escritora de la mismidad en el mundo identitario en que solo se proclama la belleza o grandeza ignorada de la otra, de la opresión. Lo que pretende es presentar tras el velo del clamor, la agresión contestataria asumida por la mujer negra ante las violaciones y agresiones mismas del blanco. Por eso que en las Negras se va presentando de manera casi silenciosa y sutil la acometividad de esa mujer que parece mantener contacto con los secretos de la naturaleza para agredir al Poder y su Otro, para desafiarlo incluso más allá de la muerte.
En la primera narración la protagonista Wanwe nos presenta el momento de iniciación de las Negras en su ambiente selvático, en el cual es asaltada por el rapto del blanco quien la extrae de su ambiente natural y la coloca en una barcaza hombro con hombro, para esclavizarla luego de ser marcada como no-humana. La joven nos presenta una historia de los rituales selváticos de la mujer en su iniciación para la adultez y el juego del destino. En vez del devenir, al ubicada hombro a hombro a su ser amado, como había practicado en el ritual, es colocada hombro con hombro a otra esclava en una pequeña región del amplio barco que las carga como ganado a América. Irónico resulta el juego entre casado y cazado, casarse y ser cazado y terminar con “Las manos encadenadas” (26), para tronchar la felicidad. Solo queda la luna “que puede ser fácilmente una rana” (51), demostrando nuestra cuentista, con su sentido metafórico, la presencia de transformaciones del espacio y las mutaciones del tiempo, del final de una leyenda natural y el comienzo de otra del impuesto ingreso al dolor. Se trata de los nuevos sonidos que le auguran un tiempo diferente. Por eso entiende la protagonista que las estrellas también encadenadas en el oscuro cielo no son las culpables del destierro-destino de las Negras. Lo que queda en el abajo del que observa, es el vómito, el dolor, los sollozos, el pitillo, las sirenas del barco que la conducen a un nuevo vibrar. Debemos preguntarnos porqué la autora no continúa y profundiza en este viaje metafórico que conecta el sentir de su personaje con su entorno. Y mucho más, mediante estos manejos metafóricos que, pese a su simpleza, ofrecen un gran despliegue trans-narrativo a sus cuentos.
Vemos a la narradora también en juego con una intertextualidad vinculante a Palés Matos, en cuyos poemas de Tuntún de pasa y grifería, los dioses de la selva parecen abandonar a los negros (“No hacen acto de presencia Orín, Olódumáre, Babá, Iyá”, desaparecen, “no más nacimiento, vida muerte” (55), se nos dice en el mítico primer relato de este libro de Yolanda Arroyo. Y se pregunta Wanwe “cuándo volveremos a ser libres para el uréore”, para el tiempo del placer del cuerpo a cuerpo, del hombro con hombre (56). Pero vemos cómo lo que le espera es la ruta de la nave del capitán blanco y que una mujer rebelde tras ser lanzada al mar, solo regrese con el cuerpo partido por los tiburones. El tiempo y su leyenda han cambiado y solo le queda “gritar asfixiada y llorosa el nombre de mamá” (59). Se trata de la retención al menos del origen, de lo primigenio, de la etapa del imaginario materno que confiere inicio y continuidad al todo una vez retenida. Es precisamente lo que le permite ahora a la cuentista su labor. Algo des-dicha queda la historia con el penúltimo relato en que la mujer-madre-partera se ve llevada a aniquilar el cuerpo fruto del parto como medida de evitar el dolor y la inhumanidad. Todo queda para que el lector comprenda, si lo desea; o para verse llevado también a condenarla y sacrificarla.
“Matronas” es el segundo relato y parece casi una continuidad de la historia ya contada, lo que confiere al relato un toque novelesco. Se trata del testimonio de una mujer rebelde en su negativa a adoptar abierta y dócilmente los mandatos, las costumbres, el lenguaje del amo. Y como máxima expresión de esa rebeldía se resiste a asistir el nacimiento de los infantes en el mundo de la esclavitud. “Yo bostezo y hago juramento, por las deidades de los vientos de las que dudo ya, que si soy capturada nuevamente, las habré de cobrar con los niños” (77). Y así lo hace, no entrega los infantes a la esclavitud. Es declarada entonces “Negra Sediciosa e Insurrecta”. Y vemos cómo es visitada en la prisión por un fraile en quien parece encontrar un sujeto capaz de comunicarle con cierta humanidad, pese a la diferencia de los lenguajes. Aún así se pregunta sobre la violencia del dios cristiano, ante Petro, quien nos recuerda un cronista que como otros frailes están escribiendo sobre los eventos de los atropellos, sin ser amigos de la Corona (Tal vez una alusión a los Fray Bartolomé de las Casas de la época). Le deja saber al fraile que prefiere morir a ser usada como un animal, a que los hombres penetren sin permiso, en su cuerpo. Por eso aprende a fingir, a hacerse curandera, yerbatera, sobadora, comadrona. Y luego será perseguida por fugarse, y por rebelde; sentenciada a morir en la horca. Viene a nuestra mente así lo de la mujer partida por el tiburón a inicios de la obra.
Con agilidad la narradora nos ha contado estos acontecimientos en progresiones y retrospecciones narrativas bien manejadas y ofreciéndole a la voz de la protagonista un sitial de cronista de la “otredad” narrativa: malvada, criminal ante los ojos del blanco. La manera en que se nos relata el momento de la tortura de muerte es similarmente diestro y una vez más podemos decir que la autora pudo haberle cedido mayor tiempo, más lenguaje, explicación y extensión a lo relatado.  Mas no sabemos si la cortedad expresiva se deba a un efecto narrativo, puesto que los paradigmas de lecturas y su horizonte de expectativas han variado desde principios de este siglo. El género narrativo habrá de evolucionar.
 Como Wanwe no es católica no tiene por qué confesarse y aún así dice no poseer pecado cuando es llevada a ser rapada antes de la horca. En su dialecto confiesa sus pecados: “Los ahogo en el balde de recolectar placentas, padrecito. Presiono sus negras gargantitas con mis dedos y los sofoco. O los ahorco con sus cordones umbilicales,…” (93).  Pero todos guardan silencio, y dice finalmente, antes de hacerse alusión a los ojos rosados (¿?): “Soy una faringe que se ahoga; luna, energía. coraje, eternidad” (95). Una vez más, la autora abandona lo narrativo y acude a lo poético-mítico.
Finalmente en “Saeta”, la autora opta por una alternativa fantástica y poética. Se trata de un relato en sus inicios muy diestro en cuanto mostrar escenas sexuales, pero sin el propósito de alcanzar vestigios de erotismo, pues de trata de violaciones. La autora recarga una vez más en un tema muy pertinente a la mujer como lo es la de la doble esclavitud: la social y la sexual. Las esclavas, continuamente, tras el trabajo impuesto, son violadas. Aprovecha la autora el manejo de la metáfora de la herida, de la penetración que hiere como la saeta.
Inicialmente se presenta la muerte de un perro del amo, tal vez víctima de una flecha lanzada al azar al bosque, y el animal que muere gracias al divertimiento mismo del blanco cazador. El animal resulta en víctima de una flecha de las lanzadas por los del bando de su propio bando, pero para regresar como un bumerang. Aquí la autora maneja una narración de efectos fantásticos y míticos, ya que infiere que la abusada y violada heroína del cuento, tras morir, desde el bosque posee la capacidad de lanzar una saeta que se incrusta en la frente de Georgino, el amo. Wanwe se había apoderado al principio, del cabezal de la flecha incrustado en el cuerpo del perro,  y con la misma se defiende luego al ser violada por varios hombres de la hacienda. Pero al ser éstos sorprendidos por el amo y ser  golpeados por el mismo, como parte del carnaval de atropellos que se propinan también mutuamente los blancos en su embriaguez, también golpea a Wanwe hasta causarle la muerte. Hay alusión en el relato a las mujeres guerreras del la rememorada África y de ahí lo legendario del final.

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Me dice en Facebook, Yolanda Arroyo Pizarro, luego de yo haber publicado la reseña: "Mil gracias, me encantó. Lo voy a compartir. Yo creo que la mayoria que piensa que en "Saeta" la negra muere, es quizás porque en el fondo creen en lo mistico. Creo que pequé de creer que entenderían el ateísmo del narrador, entonces por eso pensé que la mayoría pensaría como yo, que ella no muere, que es declarada muerta por error como en tantos casos. Como no creo en lo mágico místico, ni en resurreciones o encarnaciones, mi lógica me hizo creer que otros ateos como yo entenderían que la estimulacion de la lluvia y el movimiento del cuerpo la reanimaron, pero agonizaba, no "estaba muerta. Por eso se recupera y se venga".



Le respondo: "Es un episodio de lenguaje muy simbólico y por eso se presta a otras interpretaciones que no estaban en la mente de la creadora. A mí me gustó mucho esa imagen final de tanto poder metafórico y de cierta ambigüedad! Así es la literatura. Y los críticos a veces no interpretamos bien y la autora tiene derecho a aclarar. Que los lectores nos digan qué interpretaron. Gracias."

Más adelante Yolanda Arroyo Pizarro señala: "Sobre los Ojos rosados de Fray Petro en las Negras:
Algunas personas albinas comúnmente poseen el color rosado o rojo en sus ojos es porque se transparentan los vasos sanguíneos, lo que vemos es el color de los vasos con sangre en su interior. Esto pudiera ser lo que le sucedía a Petro. Otra razón física para sus ojos rosados es la enfermedad venérea Clamidia Tracomatis que puede causar inflamación del recto y de la conjuntiva del ojo produciendo los llamados “ojos rosados”. La bacteria puede también infectar la garganta cuando se mantiene sexo oral con un compañero(a) infectado(a). En las Negras, también hay una metaforización del rosado “queer” para tratar de identificar la “dualidad” de Petro (¿es afeminado, es hermafrodita?) sobre todo cuando Ndizi dice: “Le cuento que en mi aldea, los niños que nacen como él, y con los ojos de su color, son adorados y se les entregan a ellos y a sus padres regalos hasta que acumulan una pequeña riqueza. De grandes, son cortejados por los guerreros más valerosos del recinto y luego dados en matrimonio a los merecedores. Las primeras y segundas esposas de los guerreros colaboran en la selección.”.

La Dra. Carmen Centeno Añeses apunta:"Sí, es cierto. Es un libro conmovedor y fundado en la investigación para vertirla en una prosa que es poética. Creo que lo voy a dar el semestre que viene a mis estudiantes.

lunes, 24 de septiembre de 2012

La metáfora y la metonimia en el discurso y la ideología de "Insularismo" de Antonio S. Pedreira




La metáfora y la metonimia
en el discurso y la ideología de
Insularismo de Antonio S. Pedreira




Luis Felipe Díaz
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras

Resulta ya imposible no prestar especial atención a los lectores que durante las últimas tres décadas han rechazado muchos de los postulados más vitales de Insularismo (1934) de Antonio S. Pedreira (1898-1939). Se trata de una de las obras más bien recibidas por la academia desde que fuera publicada en los años 30. Pero en los últimos años ha sido objeto de críticas negativas por sus criterios clasistas, racistas y machistas. Y no pueden ser aceptables sus reclamos, aún si se entiende que Pedreira fue un sujeto muy de su época, en la cual existía amplia conciencia de raza pero no tanto de género. Pero ambas concepciones —la de raza y la de género— ya eran diestramente discutidas por los letrados más suspicaces de la época (Canales, Palés Matos, por ejemplo). La capacitación ideológica de Pedreira mediante Insularismo pudo ser compleja, pero, no obstante, fue ambigua y contradictoria, como veremos. Sus alcances como filólogo, estilista y metaforizador (ensayista) son, sin embargo, insuperables para la época y el lugar colonial y heteronormativo en que escribió. Sin duda, con todo y sus equívocos en el manejo de lo psico-social, fue uno de los mejores ensayistas latinoamericanos de la época. Esto es: pensando en el ensayo con las mayores exigencias del género literario que la obra supo cumplir cabalmente. Se puede ser muy supremo en lo estético y muy endeble en lo racionalmente aceptable.
    Creo que como respuesta a la consagrada valoración que la tradición otorgó a la obra, emergió precisamente el apasionado y subversivo anti-lector de nuestra época, con su irreverente actitud de rechazo ante este singular libro de la cultura puertorriqueña del siglo XX.[1] En este trabajo que aquí presento, sin embargo, y sin ignorar los postulados de las ya consagradas o irreverentes vertientes críticas, no me propongo sostener una disidencia o defensa más en el panorama de tales lecturas. Optaré aquí, por regresar a lo más significativamente retórico de Insularismo, para redescubrir su básica propuesta textual y rescatar aspectos no previstos que pudieran llevarnos a inadvertidas lecturas. Mantendré en lo posible una cuidadosa e irónica mirada hacia esta tan resonante voz de la cultura nacional puertorriqueña del siglo XX.  
Y en el nuevo asedio al texto, resulta de singular importancia destacar los criterios implícitos propuestos en la emisión y recepción de la obra misma. Debemos distinguir la particular exégesis a través de la cual el autor y la lectura implícita esperada se revisten de una singular alianza. Desde esa recepción, el texto se propone defender una serie de valoraciones históricas y culturales no necesaria y conscientemente previstas por el autor real mismo, o reconstruidas apropiadamente por el lector tradicional.[2] Son asimiladas desde el inconsciente colectivo que ofrece la cultura y desde la profundidad de su "Langue" (la lengua de la cultura en su estructura profunda, como cúmulo de signos que forman lo pre y subconsciente del ámbito discursivo en que se vive, como cúmulo de signos que se heredan y que con-forman nuestra manera de articular la cultura, sin ser tan plenamente conscientes de ello).
    Pero antes de prestar atención a tales aspectos de la semiosis de la obra y de su contexto, atenderemos aquí el mecanismo profundo de la estructura del texto, dentro del cual se localizan los ámbitos implícitos e inconscientes del discurso que (para los seguidores) dan origen al placer o el malestar (para los antilectores) en la lectura de Insularismo. Ese asedio a la estructura profunda nos permitirá traer a la superficie las pretensiones del autor (implícito, el de la "lengua") de imponer una lectura plácidamente acrítica ante los símbolos y arquetipos del texto. La codificación de signos implícitos en el texto provienen, a la larga, de la cultura na(rra)cional[3] tal y como la podía concebir Pedreira en su momento histórico. Este proceder analítico nos permitirá, a su vez, evitar la recepción velada e ingenua del texto, puesto que localizaríamos los mecanismos de la subyacente lectura convencional que impone la obra. Obtenemos así un nivel de inteligibilidad más amplio que permite colocar la obra dentro de una perspectiva crítica y problemática, sin alterar sus propios términos con rechazos y reproches no tan necesarios para este tipo de crítica semiológica y hermenéutica. Insularismo no tiene que ser ni la mejor ni la peor obra, para ser analizada como texto, como discurso de una época en particular. No obstante, soy consciente de que la lectura que se realice del texto compromete con el legado hermenéutico que impone la obra en la cultura de todos los tiempos (incluyendo los tiempos dados a la semiología, el estructuralismo y la postmodernidad que en la actualidad nos define). la obra se define en su proceso en el tiempo, en las lecturas que proponga y tolere hasta desaparecer del mapa se significativa referencia cultural. Ya hoy día (2022), por ejemplo, a muy pocos letrados les interesa Insularismo.
Como toda obra, Insularismo presupone una implícita e inconsciente capacidad para recibir y aceptar inicialmente una serie de presupuestos culturales mediante su peculiar constitución ensayística. Se nos expone primeramente una serie de nociones sobre el quehacer cultural por medio de un lenguaje más o menos referencial, y a través del cual su autor delibera sobre lo socio-histórico.[4] Y ya desde otra vertiente no tanto representativa, sino retórica, la obra exhibe igualmente una serie de imágenes, alegorías y símbolos que nos refieren al sub-texto que la constituye en su particular disposición ideológica. De ahí nuestro interés en distiguir cómo más allá de lo ensayístico, mediante esas imágenes, Insularismo nos ofrece una dramatización entre signos de lo corporal y espiritual, lo interno y externo, lo oficial y marginal, lo insular y universal. Nos brinda, además, una representación de las acciones y procederes de ciertos actantes (sujetos), y ello junto a la proyección de varios escenarios y temporalidades. Se nos crea así la impresión de que estamos frente a una obra narrativa.[5] 
Y juntamente a esa mímesis descubrimos en la obra las metáforas que desde el plano formal del relato nos refieren al sentir de un hablante (el autor) preocupado por el subordinado y débil proceder del cuerpo nacional frente a la contraria fortaleza del espíritu y la intelectualidad legadas por España. Se nos expone primeramente la metáfora de un saber del ideal europeo vinculado a lo espiritual, para luego distinguir la metáfora del cuerpo enfermo del hombre puertorriqueño, quien se ha desprendido de aquella contraria y privilegiada esfera espiritual a partir del sentido de abandono que provoca la invasión del 98 y la pérdida de la imaginaria hacienda nacional. Ubicamos de ese modo la perspectiva del autor (implícito) de la obra, quien desde su ubicación en la espiritualidad europea de ultramar pretende guiar al lector, y cual capitán de la nave nacional (el Colón que viaja a la ínsula) porta la brújula de un saber sico-histórico que le permite desembarcar en el conflictivo suelo (cuerpo) nacional. "No hay que buscar el mundo hacia afuera, —nos advierte— sino hacia adentro, en dirección al pecho".[6] Mas el viaje hacia lo insular del cuerpo (el "pecho") se lleva a cabo con el equipaje de mediaciones que se han obtenido en lo universal y lo externo, como nos deja saber la metonimia inicial de la obra ("La brújula del tema").[7] Se trata de la brújula-guía del navegante capitán que ya desde La peregrinación de Bayoán —si acudimos a una lectura intertextual con el pasado— se presenta como sujeto que vislumbra las totalizaciones de la identidad y de la problemática del pueblo puertorriqueño en su viaje en búsqueda de explicaciones sobre su identidad.
Pero antes de considerar a fondo esta gesta de búsqueda, implícita en las metáforas de Insularismo, conviene destacar cómo algunos de los críticos ven ya superada la interpretación de Pedreira sobre las relaciones entre lo espiritual y lo corporal. Las estructuras mentales de su época construyeron el tipo de conciencia que expresa. No obstante hoy día hay renuencia en ciertos lectores (como Juan Flores, Juan Gelpí, María. E. Rodríguez) a aceptar la lectura ideal de las mencionadas metáforas mediante las cuales la obra pone en perspectiva y valoriza la cultura puertorriqueña de entonces. El lector de nuestra época, por ejemplo, ha redefinido el modo de concebir las relaciones del cuerpo y el espíritu en relación con la cultura. Estos jóvenes escritores ofrecen, a su vez, nuevos viajes y noveles metáforas de un mundo que ya piensa desde la postmodernidad y no desde la modernidad colonial, como Pedreira. El futuro se encargará de identificar y analizar las metáforas y narrativas de nuestra débil postmodernidad.
Ante todo, y a la altura de nuestro tiempo, ese lector se ha identificado con el cuerpo mestizo (la otredad) que tan prejuiciadamente fuera visto por los grupos dominantes en la sociedad patriarcal y europeizante de Pedreira. Ese mismo lector suele reconocer con gran ironía las metáforas de espiritualidad creadas desde un a priori ideal sumamente clasista y europeo. La disidencia del lector de nuestra época surge, sobre todo, al advertir la ideología positivista desde la cual son creadas las metáforas del cuerpo y el espíritu que inundan esta obra de Pedreira. El positivismo se le presenta a ese lector como una filosofía de inaceptables ataduras a proyectos clasistas y racistas que establecen una equívoca disyuntiva entre el cuerpo y el espíritu, y que ofrece corta visibilidad como frontera epistemológica de validez en el análisis cultural contemporáneo para ver un sujeto tan subalterno como el puertorriqueño. Aunque, y trayendo ahora lo que le otorga a la obra una gran trascendencia discursiva, resulta importante no perder de vista que el hablante de Insularismo no adopta la simple y dicotómica perspectiva de lo espiritual vs. lo material, de la civilización vs. la barbarie, o de lo nacional vs. lo universal, como suele suceder con muchas otras obras positivistas (sobre todo las clásicas del siglo XIX que manejan lo de civilización versus barbarie). Estamos frente a una obra de gran perspectivismo en lo referente a concebir la oposición de signos.
Destaquemos, como propusimos al principio, el oculto plano mimético y el drama de los dos primeros capítulos de la obra. Teniendo como punto de referencia los privilegiados espacios de lo espiritual, el hablante-capitán[8] de la obra ha viajado desde lo marítimo para desembarcar y encontrarse con las significaciones de las zonas del cuerpo (el territorio). (Adviértase la metonimia náutica del primer capítulo: "La brújula del tema"). Su conciencia sico-histórica y su búsqueda del ser concreto lo llevan más adelante en el texto (tal y como se lee en el índice) a los ámbitos del suelo nacional puertorriqueño. (El segundo capítulo encontramos "Biología, geografía, alma", tratante del sentido de la tierra y el hombre que en ella habita (de lo material y corporal). Y al desembarcar el capitán en el solar patrio, su visión positivista (biológica) lo lleva a encontrar el cuerpo enfermo del hombre puertorriqueño. Se topa de esa manera con un discurso de clausura, pues no vislumbra la cura para la enfermedad de ese ser otreico que había dejado en el suelo (geografía) nacional.[9] Una vez reconocido este inconveniente, se adentra en la biblioteca de la hacienda para encontrar allí un discurso de apertura: el del letrado na(rra)cional decimonónico. Será el espacio de lectura y memorias que le resultará más placentero, donde se encontrará con la vertiente histórica del sector nacional del hacendado culto, más coherente y consistente (saludable), así como el más cercano, a su noción de lo espiritual. Tiene sentido así la sección "Alarde y expresión" del segundo capítulo, que alude a la entrada en la olvidada biblioteca nacional de la también desatendida hacienda. Y así, en este recorrido por el interior del salón de lectura, se encuentra con los libros del liderato liberal de la cultura puertorriqueña. Nota el empeño en la creación de un discurso propio, y también por alcanzar una praxis de superación más allá del determinismo corporal y ambiental. De aquí emergen las simpatías ideológicas y las ataduras de Pedreira con la inteligencia letrada del liberalismo decimonónico y su escritura. Esta es la gestión cultural que interrumpen los norteamericanos con su invasión del 98.
Pero debemos atender la crítica contemporánea a estos aspectos mencionados. A la luz de la conciencia de clase y de las nuevas nociones de historia, el lector de nuestra época suele reprocharle a Pedreira el que privilegie el discurso liberal puertorriqueño de las últimas décadas del siglo XIX (precisamente el que encuentra en la olvidada biblioteca nacional). El destacar al grupo social de este discurso liberal no le parece suficiente al actual lector para concebir con validez de las totalizaciones nacionales e históricas que Pedreira presenta. Como sabemos, el liberal de fines del siglo XIX estuvo muy identificado con el poder del hacendado nacional, quien vio frustradas sus esperanzas de una posible toma de poder al ser sorprendido por la invasión norteamericana de 1898. A partir de ese reconocimiento de la historia, lectores lectores como Angel Quintero y Juan Flores, desde los años 70, han denunciado las ataduras de Insularismo con la ideología y el imaginario de los grupos liberales de mentalidad hacendada. José Luis González tendría mucho que ver con esta crítica también.
No perderemos de vista estas consideraciones, pero no sin realizar un análisis de la retórica del texto de Pedreira. Conviene destacar, dentro de una lectura alegórica, el deseo del hablante de Pedreira por superar las limitaciones del drama del hombre enfermo, y por recuperar un tiempo (mito) nacional perdido en el pasado (el Puerto Rico del siglo XIX). Dar relieve al poder retórico e ideológico de la metáfora, los símbolos y los arquetipos de la obra será conveniente para destacar una mirada analítica (más semiológica y hermenéutica), más allá de las denuncias o reproches de algunos críticos contemporáneos. No se debe perder de vista en el análisis cuáles eran los intereses y motivos ideológicos y retóricos de Pedreira como representante de la Generación del 30 y de un grupo social con una ideología "específica".
Se requiere indagar igualmente sobre una vertiente de la obra poco advertida por el anti-lector de nuestra época, la cual reviste singular importancia en la interpretación y valoración del pensamiento de Pedreira. Se trata, además de de las metonimias de varias partes del texto en las cuales se hace referencia a una llamada "mediocracia" (el ambiente ideológico de un nuevo sujeto yanquizado) que ha emergido en la nueva sociedad del siglo XX, y que aparece muy aliada, según Pedreira, a la ideología capitalista norteamericana. No se ha delineado claramente cómo el autor de Insularismo, además de paralizarse ante la clausura que le sugiere la enfermedad del cuerpo isleño (el otro nacional), se encuentra también con el escollo de la presencia del materialismo de la civilización norteamericana (el otro invasor saludable) en su solar patrio. La situación se tornará sumamente problemática cuando reconozcamos su adopción de una doble y ambigua perspectiva. Si bien Pedreira se resiste a abandonar muchos de los cimientos ideológicos de la antigua cultura española, no ofrece resistencia significativa a la "mudanza de cobija", —y entiéndase con esto el cambio de soberanía que impone el otro invasor. Tampoco despreciará Pedreira la invitación del nuevo agente invasor para realizar un cambio mediante la civilización materialista. Es decir, Pedreira se instala en la doble coyuntura ideológica de mantener polos que podrían parecer opuestos: retener lo que entiende como cultura española y tolerar también la civilización norteamericana. De ello hablaremos más adelante.

Pero regresemos a lo que nos ocupaba al principio de este trabajo (a la recepción de la obra) y rescatemos ciertos aspectos formales que el anti-lector no puede refutar. Insularismo logra, por ejemplo, su más amplia definición ensayística al presentar un hablante crítico que comunica, casi de modo narrativo, no una problemática simplemente personal sino colectiva, desde el intenso reconocimiento de su particular contexto histórico-social. Bajo su superficie ensayística la obra guarda narraciones y alegorías que apelan a nociones arquetípicas y que sólo pueden ser captadas mediante una lectura de las estructuras profundas del texto, que se relacionan con la historia y el relato nacional. Como eje principal de esos arquetipos alegóricos se destaca la empresa epopéyica u odisea en la que, luego de una travesía náutica, se desea recuperar la Penélope (símbolo del cuerpo y espíritu nacionales) que en un pasado había sido dejada al resguardo. Y al ser luego reclamada, aparece secuestrada en el suelo patrio por merodeadores civilizados, pero carentes de cultura (esto es: la civilización angloamericana que se ha apoderado de territorio nacional). Así nos lo evidencia el primer capítulo de la obra en que metonímicamente se hace referencia a la travesía de un capitán (mediante la imagen de la brújula) y luego se sugiere su desembarco al suelo nacional en que encuentra el hombre enfermo y a su infértil tierra junto a la abandonada hacienda nacional. Estamos aquí ante subyacentes lecturas arquetípicas que indiscutiblemente continúan provocando un gran placer en su lectura al receptor de la modernidad nacional de hasta hace poco. No así sin embargo al lector postmoderno o antimoderno, quien prefiere prescindir de estas alegorías narracionales que ya no interpelan a los críticos más jóvenes.
Cabe reconocer también cómo ese poder arquetípico de la obra emana de la noción metafórica que se adjudica el hablante al considerarse guía de la colectividad en el tiempo y el espacio. Primeramente el hablante se presenta cual capitán del navío de la cultura, para convertirse, luego del desembarco, en patriarca de la hacienda en que se encuentra con los diversos agentes que se disputan el solar isleño. Finalmente se verá como un magistral (maestro) del saber cultural que podría guiar hacia la sobrevivencia, pese la nueva y amenazante civilización norteamericana. Se trata de los tres actantes que se aventuran en la recuperación y defensa del ideal que ha quedado a la intemperie y transeúnte en el pasado.
Mayor complejidad adquirirá la gesta cuando estos agentes directrices (el capitán, el hacendado y el maestro) se vean necesitados de enfrentar las causas que han provocado la enfermedad del cuerpo, así como el “equívoco” carácter del hombre isleño. Se trataría, pues, de esclarecer lo que a su entender ha obstaculizado en el pasado el pleno desarrollo del ideal nacional guiado por una admirable inteligentsia hispánica, pero con un pueblo nacional enfermo. De esa manera, el conflicto no se cifra solamente contra ciertos enemigos invasores del presente (los de la metonímica civilización norteamericana). Surge también el conflicto al tenerse que explicar el deterioro del cuerpo del otro nacional (el sujeto no blanco y sin europeizar, el subalterno mestizo) y su débil ademán espiritual (según la mentalidad hispanófila). En este aspecto, el hablante encuentra una ambigüedad, al entender que el cuerpo y espíritu del otro nacional se han formado dentro de unas condiciones ambientales y fisiológicas de deterioro que han truncado su ser (Darwin y el positivismo que lo perseguía). Y ello le preocupa por cuanto es con este otro nacional (el jíbaro trabajador de la abandonada hacienda) que quiere y tiene que identificarse. Sólo así podrá darle sentido amplio y coherente a su discurso, con el cual pretende ofrecerle a la identidad nacional cierto nivel de homogeneidad y control. Le resulta a Pedreira inminente, pues, el rescate del otro nacional tan relegado en la marginalidad y la diferencia. Y lo realizará con las ideas de su tiempo.
Tras el reconocimiento de este relato se deben tomar en cuenta, paralelamente —y para lograr una definición ideológica amplia y compleja—, las significaciones que nos brindan las metáforas, símbolos y otras nociones arquetípicas que mencionábamos al principio. Desde una perspectiva tropológica distinguimos en la obra, primeramente, la presencia de una metonimia náutica[10] ("La brújula del tema") que  habrá de guiar en la búsqueda de lo espiritual, y de metáforas agrarias con las que se apelará a la superación del cuerpo enfermo de la abandonada hacienda nacional. Con estas últimas metáforas se da relieve al mito de la tierra que identificará al hablante hacendado: "cultivar la esperanza unánime", limpiar las "provincias", levantar el "gravamen", buscar el "huevo de nuestra conciencia colectiva", y las "transformaciones de la oruga", "veremos volar la mariposa". (97-98). Son imágenes del afincamiento del ser nacional, que evidencian la feliz culminación de la ruta que ha iniciado el capitán del navío, con su saber allende del mar, y que permite la reaparición de un hablante de mentalidad hacendada que desembarca en la desamparada y olvidada tierra. Tanto el viaje marítimo como el terrestre se presentan así como los dos espacios de ese reclamo ontológico a la vez que concreto (óntico) de Pedreira.
Y para fundir ambos sistemas metafóricos ese autor emprenderá luego, y ya afincado en la hacienda que viene a reclamar, un viaje intelectual de reconocimiento y rescate de la historia a través de la escritura y la cultura letrada. Tras instalarse en la perdida hacienda y adentrarse en su biblioteca, el hablante-hacendado desea montar una (imaginaria) academia, una institución que sirva de nuevo asidero al saber perdido y ahora recuperado. Se trata, esta vez, de impartir el saber acumulado por quien inicialmente fuera capitán, y luego hacendado y que finalmente se concibe como maestro. De ahí, el tercer capítulo: "El rumbo de la historia", que demarca todo el saber adquirido mediante la lectura de los textos encontrados en la abandonada biblioteca nacional y señalan a su vez un reconocimiento del pasado de la hacienda nacional y sus habitantes.
 Pero antes de hacer referencia a ese capítulo, advirtamos cómo tras estas metáforas divisamos la alegoría de la recuperación del ideal nacional, lo que habíamos considerado como la Penélope abandonada y retenida en el pasado. Tales cimientos alegóricos resultan en el estrato discursivo donde se manifiesta más efusivamente la estructura del deseo inconsciente del autor. Se expresa ahí un anhelo de recuperación de la sociedad agrario-patriarcal del siglo XIX, con todas sus implicaciones de unos inicios felices para la familia nacional puertorriqueña. Desde ese mito obtenido del pasado nuestro autor valorará la crisis cultural puertorriqueña que se expresa bajo la nueva civilización en su presente histórico del siglo XX. Se trata de retomar la perspectiva del pasado que lo lleva a identificarse con el discurso ideológico que domina la mayor parte de las grandes obras literarias de la última mitad del siglo XIX (desde El gíbaro de Alonso hasta La charca de Zeno Gandía).
Tal recuperación discursiva del pasado nacional lo lleva a reafirmar aún más, en la década del '30, su creencia en la validez y continuidad del mito de la unidad de la "gran familia puertorriqueña"[11]. Esa es la unidad que a su entender se alcanzó bajo el saber culto y el poder, a la vez que autoritario, liberal, de un patriarca hacendado en el pasado que recupera en los libros. Y esta afortunada y placentera mirada al pasado habrá de contrastar con el ambiguo malestar que le provoca la civilización del presente que impone la cultura norteamericana. A partir de esa pugna entre el placer del pasado y el malestar del presente se nos crea una impresión muy profunda y arquetípica de dos tiempos (fuerzas) muy adversos que estructuran la conciencia el y discurso pedrerianos.
Alcanzamos de ahí la lectura ideal asistida por nuestro inconsciente colectivo na(rra)cional, anclado precisamente en esas fuerzas estructurales del pasado en pugna con el presente invasor. Las significaciones profundas de la obra poseen, en ese sentido, cierta validez incluso para nuestro presente histórico, pues se trata de estructuras mentales que todavía subsisten en nuestro tiempo por medio del inconsciente colectivo anclado en ambigüedades fundacionales de nuestra subalterna y nunca alcanzada cultura nacional.
Y abordando ahora en lo que hemos considerado como un viaje metafórico y alegórico, fijémonos una vez más en el primer capítulo. En "La brújula del tema" se nos sugiere el punto de vista marítimo (ontológico, poético) desde el cual se ha tomado la firme determinación de desembarcar en el puerto que lleva al espacio significativo de la interpretación concreta (histórica, sociológica) de la cultura. El hablante-capitán se encuentra en su viaje de regreso a la ínsula por ese significante marítimo, ese espacio primigenio de la inspiración y del deseo de búsqueda. Y la gesta adquiere mayor sentido al desembarcar y afincarse en lo corporal-terrestre. Los primeros lexemas del siguiente capítulo ("Biología, geografía y alma") aluden al encuentro del hombre y la tierra. En ese capítulo el hablante localiza los cuatro puntos cardinales que definirán la nueva empresa que lo llevan a buscar una definición (un discurso) prometedora de proyecciones futuras para el ser puertorriqueño. Se trata de los cuatro espacios semánticos (el cuerpo, la tierra, la historia y el alma) que nos refieren al desembarco que lleva al capitán a la tierra, al suelo patrio habitado por el hombre isleño. Y ahí, al ocuparse de la tierra, se topa con el determinismo ambiental y el cuerpo enfermo de ese hombre. Y se pregunta sobre aquello que ha obstaculizado el progreso a duras penas alcanzado por los liberales durante el siglo XIX.  Uno de los impedimentos de ese adelanto ha sido la imperfección del carácter "tan mezclado y equívoco" de la raza (38).  A su entender, el determinismo del cuerpo ha sido el elemento impulsor del imperfecto carácter que obstruye la expresión del alma. De ahí que la con-fusión orgánica haya creado la siquis mal ajustada del negro, del mestizo y del criollo.[12]
Todo este drama del hombre y su cuerpo nos presenta la imagen de un otro nacional fragmentado, desprendido de aquella metáfora vital del espíritu que guiara la brújula del capitán, y que ha desatado una oculta "guerra civil biológica" (37). Se trata de una subterránea batalla de la que ha germinado un injerto muy distante de comportarse como el "cuerpo (. . .) definido y fuerte" (39) de la primigenia cultura española de ultramar. Causa inicial de tal resultado han sido la nueva geografía y el clima isleños, enemigos naturales que han sometido la voluntad y han dado margen al apocamiento y al desgano. Pero dejemos a un lado la biología y la resultante sicología del hombre puertorriqueño, como igualmente parece hacerlo el hacendado-hablante, y fijémonos en la tierra. Allí, en los alrededores de la hacienda, donde subsiste ese cuerpo enfermo del otro puertorriqueño, también se divisa la presencia de nuevos agentes, no ya naturales o telúricos sino civilizadores, quienes han comenzado a transformar el paisaje y las costumbres. Al distinguirlos en su proceder y modo de significar, el hablante se torna sumamente metonímico cuando se refiere, por ejemplo, al "humo negro que oscurece la diafanidad azul del cielo", el "anuncio chillón pregonero de productos exóticos" que "lanza su grito mercantil perforando el vaho de melaza y gasolina que compite con el de los alambiques clandestinos", los "hilos de telégrafo y luz rayando los campos como papel de música" (48-49). Como vemos se trata de las metonimias que acusan la intervención de la modernidad norteamericana en el país en los años 20 y 30. Y de mayor preocupación resulta que la tierra que en un pasado fuera para Colón causante de la expresión de júbilo (y que durante el siglo XIX diera sentido a la gran hacienda) se encuentre en el presente "acaparada en garras de las grandes centrales" (49). Estamos aquí una vez más ante imágenes de los nuevos agentes que parecen problematizar aún más las lamentables circunstancias del hombre puertorriqueño y su tierra, pues amenazan la espiritualidad de la cultura heredada del pasado (que se encuentra encerrada en la biblioteca de la abandonada hacienda). Como se ha señalado anteriormente, de lo que se trata es del reconocimiento de la modernidad que trae el nuevo gesto norteamericano al solar hacendado e isleño.
Y luego de identificar los nuevos enemigos de la tierra y la historia que han invadido el solar, más adelante en el texto, en "Alarde y expresión", el hablante meditará sobre la historia del discurso del hombre isleño. Pero en este aspecto tan importante en lo referente al desarrollo del lenguaje no destacará al isleño del cuerpo enfermo, sino a la sociedad letrada y su historia. En ese capítulo alude primeramente al desesperante desierto cultural de los tres primeros siglos y a la insuficiencia de los instrumentos e instituciones necesarios para el desarrollo saludable de la cultura. Pero a pesar de los obstáculos, aprecia el que se diera inicio de una biblioteca nacional,[13] cuyos volúmenes reflejan el gran esfuerzo del letrado liberal por adelantar el arte y la cultura siguiendo el camino del legado español. En esta reflexión apacigua un poco la tesis positivista (que emplea para analizar al otro nacional) para rendir mérito a quienes considera hombres (sujetos) excepcionales que más allá del determinismo corporal se remontan a lo espiritual. Así le parece Manuel Alonso, con quien:

(...) la lírica extraviada por convencionalismos extranjeros se encontró a sí misma. El hombre y la tierra no tuvieron acomodación eficaz en nuestras letras hasta que surgió un observador preparado para sortear con gracia todos los inconvenientes. (. . .) Con la aparición de Alonso se descubre por fín el alma de Puerto Rico. (58)

Para Pedreira, ese temprano escritor puertorriqueño es quien rescata el cuerpo del criollo (el otro) al templarle la voz al molde de una cultura nacional que alcanza lo espiritual a través de la escritura. Luego de ese gesto jubiloso, nos advertirá, sin embargo, que en su presente década del 30, limitarse a cultivar lo criollo condenaría la cultura a permanecer en el cuerpo del provincialismo (69), por lo que el arte isleño debe aspirar a ser parte del universal acervo espiritual. Pero no se trata de un simple reclamo, pues son de notar los matices de mayor abstracción y complejidad que alcanzan aquí las metáforas de lo corporal y lo espiritual. Sobre todo cuando se expresa la paradójica manera en que el letrado nacional debe rebasar lo insular para alcanzar el espíritu: "No hay que buscar el mundo caminando hacia afuera, sino hacia adentro, en dirección contraria"; "el camino más corto para encontrarse a sí mismo le da la vuela al mundo"; "Lo universal  (...) no puede estar reñido con lo nacional" (67). Se infiere de ello que el viaje conducente a superar las limitaciones impuestas por lo insular ahora advienen más en una empresa de orden abstracto e intelectual que de praxis social. De ahí esa voz magisterial que terminará siendo tan importante en el espacio ideológico que viene a reclamar el hablante-hacendado en esta parte del texto.

Distinguimos hasta aquí el relato casi novelesco subyacente en el texto, y la dramatización del complejo sentir de Pedreira por la situación cultural. Y se acude a un drama, pues el ser nacional en su constitución biológica e histórica es concebido como el hijo imperfecto y endeble, acosado por los embates de su medio ambiente y por sus propias limitaciones, necesitado de ser devuelto al seno materno de la cultura española y reimplantado en el suelo patrio del padre letrado y hacendado. Dentro de ese drama familiar, el hablante pedreriano se propone como héroe que tras haber encontrado la clave (la brújula) interpretativa de la cultura, ha iniciado la travesía de su relato desde la poética de lo marítimo para llegar a la materia de lo terrestre. Se ha concebido inicialmente como Colón, o como Hostos en La Peregrinación de Bayoán, navegando en un buque, pleno de ansias de continuar un proyecto, para luego del desembarco reconocerse cual hacendado, llevando a cabo el inventario de su abandonada hacienda, y presto a iniciar, como un magistral, la nueva e intelectual cosecha. Pero lo que encuentra en el batey es el cuerpo enfermo del isleño que sólo podrá ser rescatado y reincorporado al mundo patriarcal de la hacienda cuando algún visionario pro-hombre (un líder político) pueda ofrecerle el espacio salubre (espacio poético de la conciencia nacional) desde el que se pueda continuar el proceso ya iniciado en el siglo XIX. A partir de esa subrepticia fábula, podemos reconstruir al lector ideal o implícito que exige la obra. Este lector, en los tiempos postmodernos nuestros, ya no existe.
Reconsideremos una vez más esta apreciación de los primeros dos capítulos de la obra para relacionarlos con lo que nos sugerirá el tercero. El hablante-capitán se ha movilizado inicialmente desde la exterioridad del poético mundo marino hasta el interior del hostil y naturalista cuerpo territorial de la hacienda. Tras el desembarco, como voz patriarcal reflexiona desde una paradójica consideración: se encuentra limitado por el determinismo que afecta el solar isleño y al endeble hombre que habita la tierra. Y al advertir la debilidad del ser insular (el otro nacional), como buen positivista, anhela trasplantar (o injertar) la cultura española de ultramar que ha traído en la memoria. Esa es la cultura saludable y vigorosa (en contraste con el enfermo cuerpo nacional) que encuentra en la historia de las letras nacionales iniciadas con los liberales del siglo XIX. (El ser enfermo es el pueblo, no el letrado). En ese agraciado espacio criollo distingue a un ser letrado y liberal de plausibles logros a pesar de las limitaciones que los cruces le han impuesto al cuerpo y los tropiezos del ambiente colonial. Pero más adelante, en el capítulo tercero, en "El rumbo de la historia", el hablante hacendado termina encontrándose con el incierto rumbo ideológico en que ha caído el ideal nacional creado por esa cultura letrada, al enfrentarse a la invasión de 1898. Advierte cómo antes de que perdiera la ruta, el letrado y liberal del pasado había tenido grandes adelantos:

Empezamos, pues, en el siglo XIX a labrar, manifestándola, nuestra diferenciación espiritual, operando en la ya avanzada diferenciación biológica de los siglos anteriores . . ." (84).

Al llegarse a este punto es que la historia pierde su norte:

... y cuando logramos tomar en nuestras propias manos las riendas de nuestro destino colectivo, la guerra hispanoamericana malogró el intento dejándonos a medio hacer y con el problemático inconveniente de empezar a ser otra cosa (84-85).

No se trata ahora de una reflexión anclada en lo marítimo o afincada en el solar, como antes hemos señalado, sino asentada en la biblioteca nacional que encuentra en la maltrecha y abandonada hacienda (rodeada ahora, y como vimos, de centrales azucareras norteamericanas). Desde este gabinete de lectura se toma por implícita la alianza de un lector igualmente letrado, capaz de compartir la nostalgia por un transeúnte ideal histórico. Ante la crisis que provoca la cultura dejada a medias (la del siglo XIX), y frente a la posible desviación que causaría la civilización de las centrales (las que ahora rodean la improductiva hacienda), el hablante hacendado con memoria de capitán propone otra metáfora: la de su ensayo como brújula de la cultura para encauzar la búsqueda de un puerto seguro a través de la lectura. La obra posee, en ese sentido, la capacidad de proponerse como meta-escenario en el cual el lector, con la aptitud para aceptar sus términos, puede cobrar conciencia de sí mismo, ajustar su visión del tiempo y adquirir el lenguaje apropiado (historia y discurso) para iniciarse en una nueva manera de interpretar la realidad tanto insular como universal. Lo temporal y lo discursivo se tornan así en sus verdaderas metáforas cardinales que, además de revelar el deseo de timonear la lectura sobre la relación del pasado con el presente, expresan la necesidad de apoderarse y de ofrecer un mito para la orientación que en lo futuro debe tomar la nación que fuera interrumpida en el 98.
Esta amplia perspectiva de la conciencia histórica y del poder del lenguaje se proponen como mediaciones para vencer la fragmentación de la metonimia del presente (las que provocan la civilización norteamericana que pretende reemplazar la hacienda por la central azucarera) y para recuperar la totalidad discursiva del pasado que conecta con la metáfora de lo hispánico. De ahí que el ensayo se convierta también en espacio de ritualización de los inicios de un proyecto de acción nacional dirigido por el saber de un padre magisterial con una misión histórica y discursiva muy específica. Ya en la última sección de este capítulo de Insularismo ("Intermezzo: una nave al garete"), mediante la supremacía del poder interpretativo, el hablante de visión hacendada ha recuperado su pasado y delega a una voz magisterial, en lo que resta del libro, la continuación de la obtención del ideal forjado a medias en el pasado. "Juventud divino tesoro" será la expresión del sueño de alcanzar una "juventud letrada" (170), creada en una universidad que pueda guiar en la "peregrinación hacia la patria" (163), y que sea apta para hacer frente a la emergente sociedad civilizadora carente de poética y de historia (171). En los capítulos IV y V ("Viejas y nuevas taras" y "La luz de la esperanza") la voz del maestro ha cobrado ya plena autoridad en el texto para ofrecernos una impresión ya mucho más ensayística y menos mimética (como en realidad lo ha realizado en los primeros capítulos que aquí he interpretado) de crítica a la cultura insularizada.
Pero detengámonos una vez más en el tercer capítulo y tomemos en consideración el contexto histórico social en que se dan sus significaciones. Más allá de lo propuesto en Insularismo, sabemos que el desarrollo histórico de las primeras tres décadas del siglo XX no tiene que ser necesariamente ni transeúnte ni pendular. Convendría rebasar esas dos metáforas (transeúnte y pendular) cuya imposición de una interpretación poética y pesimista de la historia nos puede llevar a pasar por alto el "firme" proyecto de transformación económico-social desarrollado por ciertos grupos de poder durante las primeras tres décadas.[14] Se trató, sin embargo, de un proceso que no habría de incluir significativamente la visión de la perspectiva y el imaginario de praxis social, que Pedreira quería privilegiar (la de la clase hacendada ya desposeída). Como sabemos hoy, ello se debió a la endeble importancia de estos grupos dentro de la producción material del nuevo proyecto capitalista norteamericano. Con su poética visión del pasado, Pedreira se presta como portavoz del grupo magisterial más sofisticadamente letrado del país (herederos de un imaginario de orientación hacendado-patriarcal y decimonónica). Tal mirada hacia lo que considera lo más valioso del pasado, junto a los vivenciales de su propio siglo, le proporcionan, a su vez, una singular capacidad para interpretar la realidad por medio de mediaciones académicas tales como el positivismo, el arielismo y el sociologismo ortegueano. Con el positivismo y el arielismo, sobre todo, Pedreira se alía a vertientes discursivas que tanto en Latinoamérica como en Europa habían llevado a sus portavoces a proclamar una modernidad que luego de ser llevada a la praxis, paradójicamente les arrebataría el papel de importancia en el liderato nacional. Ya desde finales mismos del siglo XIX muchos intelectuales —luego de haber participado, a principios y mediados de ese siglo, con sus postulados ya románticos o ya positivos, de la planificación de las ideologías de desarrollo nacional; la llamada república de las Letras— habían sido marginados a las labores "simplemente" profesionales y letradas.[15] Tal proceso de marginación de las inteligencias nacionales viene a coincidir, en parte, con la ideología de hijos de los hacendados puertorriqueños ya desposeídos (transeúntes), para la década del treinta, de los bienes significativos de producción, además de limitarlos y marginarlos a espacios de servicios burocráticos y profesionales. De ahí el reclamo de Pedreira por el dominio del único ámbito que le era disponible a la inteligencia liberal más radical, el de la educación, y su insistencia en el reconocimiento de una poética de la historia y su defensa de la hispanidad (el lenguaje); dos vertientes que habrían de ofrecerle mayor sentido a su imaginario e ideal de recuperación nacional.
Pero veamos el lado más problemático del texto. Desde esa mentalidad anteriormente señalada, el hablante de Insularismo se afinca en su presente para interpretarnos la historia pasada y advertirnos sobre el advenimiento de una civilización (material) cuyo gesto comienza a infiltrarse bajo influencia de los Estados Unidos. Se reconoce muy bien que ello es la causa del incierto rumbo de la nave (luego hacienda y finalmente escuela) nacional. Sin embargo, al valorar lo que podría ser un nuevo enemigo en el panorama isleño (la civilización que traen las centrales azucareras), el hablante se mostrará sumamente ambiguo y cauteloso. Pese a reconocer que se trata de una civilización materialista muy poco capaz de ofrecer la fortaleza espiritual que en el pasado brindara la cultura española, parece vislumbrar que ella representa el cuerpo de una civilización atlética, que después de todo resulta necesaria para fortalecer el cuerpo enfermo heredado del pasado colonial (aquí habría que entender que ese ser enfermo es el del otro nacional —el pueblo trabajador y mestizo— y no el del letrado profesional y blanco, dentro de los que se concibe el propio Pedreira).

Todo puertorriqueño que no tenga sus facultades empeñadas por antagonismos e idolatrías tiene que reconocer el maravilloso progreso alcanzado en los últimos treinta años. La industria, el comercio, la agricultura, la riqueza pública se han expandido brutalmente y hemos aprendido la técnica de los negocios y el secreto de la economía. Nadie podrá negar que la nueva civilización transformó halagadoramente nuestra existencia y que podemos actuar con mayor libertad y mayores garantías que en otras épocas. El cambio ha sido sorprendente, y proverbial el progreso. Tenemos más escuelas, más carreteras que antes. (87-88)

Ya hemos reconocido, por una parte, que si bien es cierto que el hablante sabe cómo recuperar la espiritualidad de la cultura española al ponerse en contacto con las letras del sector liberal isleño, por otra, no logra una explicación que lo lleve a trascender la problemática del cuerpo débil labrado por la mezclas raciales en el suelo patrio. La separación que se ha dado entre el cuerpo y el espíritu en el pasado quedaba como problemática sin superar. Y ahora, en la interpretación de su presente histórico se enfrenta una vez más a un patente conflicto entre lo que concibe como cultura y civilización, lo que equivale a decir entre cuerpo y espíritu. Debemos percatarnos, no obstante, y sin que esté explícitamente verbalizado en la obra, que la nueva e importada civilización de la mediocracia y el número se le presenta al autor, quizás desde su paradójico inconsciente, como oportuno ejemplar del cuerpo fuerte y sano, como metonimia del ser concreto y salubre que su conciencia sociológica anhelara alcanzar cuando contemplaba la arruinada hacienda nacional. Al respecto nos dice: "Hay que reconocer que Estados Unidos es una nación progresista, organizadora y técnica. Su joven constitución atlética paga tributo a la modernidad" (92). Es desde el inconsciente, y su capacidad metonímica, que Pedreira encuentra aquí la pasibilidad de una anhelada y necesaria fusión de opuestos que no lograba vislumbrar cuando se trataba de la ruptura entre el cuerpo enfermo de la cultura nacional y la espiritualidad traída de ultramar.
Como síntesis de lo señalado, podemos interpretar que, en general, ante la cultura liberal del siglo XIX, el hablante de Pedreira asume una exégesis de tipo metafórico y totalizador; frente a la cultura de la modernidad que implica la presencia de la influencia norteamericana, su exégesis es más bien de tipo metonímico y fragmentario. El maestro que hemos descubierto en la obra, y que ha divisado el presente panorama isleño, enuncia desde el deseo de completar el sintagma del pasado y culminar la obra ya iniciada por el viajero marítimo y el hacendado. Ese maestro tiene que vérselas ahora en la sociedad moderna con el "señorito", el "politiquero" el "retórico",  el hombre "económico", que incluye desde el empresario hasta el simple consumidor.[16] Se trata una vez más de agentes metonímicos que han transformado el panorama de la tierra y el hombre isleños, y que señalan lo particular del todo de la emergente sociedad pragmática y utilitaria del capitalismo colonial norteamericano, la misma que ambiguamente Pedreira quisiera rechazar. El modo de interpretar la realidad pierde ahora, frente a este nuevo escenario civilizador, el poder poético de la totalizadora metáfora y es acaparado por la incierta y fragmentadora metonimia (la ciudad moderna).
Sin embargo, y pese a la fragmentada visión que ha opacado las totalizaciones culturales, nuestro autor ha percibido la amenaza que ofrece el poder civilizador de la metonimia. Adviértase en esto lo siguiente: "Hoy hemos perdido el ocio creador porque alguien nos dijo que el tiempo es dinero".  Una vez más, con los signos "creador" y "dinero" se continúa la disposición binaria que ha caracterizado el texto (cuerpo vs. espíritu). En lo específico se trata de dos metonimias situadoras del discurso en la particular estructuración de los diversos procederes del mundo hispánico y del angloamericano. Pero más allá del problema de esos dualismos (lo cuantitativo que ofrece la cultura angloamericana, frente a lo cualitativo de la española), el aspecto de mayor preocupación que le ofrece esta perspectiva metonímica al autor resulta en la nueva temporalidad en que parece haber ingresado la isla.  Sobresale en ello el que la noción temporal que le sugiere lo angloamericano, ubica al autor en conflicto con el clásico concepto de lo perenne de la cultura hispánica.
 
Comparada con España, lenta y conservadora, resulta [la nación Norteamericana] mucho más rápida y actualizante. Lo actual es generalmente de índole pasajera. El acto de conservar implícitamente aspiraciones de eternidad.
Las cosas de España envejecen más pronto porque, no siempre hechas para el instante, se emplea más tiempo y pericia en hacerlas y cuesta trabajo destruirlas cuando la moda y el progreso las quieren reemplazar con nuevos modelos. Una chimenea, una casa, una muralla, una carretera española posee condiciones de homenaje a la eternidad. (92)
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Hoy hemos perdido el ocio creador porque alguien nos dijo que el tiempo es dinero; (. . .).; Compárese la admirable longevidad de los muebles antiguos con la efímera vida de los actuales, (. . .) (Pág. 93). ; ... El "no tengo tiempo para leer" es una excusa desoladora. . . El materialismo  reinante no da tiempo para hablar de los temas santuarios de la cultura. ... no faltan los que consideren como pérdida de tiempo ese acto tan finamente espiritual. (Pág. 93)

Adquiere singular relieve, así, el drama del nuevo tiempo metonímico de la civilización nortamericana, y su irrumpir en el tiempo metafórico de la cultura hispánica. No se debe olvidar que bajo este primigenio tiempo de la hispanidad se había forjado en el pasado la noción del ser nacional, y a esa temporalidad de la totalidad tendría que mantenerse unida el hombre del presente para no perder los metafísicos y ontológicos vínculos con la "eternidad". Adherirse a esa metáfora del ser significa, además de negar el imperio de la parte y de la metonimia, rechazar la imposición de ingresar a una modernidad que sólo puede traer un simple estar y un progreso efímeramente material. Y en esta distinción entre lo eterno y la modernidad, entre la cultura y la civilización, Pedreira continúa reconociendo una irremediable ruptura entre el cuerpo y el espíritu, como le ocurría al contemplar el siglo XIX. Pero ahora el drama del presente no le resulta, sin embargo, tan desesperanzador. De ahí que no se muestre tan interesado en rechazar la metonímica presencia de la civilización con "las garras de las grandes centrales" (48-49), sino en destacar la ausencia de un coherente ser nacional, de un sujeto (magisterial) que se apodere de un justo lenguaje para asumir el control del pasado y del presente. Mediante tan singular proyecto teleológico se podrá retener la totalidad y la esencia de lo eterno heredadas del pasado ("No hay derecho a defender presencia cuando lo que debe importar es la esencia". (53) 
Asistimos así a una paradoja. Junto al deseo de permanencia dentro de la temporalidad trascendente heredada del pasado, Pedreira se ve precisado a aceptar, por demandas pragmáticas de su presente momento, la expresión de la nueva y efimera modernidad del cuerpo atlético norteamericano. Y ya que el estatus colonial le resulta insuperable, proclama un "optimismo paradójico", que no es sino una retórica manera de enfrentarse a la contradicción que percibe en la historia, de tolerar opuestos y de obviar la verbalización de su agrado de ver que, más allá de lo efímero, los nuevos agentes saludables y atléticos cumplen la oportuna función de salvar el cuerpo enfermo del puertorriqueño, heredado de la cultura "eterna". Si su conciencia positivista, tratándose del siglo XIX, le llevaba a reconocer el mal injerto logrado en el suelo ante la "equívoca" mezcla sanguínea. No sería aventurado afirmar que en la profundidad de su inconsciente Pedreira intuye un nuevo y más “afortunado” trasplante con el cuerpo de la nueva civilización norteamericana.
Hay en Pedreira, pues, una política ambigua en lo referente a su enjuiciamiento de la presencia de la civilización norteamericana en el suelo isleño. Su discurso, antes que destacar una oposición a esa nueva estructura, propone una denuncia a la ausencia de una conciencia histórica que reclame sus vínculos al proyecto poético y trascendente iniciado en un pasado, con el cual podría hacérsele frente a la desintegración del ser que proponen "las garras de las centrales" de la sociedad civilizadora. Más allá del texto y de la conciencia de Pedreira mismo, y tomando en consideración el contexto histórico, esa ausencia resulta después de todo, a nuestro entender, en trasunto de la inexistencia de una burguesía liberal puertorriqueña con el suficiente poder hegemónico en que se pudieran fundamentar los anhelos de vincularse a un todo metafísico y ontológico capaz de ofrecer pleno sentido a la existencia. Y esa burguesía nacional (la clase hacendada) que podría dar cuerpo al ideal, es precisamente la que ha quedado tronchada y en suspenso (pendular y transeúnte) con la intervención norteamericana de 1898. En tal sentido Insularismo se presenta como el anteproyecto para una burguesía nacional, imaginaria por estar ausente en la praxis histórica isleña de la década del treinta. Como es sabido, un poco más adelante en la historia isleña los ideólogos del proyecto liberal muñosista —reteniendo muchos aspectos del ideal autonomista, por una parte, y respaldados, por otra, por el agresivo capitalismo de la “civilización” norteamericana— se apoderarán en gran medida de ese ideal y sus metáforas.[17] Se trata de contrarrestar la agresión del invasor mediante un sentimiento cultural retenido del imaginario del pasado, pero prescindiendo del elemento de defensa nacionalista de ese mismo sentir. Muchas instituciones posteriores, a partir de los años 50, como el Departamento de Educación y  Instituto de Cultura Puertorriquena, se acogerían a este nacionalismo simplemente cultural y despolitizado. Muchos podrían señalar, además, que se trata de las tolerancias o piruetas (tratas?) propias del subalterno colonizado.
Pero de ninguna manera podríamos reprocharle a Pedreira sus sueños con la recuperación de un pasado nacional más o menos ideal, o su ambigua aceptación de la presencia del capitalismo norteamericano en el suelo isleño. En momentos de suma incertidumbre, (y permítaseme el rodeo metafórico), cuando en los alrededores de la hacienda se injertaba la enramada de una extraña sociedad civilizadora; y en momentos de gran confusión, en que la modernidad demanda, de manera atropelladora, concepciones y valoraciones negadoras de la más íntima identidad a la conciencia (en lo más interno del ser), aparece Insularismo para imponerse como metáfora de la voz de un padre que invita a su hijo lector a subir a bordo para llevar a cabo una travesía tanto poética como histórica (cognoscitiva), y advertirle sobre las más terribles amenazas y las más halagadoras esperanzas de la travesía por el incierto mar del tiempo. Mas en nuestros momentos actuales, con los nuevos modos de transitar y entender la historia y sus discursos, y de reconocer las subjetividades tanto individuales como colectivas, vemos cómo su mensaje encierra prejuicios, equívocas interpretaciones, mitos, utopías y sueños inaceptables para pertinentes lecturas contemporáneas y para la construcción de nuestros futuros modos de ser. Muchos quizás consideran que el mundo de la cultura, de los deseos de eternidad, de la metáfora y la alegoría de este maestro parecen ya haber sucumbido definitivamente a la sociedad del cuerpo robusto, de la despótica metonimia del asimilismo y de la soslayada invitación a ser partícipe de la brutal postcivilización. Y si seguimos aceptando la invitación del capitán, del hacendado y del magisterial Pedreira a continuar la lectura de nuestra historia debe ser con pensamiento crítico diferenciado y otreico, con voluntad deconstructiva y sin llenarnos los pulmones de retrógrados alientos de autoritarismo patriarcal que en nada contribuyen al bienestar de la nueva villa pluralista y postpatriarcal en Puerto Rico.

Este ensayo se leyó inicialmente en La Semana de la Lengua del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico (Recinto de Río Piedras) para principios de los años 90, junto a las lecturas de Juan Flores y Juan Rodríguez Beruff. Por alguna razón no se me invitó a presentarlo para ser publicado en la revista del Departamento, como era costumbre. Fue publicado para ese entonces por la Revista del Ateneo Puertorriqueño (1992), por Edgar Martínez Masdeu. Luego lo inclui en el libro Modernidad literaria puertorriqueña (San Juan: Isla Negra, 2005). El ensayo es presentado aquí (2012) con pocas modificaciones.




[1] Tal vez sea Juan Flores en su libro Insularismo e ideología burguesa (Editorial Huracán: Río Piedras, 1979) el inicial exponente de este anti-lector que rechaza los términos ideológicos y estéticos de la obra de Pedreira. Y no es sólo un rechazo a los postulados básicos de la obra Insularismo, sino a todo el imaginario ideológico y cultural del que todavía se nutre la obra y el cual pretenden algunos retener y darle continuidad incluso hoy día. Otros dos pensadores de influencia notable en esas anti-lecturas son Arcadio Díaz Quiñones y José Luis Gonzáles. Del primero véase "Recordando el futuro imaginario: la escritura histórica en la década del treinta", Sin Nombre, Vol. XIV, No. 3, abril-junio, 1984 (págs. 16-35). Del segundo: "Literatura e identidad nacional en Puerto Rico" en El país de cuatro pisos, Río Piedras: Ediciones Huracán, 1980. Margot Arce de Vázquez dio uno de los primeros visos de anti-lectura en "Reflexiones en torno a Insularismo", en Impresiones. Notas puertorriqueñas (San Juan: Editorial Yaurel, 1950). Los comentarios de Enrique Laguerre sobre la obra de Juan Flores (2, 19 y 26 de enero de 1980) en el periódico El Mundo  muestran la consagración que las voces institucionales hasta hace poco aún le ofrecen a este canonizado texto de Pedreira. Un estudio general y monográfico es el de Cándida Maldonado de Ortiz, Antonio S. Pedreira. Vida y obra (Universidad de Puerto Rico: Editorial Universitaria, 1974). Valiosa es la edición de Mercedes López Baralt, Insularismo. Ensayos de interpretación puertorriqueña (San Juan: Plaza Mayor, 2001). María Elena Rodríguez Castro en "La escritura de lo nacional y los intelectuales puertorriqueños" (tesis, Universidad de Princeton, 1988) y Juan Gelpí en Literatura y paternalismo en Puerto Rico (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993) ofrecen una formidable continuidad a la crítica iniciada por Arcadio Díaz, y se perfilan como los mayores anti-lectores  de los años ‘90. Recientemente analistas postmodernos, como Carlos Pabón, invitan a prescindir por completo del pensamiento pedreriano (Nación postmortem, San Juan: Callejón, 2002).
[2] La manera en que se transmite la comunicación de un texto presupone una serie de agentes: un autor real (agente que desde el referente histórico escribe), un autor o hablante implícito (agente que se expresa desde las nociones culturales e ideológicas (la "lengua'), implícitas e inconscientes en el discurso del autor real). El autor real tiene en mente como receptor a un lector real que también existe en un referente histórico; pero es el autor o hablante implícito, el que más nos interesa aquí, pues éste tiene en mente a un receptor ideal (lector implícito) que se ajusta a sus exigencias tanto éticas como estéticas. El autor implícito es creación de la "lengua" de la cultura (el autor lo es del "habla"; siguiendo en esto la lingüística de Saussure), y por lo tanto ha adoptado el Orden Simbólico de la cultura de su tiempo. De las expectativas de lo que debe ser la cultura, y la lectura misma, se produce el lector ideal que un autor construye en su texto. Tratándose de la obra Insularismo, podemos ver cómo ésta funciona dentro de significaciones de un orden simbólico e ideológico inaceptables por lo general para el lector real contemporáneo, al que he llamado anti-lector. Muchos desacuerdos y reproches surgen cuando los lectores en general no se percatan de la necesidad de reconstruir el lector ideal que la obra (y su autor implícito) tiene en mente. Como veremos, el autor (o hablante) implícito, se expresa a través de tres voces en el texto, las cuales se manifiestan en la estructura profunda del discurso; a saber: el capitán, el hacendado y el maestro. Los primeros dos provienen de la antigua cultura hispana y de una modernidad subalterna del mundo agrario; el maestro surge en un contexto de una modernidad colonial norteamericana que exige otro tipo de colonialismo y subalternidad citadinas.
[3] Estas ideas de lo na(rra)cional las he desarrollado en un libro posterior: La na(rra)ción en la literatura puertorriqueña (San Juan: Ediciones Huracán, 2008). Se trata del discurso inconsciente que domina la cultura, el inconsciente político e ideológico que nos forma desde lo no previsto. La literatura y su metáfora tienen esta capacidad de captar las estructuras inconscientes de la cultura y es por ello que pueden interpelar al lector de una manera casi hipnótica. Ver de Fredric Jameson, The Political Unconscious. Narrative: a Socially Symbolic Act (London: Mathuen, 1981). Pedreira nos ofrece mucho del inconsciente hacendado nuestro y mucho de nuestra anómala reacción a la modernidad norteamericana. En la actualidad esas estructuras están cambiando y por ello Insularismo ya no interpela al lector de la manera en que lo ejercía.
[4] El ensayo se vale de un lenguaje que tiende a prescindir a un máximo de lo emotivo-subjetivo (del lirismo) y se inclina por un lenguaje de tipo cognoscitivo-descriptivo y referencial. En su estructura superficial el ensayo ofrece un discurso en el que un hablante delibera sobre algún aspecto que le preocupa de la realidad cultural o personal pertinentes. No asume explícitamente una actitud mimética (representativa, como la narrativa) ni de emocionalidad dialogada (como el drama) puesto que se ocupa de opinar racionalmente sobre algún conflicto referencial. Pero aún así, y en su estructura profunda, en el ensayo se esconde una emotividad muy particular del hablante con la referencialidad de su discurso. De ahí que no prescinda del uso de metáforas, símbolos, alegorías, mitos y arquetipos. Insularismo es, quizás, el mejor ejemplo del ensayismo literario en Puerto Rico. Pedreira, antes que nada, es plenamente consciente de las implicaciones (códigos) que posee el género ("Me amparo en el ensayo, porque como la misma palabra indica, es un género dúctil donde se empiezan muchas cosas y no se acaba ninguna" (pág. 30). Ese "ductil" y "no se acaba ninguna" son señales de la manipulación de un autor con suma libertad. Si bien estará restringido inicialmente por la problemática de un referente real-histórico (el acontecer de lo puertorriqueño) —de ahí habrá de partir y no de su imaginación (como en los otros géneros)—, tendrá la libertad de deliberar subjetivamente (incluso de manera poética). Y es esta subjetividad lo que lleva a la metáfora, a una poética y mito na(rra)cional (y a una perspectiva ideológica y mítica). Ello ofrece a Insularismo de un peculiar perfil en las letras puertorriqueñas. Pocos han podido poetizar "la realidad cultural", sin apartarse de las significaciones históricas más explícitas, como lo ha hecho Pedreira. De ahí el valor supremo que el lector conservador (los hispanistas) le ha ofrecido al ensayo. De ahí también, y por otra parte, el malestar y rechazo del anti-lector.
[5] Todo lenguaje ingresa dentro de una cadena de significaciones binarias, en pugna, lo cual implica ya de por sí una narrativa. Tanto la lírica como el ensayo, géneros que no parecen narrar, en su estructura profunda no dejan de expresar un acontecer (un relato) sobre lo que ocurre en la intimidad del sujeto (lo lírico), como lo que acontece en la conciencia de un hablante que valora un texto o el acontecer en el mundo (mímesis). Tras la superficie ensayística de Insularismo se esconde tanto el sentir (lírico) de Pedreira (en este caso es un sentimiento épico, es decir, de gesta lírico-nacional) como el criterio narrativo-dramático representado mediante una serie de actantes (el capitán, el hacendado y el maestro) del escenario cultural puertorriqueño.
[6] Véase la página 67 de la edición de Insularismo de la Editorial Edil (Río Piedras, 1971). Esto nos lleva a pensar que el título de la obra esconde una dimensión irónica (no tanto satírico o burlesca, sino contradictoria y paradójica) puesto que Pedreira no rechaza la búsqueda de lo interno a pesar de criticar al puertorriqueño por ser demasiado insularizado. En la estructura de la obra vemos cómo Pedreira inicia el viaje desde el exterior (el saber espiritual hispánico) y se dirige hacia el interior isleño (el cuerpo). Más adelante, al percatarse de la enfermedad del cuerpo isleño (a nivel metonímico tal vez se haga referencia aquí al obrero y al jíbaro), se interesará por el encuentro de la interioridad intelectual y espiritual del puertorriqueño (la que poseía el hacendado liberal y letrado). En ese sentido, Pedreira desea recuperar la fortaleza espiritual que ha perdido el cuerpo isleño, se propone recobrar la memoria del pasado decimonónico na(rra)cional. Hay cierta paradoja en este aspecto puesto que Pedreira rechaza lo extremadamente criollo (lo nacional), pero no aboga por el abandono de ello para adoptar lo foráneo (págs. 68-69). En su paradójico regodeo, la obra propone que no se trata de un rechazo a lo interior, limitado y aislado en su sentido más negativo. Se trata de aceptar la tierra y a su habitante con su debilidad corporal para luego obtener un espacio de identidad (intelectual) que habrá de servir de punto referencial capaz de poner en contacto con lo universal (visión arielista y ortegueana). En fin, la lectura irónica de la obra estriba en que se le sugiere al lector abandonar la actitud insularista, que se abra hacia el afuera (contrario al encerramiento de la ínsula). Pero ello se podrá lograr, paradójicamente, adentrándose en lo más profundo de la isla letrada (la del imaginario) para rescatar una identidad cultural. (En lo sucesivo las citas pertinentes a Insularismo serán ofrecidas en nuestro texto mismo y corresponderán a la edición arriba mencionada. Las citas también corresponden a Obras de Antonio S. Pedreira (Tomo I) publicado por el Instituto de Cultura Puertorriqueña en San Juan de Puerto Rico, 1970).
[7] En realidad "brújula" es un monema (o lexema) metonímico (parte) que refiere al todo metafórico del mar que a su vez refiere al viaje y al capitán. También el monema "brújula" puede ser entendido como sinécdoque en el sentido de dar relieve al "menos" (objeto direccional) por el "más" ("brújula" = viaje por mar o por tierra). El hablante se refiere inicialmente al viaje marítimo de un capitán en su regreso a la ínsula, pues más adelante vemos que los orígenes de la travesía se dan "Levando el ancla" (este último monema lleva al semema "mar"). Se trata, pues, de una serie de eslabones metafóricos y metonímicos que, a su vez, crean una cadena de imágenes, símbolos, arquetipos y mitos en general. Más adelante en nuestro análisis vemos cómo ese viaje pasa a ser terrestre al hacerse referencia al mito de la tierra, para finalmente tornarse en una gesta discursiva ya más propiamente ensayística. De ahí el (sub)ensayo más complejo: "Tablero de ajedrez". Sobre los dos tropos inicialmente mencionados véase La metáfora y la metonimia de Michel Le Guern (Madrid: Cátedra, 1980).
[8] El hablante (o autor) implícito le concede autoridad a tres voces principales en este texto, como veremos más adelante: el capitán, el hacendado, el maestro.  En el primer capítulo advertimos el viaje de un capitán letrado ("La brújula del tema"); el segundo capítulo ("Biología, geografía y alma") refiere al hacendado que regresa a su tierra y descubre a sus trabajadores enfermos ("El hombre y su sentido" y "La tierra y su sentido"), por lo cual desvía su mirada al interior de su hacienda para reconsiderar los libros (discurso) de la biblioteca ("Alarde y expresión"). Estas consideraciones metafóricas y metonímicas han sido exploradas en parte por Arcadio Díaz Quiñones, María Elena Rodríguez y Juan Gelpí, en sus trabajos antes citados.
[9] Pedreira hereda la ideología positivista que vislumbra el cuerpo nacional enfermo como en La charca (1894) de Manuel Zeno Gándía (ver mi trabajo sobre este autor en este mismo blog)..
[10] María Elena Rodríguez Castro. "La escritura de lo nacional y los intelectuales puertorriqueños". En la tesis antes citada.
[11] Para Angel Quintero la génesis de la praxis del hacendado puertorriqueño del siglo XIX se fundamenta en el mito de la unidad de "la familia puertorriqueña". Para alcanzar la unidad de la familia se requiere de un padre bondadoso, como el patriarca de la hacienda.  Señala el estudioso que la "segunda generación de la burguesía de hacendados va a estar vinculada, más que a la agricultura, a las profesiones liberales, principalmente al magisterio", (pág. 130 del libro seguidamente citado). Véase Conflictos de clase y política en Puerto Rico (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1977) y Patricios y plebeyos; burgueses, hacendados, artesanos y obreros. Las relaciones de clase en el Puerto Rico de cambio de siglo (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1988).
[12] Pedreira comete el error propio de la mayoría de los sociólogos positivistas. Transporta significaciones del campo biológico a las del ámbito sociológico y cultural. Desde el punto de vista lógico es incorrecto inferir que las nociones del acontecer del ámbito fisiológico o del ambiental pueden ser adoptadas para interpretar la conducta sico-social (simbólica) del sujeto humano. La lingüística moderna nos ha dejado saber que el sujeto humano, además de ser producción de la naturaleza también lo es del lenguaje (de los órdenes imaginario y simbólico), y que lo natural y lo simbólico no están necesaria y directamente ligados. Aquello que podría determinar, influenciar o condicionar la conducta cultural humana surge básica e inicialmente del tipo de organización social-simbólica (C. Levi-Strauss) que el sujeto mismo desarrolla en la historia dentro de relaciones de poder (trabajo) en los que unos grupos subordinan a otros y los cargan de significaciones arbitrarias y no naturales (L. Althusser). Dentro de las nociones positivas, para Pedreira, el cuerpo es inferior al espíritu; es éste último el que en cierto sentido rescata a aquél para alcanzar la armonía (se trata de concepciones del positivismo mezcladas con el krausismo español). De ahí que para Pedreira el cuerpo de la cultura española en los momentos de conquistar a América ya hubiese alcanzado una etapa de madurez: "Cuando la sangre europea vino a bautizar cristianamente el Boriquén indígena (. . .)". Nótese que el cuerpo europeo (reconocido aquí mediante "sangre", la misma se extiende hasta la noción de lo corporal pues ella fluye por aquél) ya aparece espiritualizado ("cristianamente") para depositar este trascendental sentir sobre el cuerpo indígena (pág. 53). Más explícita se torna esta explicación mediante lo siguiente: "En esta aspiración de dar sentido biológico y político a nuestros modos, encontramos la colaboración ejercida por la geografía y el clima, que ayudan poderosamente al apagamiento de la voluntad" (pág. 45). Pero el positivismo de Pedreira además de ser de Oswald Spengler también lo es de Ortega y Gasset (quien es positivista de una manera no tan obvia como aquél). Ortega intenta superar el determinismo mediante su noción voluntarista de la historia y del hombre en el uso de la razón vital. De ahí que Insularismo fluctúe entre esas dos fuerzas: determinismo contra voluntad. Como ya se ha explicado antes, esto se traduce a pensar que la voluntad de ser se ha "heredado", a entender de nuestro ensayista, del hombre letrado isleño, quien ha estado en mayor contacto con la "sangre" española y quien ahora se rescata por medio del reencuentro con su historia y su letra. De Ortega (y de E. Rodó) es también la aversión de Pedreira por el hombre "masa" de la modernidad que trae la invasión norteamericana.  Es principalmente en el capítulo "Viejas y nuevas taras" donde se deja ver la crítica de Pedreira a la modernidad súbitamente impuesta por el proceso de norteamericanización, y que está tan distante de la perenne noción de espiritualidad y eternidad que ya para el siglo XIX había alcanzado el liberal puertorriqueño, sobre todo mediante su contacto con el ser español.
[13] María Elena Rodríguez ha resaltado estos lugares comunes y espacialidades de significación altamente simbólicas en su ya mencionada tesis. Así también lo realiza esta analista cultural en "Tradición y modernidad: El intelectual puertorriqueño ante la década del treinta", (Op. Cit. Boletín del Centro de Investigaciones históricas, Facultad de Humanidades, Universidad de Puerto Rico, No. 3, 1987-1988, págs 47-65).
[14] Sobre el desarrollo histórico de las primeras tres décadas del siglo XX, además de las interpretaciones de Quintero,  se  adoptan las de los siguientes: Gervacio L. García, Historia crítica, historia sin coartadas. Algunos problemas de la historia de Puerto Rico (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1985);  Luis Angel Ferrao, Pedro Albizu Campos y el nacionalismo puertorriqueño (Editorial Cultural, 1990); Taller de Formación política, ¡Huelga en la caña! (Río Piedras: Editorial Huracán, 1982); Mariano Negrón Portillo, El autonomismo puertorriqueño (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1981). Sus interpretaciones son en general nacionalistas. Pero hay historiadores, sociólogos y economistas que ven el adelanto progresista que hubo en el País en comparación con la pobreza que ofrecía España para fines del siglo XX, antes de la invasión. Ver de F. Moya Pons (y otros), Historia del Caribe, Barcelona: Crítica, 2001.
[15] Según Angel Rama y Françoise Perus, para finales del siglo XIX y principios del XX, se expresa una redefinición del estatuto del escritor latinoamericano al abandonarse la vía del capitalismo nacional e insertarse en la nueva sociedad un capitalismo ya multinacional e imperialista. El escritor, que durante la etapa de desarrollo nacional había participado activamente de los debates nacionales (principalmente durante el Romanticismo), para finales de siglo (del Modernismo, en lo específico), se ve desplazado por el nuevo capitalismo y llevado a desempeñar labores profesionales y burocráticas que no rinden mérito a su labor poética. Desde el punto de vista estilístico, Pedreira no pertenece ya al Modernismo, pero sí hereda mucho de la problemática ideológica de ese periodo, sobre todo lo referente al elitismo y la visión hegeliana de separar el arte y la realidad. En ese sentido, Pedreira tiene muy poco de vanguardista y sí mucho de la alta y elitista modernidad ortegueana. De Angel Rama véase Rubén Darío y el modernismo (circunstancia socio-económica del arte americano, Caracas: Ediciones de Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1970; de Françoise Perus, Literatura y sociedad en América Latina: el Modernismo, Madrid: Siglo Veintiuno, editores, s. a., 1976).
[16] Aquí el Pedreira de conciencia ortegueana, como sugiere Juan Flores, se enfrenta a los signos de la modernidad (civilización) importados, en su mayoría, por los modos de vida que trae la invasión de los Estados Unidos. En el capítulo "Viejas y nuevas taras"  (en "Nuestro retoricismo") Pedreira se enfrenta con mayor vehemencia a los "males" que han traído lo que en este trabajo consideramos metonimias de la modernidad. Frente a la conducta y la idiosincracia de los profesionales (abogados, médicos, políticos, maestros, vendedores, etc.) del nuevo orden colonial, Pedreira parece preferir los modos profesionales y laborales en general ya iniciados bajo el liberalismo en el siglo anterior: "En la segunda mitad del siglo XIX surgió entonces, encarnado en un puñado de hombres de carácter, el patriotismo político insular y con disfraz de patriota el cacique logrero de asombrosa longevidad. El valiente partido autonomista fundado en 1887 se divide en fracciones en 1896 y desde entonces hasta hoy la evolución de nuestros partidos se caracteriza por el pegue y despegue de esas fracciones, obligadas por la no siempre noble aspiración de obtener mayoría. Y digo no siempre noble, porque ese propósito electoral tiende a convertir a los políticos en simples cosecheros de votos" (pág. 104). Adviértase, no obstante, que muchos de los problemas que ha traído la modernidad de la época en cuestión ya se han iniciado en el propio siglo XIX.
[17] Jorge Rodríguez Beruff, en su trabajo "Antonio S. Pedreira, la universidad y el proyecto populista" deja ver cómo parte de la ideología del aludido escritor expresa las ambigüedades de la pequeña burguesía intelectual y su empeño por desarrollar un proyecto de corte nacional, populista y reformista a través de la institución universitaria, principalmente (Revista de Estudios Hispánicos, Seminario Federico de Onís, Año XIII, 1986, págs. 79-90).
De Antonio S. Pedreira a Lizza Fernanda