Violencia
y género (psicoanálisis) en El coronel no tiene quien le
escriba de Gabriel García Márquez
Luis
Felipe Díaz
Departamento
de Estudios Hispánicos
Universidad
de Puerto Rico
Recinto
de Río Piedras
(Derechos Reservados).
Notas y charlas para
los cursos Espa 3212 y 4426
Son varias pulsiones o instintos (eróticos, de auto-preservación, de muerte) que se manifiestan desde los impulsos del organismo en lo oral, anal, genital según el modelo
freudiano. Cada ser posee su objeto del deseo y de fijación: como el pecho
materno, la pulsión escópica (del ver), las heces fecales, la sexualidad. Los mismos nos sirven de signos para reconocer las metáforas que guían al sujeto en su actividad inconsciente en la adultez. Particularmente, el empleo de lo fálico de la última etapa de estas pulsiones —para Jacques Lacan—, proviene de una expresión ligada al Imaginario y al Poder en cuanto al dominio y proceder del sujeto. Esta pulsión y sus implicaciones, más que satisfacción de una demanda o
necesidad fisiológicas expresan una búsqueda (codificación) del Deseo del dominio/subordinación en el lenguaje, en la metáfora, en la conducta. El deseo del
sujeto se revela desde los signos inmersos en el subconsciente y adoptados
desde su con-formación infantil. Estamos ante un aspecto más de carácter
simbólico (del significante), en el caso del modo que lo plantea Lacan, que de expresión orgánica o
etiología biológica, como en Freud. El deseo subconsciente de un sujeto lo construimos (obtenemos) desde el lenguaje que transmite y lo define. adémas, ese es mayormente el lenguaje de la cultura que lo ha formado desde la madre (Orden Imaginario) y el padre (el Orden Simbólico). Lo que queda fuera es el régimen del Orden Real que organiza el todo mediante su cadena algorítmica y los aspectos formales invisibles que rodean los otros dos órdenes. El Deseo (en su imaginario y simbólico) es con-formado por la invisible presencia del Orden Real, el cual queda fuera del lenguaje de la cultura, pero lo rodea; sobre todo con su mayor expresión y efecto que es la liquidación de Deseo y la irrupción de la Muerte.
Por otra parte, Freud habla de la inversión de la energía psíquica que
se transforma en fuerza somática, en aquello que se realiza en lo que hoy
entendemos, con Lacan, como el Deseo (una fuerza originariamente sexuada y
ulteriormente simbólica, semiológica). Pese a que Lacan tiende a des-biologizar
la demanda fisiológica del deseo y de lo pulsional (rompiendo a como lo veía Freud en lo
oral y anal) siempre quedan las zonas erógenas como espacios de síntomas de las
neurosis del sujeto y que lo marcan en lo deseante y primigenio de su subjetividad (o ser). Pero para
Lacan en el fondo-centro de todo parece estar la Falta, lo que se encuentra detrás del deseo,
que culmina curiosamente en algo biológico, en la muerte (algo más allá del lenguaje). Antes del final, no
obstante, se localiza la ansiedad de castración, el temor de perder el objeto
imaginario ofrecido primeramente por la madre mediante metonimias de la manutención placentera (las partes
de un todo: la leche, la mirada, el cuido el cuerpo). Esos episodios, convertidos en "objeto", son luego amenazados/disputados en cuanto el sujeto se debe ajustar y con-formar al
espacio del Orden Simbólico (metáfora) del Padre y de la cultura patriarcal en que existe.
La
biología, el lenguaje (el Real, el Imaginario y el Simbólico), se
interpretan desde Eros y Tanatos como lo entienden muchos psicoanalistas
(Herbert Marcuse), mediante el Deseo. Aquello que hace sexuado al sujeto vivo
lo dirige primeramente al amor reproductivo y simbólico y que está a la larga
avocado a la muerte, a lo escatológico, al final del todo (el orden Real). El
deseo, en ese sentido, y en términos metafóricos, cobra peculiar significado desde la
ansiedad y paranoia constantes de la pérdida de algo imaginariamente adquirido
en un pasado. Ese algo se entiende desde su origen/destino que es la Falta, la Nada; el origen y el final. Pero antes de esto de desarrolla una pugna dentro de la cultura y sus demandas, sus satisfacciones y malestares.
Pero
aquello que se desea está más allá de lo que posiblemente se puede alcanzar y
obtener porque no es una necesidad física sino una demanda simbólica que se
relaciona con el deseo del deseo (que lo posee inicialmente, para el imaginario
del infante, la madre). De aquí que en el relato “La carta robada” (de Edgar Allan Poe), por ejemplo, el
significante (el sentido primigenio, la verdad) no le pertenezca a nadie, sino a una fuerza del significante. Este signo de signos posee su propio espacio más allá de lo
humano, pues tiene su ámbito de incumbencia en la langue de la cultura que con-forma ésta y que pertenece a todos
pero a nadie en particular. Tal vez el significante de mayor manipulación junto al Deseo, ha de ser la ideología y las formaciones histórico-culturales. Encontramos así el significante emanado de la Falta o la
falacia inicial de pensar que la madre posee el Falo o el objeto del deseo.
Todo resulta en el deseo que es deseo del deseo del otro, de imitación
espejística en lo imaginario que a la larga lleva a la significación de la Nada (la ausencia).
El antropólogo René Girard plantea que todo se origina en una ilusión ficticia
precedida por la violencia antes de crear lo sagrado (la significación primordial que guía a los sujetos). Al signo le antecede otro significante, y al inicio lo que hay es Vacío; el sentido es una construcción imaginaria que se origina en algún tipo de culpa cultural, una vez se cumple o no el deseo primigenio de satisfacción.
En estos aspectos cabe destacar algo muy particular: La
función de control de los impulsos de expulsión anal, la abyección de lo
excrementicio, está presente en el sujeto desde el nacimiento y muy relacionado
inicialmente con el Eros maternal. El sujeto no se muestra consciente de esa
capacidad (como lo es la etapa oral más inmediatamente placentera en el
infante, la cual queda fijada en la etapa Imaginaria y maternal). El proceso de
la eliminación y abyección no resulta manipulable hasta percatarse el sujeto de
cómo el cuerpo pierde algo (el excremento) y también de poseer la capacidad
dis-placentera de retenerlo y controlarlo como signo, como lenguaje y juego (lo
cual es más deseo que descargue de una necesidad o demanda). En el inconsciente
se trata del juego de retención/expulsión de acuerdo a los relatos neuróticos y
el deseo inconsciente del sujeto, a la larga, de lo sádico y masoquista en el
propio yo o ante el otro con quien se rivaliza. El proceso se relaciona con el
placer conocido, por los lacanianos, como parte de la jouissance, que refiere al placer derivado por retener el objeto en
un juego que va más allá de la simple demanda o necesidad y como goce último (el saber que al final espera la muerte). Se trata de un goce
que se connota en sí mismo y se relaciona con las pulsiones de vida y muerte en
su inevitable encuentro en la escritura misma. El lenguaje literario
(la metáfora, lo que aquí más nos concierne) es un descargue del inconsciente, y recibido o rechazado por quien lo recibe. El lenguaje más deseado sin embargo, parece no llegar, y si se
posee, es un tipo de carta robada (tal vez vacía, o que se resiste a la visibilidad y a la expulsión) que conduce a una frustración de retención/expulsión,la vida/muerte.
En la
literatura, como plantearía Roland Barthes, se trataría del disfrute/goce del
texto en cuanto texto mismo, de la muerte del referente y su autoría. El signo
literario posee su propio espacio de pertenencia significante, no es del autor
(pues pertenece a la langue de la
cultura global) ni al lector, pues su interpretación es una de tantas que se pierden
en la cadena de significantes o las muchas cartas camufladas sobre la mesa para ocultar una de esas cartas. El texto en su discurso refiere una intervención ante lo que regularmente ha sido los órdenes de la lengua de la cultura; el autor como emisor y el lector como receptor ingresan en un dinámico proceso de intercambio que se expresa como fuerza que altera los órdenes que rodean y con-forman al sujeto. En
el instante en que el lenguaje intenta obtener distanciamiento del autor y del
referente, el mismo se convierte en un instrumento del juego y del goce ya que
se está en las fronteras de la vida que podría adquirir el texto como
significante, como signo que se vale por sí mismo (que juega con la retención/expulsión). Ya estas ideas sacan a
Barthes del Vanguardismo y lo colocan en el estructuralismo de los años 60 del
siglo XX que más allá del placer de la lectura ven el goce subconsciente que
provoca el texto. Por eso Barthes destaca el instante del placer y del goce que
también prevee Lacan en el momento en que el sujeto se transporta del imaginario
de la madre y sus significaciones placenteras e ingresa en las del padre, en
que debe ceder sus impulsos orales y cobrar consciencia de los deseos anales,
de la alimentación y la putrefacción, de la absorción y la repulsión, del Eros
y de la violencia inicial y final de Tanatos. Se trata del traspaso a la
cultura falogocéntrica, según Kristeva, y del elemento atávico (primitivo) que
permanece en las culturas supuestamente civilizadas (Levi-Strauss, Girard).
Para Lacan, el
“pequeño objeto a” es el objeto que marca los episodios iniciales del
significante del deseo. Es el objeto del deseo que el infante cree retener al
ver la medre que va y viene (fort-da),
y que se relaciona con la narrativa freudiana del infante observando el
carrilete que pende del hilo que atraviesa la cuna y que funge como la
presencia metafórica de la ausencia/presencia (retención/expulsión) de la madre. Se trata del fort-da, el aquí/allá; la presencia, la
ausencia), el retener/descargar, y lo que inicialmente provoca el sentido de la Falta. Es una actividad que más adelante podría fungir como el excremento
que ya se retiene o ya se expulsa cuando el sujeto cree poder controlarlo a
gusto, por placer, para privarse/obsequiarse a sí mismo, para auto-complacerse
o para creerse que se refrena al otro y su deseo de dominio. Se retiene el dolor (el excremento) para que el otro sufra/goce. Esta imagen, que se repite en nuestras narraciones, se revierten también en el deseo como metáfora y metonimia en el texto, en el placer/displacer (eros-tanatos) en la lectura que realizamos constantemente de la novelas y de otras formas de representación.
Llega un momento en que el
infante ha de abandonar el solo dominio del Imaginario materno (la metonimia) e ingresa en la metáfora
paterna (el Complejo de Edipo). Cuando el sujeto entra al dominio del Padre
(el Nombre-del-Padre) experimenta la llegada como una posible violencia
invasiva (se abandona —en parte— la felicidad que se creía obtenida de la madre). Se
retiene o se expulsa lo que se posee de acuerdo al nivel de neurosis y paranoia
del sujeto en cuanto al suceso del cambio. La pulsión puede conllevar un
intento de ir más allá al goce excesivo que puede ser experimentado también
como “sufrimiento” martirio gozoso (o como Eros-sufriente). Mediante la retención del objeto del
deseo puede haber placer-dolor ante la reacción que se espera del otro. Se retiene el objeto para que el otro sufra; no se expulsa para la propia gratificación del yo.
En la
obra de Gabriel García Márquez, El
coronel no tiene quien le escriba (1958), el significante primordial
resulta en la carta cual respuesta de la promesa de la revolución. Se trata de
lo que el Otro (la cultura oficial y del Patriarca) promete expulsar o no desea expulsar para la
satisfacción o displacer de un recipiente (el revolucionario Coronel). La carta resulta en el
significante que le daría sentido a la familia y a la existencia misma, pero
sin embargo se le mantiene en suspenso, en espera y en la incertidumbre. Pero
la espera de la misma lleva a la soledad, al sufrimiento y ulteriormente a la nada y la
muerte. Se trataría de la desaparición (la no llegada) de un signo (un texto o
discurso) representativo de toda una época que ha culminado y que el autor
eleva a nivel ampliamente metafórico en esta paradigmática novela. El Coronel
no obtiene el objeto del deseo (la escritura) que le debe su praxis histórica, como descuido,
castigo, placer del no ceder que agencia el Poder oficial del Estado, el
gobierno que el Coronel mismo ayudó a fundar. Detrás del otro yace lo mismo, la incapacidad de gratificar el Deseo. Se trata de un escenario que se repite, tanto en la psiquis subjetiva como en la historia que domina el Otro en cuanto poder oficial y dominante.
El Coronel espera la carta, como en el acto fort-da
primigenio, de la madre metonímica cuya presencia no se acaba de manifestar, lo
que una vez tuviera sentido y origen (la promesa revolucionaria), pero no
regresa, no acaba de arribar con su carga de significaciones gratificantes
(como el prometido seno de la madre). La lancha siempre esperada se convierte en un
significante que llega y se va de la isla (fort-da),
dejando la desolación, la ausencia, la “falta”; es el signo que se acerca al imaginario
(isla-madre) del Coronel y luego se aleja una vez más al Orden Simbólico del
afuera, a la cultura del padre impostor (el Otro) (la modernidad afuerina que
se forja luego de la revolución). Es la revolución ya agenciada, que no cumple su promesa, no trae su cargamento
primigenio que debe ser inicialmente la carta prometida. Pero se trata de la “carta robada”,
como veremos, la cual el Coronel siempre esperará porque lo contrario
implicaría aceptar la castración, la pérdida del Falo.
Pero también existe la
insistencia en retener el viril gallo como sustituto de la carta. En esta
compleja temporalidad, de (des)espera(ción, puede haber sin embargo, a nivel profundo,
una entrega a la aceptación sado-masoquista del sufrimiento, el que es a la
larga goce de retener, no lo valioso de la espera, sino lo desechable del fracaso.
De ahí el final de la novela y su impactante oferta, “mierda”. Hay un extraño
goce en el Coronel, que su mujer no acaba de entender, y del que el lector
puede participar (o reflexionar). La obra ha sido escrita, así, con un criterio
machista que hoy puede ser rechazado (expulsado... como debe ser). La mierda se expulsa, no se come o consume como se pide a finales de la obra.
El coronel no tiene quien le escriba nos presenta a un soldado retirado en espera de su pensión
militar, luego de haber participado en la revolución y finalmente haber firmado
una tregua supuestamente favorable para ambas partes. La novela comienza en uno
de los tantos (y abyectos) días lluviosos de octubre, de un ex-soldado inmerso
en la pobreza con la única esperanza de recibir la carta que le anuncia la
esperada pensión, una espera de 15 años. El coronel y su mujer han gastado
todos los ahorros y han vendido casi todos los artículos que han podido, de valor en su casa. Sólo les queda como valiosa posesión un gallo heredado del
hijo, muerto hace nueve meses antes en una pelea en la gallera. Ese hijo estuvo
inmiscuido en políticas subversivas y clandestinas del pueblo (una vez más lo
intestino y la Falta de un objeto preciado). Solo que esta vez el hijo
representa la presencia de la muerte; tal y como lo podría representar también la
carta que no llega (tal vez el ausente "triunfo", como "triunfo" del pasado, nunca obsequia ni escribe).
La
ausencia de café y su búsqueda hasta el fondo del enmohecido recipiente marca
ya desde principios de la obra uno de los signos de la Falta. Se trata de la
señal del desgaste que provoca la espera y que luego contrasta con la falta de
maíz para el gallo (quien para el Coronel posee prioridad en la satisfacción de
esa falta). Tanto el coronel como muchos de los jóvenes y niños que lo rodean
en el poblado cifran las esperanzas de ver ganar el gallo algún día, como han
admirado el triunfo del coronel como signo de una lucha casi mítica ya pasada.
En el gallo parece localizarse también un símbolo de la posibilidad de vencer
la espera (el goce prometido) y el enfrentarse simbólicamente a la opresión de
la no-tan-visible-dictadura que sigue oprimiendo al pueblo. Todo deja de ser
también una mascarada de lo que simboliza el circo: “desde el interior de una
tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta
su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los
desperdicios de la ovación de la gallera” (100). Notamos aquí el elemento de
“carnavalización” de la cultura, del performance
intestino-oral que también están presentes (Mijail Bajtin).
Tenemos
pues que lo que se impone es “la falta” en términos lacanianos, le manque á être”): del hijo, del
alimento, de la vestimenta, de la salud, de la liberación. Sólo se retiene como
signo de pertenencia un gallo que señala el remanente de la muerte del hijo, y
por otro lado un signo de la esperanza, de la obtención de alguna carta
simbólica, y no sólo para el coronel sino para reconocer la esperanza del
pueblo oprimido. El triunfo del gallo se presentaría como la carta que podría llegar.
También
tras el velo, la obra destaca como signo a la quejosa (y oprimida) mujer, señal
de la presencia materna que carece ya del cuerpo saludable, víctima del hambre
impuesta a la larga por el hombre mismo (el marido) y sus luchas y proyectos
“fallidos”. Se muestra como rival del gallo pues éste se le presenta cual
significante causante de la falta del hijo. Apunta además este gallo a un signo
del juego de los hombres (el circo a nivel simbólico), que a la larga lleva a
la desoladora espera de la muerte (la violencia). Así se expresa la
masculinidad que pretende reemplazar al hijo y a la carta misma mediante el
juego. También es el resultado obsesivo de la retención masculina de aquello
que no se desea expulsar (el ideal, la esperanza revolucionaria del proyecto
masculino fracasado de esa sociedad; el mismo que la esposa tanto desprecia
consciente pero calladamente). El Orden Símbólico de la cultura dominante del
afuera exige también la expulsión (rendición) del ideal, mientras que el
Coronel y su equipo de seguidores proponen la retención del mismo. ¡Qué mejor
que el triunfo del gallo para llenar el hueco de la ausencia de la “carta
robada”! Sería la única esperanza de dar continuidad a la “carnavalesca” y
extraña historia.
Pero
a finales de la obra el Coronel cambia las piezas del juego en cuanto a su
resolución última de no vender el único signo de pertenencia fálica que posee:
el gallo que articula la retención no-intestina (pues es símbolo de narcicismo
fálico). Y el signo no sólo le pertenece a él sino de los demás sujetos del
pueblo (los remanentes revolucionarios). El gallo es para los hombres el único
significante del juego de la lucha y la apuesta. Para la mujer-esposa-madre el
asunto se encuentra, sin embargo, más relacionado con “la falta” que acerca a
la muerte. Mucho más cuando el gallo ha llevado al mayor sacrificio (el hambre)
para mantenerlo vivo y en forma, para la lucha que le espera en el circo que en
el fondo representa la gallera (la sociedad en que se vive). Se pretende
mantener alimentado al gallo (el ideal fálico) cuando la mujer desfallece de inanición.
A finales de la obra, por medio del animal, no obstante, irónicamente logran
obtener gratificación alimentaria (lo oral) mediante el maíz que le
proporcionan en el pueblo y que ellos consumen como “marota”.
Pero
la retención final del gallo implica no vender aquello que el coronel reconoce
como su dignidad, el negarse a ingresar en negociación con la modernidad
externa que retiene la carta. Se trata de una lógica que su mujer tendrá que
entender (y así se espera también del lector). Significativo resulta que en una
ocasión el coronel vea a su mujer como “idéntica al hombrecito de la avena
Quaker” (81) (signo de modernidad alimentaria, pero comercial). (Del alimentarse
con avena Quaker, a comer “mierda”, hay un salto significativo). Son varias las
ocasiones en que se asocia la mujer con la muerte pero junto a la inaceptable
masculinidad moderna que parece haber triunfado (Quaker). Mas se requiere
entender que obtenemos en la obra dos modernidades: la del sistema externo que
ha vencido y en verdad carece de la carta, y la del coronel como representativo
de la subalternidad también masculina que no cede ante la modernidad afuerina
(tal vez la que importa la avena Quaker). Detrás de todo el escenario ese mundo
moderno de la avena (la Modernidad afuerina) parece poseer mucho más que una
carta!
Mientras
tanto, el Coronel ha tenido oculto el “pequeño objeto a”, un significante
mantenido inmerso en sus intestinos (y como síntoma de sus malestares que lo
conducen constantemente al baño: “En el curso de la semana reventó la flora de
sus vísceras” (19), según vemos a lo largo de la obra. Después de todo de ahí
procede en parte la “mierda” que le ofrece a su mujer y a los que no creen en
su obstinada lucha (incluyendo a los lectores). Se trata del castigo del cuerpo
ante la negativa de ingerir el alimento que ofrece el afuera que no envía la
carta (pero sí la avena Quaker). Habría que ver la metonimia ideológica en este
último producto. Sabemos que la década del 60 es época clave en el
convenio militar y comercial de los Estados Unidos de Norteamérica y su
imperialismo global, al que América Latina (excepto la revolucionaria, que
representa el Coronel) se habrá de entregar.
El
autor en su narrativa amplia también crea la imagen del continuo descargue de
la naturaleza (como cuerpo) mediante las constantes lluvias y la aparente
inundación de hongos. Se trata del “otro” abyecto que ha estado presente
también en las luchas intestinas de los hombres en lo social y que el Coronel
no logra ahora ocultarle a su mujer finalmente porque ya no queda otro objeto
de distracción posible de una naturaleza que fustiga y obliga al encierro
intestinal del ser y lo social.
Nada sobra para vender, excepto el gallo que
finalmente no se intercambia y se retiene como signo de aceptación del
entrampamiento, pese a la dignidad fálica que el mismo representa. Se trata del
signo-falo que los hombres como él y los del pueblo no se muestran dispuestos a
entregar, pues prefieren retener la “mierda” intestinal, el significante de lo
que se obtendrá después de todo y lo único restante, cual orgullo masculino de
no haber perdido en el juego revolucionario y de la masculinidad.
La
acepción del signo “mierda’ a finales de la obra es sumamente irónica en su
carga semántica de aceptación de la fantasmal muerte por-venir. La literatura
de Gabriel García Márquez en su magnanimidad es portadora de esta “carta
robada” (la aceptación de un fantasmal signo a pesar del fracaso de la
revolución). Se trata de la semiótica que le permite construir su discurso
literario incluso en Cien años de soledad
(1967) y que resulta de tanto agrado de un público que también parece esperar
la llegada de la carta, de la promesa, del Eros. Similarmente ocurre en esa
obra de 1967, cuando todos esperan en su soledad descifrar la “carta” de
Melquiades, que demarca el fin de todo, incluso de un ciclo de la literatura
misma.
La
función anal pude representar la noción de pérdida o de retención (fort-da) desde la formación de la
subjetividad y el control del cuerpo y lo abyecto en cuanto otredad despreciada
(ignorada) ya consciente o inconscientemente. Se expulsa o se retiene lo anal;
es un ejercicio que a la larga puede provocar goce y lo practican tanto el Coronel
como los funcionarios que dominan finalmente el Estado. El proceso, por su
parte, y como ya se ha indicado, se extiende al cuerpo social y la noción de lo
ideológicamente expulsable, lo que socialmente requiere ser rechazado por
indeseable de acuerdo a lo establecido por algún Poder (el Otro) y sus saberes
y fijaciones. O tal vez resulta en lo que debe conservarse por oposición
dialéctica y contrariedad al orden establecido o la Ley del Padre (el Otro). Se
trata entonces de una medida que el sujeto y la sociedad pueden emplear como
recurso de control y manipulación (de obsesión y neurosis) de sus deseos y necesidades
desde lo Simbólico (la sociedad y la
cultura) y el Imaginario (lo subjetivo en cuanto deseo). El proceso alcanzará
expresión mediante el lenguaje ya metafórico o metonímico que articulará la
pugna, el deseo del deseo del otro, o la obtención o negación a la larga del
hueco de la nada o la muerte.
Una
interpretación menos escatológica y nihilista sería la del temor de enfrentarse
al fracaso del proyecto personal y social. Como sabemos, el coronel es parte de
una revolución que se quiebra ante el empuje de una imperturbable modernidad
que ha avanzado por debajo, por encima y a través de la revolución misma.
Muchos en el pueblo se aprovecharon de manera oportunista de la revolución,
menos el Coronel, como bien le deja saber su mujer, con una perspectiva más
pragmática debido a su contacto con la cotidianeidad del sobrevivir. El goce de
los triunfadores y el goce del Coronel son de órdenes distintos, tanto como las
dos ideologías contrapuestas. Ejemplo de ello resulta el goce/sufrimiento de
Sabas en su enfermedad, en inyectarse constantemente la “sangre” de impostura
para poder sobrevivir. Distintas parecen ser las inyecciones que le proporcionan
al gallo para fortalecerlo y mantener el ideal vivo “al natural”. Todo en la
obra parece relacionarse con los procesos de aceptar o expulsar líquidos que
mantienen o aniquilan la existencia, como se podría interpretar también de las
constantes lluvias. Tal parece que se trata de una ley cosmogónica transferida
al campo de lo social (no obstante, el autor no se interesa tanto por estos
recursos tan metafóricos y arquetípicos de esa manera, como lo realiza Juan
Rulfo en Pedro Páramo, 1955).
En
esta obra de García Márquez, el coronel se enfrenta al significante que nunca
llega, la “carta robada”, el signo que le pertenece al Otro y no al sujeto o
individuo. Se trata de la ausencia de comunicación que concibe
preconscientemente el Coronel y que no habrá de llegar porque el signo
revolucionario nunca se cumplió como se revela en la corrupción presente en el
poblado, sobre todo mediante las prácticas de Sabas y del alcalde. No existe
emisor, ni texto ni receptor para el signo revolucionario; solo se conciben un
canal subrepticio y un código oculto en el puro imaginario porque la realidad
la maneja oportunistamente el Otro impostor con su goce de la medicina
artificial (de los que se han apoderado del capital a nombre de la revolución).
El
goce de la pulsión de vida (Eros) y muerte (Tanatos) en este tipo de sociedad
se revela dominado por los hombres y sus guerras que no son sólo físicas sino
sinuosamente psicológicas e intestinas en su invisibilidad. La mujer resulta
entonces en depositaria de la neurosis de las mismas como un eco de la
violencia originaria de lo andronormativo. Y esto, teniendo en cuenta que la
mujer en esta obra debe ser vista como la construcción semiósica de un escritor
talentoso, capaz de captar, pese su androcentrismo, la situación de la mujer
como representación de sujeto oprimido doblemente, por la sociedad contra-revolucionaria
y por su marido.
Así
ocurre con la mujer del anciano y su quijotesca espera. Al tener que atender
los asuntos más apremiantes del hogar la anciana parece entender la necesidad
de sobrevivir la extrema precariedad de sus vidas. La novela por su parte nos expone
a los lectores (cómplices), en casi todo momento narrativo, el punto de vista y
la perspectiva del Coronel. Tal es la mirada del
autor implícito o tal vez la del propio autor real, quien no creo mantenga distanciamiento
irónico ni de su Coronel, del narrador ni del hablante general (enunciante) del
discurso de la obra. El autor escribe la obra para que se privilegie la mirada
y el sentir del Coronel. Pero podemos inferir el pensar y deseo de la
subordinada y otreica mujer por aquello que define principalmente al Coronel.
Habría que explorar cuánto hay en este personaje (en el Coronel) como actante
privilegiado en la narración que define al autor (implícito) de la obra. Ya la
crítica ha señalado que estamos ante un autor machista.
No
obstante, en la literatura latinoamericana, Gabriel García Márquez nos muestra
en algo que ya la narrativa representa a la mujer de una manera distinta a como
lo realizaran los escritores de la primera mitad del siglo XX. La mirada del
escritor hacia la mujer suele ser más compleja y en esa representación se
trasluce el posible discurso de la misma (aunque el autor conscientemente no lo
prevea). Si bien la novela es severamente andronormativa, deja espacio
semántico al lector perspicaz para inferir la óptica feminista.
Como
sobreviviente a quien no se le cumple la promesa, el Coronel representa una
forma de la continuidad de la violencia de confrontación, contra la cual luchó,
pero de una manera distinta, más silente y subrepticia. Antes fue la revolución
en la cual se realizó una tregua y se quedó en el otorgamiento de una
gratificación monetaria o pensión (supuesto contenido de la “carta robada”). En
el presente representado en la obra, su hijo Agustín es asesinado por gestionar
información clandestina (“la carta robada”), hay un músico muerto, el primero
de causa natural en el pueblo; pero todo parece contribuir al clima de
violencia contenida y subrepticia y de muerte, no matter what!. La censura imperante, visible por el toque de
queda de las once de la noche, por las campanadas del padre de la iglesia,
prohibiendo también las películas liberales, por el letrero en la sastrería y
su “Prohibido hablar de política”; todo ello en demostración de la continua
opresión del Poder. Los ejemplos nada más nos muestran que silentemente inunda
el “estado de sitio” (como la constante lluvia), de un pueblo incluso retirado
de la civilización moderna, pero que recibe sus reminiscencias en el vaivén de
la lancha (la que trae la bárbara civilización y sus signos desde un afuera
“desconocido” en el pueblo).
El mundo de los negocios y las constituyentes
resultantes de la propia lucha de la sociedad revolucionaria latinoamericana y
del Coronel (en el marco ficticio de la novela que nos ocupa) están muy
relacionados con el fracaso de la gestión histórica y ficticia (algo que el protagonista
no parece aceptar y entender bien o el autor no desea demostrar con suficiente
ironía). La atmósfera silente de represión en que se vive es patente pese a los
cambios que se están efectuando en la sociedad fuera de ese mundo aislado en
que viven los habitantes del pueblo. Se trata de un anticipo del aislamiento y
la soledad como cronotopía de lo que luego se verá en Cien años de soledad.
Un ejemplo de los intereses degradados lo encontramos en
el abogado (“un negro monumental sin
nada más que los dos colmillos en la mandíbula superior’) , quien dirige el
asunto de la pensión del Coronel de manera sinuosa y siniestra. Después de 15
años sigue afirmando que el trámite ha estado en camino y que solo él lo
efectuaría apropiadamente, por ser conocedor del tema y de la documentación.
Pasarán los años y no cambiará su versión sobre qué ha estado sucediendo a
nivel burocrático y del trámite, para que se dé la llegada de la carta con la
pensión. Se trata del mundo corrupto, burocrático y degradado (y olvidadizo)
que ha quedado luego de la propia revolución en que lucharon los del Coronel, y
quien no tiene ahora quién lo recuerde y
le escriba o reconozca su genuina gestión revolucionaria. Le han robado la
carta, en el sentido lacaniano, la cual no regresará a su sitio, como en el
caso de la reina en el cuento de Allan Poe y que el psicoanalista emplea como
ejemplo de que el significante primordial posee su espacio, su sitio, su
tiempo.
La carta habrá de llegar a su destinatario, el olvido, que en la novela
se demarca por una inútil espera que solo la mujer del Coronel parece reconocer
en su plenitud de la significación del sufrimiento corporal y la memoria (Díaz
171-180).
También resulta corrupto el tráfico de intereses con
Sabas, un cacique allegado al alcalde, quien ha obtenido la mayoría de sus
posesiones tras el alcalde expulsar del pueblo a todos los opuestos a su ideología. Obtiene así las propiedades a muy
bajo precio y domina el poblado con sus
influencias y manipulaciones corruptas (que dan una idea de lo que ocurre tras
bastidores con la carta sin destino del coronel).
Cuando el protagonista
intenta venderle el gallo, Sabas simplemente le ofrece 400 pesos, cuando
anteriormente había afirmado que el valor del animal podía ascender a 900. Se
aprovecha del coronel, quien parece no tener otra salida que vender aquello que
más aprecia para complacer a su mujer y sobrevivir. Pero como buen idealista el
coronel parece anteponer los ideales a la sobrevivencia del cuerpo y la
atención a los aspectos materiales de la existencia. Pero nada parece sustituir
esa carta robada que nunca llega (incluyendo la muerte del hijo que funge como
significante-carta que la vida les ha hurtado). El hijo, como la carta, no
habrá de volver y todos reconocen esa base material de la existencia. No
obstante, los domina el idealismo (como a los lectores implícitos de la
novela), y esperan junto al Coronel el ideal, la carta, el triunfo final del
gallo como signos de imperativo falogocéntrico (ver Julia Kristeva) en el
imaginario de todos, en una sociedad con un surplus libidinal de masculinidad,
del juego de la violencia que parece atraer a todos mediante la seducción del
gallo.
La
administración del estado y la nueva corrupción son parte de la abyección del
cuerpo social (de la expulsión de lo no deseado).
Se trata de un sistema
social que crea signos de crisis y de síntomas que descargan el mal al cuerpo
(de la sociedad, en el fondo). La diabetes, la vejez, los hongos, los males
intestinales, los excrementos; todos estos signos pululan en la obra en su
estructura semántica y conforman una parte importante de la significación en la
obra (son también parte de los signos inconscientes de la misma). De ahí el
signo final que interpela a todos, incluidos los lectores. Es preferible la “mierda”
a entregar los valores; lo que nos podría parecer hoy un cliché revolucionario
de los años sesenta y setenta. No creo que en el mundo postmoderno el lector at large piense así.
El
autor crítica frontalmente el gobierno de la época así como su administración y
reconoce que todo resulta del mundo revolucionario de los que lucharon, como el
coronel.
No solo se trata de “la falta”, por la pensión prometida por esa
revolución, que nunca llega (el premio ganado mediante la lucha finalmente
negada y no obtenida), sino también por
la opresión a que son sometidos todos los ciudadanos por un gobierno con otro
tipo de violencia a la expresada anteriormente, y que provocara la revolución.
Pero vemos además tras los bastidores que la conspiración revolucionaria
continua. De aquí las esperanzas en mantener viva la hazaña e ideología del
coronel, que hasta los niños parecen entender en ese pueblo en que el autor ve
aún esperanzas liberadoras.
Como
represión y contención o salida de los impulsos liberadores se ven también obligados a obedecer al toque
de queda, a una muy restrictiva censura que parece contener el cuerpo que a la
larga termina expulsando su necesidad libertaria de otra manera. Y a las
limitaciones de libertad, de las cuales todo el mundo es
testigo, podemos sumar otras como la presencia permanente del ejército e
irrupción de éste (escena y suceso del casino), así como la necesidad de
mantener clandestinamente las noticias significativas debido a la gran desinformación
a la cual es sometida la población. Si las cartas revolucionarias siguen siendo
escondidas, pues por qué esperar la del Coronel (debe preguntarse el lector).
Prueba de ello es la cantidad de revistas y periódicos que recibe el doctor
y la poca información fiable que estos ofrecen sobre el País.
Todo parece llegar menos la carta, cuya
ausencia es precisamente la expresión de la nueva opresión (contención también
anal) del gobierno, no tan revolucionario y por el cual se había luchado. En
este contexto no se premia a gente como el Coronel, pero el discurso novelesco
no es dirigido por estos rumbos que ya serían más dados al cinismo. Tal es de
esperarse de un autor como García Marques, quien sigue creyendo a su manera en
la Revolución Latinoamericana.
La mujer del coronel, una anciana
asmática, reprimida de la de ilusión de vivir de una forma distinta, es llevada
de manera inconsciente a aceptar su lenta muerte, que ve como próxima (tal vez similar
al Coronel, pero, quien prefiere “comer mierda” antes de abdicar a todo un
pasado de lucha perdida). La anciana en principio defiende un básico bienestar
y el poder vivir lo poco que le queda dignamente. Pero el amor (u obediencia) a
su marido, así como el respeto hacia lo que el gallo representa (recuerdo de su
fallecido hijo, y que apunta a la revolución tronchada) no privan el que la
mujer insista en vender el animal como medida de salvación y sobrevivencia. La esposa
parece estar más dispuesta a expulsar, dejar salir los signos imaginarios
retenidos inconscientemente en esta cultura de acumulaciones intestinas de los
hombres.
Pero
ambos personajes en realidad son castrados y detenidos en el tiempo por el
recuerdo de la pérdida del hijo y obedecen a un mandato fantasmal (del hijo
fenecido a quien pertenecía el animal) y el deseo de ganar en “el juego” social
mediante la apuesta en el gallo (tal vez más para conquistar el pueblo con la
restitución de una personal dignidad extraviada en la gallera y en la
revolución). El hijo pierde una apuesta y el coronel parece haber perdido la
suya en el campo revolucionario después de todo. En este mundo se inmiscuye la
mujer, en un ámbito de hombres perdedores que prefieren comer “mierda” antes de
aceptar su derrota (como medida de mantener una válida dignidad). En la obra se
funden ambos significantes (derrota=defensa de la dignidad), que si bien
corresponden a campos semánticos y éticos distintos en la novela se ven como
sinónimos. Tal defensa es parte del pensamiento liberacionista latinoamericano,
incluso de hoy día, y por eso el discurso de la novela sigue teniendo sus adeptos.
Encontramos
en ocasiones en la anciana deseos y vitalidad, como en los días que dedica a
arreglarse el cabello, cuando intenta sentirse joven o bien arreglada y salir
de la casa a las actividades culturales del pueblo. Es mediante ella que vemos
la corrupción y equívoco de la iglesia. Desearía plantar rosas en el jardín,
pero es castrada por su marido, quien afirma que se las comerían los cerdos.
En
contraposición a este aspecto encontramos también la cantidad de veces en las
cuales su salud se muestra deprimida, por enfermedad, de envejecimiento y un
clima nada propicio (también cargado de agresiones abyectas, como su asma, los
hongos, las constantes lluvias y los problemas intestinales del coronel).
A
pesar de su deprimente estado de salud, muchas veces demuestra más vitalidad
que su marido, cuando lo anima (incluso lo obliga) a salir a buscar el
sustento, ya mediante la venta de artículos del hogar (lo que significa la
venta de lo más preciado en el pasado doméstico que es el ámbito del dominio de
la mujer en esta sociedad). El reloj toma
en este aspecto una singular carga denotativa pues son los propios seguidores
del idealismo del coronel quienes que equipan de nueva movilidad a la vieja
máquina. Se trata de dos tiempos: el del pasado del coronel y el del mundo
moderno, el cual queda un poco fuera de la obra y se nos presenta metonímicamente.
En realidad es como si los hombres insistieran junto al Coronel en perseguir un
pasado imposible de ignorar, a pesar de la entrada que ha tenido ya la impostora
Modernidad que domina a todos en el pueblo. (ver: monografias.com/trabajos11/coron/coron.shtm).
Ciertos
críticos afirman que en García Márquez los caracteres masculinos son
caprichosos, quiméricos, soñadores, pero después de todo, débiles y
descarriados. Los caracteres femeninos contrariamente son fuertes, sensatos y
representan un modelo de orden y de estabilidad. El autor diría alguna vez que
“mis mujeres son masculinas”. Habría que sopesar su criterio de la masculinidad
una vez más en el caso de la esposa de Sabas. No obstante, en esta fortaleza
son mujeres sometidas al orden androcéntrico que las oprime y doblega a la
obediencia “otreica”. La ironía con la cual las mujeres deben tratar a los
hombres es un tipo de apoderamiento del régimen fálico que se requiere para
sobrevivir como sujeto en este tipo de violenta sociedad que provocan los hombres
y sus obediencias a mandatos revolucionarios que a la larga también son “cartas
robadas” forjadas en el deseo del deseo del otro.
La
soledad en que se ve envuelto el coronel desde la relación con su esposa
adquiere matices ocultamente machistas y propios de valores invisibles e “incuestionables”
de la cultura falonormativa. Los esposos se aman, pero eso no disfraza su distanciamiento
(el del Coronel) y la contrariada obediencia de ella a los mandatos masculinos.
Esto es a pesar de que desde principios de la obra ya se prepara al lector para
simpatizar con un hombre que da el todo por su mujer al ofrecerle el único café
disponible. Pero a la larga vemos en esa misma obra que se trata de un mundo de
revoluciones y cambios organizados por los hombres y de los cuales las mujeres
no han participado excepto como obedientes seguidoras y bordadoras que (como en
el mito) deben tejer y destejer para esperar a los hombres. Significativa es la
escena en que ella crea una rotura en las medias a la medida del coronel para
tener que complacerlo en su compulsión a lo inútil, la espera de lo que no
llega. Solo la miseria, la muerte parece ser la carta (el hueco) que llega a
todos pese al comportamiento de ella como una Penélope.
No
obstante, el coronel se ve enfrentado con la realidad cruda día a día, y su
inútil espera (la “carta robada”) es reconocida y tolerada por su mujer. Si bien ella
reconoce que no vendrá la carta, como muchos en el pueblo, sin embargo parece solidarizarse con el amado coronel. Escuetas expresiones como: “…Y tú te estás
muriendo de hambre —dijo la mujer—. Para que te convenzas que la dignidad no se
come” (p. 26), la ausencia de alimento y el descargue escatológico
(excremental) del mismo son significativos y se relaciona también con lo
ideológico: “Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron
después de cada elección y de todo eso nos queda un hijo —prosiguió ella—. Nada
más que un hijo muerto” (p. 26). Se trata de la escatología última y de
expresiones que representan la gran carga que supone el seguir existiendo de
falsos anhelos, como parecen tener los que siguen al coronel y a su machismo
quijotesco que la crítica ha celebrado tanto. De aquí que la obra reclame un lector igualmente resiliente ante los embates de la existencia. El patriarca rebelde demanda que se sostenga el ideal revolucionario (tendría a Fidel Castro como mayor actancia dialógica).
“Estoy
dispuesta a acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa”, dijo
la mujer en una ocasión. “Su voz empezó a oscurecerse de cólera. ‘Estoy hasta
la coronilla de resignación y dignidad’.” (p. 26). Incluso la crítica se torna
machista cuando Joaquín Marco indica que “el idealismo quijotesco del Coronel
debe convencer al materialismo de su esposa”. Pero no creo que se trata de
materialismo sino de sobrevivencia fundamental, como la que exige la esposa.
Tal parece que no hay reconciliación de los opuestos, pues tampoco se trata, de
rechazar de plano la importancia de la defensa de la dignidad que sostiene el Coronel.
Pero tal parece que en este aspecto no hay ironía ni negociaciones intermedias
o distintas por parte del autor (y sus lectores que parecen inclinarse a la
leyenda revolucionaria latinoamericana que representa el protagonista-héroe y
que el autor ha planificado muy bien en la recepción del texto).
En
el gallo y en la angustiante espera de la carta radica el optimismo del Coronel
(irónico optimismo pues en la estructura profunda de la obra sabemos que el
personaje reconoce que la carta no habrá de llegar nunca). La carta, el gallo y
el hijo muerto se convierten en campos semánticos de esperanza: “Quince años de
espera habían agudizado su intuición. El gallo había agudizado su intuición”. A
partir de estos tres significantes se constituyen las perspectivas del
protagonista y de la novela. En gran medida, su esposa y compañera, ha quedado fuera de los primeros dos, menos del hijo muerto, quien fallece de manera
misteriosa pero relacionada con toda la intriga ideológica de la obra.
Termina
diciendo su mujer: “toda una vida comiendo tierra para que ahora resulte que
merezco menos consideración que un gallo”. El animal es ya no sólo un actante
sino símbolo de la resistencia en forma pasiva del coronel y de las abyecciones
de ella, de su forma sutil de protestar frente a lo que sabe que son más que
signos de sus vidas, sino símbolos del todo de la vida en general. Así la obra
trasluce una significación del ethos
y la manera de ser del Latinoamericano.
La
libertad, la autonomía esperada por él y por todo el pueblo se convierten a la
larga y dentro de esta perspectiva en signos en desusos e inútiles. Detrás de
todo se encuentra el hambre por el que pasan y en el que se inscribe el gallo,
precarias condiciones a las que también se adscriben muchos en el pueblo, que
esperan (como el coronel, la carta) la victoria del animal en un encuentro de
peleas y luchas, de juegos de los hombres (que el autor no parece advertir muy
bien en cuanto simbologías delatadoras de falacias heteronormativas).
Mucho
cambiaría, de ganar el gallo, parecen creer los hombres, menos la mujer (y los
lectores). El Coronel, agobiado por su situación de hambre parece finalmente
decidido a vender el gallo. Pero al traerlo de su entrenamiento en las
galleras, el pueblo lo aplaude, hasta la nuevas generaciones de niños. Se trata
a la larga, de un performance, como
el del circo del pueblo. Detrás de todo parece estar la carnavalización de la
cultura que después de todo se ésta obligada a asumir como medida también de
sobrevivencia y resilencia.
La
soledad y espera del coronel se atiene a una solidaridad popular, lo cual es
señal de un lector implícito que puede leer desde el campo de expectativas del coronel
y del autor García Márquez. Para algunos críticos (y para el lector implícito), la victoria del gallo representaría
el triunfo del pueblo en conjunto, figurativamente hablando. Aún cuando esa lucha
sea todavía una espera más, el pueblo parece estar preparándose para algo distinto, que los
rescataría de su encapsulamiento y aislamiento. En ello, sin embargo, no se
cuenta con la perspectiva de la sufrida y abyecta mujer, esposa del coronel (la
mujer no puede aún hablar en estas novelas de García Márquez, ni en el mundo
del lector que se tiene en mente, el pequeño burgués de la modernidad del boom en su imaginaria masculinidad revolucionaria.
(Enma Huamán.Velazcohttp://departamentodeliteratura.blogspot.com/p/el-coronel-no-tiene-quien-le-escriba-la.htm).
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