La mirada en el fondo del espejo y la crisis del ser nacional en la literatura puertorriqueña.
A Ilsa Echegaray y Walter Quinteros
Abordemos primeramente la literatura puertorriqueña que surge ya para mediados del siglo XIX y que se relaciona con los inicios de la cultura letrada y su construcción de nuestra identidad nacional. Si nos ubicamos dentro de la justa mirada del artista letrado puertorriqueño identificamos inicialmente el Logos espejístico (el verse como ser nacional) y la recurrente insistencia en representar el avance (o resistencia) ante la modernidad y la razón de ser en la historia, más allá (o dentro) de la supresión y agresión coloniales. Por Logos entiéndase la metáfora del ser nacional y su ideal de adelanto y progreso en la familia patria. De este Logos se desprende, ante todo, la captación del cada vez más intenso deseo de liberación nacional que permitiría alcanzar la anhelada felicidad familiar que quedaría testimoniada por el escritor mismo como actante filial del existir ante el mandato patriarcal del hispanismo. Se trata de la exposición del escenario de "la gran familia puertorriqueña" (y su festividad del existir) según la encontramos expresada desde El Gíbaro (1849) de Manuel Alonso, ya para mediados del siglo XIX. Nos brinda este inicial episodio el cuadro de la fantasía esencial que vislumbra la esperada faena familiar dentro de la nación (la patria) cada vez más moderna, tal y como, insistimos, la concibe inicialmente, en su mirada, el imaginario de la cultura letrada y criolla desde el siglo XIX. Será el escenario que se habrá de mostrar en sus variadas formas, en gran parte de las obras a partir de mediados del siglo XIX.
Y se abre y despliega el acontecer literario de esta manera, hasta que el familiar escenario se ve dramáticamente alterado por la invasión norteamericana de 1898. Para el sujeto (actante letrado) nacional y su imaginario, antes que nada, la patria proviene de la matria milenaria y responde a la gestión asidua dentro del imperioso orden patriarcal; primero en la legendaria hacienda criolla, y luego en la moderna ciudad colonial en conflicto con esos iniciales y fundacionales deseos de felicidad. Y para el cumplimiento de este proceso se tendría que dar el ideal del yo filial en dominio de la cultura y el nacional devenir histórico (el Yo en control de sí y en obediencia del super-ego del padre-Otro de la gran hacienda). Desde el siglo XIX la escritura del letrado nacional acoge el responder a esta demanda y deseo primordiales del canto de anhelo de liberación patria. Pero el feliz escenario exhibe espacios ocultos y conflictivos que requieren ser (por el crítico) visitados y expuestos para reconocer el "otro" diferenciado y el malestar en la cultura subalterna del colonizado mientras canta a la patria y protesta ante la agresión del coloniaje español. Tengamos en mente que desde El Gíbaro (1849) de Manuel Alonso, La peregrinación de Bayoán (1963) de Eugenio María de Hostos, La cuarterona (1867) de Alejandro Tapia y Rivera y La charca (1896) de Manuel Zeno Gandía, el artista letrado puertorriqueño se esmere en articular el ideal del narcisismo nacional que responde a la construcción (metaforización) de un Yo frente a la cultura colonial (parte del Orden Simbólico) en su opresivo entorno (el que ulteriormente provoca la pulsión de muerte que impide la felicidad reclamada desde cántico inicial de El Gíbaro). Se trata, primeramente, del conflicto que encara el sujeto (protagonista) de la obra literaria que esté en cuestión, y de cómo el imaginario escenario resulta en depósito del debate del autor (implícito) en su manera de entender (construir) la cultura y de comunicar consigo mismo. (Véase mi libro La narración de la literatura puertorriqueña, Ediciones Huracán: San Juan, 2008).
Hasta fines del siglo XX mismo, los críticos e historiadores han alabado el desarrollo de la literatura nuestra como feliz acontecimiento desprovisto de ambigüedades y conflictos con su discurso mismo (Cabrera, Rivera de Álvarez) . La patria en ese sentido es la narración que construye el letrado colonial, como si fuera cristalina representación metafórica de la realidad cultural, y que el crítico recibe y recuenta como parte del amplio discurso cultural (al que él mismo o ella, puede pertenecer). La faena de crear patria resulta después de todo en una manera de narrar (metaforizar) el devenir del sujeto en el tiempo y el espacio y no carece de su narcisismo y sus alteridades otreicas y traumáticas. Así por lo menos lo reconocemos desde el discurso que se revela a lo largo de la historia (Ricoeur) desde el siglo XIX hasta inicios del siglo XXI. La crítica que realicemos de ese proceso cronotópico inmiscuye igualmente al crítico de la literatura, quien mediante su manera de reconocer el sujeto en la historia se convierte en parte del proceso, aportando su propia ideología. El crítico también narra a partir de la representación que le proporciona la obra literaria y los instrumentos críticos y teóricos de que dispone en un momento dado. (Lo anteriormente señalado recae sobre el discurso de nuestros propio argumento).
Desde sus inicios se presenta en la obra literaria la fantasía del escenario familiar, que adquiere amplio sentido ya para el Romanticismo del siglo XIX, y que se verá perturbada por la irrupción del otro invasor (algún actante oponente, un signo otreico) que, a partir de la invasión del ’98,[1] intercepta y distrae la mirada del temprano narcisismo familiar que ha reconocido el letrado nacional. Será un evento representado que problematiza y altera el imaginario dentro del cual el escritor nacional esperaría y reclamaría contemplarse con placer y goce. Así se desprende de manera compleja en el cuadro "El Velorio" (1893) de Francisco Oller. La cena familiar se convierte tanto en placer como en goce de muerte, que celebra y a la vez lamenta el cuadro de la existencia colonial (ver el libro de Rubén Ríos Ávila, La raza cómica, San Juan: Ediciones Callejón, 2002). El nacer y el morir (el río y la charca; lo acuático y el silencio) se demarcan en una unidad significativa que señala la agonía nacional como la conciencia amplia del ser existencial). Lo nacional y lo universal en realidad han solido ser debates regentes de la literatura puertorriqueña. Con este tipo de escenario del imaginario, el simbólico (vida/muerte) de la conciencia nacional puertorriqueña se enfrenta a la captación del tópico de la invasión del 98. Habría que tener en cuenta La charca de Zeno Gandía, como obra que demarca una cultura criolla, plenamente formada y novelable, una narración de felicidad y tragedia en que el protagonista (Juan del Salto) se ve impotente de intervenir en los males nacionales. Se trata del desamparo de la familia nacional que el letrado hijo nacional logra reconocer, pero sin poder actuar. El reconocimiento del evento invasor del 98, dramatizará aún más el imaginario na(rra)cional y le proveerá un mayor y dinámico sentido identitario. Y en lo sucesivo se romperá el espejo (cuadro) nacional de la faena que traerá la felicidad familiar y cultural.
Luego, desde el primer tercio del siglo XX, el escritor puertorriqueño, como sabemos, adopta incuestionablemente la metáfora pedreriana del "tránsito y el trauma" que provoca la invasión del ‘98 (proclamada mayormente en Insularismo). Advertimos así cómo el sujeto, en cuanto letrado narracional[2] —distraído y fascinado en el reconocimiento primario de la anhelada familia del hacendado señorial—, es sorprendido por la súbita aparición del otro invasor que no sólo pretende desplazar y amenazar el familiar y clásico imaginario y su deseo (proveniente de su imaginario forjado desde el siglo XIX), sino que impone un traumático orden foráneo con el nombre de otro padre impostor (el del invasor). Queda así el artista letrado comprometido con la defensa de un proyecto pasado sin culminar (el que le proviene de su ego decimonono; Alonso, Hostos, Tapia, Zeno Gandía), y con la encomienda de enfrentarse a una modernidad cuyo avance y noción de futuro mantiene el trauma de la mirada hacia atrás (el patricio siglo XIX y su anhelada patria). El trauma adquiere una dimensión de Falta, de "incompletud" del deseo primigenio que antes de la historia se encuentra en la psiquis del sujeto. (Sigo las nociones lacanianas del Imaginario, el Simbólico, el Orden Real, donde mayormente se encuentra la Falta, el reconocimiento de una ausencia que traumatiza hasta llegar a niveles del encuentro de la Muerte en su sentido primigenio de pulsión, tanto personal como colectiva). Detrás de toda narrativa hay una noción de muerte, de Tanatos y Escatología. El lector y los críticos tradicionales han estado más interesados en el placer y celebración de la patria. Se ha considerado que el arte debe celebrar la existencia pese a tener que lamentar su entrada en la conciencia de destrucción y muerte. El fijar la atención en la alteridad que esto trae a la narración cultural aportaría mayor densidad y amplitud de lo que ha sido el desempeño del letrado en la faena nacional de la forjación de la patria.
Mediante ese drama síquico se le presenta al letrado la invasión norteamericana de 1898, luego de las arduas luchas patrias (en las últimas cuatro décadas del siglo XIX) en la organización e instalación de la gran familia nacional. No hay nada más que leer a Pedreira, Laguerre, Manrique Cabrera, Francisco Matos Paoli o René Marqués para reconocer el síntoma de repudio al desvarío espacial y sicológico provocado por ese otro invasor que, con su irrupción en el escenario primordial (de 1898), desordena de la “natural” y exigida na(rra)ción de la gran familia puertorriqueña.[3] Se concibe de la invasión el que la imaginaria y "feliz" historia (narrativa del pasado) haya sido desviada y extraviada; encontrarla y re-encausarla en su narracionalidad implicaría el gran móvil del inaugural deseo familiar. Así ha sido a lo largo de casi todo el siglo XX, hasta que en la década del 1990 se comienza a reflexionar y deconstruir esa inicial y nacional narrativa y sus demandas ideológicas, tan dominantes durante casi todo el imaginario-simbólico nacionalista del siglo XX. El discurso literario se encuentra comprometido con esta voz de mandato socio-cultural que proviene (en el campo ideológico) desde Betances y que luego se recrece con Albizu Campos en la década del treinta. Pero surge un ajuste a ese entorno socio-cultural que se ha estado transformando —en su negativa ante el mandato del hacendado patriarcal— acelerada y significativamente desde los años ochenta del siglo XX. En esta ocasión, desde los años setenta y ochenta el discurso literario y su hablante habrán de ingresar (con plena conciencia) en el mundo post-colonial de la razón instrumental del capitalismo globalizado y la cibercultura que post-colonializa y desterritorializa al sujeto de una manera distinta y abrupta. Ha desaparecido ya el idílico mundo campesino (de Llórens Torres, por ejemplo) y la gran ciudad y su casa ya en ruinas (René Marqués). El imaginario nacional que ha guiado a la cultura desde Manuel Alonso, Hostos y Betances, se enfrenta ahora —en el mundo contemporáneo— a su mayor desvanecimiento y va emergiendo la cultura postcolonial y deconstruccionista de fines del siglo XX y principios del XXI, como veremos. Esta crítica que aquí
Tomando el escenario freudiano que propone el regreso (y a la vez distanciamiento) del objeto fort-da del deseo primordial,[4] bien podríamos decir que lo recuperado en el proceso antes señalado es precisamente la impostura menos esperada, la entrada de un Orden Simbólico foráneo (postcolonial) que viene a competir con la clásica metáfora patriarcal de la cultura ya adquirida durante el siglo XIX. En el drama del colonizado, el juguete u objeto del deseo retorna al infante nacional sin aquel originario y apreciado “pequeño objeto a”[5] con que inicialmente partiera (sin la presencia de la originaria madre-patria). Es decir, la espera de la patria, para el letrado se convierte, luego de la invasión, en la frustración de ver que quien llega es un extraño e inesperado otro-(padre), el colonizador como un Otro impostor que se apodera del ámbito simbólico de la cultura. Un "padre" impostor que desplaza al padre nacional y su narcisismo patrimonial e imaginario. Tómese este evento psíquico en cuenta, y bien podemos decir que, en el escenario literario puertorriqueño, no será hasta la aparición de La pasión según Antígona Pérez (en 1967) que el escritor se percate plenamente de la dificultad de desplazar o superar a ese otro impostor e invasor que ha impuesto un foráneo orden simbólico en la cultura.[6] Antígona es la heroína trágica que con su oferta de la vida se enfrenta al padre impostor, al defender los a hermanos; pero mediante el sacrificio que lleva a la muerte. Antígona como metáfora, tiene sentido en un mundo del pasado que ha perdido ante el poderío de una fortaleza militar y moderna que no cuenta con el eros de la tradicional familia nacional.
También en una obra como La carreta (1950) de René Marqués el sujeto, al verse asediado por nuevos mandatos coloniales, contempla la desaparición de la familia nacional, muere y deja desamparada a la mujer nacional o patria de la familia nacional del siglo XX. Pero no será el padre primigenio quien se enfrente al otro impostor, a aquél que lo ha vencido y ha usurpado su espacio (la lenta carreta es el vehículo territorial y matriarcal heredado). Sabemos que luego de la defensa suicida que asume el (des)obediente hijo, en el momento final, será la mujer quien se convierta en defensora del antiguo e imaginario territorio del fenecido patriarca nacional y patrio. De la sociedad del suelo campesino se pasa a la ciudad y finalmente a la telefonía celular y la pantalla globalizada de una cultura des-partriada (sin territorio). Un poco antes del drama de Sánchez, en Los soles truncos (1963) de René Marqués, por ejemplo, la mujer se ha convertido en la frenética defensora del mandato narracional, pero sólo para alcanzar el estandarte de la dignidad más allá de la existencia, en la muerte. Y tras el sacrificio de la muerte de Antígona surge la nostálgica Lydia de Felices días, tío Sergio (1986). Se rechaza así el espacio y el orden del otro invasor y se rescata el imaginario esencialista desconectado del contexto social acaparado por el otro impostor. El deseo de muerte (autoaniquilación, suicidio real y simbólico) se convierte en un significante primordial ante lo que se reconoce como el fracaso del patriarca nacional en su voluntad protagónica y de dominio. Antígona también muere en defensa de ese orden, pero el hablante de la obra es consciente de que un más poderoso registro cultural, menos nacional, menos ético y digno, se ha impuesto finalmente para reemplazar al padre originario y su mundo, su territorio y su eros. Pero ni aún la socrática Antígona se percata de que la (ya derrotada) ley del padre primordial, en un tiempo anterior (vinculado con la tierra que ella defiende), también tiene que haberse impuesto mediante algún tipo de violencia e impostura.[7] En esta obra tan importante en el desarrollo del imaginario del letrado nacional, aún se cree en un tiempo original en el pasado, sin consciencia de que éste es tan impuesto como el tiempo presente que gestiona el impostor.[8] Así comienza a verlo el escritor poscolonial de los años 80 y 90, no tan dado al antiguo patriarcado y suspicaz ante el mandato de la voz de un otro de la postcultura de la ciber ciudad (C. Pabón, y A. Torrecillas).
En la historia posterior a la invasión del ‘98, el ansia de alcanzar y poseer el objeto del deseo primordial se ve interceptado por el otro impostor que impone una nueva distracción y que, al así hacerlo, retrasa (modifica) la ruptura que se tendría que afectuar con el padre primordial (el complejo de Edipo). Emerge un inesperado actante en el desarrollo del drama nacional que al no ser internalizado dentro del drama imaginario e ideal, entorpece la adaptación al Orden Simbólico de la cultura (que no es sólo la impuesta por el invasor, sino la propia). Ni la metonimia matriarcal ni la metáfora patriarcal son posibles en su plenitud debido a la “interrupción” de un segundo y amenazante Otro que intercepta en la construcción de la semiosfera cultural que habrá de dominar y agencia el "territorio" (real y simbólico). He aquí el trauma del colonizado, quien a la larga habrá de reconocer que no se trata sólamente de un actante invasor sino de todo un orden cultural que, en la pugna, termina infiltrándose de una manera distinta. Es el devenir ya creado—el proceso temporal (el verdadero Otro, el Orden Real—, el que a la larga termina interviniendo y transmutando los procesos. En la actualidad al escritor se le hace difícil obedecer el llamado del padre nacional, así como los llamados de las voces y pantallas de la ciber ciudad postcolonial. Se trata de la voz del padre nacional y la del mandato de un Orden Simbólico con otras demandas. No ceder a la nueva semiosfera cultural de ese otro resulta en la desintegración del Imaginario nacional.
En el psicoanálisis se discute cómo el sujeto infantil en su captación del poderío y mandato del padre, habrá de asimilar el complejo de Edipo como medida necesaria para acoplarse a la cultura y su Orden Simbólico (es el centro orientador de su personalidad). Pero en el escenario cultural puertorriqueño la participación definitiva del padre primordial de la cultura la capta el sujeto nacional desde la impostura de un perpetrador que lanzará, cada vez más, a ese patriarca patrio fuera de su casa solariega, al espacio fantasmático, expulsado a la marginalidad y cada vez más a la invisibilidad. La literatura puertorriqueña mostrará la ardua lucha del escritor, en cuanto sujeto nacional, por restituirle al padre originario su papel de dominio en la historia, devolverle la casa del imaginario familiar y preservarle la biblioteca (el saber) de la memoria na(rra)cional. El patriarca fantasmático (el que se reconocía en el comando de la hacienda, en el siglo XIX) le reclama al escritor nacional —como el padre virtual le exige a Hamlet), la restitución de un antiguo orden y honor.[9] Tiempo muerto de Manuel Méndez Ballester (1940) es quizás la primera obra en que se muestra el sacrificio final del frustrado y relegado padre, incluso incapaz de sustentar aliento ante el anhelado destino familiar.[10] A finales de este drama advertimos cómo el padre, quien inicialmente es sorprendido por las imposiciones del otro invasor, se ve obligado, después de la “traición”, a salir en defensa de la familia nacional, pero sólo para quedar más humillado y acribillado por el impostor. Ya a inicios de la obra, hemos presenciado la inevitable muerte del niño y la caída del proyecto vivencial (de sobre vivencia) de la familia nacional campesina, como significante que anuncia la tragedia nacional. La mujer, como la literatura, queda como testigo y defensora de la afrenta nacional, una vez que el patriarca no logra cumplir con su papel de liberador narracional (la independencia de herencia decimonona (que legaran Hostos y Betances y que queda como cántico del coro nacional cada vez menos audible ante los "ruidos" del Otro).
En el desarrollo literario nuestro, el rechazo del mandato que impone el fantasmal patriarca (en la defensa nacional) cobrará mayor pertinencia hacia los años 70 con las refutaciones al canon literario na(rra)cional. La invasión del ‘98 había significado para el letrado el encuentro, en su escenario primordial, de un objeto de llegada que crea distracción en el cumplimiento del mandato narracional. Desde esa invasión, nuestro letrado emula en gran medida al Hamlet distraído en la defensa obsesiva del nombre del fenecido padre. (En el proceso de la defensa, Hamlet (de Shakespeare) sucumbe a su propia histeria y locura). No será hasta la década del 70 que los artistas y letrados se comienzan a percatar del acaparamiento y perturbación del obsesivo mandato patriarcal ante la producción cultural. Es cuando surge un impulso de ruptura con el canon del patriarca de tradición patria decimonona.[11] Los escritores de los años 70 se mostrarán más dispuestos a prestar atención a un contexto social que ha transformado radicalmente lo que pudiera considerarse como la patria. En lenguaje literario comienza a escuchar los lenguajes de otras voces no necesariamente tan dadas a responder a los mandatos patriarcales (Juan Gelpí los llama “paternalistas”). El contraste entre las metáforas de Julia de Burgos (de los años treinta) y las de Ángela María Dávila (en Animal fiero y tierno, 1968?) nos permiten reconocer de manera evidente estos cambios del lenguaje poético nacional y la actitud (la respuesta) ante el patriarca narracional.
La lucha y el rechazo al otro invasor, no obstante, desvía la necesaria rivalidad con el padre inicial (el de estirpe española), retiene y suspende el desafío a la metáfora paterna, así como también el requerido abandono del imaginario materno. El siglo XIX ofreció los fundamentos del escenario familiar que ya en la novela La charca (1896), lo que se ve entorpecido por las rémoras y enfermedades de la cultura misma. Si vislumbramos (imaginariamente) el regreso del hijo de Juan del Salto a la Isla, lo veríamos sorprendido por la invasión norteamericana del ‘98. En ese sentido, el hablante pedreriano de Insularismo es el hijo del patriarca nacional, heredero del sentir decimonono que se obtiene de La charca. Al regresar a la Isla ese hijo se topa con el escenario hacendado invadido por la centrales azucareras norteamericanas y la imposición de una nueva y moderna civilización material que contrasta y desplaza el antiguo orden cultural del padre señorial de fundamentos ideales (patria-r-cales). Se encuentra el colonizado de ahí en adelante, en el intersticio de dos reflejos, dos metáforas, dos significantes de dominio: el de la tradicional cultura hispánica y el de la civilización del invasor que construye el mundo material del porvenir. Antes de romper los vínculos con la poderosa y castrante madre que lo nutre desde el imaginario del pasado, el letrado expondrá a los dos rivales simbólicos desafiándose frenéticamente en su masculinidad. Quizás la confrontación más emblemática es la realizada entre el Josco y el toro blanco en el cuento de Abelardo Díaz Alfaro.[12] El escritor (y su lector ideal), los hijos desamparados del patriarca, tendrán que observar impotentes cómo después de todo, triunfa, pese a la fortaleza mítica del toro nacional, el otro impostor que se apodera de la finca. Y se trata precisamente de la finca que, en el cuento de Edwin Figueroa, abandona Lolo Manco para irse a la ciudad, pero sólo para regresar al campo, humillado, sin su virilidad.[13] Para esa cultura criolla, la incapacidad de obtener el objeto del deseo lleva a la impotencia, al síntoma, y a la aniquilación del cuerpo y del ser. La condición subalterna del otro nacional se encuentra con situaciones que despiertan su "pulsión de muerte", a niveles de la aniquilación y el suicidio. El estado de "pulsión de vida" del Eros nacional queda, sin embargo, dramáticamente expresado en la metáfora del río en "Río Grande de Loísa" (1938?) de Julia de Burgos. En este p[oema la cultura se encuentra en su pulso más álgido de encuentro y defensa de la cronotopía de mayor sentido nacional: el agua (contrario a "la charca") como significante del cuerpo materno en estado de lanzar la criatura al mundo. Julia de Burgos abre espacio para articular un matriarcado que redirá cuentas de la sed simbólica de la cultura puertorriqueña de la modernidad a partir de la Generación del 30. Luego la habrá de continuar Ángela Maria Dávila mediante su obra Animal fiero y tierno, (de la Generación de Guajana en los años 60) poema en el cual el matriarcado se torna más complejamente dialéctico, sin dejar de ser poéticamente hermoso (como en Julia de Burgos). Esto nos indica que la concepción cronotópica de lo nacional puede ser muy distinta a la del patriarcado (canon que atendemos aquí especialmente, siguiendo una tradición que no deja de ser andronormativa).
En nuestra cultura moderna, Pedreira es uno de los ensayistas de estas sorpresas del fort-da, (el "allá" y el "acá") del discurso que muestra la dilación del necesario encuentro con la rivalidad hacia el padre. Presenciamos el drama pendular en Insularismo, en momentos en que el hablante llega en su navío, se instala en la hacienda y contempla allá afuera las amenazantes y sucias centrales azucareras del otro invasor y ve con gran ironía la construcción de la moderna ciudad y sus incultos sujetos. Luego se traslada adentro, a la pequeña pero espléndida biblioteca hispanófila que ha dejado el padre venerador del discurso de la matria (que retrotrae a Betances y a Hostos). Por ello que se haga necesario la construcción de una universidad de base hispánica para el control (vigilancia) de la moderna ciudad y su nuevo sujeto. En el vaivén y fort da que proporciona, por una parte, el imaginario forjado en el pasado y, por otra, el amenazador simbólico del mundo material del presente (con su proyección futura) fluctuará en la concienciadel letrado puertorriqueño hasta los años 70. Si bien este escritor ya de los 70 ve con ironía la patria que propusiera Pedreriana, tendrá que prestarse a crear una nueva metáfora de inspiración nacional (que en ocasiones se relaciona con el socialismo, el trabajador, la fábrica). En ese sentido los escritores de los años (70), lo Ventaneros y de Zonas de carga y Descargas abandonarán el elitismo del gabinete pedreriano y se lanzaran a la calle a vocear la independencia socialista del pueblo trabajador.
Pero en Insularismo el invasor e impostor no es precisamente un rival sino un necesario aliado que subsanaría con su robusta civilización el endeble cuerpo nacional que dejara la sociedad decimonona. El antiguo y clásico padre hispánico ha aportado el lenguaje y la cultura y ha prometido la felicidad en el seno maternal (el alma materuniversitaria). No obstante, desde La charca misma obtenemos una crisis en cuento a la relación con el orden matriarcal). Notamos, en esa novela de Zeno Gandía, la ausencia de la madre y la imposibilidad de salvar a Silvina como símbolo del Eros de continuidad y estabilidad familiar y nacional. Debido a eso quizás resulta idealista y regresiva, en este aspecto, una posterior novela como La llamarada (1934) de Enrique Laguerre. En la misma el protagonista-héroe se refugia finalmente en la montaña cafetalera, con la esperanza de crear una saludable familia nacional. De esa esperanza de sanear el cuerpo y cultivar felizmente la tierra se nutrió la cultura criolla de los años 30 a los 50, hasta que más adelante esa imaginaria familia, en La carreta de René Marqués, se ve obligada a abandonar la estéril montaña y emigrar hacia la ciudad capitalina y luego hacia Nueva York.[14] Mientras la literatura de esa época (la de la Generación del 30) se distrae en la imaginaria defensa de la familia nacional, en el contexto socio-económico isleño se erigen unas estructuras de acción adversa a ese ideal. Emerge una sociedad civil seducida por el espejo de una modernidad material en la ciudad, la misma que el letrado con su literatura se niega a aceptar. Se erige la gran ciudad moderna del invasor con sus fábricas, oficinas y bancos (y con sus cárceles para los disidentes políticos como Albizu Campos y Matos Paoli). Se trata del triunfo del otro impostor (la modernidad civilizadora y materialista norteamericana) que Pedreira tanto rechazara. Para algunos escritores, quien primero cede a esa seducción (en algunas obras, como Un niño azul para esa sombra) es la mujer-madre (significante del machismo del fort-da patriarcal) que concibe el hombre en su manera de representar. Es de esperar que en el último relato que habremos de analizar, de Dinorah Cortés, sea una madre quien acoja a un niño que se lanza a un charco negro, huyendo de la mediática madre. En la literatura de mediados del siglo encontramos en gran despliegue de misoginia, que luego se ve reconstruida por las feministas a partir de los años 70 y especialmente en la literatura posterior que lleva a la producción literaria más actual del siglo XXI.
El abandono del campo y del antiguo imaginario materno y el ingreso en la perturbadora ciudad lo encontramos en “El fondo del caño hay un negrito” (1950). En el relato se realiza una reflexión espejística poco usual en la literatura puertorriqueña. El infante a que se nos refiere, no alcanza ni mínimamente la etapa de rivalidad con el padre. Pero éste, por su parte, tiene que subyugarse al capital del otro invasor, el que finalmente lleva en el fondo del bolsillo, cuando su niño ya se ha lanzado al caño. Se nos deja ver una vez más cómo desde su etapa fundacional la literatura nuestra ha sido escudo de la lucha del padre primordial en su gestión familiar amenazada por el otro impostor y su capital. Sin embargo, ese padre no logra detener la fuerza del capital y la reificación a que el mismo somete. Los autos y camiones en la carretera son señales de la amenaza del otro invasor que esta vez trae una nueva modernidad de sonido monetario en contraste con el plácido nombre musical del protagonista, Melodía. En ese sentido, el relato es parte del sentir paranoico obtenido desde el Otro citadino, el cual reconocemos similarmente en el drama Los soles truncos de Marqués. En ambas obras, los protagonistas (el niño y las tres mujeres) se refugian en un imaginario como medida de rechazo al Orden Simbólico de la cultura invasora que desde el afuera amenaza con el ruido de la modernidad capitalista (a la vez que reclama la defensa de un antiguo orden; en Los soles truncos, señorial, en “El fondo...”, racial y clásicamente melodioso, pese a su plebeyez). El fort-da de la cultura lo ofrece esta vez la invasión y colonización del capital (la moneda y el ruido). Se trata del "aquí-allá" del deseo y del rechazo. Las metáforas de "la charca" y "la llamarada" se convierten en esta ocasión en refugios resemantizados y redefinidos. En los cuatro relatos se nos ofrecen indicios de un sujeto (protagonista) enfermo. El agua y el fuego persisten como cronotopías, en los cuatro relatos.
Y desde otro reflejo, quien provoca la ruptura y distanciamiento con la mujer madre (el ideal, la patria) es precisamente ese otro usurpador e intruso. El sicoanálisis señala cómo el padre y la madre primordiales constituyen el escenario de la fantasía que motivan el goce y malestar primigenios. El proceso de amor y rivalidad provoca en el sujeto letrado o bien la castración y el suicidio ante la incapacidad de cumplir con el mandato del padre primordial, o ya la agresión hacia la mujer-madre en cuanto ésta perturba o no obedece el antes mencionado ordenamiento. Tras ese evento, la familia se vería imposibilitada de mantener su escenario espejístico primordial que auguraba la posible felicidad. Se mencionaron ya obras como Tiempo muerto (1940), La carreta (1951), Los soles truncos (1958) y La pasión según Antígona Pérez (1968). Son dramas en los cuales el ordenamiento patriarcal de crear la familia narracional se ve interceptado por la presencia del otro invasor. En La pasión según Antígona Pérez, sobre todo, triunfa el fraticidio (de Creón), y la entrega al mundo mediático del otro obstructor resulta inminente (el ámbito de la propaganda mediática que acompaña a Creón). Ante el asesinato y desaparición del padre (y el triunfo de la impostura de Creón), la pulsión de muerte adquiere matices dramáticos y estéticos debido a la imposibilidad de conjugar el principio del placer (el de un ideal e imaginario pasado) con el principio del trabajo (el de una ineludible y adversa modernidad mediática). Antígona logra verse en el espejo de todos los que la visitan en el sótano, pero sólo para reconocerse como la solitaria defensora del pasado del padre y los hermanos. Tanto uno como el otro han desaparecido del escenario y la heroína se ve obligada a contemplarse en su soledad, en su incapacidad para comunicar con ese nuevo mundo de Creón como padre-impostor. Se demarca así la paranoia y ansiedad del artista letrado y se registra su escindido deseo en la medida en que se entiende que no se habrá de cumplir el escenario culminante de la inicial fantasía y no se alcanza la etapa del feliz espejo primordial que reclama la felicidad familiar. En el fort-da el objeto del deseo primorial se va debilitando y la única vía posible parece ser el goce de la muerte y la aceptación del aniquilamiento.
Tengamos en cuenta que para el sicoanálisis, tras el estadio inicial, el infante se separa del imaginario materno y, aunque con angustia y desafío, se ve obligado a aceptar al orden simbólico del patriarcado que traiciona e impone el apego al lenguaje de un invasor orden. En la cultura, tal impuesta entrada al orden simbólico de la cultura del otro invasor provoca dislocamientos de la imagen y del escenario primordiales y lleva a la final ruptura del espejo y del cuerpo mismo. A partir de ese drama, la imposición del espejo del otro impostor como tal se convierte también en una amenaza que muestra la insatisfacción e inestabilidad de un orden simbólico en el cual ha desaparecido el padre primordial. Quedan así la madre y el niño desamparados y abandonados a los embates de un orden foráneo y amenazante. "La falta" no radica, en ese sentido, en alcanzar el deseo del deseo de la madre ni en la ansiedad por el incumplimiento del mandato del padre, sino en la incapacidad de obtener el metafórico escenario (el totem fálico) que montaría y mantendría el feliz drama familiar inicialmente anhelado. La realidad histórica, el relato vencedor del impostor, obliga entonces a participar en el drama impuesto por ese otro invasor, a aceptar su metonimia fálica que, según el esquema mental del angustiado colonizado, invita a la homosexualidad o la infidelidad, al desastre y la muerte. Así por lo menos lo podemos reconocer en algunas obras de René Marqués y en muchos de los escritores de los años 50 y 60. En nuestra cultura postmoderna (como veremos a finales del trabajo) la imposición del mundo del otro invasor trae la metáfora invertida de la soledad (Dadelos) y, en esa nueva circunstancia, la hostilidad de la desequilibrada madre.
En la teoría sicoanalítica, la inmersión en el Orden Simbólico de la cultura depende del imaginario narcisista que el sujeto por-ser pueda poseer de sí mismo. A su vez, la identificación simbólica con lo paternal emerge como una posible solución a las ambivalencias del orden imaginario, las cuales deben quedar superadas y/o reprimidas. La ley del padre y del Orden Simbólico tienen que ser aceptados si se desea evitar la psicosis (el quiebre y la dispersión). El sujeto no debe quedarse en la etapa imaginaria de felicidad con la madre y tendrá que inclinarse a aceptar las impuestas metáforas del padre. De aquí que el sujeto, en sus ansias de libertad, deba sujetarse a la ley falócrata una vez se haya reconocido en su “entereza” en el espejo de su imaginario. Y puesto que su deseo primordial se nutre del imaginario que no puede poseer (el de la madre), tendrá que renunciar al mismo para alcanzar el significante simbólico que le permite ser productivo en la realidad y el lenguaje patriarcales. El sujeto, en ese sentido, fluctúa entre la ambigua identificación que lo constituye dentro de la metáfora paterna y la falta que provoca el deseo de la metonimia materna. La metonimia materna queda como feliz recuerdo del pasado y la metáfora del padre se extiende desde un presente de obediencia y un futuro de lealtad. Este escenario funciona dentro del hombre y la mujer, pues se trata de la aceptación de un orden fálico de carácter simbólico y no del falo real como creían los freudianos. El orden fálico y patriarcal es también un imaginario que la cultura impone. Las feministas de los años 70 (Olga Nolla, Rosario Ferré, Angela María Dávila) estuvieron muy conscientes de este aspecto. Por lo tanto, en la aceptación de la metáfora paterna puede haber una alienación o desvío del deseo propio (inconsciente) del sujeto que siempre queda como síntoma.
Pero el sujeto escritural puertorriqueño, en ese sentido, obtiene la falta y la alienación desde el lugar donde está el otro invasor, el impostor e intruso que no permite la unión a la imaginaria madre patria, siendo este último el ámbito en el cual se encontraría la verdadera identidad y el cumplimiento del deseo primigenio (de unión maternal y el patriarcal). Y paradójicamente, el espacio materno resulta en la otredad que ha de ser anulada y prohibida si se quiere crear la estructura del deseo, pues se desea lo que por la prohibición no se puede obtener. La paradoja estriba en que se busca y se anhela aquello que se debe reprimir. No obstante, en nuestro particular escenario colonial (subalterno), quien coarta al sujeto la estadía con la madre no es el llamado del padre primordial sino el otro invasor y su perturbadora metonimia que intercepta la ilusión alegórica del espejo inicial. De ahí que la única salida sea la defensa narcisista del deseo primordial del “moi” dentro del imaginario matriarcal, que es deseo del deseo que sólo se cumple en el acto fallido que coloca al sujeto en la instancia de contemplarse en su soledad y en la muerte (lo más cercano al Real). En ese sentido, el verdadero Otro es el Orden Real que sólo se obtiene con la anulación óptima. Tal vez Manuel Ramos Otero, más allá de lo propuesto por José Luis González, haya sido quien mejor ha entendido este complejo drama, ya desde una óptica más moderna que desplaza el drama narracional (la obediencia al Padre) y cuyo trauma no lo provoca el otro de la cultura material del invasor. En Manuel Ramos Otero el trauma lo provoca la vaciedad e ilusoriedad (la falta) de la existencia misma, la imagen que nunca alcanza el referente real, como en el cine y lo virtual. Pero se trata de una concepción de la vida muy diferente al narcisimo nacional de los escritores de las primeras seis décadas del siglo XX, identificados con un ego racional en búsqueda de un reflejo del ideal nacional en la gran familia moderna. De aquí que la desobediencia al padre (tanto al primordial como al invasor oportunista e impostor) comience con los escritores de los años 70. De ahí que José Luis González y René Marqués se les presente a los setentistas, como los principales seguidores del canon patriarcal.
“En el fondo del caño hay un negrito”[15] (1951) nos muestra mucho de lo que ha sido el narcisismo del letrado puertorriqueño que para la década del 50 se ve asaltado por el mundo estadolibrista y su imposición de la ciudad moderna a nombre (en obediencia) del otro invasor. Se trata de uno de los cuentos más emblemáticos del artista letrado en su consideración moderna en cuanto la existencia de una esfera del arte que permite apartarse de la realidad menos deseada (la del otro invasor y su ámbito del capital). La literatura se revela así como el feliz espejo que se ha mantenido reflejando el imaginario narcisista del letrado nacional (hasta los años 70 y 80).[16] Se proyecta la imagen de lo que el letrado isleño se ha sentido obligado a defender, donde la literatura y la patria-nación se homologan. El resto, lo nuevo, lo diferente parece ser el otro indeseado que sólo ofrece el síntoma y lo amenazante e inesperado. El feminismo y la homosexualidad (para dar solo dos ejemplos) se convierten en los dos mayores significantes provocadores de angustia y terror al tradicional letrado (pedreriano) puertorriqueño. Habrá que esperar hasta la Generación del 70 para que algunos escritores (Ramos Otero, Ferré) exploren estas diferenciadas identidades.
En el cuento de González, los automóviles y camiones que se divisan en la carretera señalan un mundo que se prepara para una modernización a la cual tendrá que entregarse el padre como medida de sobrevivencia familiar. En su necesaria supeditación al complejo de Edipo y en el subyugarse al Otro invasor, el padre sobreviene como víctima de su propia semblanza, y es llevado a desear lo que desea el otro (la moneda y el trabajo del mundo moderno). Sabemos que el padre deja el hogar, para regirse el mundo del trabajo. Sólo el niño Melodía como significante poético del deseo materno-narracional del artista letrado se escapa de ese mundo que sujeta al padre a los ordenamientos de la nueva sociedad industrial y sus sonidos. El infante logra, así, la fuga por medio de la identificación con la otredad maternal que proporciona el marginal y espejístico caño, aquello que representa el lado opuesto tanto de la metáfora del padre primordial como de la modernidad industrial del otro invasor. Mediante este escape también el (arte)-niño se libera del Otro invasor de la cultura que ha dominado al padre, a la madre y a los demás personajes de la moderna ciudad y que los somete a la falta, la castración, el trabajo, el racismo y al eros insatisfecho.[17]Luego de la imagen, el niño se refugia en el sonido clásico de la cultura moderna (Melodía) y de su arte, en el cual el sujeto se separa del objeto material y de la historia colonial. Además de ser un significante otreico (representa el caño, la negritud y la marginalidad) resulta en un significante del arte de la clásica modernidad a que aspira el letrado de estirpe moderna y decimonónica. Sabemos que José Luis González fue un marxista creyente en la cultura universal “clásica”, juntamente con su visión del negrismo caribeño. También, la ruidosa modernidad de los autos en la ciudad, se antepone al clásico y melodioso nombre del niño. Este "clasicismo" de los escritores patrios (que incluso los encontramos en los poetas de Guajana, de los anos 60), proveniente de la mentalidad pedreriana de la Universidad de Puerto Rico (fundamentada en la modernidad de raíz renacentista), sería la que mayormente despreciarían los escritores de la modernidad que se forja a partir de los
En el caso de González y Marqués, se presenta de tal modo la “arrogancia’ o hybris del artista moderno y su rechazo a la nueva sociedad capitalista del otro invasor en su nueva fase liberal y distinta a los tiempos de la imperial invasión. El artista de los años 70, por su parte, pretende mantenerse alejado de esta nueva imposición mediante un imaginario que le promete la futura modernidad radical y socialista. Tengamos en cuenta que mientras el padre pierde al niño en el fondo del caño, la madre de un obrero, trae otro infante al mundo. Así lo pudo reconocer el propio González en su cuento.
El blanco que pasó por el muelle a recoger su mercancía de Nueva York y el obrero que le prestó el carretón toda la tarde porque tuvo que salir corriendo a buscar a la comadrona para su mujer, que estaba echando un pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando. Mañana será otro día.
La utopía del posible espejo del futuro socialista y del rescate del otro nacional que espera sumergido en la pantanosa profundidad queda de esa manera circunscrita. En el fondo del caño quedó sumergido por un gran tiempo, nuestro admirable autor, hasta la creación de sus últimas dos novelas: La llegada (1980) y Balada de otro tiempo (1978).[18] En las mismas se acepta al otro antes que buscarse la imagen de lo mismo; se supera el narcisismo y el yo se entiende mediante la reconsideración de lo alterno y lo que en un tiempo pareciera amenazante y cruel.[19] González parece haber encontrado un espacio de reconciliación consigo mismo y con la agobiante y amenazante otredad de su tiempo. De aquí la dialogicidades que podemos encontrar entre González y Arcadio Díaz Quiñones. Dos intelectuales de dos generaciones distintas parecen entenderse en cuanto al entendimiento de pasado colonial y sus agresiones y el presente que augura un futuro de una alianza fraternal en el manejo del devenir. hemos de tener encuesta que sea ha ingresado ya para fines de las décadas del setenta y del ochenta en momentos del ímpetus del capitalismo neoliberal de la entrada a la subalternidad postmoderna o del capitalismo tardío. En este tipo de sociedad los intelectuales y artistas de izquierda serán cada vez más desplazados por el alto poder neocolonial. Serán incluso ignorados en una sociedad mediática y tecnológica en la cual el sujeto subalterno (el pueblo) será sometido a nuevas semioferas y hábitus de colonización no solo política e ideológica de la conducta total de una cultura consumista e hipnotizada ante las ofertas consumistas. No se está ya en una sociedad interesada en dialécticas racionales sobre la nación, sino en otras pragmáticas y narrativas guiadas por libretos y mandatos livianos (light) y débiles.
En Balada de otro tiempo, un deshonrado jíbaro de la montaña finalmente cede el paso a su rival mulato de la nueva sociedad de la caña costeña y de la cultura mestiza más en contacto con la ciudad. Se trata de ver cómo se impone el negro, en una cultura que ha tendido a desplazarlo y supeditarlo. Como un acto de justicia poética este blanco muere una vez ha decidido perdonar al otro; el negro le ha robado la esposa, la misma que este blanco no ama. Un poco antes de apuntarle con el arma al otro (al negro), se ve en el espejo de su imaginario para reconocer la posible felicidad con otra mujer, aunque tarde. Así, en esta novela, González reflexiona sobre la violencia paranoica que se desata cuando un sujeto ve como rival a quien parece poseer lo que a ese sujeto cree que le pertenece. Comprende que tal vez lo que se debe desear no es lo que la historia y la ley de la tradicción cultural han impuesto. El verdadero objeto del deseo, el genuino eros, se encuentra en el espacio del otro abyecto no deseado, contrario al narciscismo de Melodía en el “El fondo del caño”, que se confunde con él mismo. No obstante, Balada parece señalarnos que en la rutinaria y repetitiva violencia en la historia del uno contra el otro se requiere de una tregua, una concienciación espejística (la que asume curiosamente el blanco a finales del relato). No se debe pasar por alto que se trata de una acción finalmente trágica, pues en el preciso momento de la recapacitación el blanco es ultimado por un tiro de un imprevisto otro. De la obra podemos extraer el avance de la conciencia de González de sí mismo como escritor en su capacidad de reconocer su propia otredad ya menos deseada y que es aniquilada por él mismo. Fue en este sentido uno de los escritores de su grupo generacional de mayor capacidad de dialogar con el desarrollo de su propia literatura como discurso narracional. En este aspecto ideológico y escritural superaría el discurso de René Marqués (independientemente de que su literatura sea la de mayores logros estéticos de su tiempo).
En la otra novela, La llegada, la cultura hispánica en cuanto canon, se ve obligada a tolerar el cruce del puente, la llegada del otro invasor que desplaza a la cultura blanca europea y que parece prometer un nuevo estadio de avance social en la emancipación del negro (como símbolo óptimo de la liberación del puertorriqueño). En ese sentido, en este relato nuestro autor abandona el narcisismo característico del letrado blanco e hispánico para reconocer la entrada y el ingreso del otro blanco (norteamericano) como proceso inevitable y que después de todo rinde beneficios en cuanto se supera una antigua opresión (pese a que se ingresa a otra). En ese sentido, se reconoce y valora un proceso de dialéctica histórica. González ha sido quien mejor ha entendido la paradoja de aceptar e incorporar síquicamente al otro invasor e impostor en el desarrollo cultural puertorriqueño, y de comenzar a superar la paranoia y ansiedad del fort-da cultural. Su conciencia dialéctica le permitió, al reconocer la fórmula hegeliana del encuentro entre el amo y el esclavo, y de cómo éste, en la pugna, ya de por sí posee el triunfo ético y moral. Mediante su obra, José Luis González estuvo dispuesto a explorar la dialéctica de la otredad en la existencia, la misma historicidad otreica que se impone después de todo, y donde único el sujeto encuentra su libertad. Se trata de una “novela” que ejemplifica ficticiamente lo ya propuesto en su ensayo El país de cuatro pisos y que supera ampliamente la encerrona narcisista y narracional (la aversión a la diferencia y al otro) de su propio grupo generacional (en los que se encuentran René Marqués y Pedro Juan Soto).[20] González supera así la obsesión con el reflejo del ego narracional de la escritura del blanco puertorriqueño. Se reconoce al otro-invasor y al otro–hacendado-blanco como actantes necesarios en el desarrollo de una historia con lógica liberadora, con dialéctica hegeliana en que se incorpora la dialéctica entre amo/esclavo. No obstante, el sujeto más tardomoderno ya instalado en las significaciones de la megaciudad no posee esas ansiedades ante sí mismo, ante el otro y la historia. De ahí la incapacidad de González para entender a muchos escritores de Zona de carga y descarga (1971), sobre todo a Manuel Ramos Otero. Y esto es así pese a que en un cuento como “La carta” el hablante de González reconoce que la incapacidad del sujeto procede del disimulo necesario para complacer la madre y permanecer encubierto en la ciudad. En ese cuento presenciamos a un joven que simula ser un discapacitado (manco), y sólo para obtener el capital que le permite comunicar (mediante el sello que compra para enviar la carta) con su madre la mentira y la impostura a que lo “obliga” su estadía en la ciudad. Se trata de la “carta robada”, del significante fálico que promete la satisfacción del deseo y el complacer a la madre nacional. Ya no se trata de la creatividad en la aniquilación del sí mismo (ante la agresión del Padre/impostor, sino del prescindir del antiguo
Desde esta óptica, recalcitrante y conservador puede ser el cuento “Purificación en la calle del Cristo” (1957/1963) de René Marqués, en cuanto a su resistencia ante el orden simbólico de la cultura moderna y su proyecto.[21] En el momento decisivo de su vida, Inés, quien ha optado por el sacrificio final, se mira en el espejo y sólo puede ver el cuerpo arrugado y feo de una cultura patricia envejecida, incapaz de enfrentarse al reflejo del afuera, del evento afuerino que relumbra más allá del prisma de los soles truncos (la modernidad del otro invasor). En el proceso está en juego la cultura letrada y nacional y su resistencia a mirarse en el espejo del otro afuerino que refleja la modernidad del usurpado ámbito sanjuanero, el mismo mundo que distrajera al padre en “En el fondo del caño hay un negrito” y que, en cierto sentido, también lleva a las tres mujeres de la calle del Cristo a la aniquilación poética, por no decir patética —como en Hamlet— en su defensa del orden del padre fantasmático. El encuentro de una estética de la tragedia incapaz de comunicar con el otro afuerino y con el inevitable devenir, ha sido sin embargo el pasaporte de la fama y prestigio de estas obras tan avaladas por un lector narracional que ha ido desapareciendo en el mundo postmoderno (el nuestro) de otras miradas y otras inquietudes. En ese mundo postmoderno han perdido validez las heroicidades trágicas en nombre de la racionalidad moderna, la cual persigue al pensamiento nacional puertorriqueño desde los tiempos histosianos. Las cámaras, los teléfonos celulares, las nuevas tecno-imágenes y virtualidades han creado casi súbitamente (desde los años 90 aproximadamente) un ciber-mundo muy distinto.
Si bien el espejo en que se mira Melodía refleja la mismedad y su belleza (un ideal futuro), en el relato de Marqués lo que se contempla es el cuerpo envejecido y cansado de una ideología acosada por una modernidad incontenible, precisamente la que se está armando fuera de la casa de "los soles truncos" y que sabemos que es el proyecto neocolonial y capitalista del estadolibrismo y el muñocismo de los años 50. Ante el empuje del nuevo "orden simbólico" y la entrega al amenazante imperio del impostor fuera de la casa, lo que queda es el exterminio del resguardado y virgen cuerpo femenino para alcanzar una purificación que promete un imaginario incontaminado que, a su vez, salvaría al artista de entregarse a la moderna y colonial ciudad. En ese sentido, el letrado se refugia en un imaginario que lo separa de la historia material que está y estará dominada por el Otro amenazante de la modernidad citadina en su nueva fase neo-colonial e imperial. El cuento resulta algo paralelo al relato de González, pero no transforma o supera la ideología del narcisismo aniquilador. El magisterio formal del relato de Marqués hace gala, no obstante, de la supremacía estética y ética del autor frente a una cultura y devenir que se le muestran feístas e inciertos frente a lo que consideraba como un estético y ético mandato patrio del pasado. Bajo esta ideología nacional no había posibilidad de concederle una voz afirmativa a la ciudad y sus nuevos espejos y miradas. es decir: escotes como Marqués no acepta los llamados del dinámico proceso colonial que se estaba gestando en el contexto de la moderna ciudad que se preparaba para la dinámica subalterna de los años 70.
La imaginaria y estética salvación en el fantasmal espacio de lucha contra la modernidad que propone Marqués, ya no resulta posible en el cuento “Los inocentes”,[22] de Pedro Juan Soto. En este relato, Hortensia, la madre del niño, también se contempla en el espejo según se presta a llevar al infante al manicomio y mientras es amonestada por la madre, quien se resiste a realizar el acto de entrega. Riguroso y contumaz resulta el prejuicio del narrador ante la madre al mirarse en el espejo que la prepara para aceptar la mirada del otro en la ciudad moderna.
Lenta, perezosa, pero erguida, como si balanceara un bulto en la cabeza, echó a andar por la habitación donde la otra, delante del espejo, se quitaba los ganchos del pelo y los amontonaba sobre el tocador” (p. 26); “Buscando el lápiz labial, vio en el espejo como se descomponía el rostro de la madre” (p 26), “Hortensia tiró los lápices y el peine dentro del bolso y lo cerró. Se dio vuelta, blusa porosa, labios grasientos, cejas tiznadas, bucles apelmazados (p. 26).
Más que sugerente resulta la caricatura en la última oración. Para el narrador, el acto de maquillarse representa la máscara que prepara a Hortensia (la convierte en un otro despreciable) para el mundo del trabajo niuyorquino. La modernidad tan repudiada por los letrados ya ha usurpado incluso el espacio del narcisismo maternal. Finalmente, mediante el confinamiento del niño en el manicomio, parece aniquilarse la poética campesina de la puertorriqueñidad, y lo imaginario maternal y narracional es ultimado por las nuevas demandas de la amenazante megaciudad colonial que contempla el niño desde la ventana y a la cual ingresará la madre como trabajadora travestida de cosmética moderna. Dentro de esta vertiente, la misoginia de estos escritores es más que evidente. Tendrá que ser a través de la poesía de Julia de Burgos, de Ángela María Dávila y luego de las escritoras setentistas, que se aprecie una digna representación de la mujer en la literatura puertorriqueña.
También sugerente en estos aspectos resulta el cuento “Lolo Manco” (1956) de Edwin Figueroa (1925- 1994). En el mismo vemos a un joven campesino llevado a abandonar el improductivo tabacal, pues la “maldita tierra” no rinde el necesario trabajo y sustento. Al emigrar a la ciudad ingresa en la producción industrial, en una fábrica de ventanas metálicas. Reconocemos el contraste entre las antiguas (femeninas y maternales) hojas de tabaco y las nuevas y amenazantes hojas metálicas de las ventanas Miami, producto de maquinarias, ruidos, espacios encerrados en los talleres y la deshumanización y repetición en las cuales se trabaja enajenadamente. Lolo Manco asiste al espacio que le provoca la dolorosa contemplación de sí mismo, pero sin el brazo que accidentalmente le cercena la infernal y apocalíptica máquina de la fábrica. Finalmente, la ausencia del miembro, cual símbolo del perdido goce fálico, se la sugiere la plácida mano de la enfermera en el hospital. La caricia de ésta en el hombro le augura su incapacidad para palpar la hoja de tabaco en el ya armónico campo una vez regresa al mismo. Ahí será considerado por los demás como un manco, un castrado nacional. En realidad, el hombre de la ciudad no pudo regresar al ideal espacio maternal del campesinado. La historia social adentraría al sujeto puertorriqueño cada vez más en la alienante y ruidosa ciudad. Nu hubo vuelta atrás. No obstante, desde el punto de vista formal, bien podemos afirmar que el escritor ha logrado entrar al mundo de la ciudad y su fábrica y narrarlo como un espacio que merece detenida atención. Las partes del texto en que el narrador le cede la voz al mundo del ruido (aunque haya prejuicio ecofóbico) revelan la intromisión formal de esa otredad escritural a pesar de todo. Más que un espejo narcisista ese otro perturbador de la ciudad, lo que parece acarrear es el sonido de la repetición y lo mismo, el desperdicio y el exceso. La guaracha del Macho Camacho (1976) de Luis Rafael Sánchez será clave para entender el desarrollo de estos nuevos significantes de la ciudad que son más eficaces en la representación de lo que podemos entender (junto a Picó) como el proceso subalterno puertorriqueño de las últimas décadas del siglo XX.
Para fines de los 50, no hay cierto estancamiento en un imaginario de posibilidades de crecimiento para el arte y el artista, pues el infante nacional ha perdido el lenguaje necesario para mirarse críticamente en el espejo (sabemos que el niño-hombre de “Los inocentes” es un retardado mental). Resulta imposible ya aferrarse al mito de Narciso y su goce imaginario con la mismedad y de apreciación jubilosa ante sí mismo. Y por otra parte, al rechazarse radicalmente la ley del invasor y lamentarse la entrega de la madre al mismo sólo queda espacio para el síntoma del Orden Real y la pulsión de muerte.[23] Ya los personajes de René Marqués se han encontrado con la aniquilación del cuerpo en su mayor gesto mutilador y de decaimiento. Manuel Ramos Otero, sin embargo, en “Hollywood memorabilia” (un poco después para inicios de los años 70) ha entendido este proceso, y supera en gran medida el antiguo complejo de Edipo y el temor al nuevo espejo de la moderna sociedad. En su discurso, el sujeto ha de contemplarse al desnudo, sin el padre y la madre, y consciente de que al final del tiempo moderno (no del tiempo criollo) no se debe esperar la finita felicidad patria o personal sino la imagen que separa al cuerpo del ulterior espejo que es la muerte como fuerza desintegradora de una antigua unidad. Ramos Otero se deshace de muchas de las mediaciones patrias que han dominado la literatura del siglo XX y se enfrenta a la vida y a la muerte sin las mismas. Al despejarse su literatura del señorial espejo, logra contemplar otras agresiones que le parecen más amenazantes y urgentes. Su actante es el hijo solitario que ha adoptado las mediaciones de la ciudad moderna con todas sus nuevas implicaciones castrantes y a la vez gozosas. Ya con Ramos Otero estamos con un escritor para quien las otredades en el espejo adquieren mayor complejidad, mostrándose dispuesto a reconocer las mismas como parte consustancial de su ser. La imagen del otro del padre primordial no representa ya un gran peligro o amenaza, y mucho menos lo representa la mujer (quien es en el fondo una aliada en el sufrimiento). Por ser rival del padre, el hablante de Ramos Otero expresa, sin temores edípicos, peculiaridades del niño apegado al simulacro maternal y su imaginario ya liberado (contrario al imaginario maternal cultivado aún por el criollismo androcentrista que vemos en Pedro Juan Soto, por ejemplo). Se trata de una giro tan paradigmático en la historia literaria que nunca antes dos generaciones (la moderna criollista y la moderna citadina) se enfrentarían con tanta vehemencia en cuanto a los desacuerdos y rupturas (digamos en este caso: Nilita Vientós de Gastón frente a Rosario Ferré).
Pero veamos antes cómo en La guaracha del Macho Camacho, se ha perdido mucho de la capacidad ocular de la modernidad colonial si tenemos en cuenta que el niño abandonado en la calle no alcanza a mirarse en el espejo, ya quebrado, de su imaginario, y que su madre ha sido seducida por la imagen (el espejo) que define el farandulero goce del otro impostor (la esfera mediática del imperio). La cultura monetaria (la que encontrábamos en el fondo del bolsillo del padre de Melodía) ha triunfado e impone, en esta novela de Seanchez, el goce por el sonido de la compraventa guarachera. Ya en la novela de Sánchez, Benny no alcanza a mirarse en el espejo que refleja lo que se presenta de frente, pues sólo ve desde el retrovisior de su automóvil. Es él quien finalmente aplasta al niño, al mostrarse tan ofuscado con el goce narcisista de su Ferrari y en la tecnocultura de alta velocidad, y por su corta y revertida mirada. Ya no es un sujeto de mirada y performatividad modernas sino post modernas. La sociedad del oculacentrismo es desplazada y dominada por la pseudocultura pop del goce sonoro que no permite identificar (escuchar) el fraticidio cultural al cual somete la nueva sociedad del consumo compulsivo y el trivial ruido guarachero. La nerviosa e histérica Graciela Alcántara, por su parte, alcanza a mirarse en el espejo que sólo puede reflejar la imagen de Vanity o Vanidades, mientras que sufre/goza la tortura del síntoma hipocondriaco del pastilleo y la disfuncionalidad, que resulta a la larga en el “Este país no funciona, no funciona, no funciona”. Lo que se impone es el Otro del Id y del Real que implica, después de todo, la pérdida del control racional del cuerpo y el ver de manera reflexiva y profunda el valor del logos nacional. El espejo de este Logos nacional (pedreriano) de reflexión y sensibilidad patria) será quebrado por los nuevos ruidos y luces de la sociedad post moderna ya plenamente presente desde los años setenta como nos deja ver esta novela de Sánchez. La nueva heroína nacional no es Antígona Pérez, sino con cierta ironía, Iris Chacón, ícono, no de letrados, sino de la cultura POP.
De la música criolla de El Velorio, los alborotados juegos de los niños, los ladridos del perro y los llantos de la madre (y que aparecen como escenarios, aunque secundarios, paralelos), hemos pasado a la obsesión por la capacidad del escuchar mediático (la guaracha) y el mostrarse distraídos ante el evento del aplastamiento del niño, cuyo cuerpo desaparece, sin velorio alguno. Interesante resulta el paródico velorio que presenciamos en una obra de fines del siglo XX: La patografía de Angel Lozada (de la cual hablaremos más adelante).
Dentro del complejo narcisismo nacional adquiere también sentido, Junior, el personaje de “Cráneo de una noche de verano” (de Ana Lydia Vega).[24] En el cuento de mediados de la década del 80, vemos al protagonista, Junior, salir de su acostumbrado arrebato droga-adictivo, para encontrarse con la monostrellada bandera nacional que es desplazada por la pecosa bandera norteamericana que trae la celebración de la estadidad. La autora reconoce el triunfo del otro impostor con la misma ironía y sarcasmo que advierte la enajenación del sujeto nacional sumido en las drogas. De mucho de esta alegoría de la enajenación del pueblo participarán los escritores setentistas.[25] Como sus antecesores de los años 50 y 60, estos setentistas no parecen verse cómodamente en el espejo del otro enajenado y en su incapacidad para entender la na(rra)ción. Y ello pese a sus simpatías ideológicas con ese otro como representante del pueblo. Ana Lydia Vega, por su parte, no es presa de la angustia o desasosiego, como los escritores de los 50 y los 60, y acude más bien al humor liberador y al distanciamiento irónico hacia el otro plebeyo (el llamado pueblo nacional puertorriqueño). Este proceder discursivo es señal de que ya no existe tanta abyección y desprecio por ese otro “enajenado” que asume conductas contrarias a las que demanda el discurso nacional (como ocurre en las narrativas de René Marqués y Pedro Juan Soto). No obstante, el personaje (y el cuento mismo) de Vega no se han liberado del neorrealismo referencial del neonacionalismo. Hay todavía creencia en la capacidad alerta del enajenado otro nacional de fines de la modernidad. Habrá que esperar a los escritores postmodernos para encontrar una literatura lúdica y de juego total en que no se exprese tanta obsesión y paralización por el reflejo seductivo en el espejo nacional.
También un poco antes, en La pasión según Antígona Pérez (1968), de Luis Rafael Sánchez, la heroína se enfrenta al mundo del impostor Creón, donde muchos pierden la capacidad de reflexionar y actuar libremente. Sólo Antígona se resiste a entregarse al narcisismo autoritario del Otro impostor que exige el performance de una acelerada y cínica modernidad que la rodea. La dramática Antígona prefiere continuar mirándose en el espejo del mandato del padre primordial que exige lo fraterno apegado a la antigua tierra y demanda la actuación de un régimen clásico antes que la conducta performativa del mundo propagandístico y tardomoderno que la acosa y que propone significativos cambios. Pero con su obstinada actuación dramática Antígona sólo podrá alcanzar su más amplio sentido y valor en el goce que le proporciona la negación y la muerte (algo muy del agrado del trágico nacionalismo: "patria o muerte"). Luego, en el drama Quíntuples (1985) desaparece toda posibilidad de dramatismo moderno, pues sólo hay espacio para el simulacro performativo de los Morrison en el escenario de una madre ausente (muerta) y un padre embustero que monta el improvisado disimulo de un circo social. Todo requiere ser entendido como una alegoría político-cultural en que Sánchez ha reconocido la parodia del padre na(rra)cional y su ridículo proyecto familiar en un mundo que ha cambiado notablemente. En esta ocasión, al igual que Ana Lydia Vega, el autor logra distanciarse de la alegoría patria y verla en el espejo del humor y la parodia. La narracionalidad pedreriana o marquesina ya se han debilitado y sufren las transformaciones socio-culturales que impone el mundo ya alejándose de la modernidad ya campesina o industrial de las primeras siete décadas del siglo XX.
Muy consciente de estas múltiples miradas en el espejo se nos revela, como señalamos antes, Manuel Ramos Otero en “Hollywood memorabilia” (1970?).[26] Ramos Otero recupera sin temores, en este relato, el yo narcisista que resulta luego de una amplia reflexión y juego lúdico con el imaginario matriarcal y con el falocratismo del otro impostor. En el relato, la figura del padre primordial de la nación ha desaparecido del escenario y el protagonista asume el performance de lo femenino, aunque sea de manera frustrada y como un pequeño dios que se regodea en la contemplación de la imagen y semejanza del mundo sometido a los mil espejos (teatrales) de ser lo mismo a pesar de la aparente diversidad. El narcisismo ha adquirido, en ese sentido, ademanes irónicos, pues el reflejo en el espejo se bifurca y entrecruza con varias otredades, con fragmentos de un rompecabezas imposible de componer. En este mundo de rupturas el "pequeño dios" no se preocupa tanto por la inestabilidad del orden simbólico de estirpe oficial y paterna, más bien opta por un imaginario materno que lo invita a la erótica siempre traumática (de ahí el té que guarda para sus amados jóvenes que nunca llegan). Comprende que detrás de cualquier poder del padre lo que se encuentra es el simulacro de la vida, el tedio, lo trivial como hueco que retrasa la inevitable muerte (el Orden Real, la abyecta muerte, la Nada). En cuanto sabe que trabaja como investigador social en un mundo de la falsa imagen estadística, más le interesa, a este protagonista joven, la imagen que se refleja en la pantalla del cine que él, como proyeccionista a jornada parcial, contempla todas las noches. Se trata del rechazo al espejo del complejo de Edipo y el padre y de la búsqueda del imaginario materno del pasado (aunque tal imaginario en su pérdida resulte doloroso). En ese espejo del mundo moderno del otro sobresalen las mujeres acribilladas por el orden simbólico de la cultura: Greta Garbo, Marilyn Monroe, Joan Crawford, Bette Davis; mujeres expulsadas del "orden simbólico" y convertidas en heroínas de la imagen subrogada, para ser narcisistamente contempladas en su soledad y en el sentimiento de la nada, en el goce vacío, carente de lo prometido por la cultura oficial en que trabaja (el mundo de la nueva modernidad oficinesca). Como esas imágenes feminiles se siente el pequeño dios (el autor-narrador), pero también como King Kong, esa monstruosidad de la usurpación falócrata y bestial que le habla de su inadaptación al mundo niuyorquino. Y su desajuste no se debe a la puertorriqueñidad o a su homosexualidad, sino a un “Dios defecando tristeza en la cara de la vida”. Su conflicto es, más allá del desprecio al padre ulterior, con la nada y el vacío del Orden Real, como nuevos espacios a explorar en el mundo ya cercano a la postmodernidad. De ahí que se sienta desplazado y fuera de sí mismo y que en el espejo contemple la otreica soledad como preludio a la futura y des-simbolizadora muerte. La infelicidad la provoca la existencia misma (donde no ingresa la dialéctica que propone José Luis González), y en la cual no hay alegría posible sino pequeños y finitos goces que preludian la muerte.[27]
En Ramos Otero el discurso espejístico adquiere dimensiones de una modernidad poco prevista por la literatura puertorriqueña. Ramos Otero logra construir una subjetividad muy transmoderna, supra-narracional y descarnadamente (post)existencial. Advierte que “El único valor importante en la vida (…) es la soledad”. De ahí que lo que importe de la vida sea el apoderarse de algún imaginario, que “Cualquier nivel de ilusión tiene más significado que cualquier nivel de la realidad”. Y por eso escribe y ve cine:
Escribo y lo dije al principio. Autoreo mi biografía sin disfraces falsos. El cine no es un disfraz sino el espejo del alma, pues la pantalla refleja la muerte del sujeto más allá de la familia y la nación: “Escribo mi vida que es un recuento de emociones reconstruidas a través de Rita Hayworth en Gilda, de Gloria Swanson en Sunset Boulevard, ¡etcétera, etcétera! Sigo creyendo que la muerte será violenta a los treinta (como Bette Davis en The Letter)”.[28]
Se descubre como sujeto de la desolación, cuyo deseo sólo lo aplaca el Real de la muerte (o antes de ello, en la escritura que distrae en la espera de la muerte). Atrás ha quedado la preocupación del fort-da (engaño) del otro impostor, sino el de la vida que devuelve constantemente la angustiante imagen del excedente de la significación y la muerte (el de la repetición y las imágines múltiples). Lo que el hablante de Ramos Otero encuentra es el espejo que refleja una angustia y una soledad más allá de la familia y la nación y que incumben a la compleja subjetividad citadina en la cual la imagen sobrepasa al cuerpo concreto, el inicial referente. Se trata del mundo ultramoderno en que más allá de lo letrado se encuentra la imagen cinemática y sus seducciones. En estos aspectos Manuel Ramos Otero supera (en el sentido que se escapa del discurso tradicional que abarca a todos) a la mayoría de los escritores de los años 70 (de ahí la complejidad de su La Novelabingo (1975). Su homoerótica lo lleva a la búsqueda del texto y el deseo del otro y al encuentro de las fronteras de un modo de existir que traspasa y desafía el horizonte territorial del padre de la cultura. De aquí que recupere a la mujer mediante la imagen del espejo cinemático (y con ello el narcisismo homoerótico del arte). No es de extrañar que sea uno de los narradores y poetas preferidos por los postsetentistas, en la medida en que se deshace del mandato nacional del Padre, para indagar en nuevos relatos e imaginarios post-na(rra)cionales.
De la soledad y muerte tambien trata el cuento de Dinorah Cortés Vélez, titulado “Soplido de carne”.[29] En el mismo, la autora establece una explícita intertextualidad con “En el fondo del caño hay un negrito”, de José Luis González. Se trata de un adolescente-niño que se mira en un pozo-charca, mientras sostiene resentidos recuerdos de su madre. Cree ver en el reflejo de un pozo a su amada Dadelos —(la soledad invertida en el espejo), o también el significante-lenguaje postcultural al revés—, y se lanza en búsqueda de la misma, una madre-amante invertida que no sabemos si se encuentra en el espejo-memoria de la ilusión o en la Nada. Sólo su reloj Mickie Mouse queda como testigo del suicidio, de la eliminación del Yo narcisista y del encuentro del yo-otro en la oscuridad del charco. Si en el relato de González, el niño permanece en el reflejo de su belleza como un ideal y una utopía; en el cuento de Cortés Vélez el infante queda sumergido en la fealdad y la violencia contra sí mismo. Hay algo de monstruosidad gótica en este relato de pretensiones postmodernas en el que ya no hay reflejo del yo sino disolución en lo otro.
El reloj es clara metonimia del triunfo del mundo de la cultura tecnomoderna e instrumental del trabajo que, junto a la voz de la cruel y distante madre, le reclaman al adolescente-niño una funcionalidad maquinal y repetitiva. La compulsividad (nuevo “fort-da”) a leer la guía telefónica es señal de una cultura automatizada, en la cual la subjetividad (libertad) moderna del yo ya no se permite y es interceptada por nuevos mandatos tecnomediáticos de la sociedad líquida (en el cuento, el pozo negro).[30] Contrariamente al cuento de González, tras la muerte del infante no queda un padre con deseos de salvar la cultura, sino una madre aniquiladora (el triunfo de la nueva Medusa y su espejo), de quien el protagonista parece neuróticamente huir, con su “suicido” (entrega al nuevo otro sin reflejo, debido a su oscuridad), entendido éste como la máxima expresión reversible y destructiva del antiguo deseo y el ingreso al nuevo mandato que exige la sumersión a la sociedad de la oscura liquidez postmoderna. Esta tendencia a asociar el arquetipo femenino con la impositiva modernidad instrumental, que vimos en algunos cuentos de René Marqués, curiosamente también la identificamos en algunos relatos postmodernos y es la que parece haber triunfado finalmente frente al símbolo del legendario padre y su tierra.[31] El Complejo de Edipo de la sociedad moderna se transforma en un aventurado Complejo de Medusa de la sociedad postindustrial y líquida del mundo postmoderno actual.
Finalmente, en esta ocasión el fort-da, la llegada del otro es el cuerpo del sujeto mismo. Este cuerpo es reclamado por esa nueva liquidez negra que parece estar-ahí-afuera, la cultura del petróleo a la cual empuja la voz de una madre obediente a los mandatos de un nuevo padre, o de una sociedad ya sin padre protector en que incluso la mirada medusea se destruye con la contemplación de sí misma. Tras su muerte este padre parece haber dejado una voz sin cuerpo (de mujer) que lanza hacia el abismo de una nueva muerte, un nuevo Otro, el de la micro-sociedad postmoderna. En este sentido, el discurso de Cortés Vélez advierte la clausura de una mirada y la entrada en Otra voz de la narracionalidad.
[1] Ver ensayo “Tránsitos y traumas del discurso na(rra)cional puertorriqueño”, Globalización, nación postmodernidad. Estudios culturales puertorriqueños (editado por Luis Felipe Díaz y Marc Zimmerman, San Juan/Chicago: LACASA, 2001, pp. 255-280. En este sentido, en el imaginario cultural se retiene el reflejo del pasado orden colonial mientras que se rechaza la nueva mirada que ofrece el escenario del invasor. La lucha por retener la mirada de un antiguo y patriarcal orden afecta la capaciad del escritor del siglo XX (y del crítico) para reconocer el escenario simbólico-cultural que impone el invasor independientemente de su posible amenaza. Al abandonarse aquí la exclusiva recepción exigida por el escenario na(rra)cional no se adopta necesariamente la del invasor sino que más bien se acoge una ironía ante ambas. No es de olvidar que tanto el invadido colonial como el invasor imperial pueden perseguir un parecido patrón de dominio que los compromete con una similar violencia y abyección. Intervenir como un otro ante estas dos posturas ya ofrece cierta distancia epistemológica al crítico de la historia literaria. Pero resulta (im)posible encontrar un espacio veraz y privilegiado de captación. Al menos ese espacio remite a la obra literaria misma, que en su exposición y creación metafóricas construye y deconstruye lo que se entiende como realidad y que se aborda en el proceso letrado de historiar (narrar lo acontecido). Ver de Homi K. Bhabha, El lugar de la cultura, Buenos Aires: Ediciones Manantial, 1994. Para el teórico estructuralista contemporáneo (seguidor de Saussurre y Barthes) el discurso histórico puede ser tan metafórico como la literatura misma (ver of Grammatology de Jacques Derrida (traducción de Gayatri Chakravorty Spivak, Baltimore: Johns Hopkins, 1976); y de Jonathan Culler, Theory and Criticism after Structuralism (Ithaca: Cornell University Press, 1982).
[2] He perseguido el concepto de lo narracional en La na(rra)ción en la literatura puertorriqueña (San Juan: Huracán, 2008). El imaginario de enfrentamiento al Poder colonial de España para finales del siglo XIX no ve con aversión la modernidad, contrario a lo que ocurre en el siglo XX, especialmente con la Generación del 30. El enemigo del nacionalista de la primera mitad del siglo XX es también “la gran máquina” (en el sentido metafórico) que trae el otro imperial. El letrado contemporáneo entiende que junto a los sucesos y eventos históricos se debe atender la letra, lo conceptual, el mandato nacional que queda inscrito mediante la huella escritural decimonónica (la metáfora o alegoría nacional). La nación se reconoce como una construcción simbólica de la burguesía de la modernidad ilustrada (Carlos Pabón, en la Nación Postmortem, atiende estos aspectos (San Juan: Ediciones Callejón, 2002). En el aspecto ya plenamente del surgimiento de esta tropologías ideológicas, ver de Françoise Dosse, Los sentidos de una vida (1913-2005), México: Fondo de Cultura Económica, 2003. Además, Tiempo y narración. Configuración en el tiempo en el relato histórico, de Paul Ricoeur (México: Siglo XXI Editores, 1995).
[3] El mayor exponente de esta imagen es René Marqués. En el cuento “Ese mosaico fresco sobre aquel mosaico antiguo”, nos presenta un narrador que nos relata cómo después de la caída de la piedra primordial, el milenario yunque (en un illo tempore precolombino), el próximo golpe es el impacto de la bola del cañón de la invasión norteamericana, seguido, en el presente del cuento narrado (los años 50), por la bola de la máquina que derriba la patriarcal casa de los mosaicos. Véase ese cuento en Inmersos en el silencio (Río Piedras: Editorial Antillana, 1976, p. 134). Esta imagen del vaivén que se repite podría relacionarse con el movimiento fort-da que se explica en lo que sigue. Tal parece que la única manera de eliminar el síntoma repetitivo es aniquilando el cuerpo. El pueblo, la masa trabajadora (el “puertorriqueño dócil”) afronta de otra manera los vaivenes. Así ya lo reconocerán Luis Rafael Sánchez mediante “La guagua aérea” y Arcadio Díaz Quiñones en El arte de bregar. El ir y venir de la guagua aérea es la bregadera del otro que asume su destino sin los traumas del oscilante letrado. El subalterno del pueblo actúa, sin necesariamente inscribirse en la Letra, en el trauma que experimenta el escritor y que no debemos ver como defecto, sino como significante de alcance y expresión.
[4] Sigmund Freud analiza el juego del “fort-da” en que su nieto observa con regocijo cómo el carrilete metido en un hilo que pende en la cuna, va y viene, en vaivén. Se trata para Freud de una sustitución metafórica en que el niño ve cómo desaparece la madre y luego regresa. Para Lacan se trata la metáfora de la sustitución significante, del juego presencia/ausencia de la madre y la promesa/prohibición del goce (proveniente del Orden Real). En un momento dado en la evolución edípica el infante llega a asociar la ausencia de la madre con la presencia del padre. Si la madre se ausenta es porque se encuentra con el padre, razón por la cual éste es el poseedor del falo como significante. Se trata del padre simbólico, que en el juego, el sujeto colonizado echa de menos una vez se ve invadido por el otro rival que pretende usurpar el papel primordial del padre original con quien mantiene una ambigua relación de amor-odio. Esto a su vez rompe la relación imaginaria que el colonizado ya sostenía con la metáfora materna, según aquí lo entiendo. (Más allá del principio del placer, Madrid: Biblioteca Nueva, 1973, Vol. I, pp. 52-53). Es el instante, además, en que el infante ha comenzado a internalizar el Nombre-del-padre y el consecuente complejo de castración, pues el padre simbólico es quien posee el significante fálico (la Ley). Para los lacanianos, por supuesto, se trata de la inauguración de la significación, la formación del inconsciente, la evolución del deseo en la entrada a lo simbólico y la salida (escape) del Orden Real. Ver de Jacques Lacan, Los escritos técnicos de Freud, El Seminario , Buenos Aires Ediciones Paidís, 1975).
[5] El deseo no sólo se da en la alienación del sujeto, de su propio ser (de sí mismo), sino en la percepción de éste en su separación de los objetos con los que se identifica y anhela. Se trata de una falta que se estimula con aquellos pequeños objetos que desde la infancia quedan grabados en el inconsciente. Del júbilo de reconocerse en el espejo, el sujeto recien formado pasa a la alienación y frustración de encontrarse con el nuevo registro que le permite reconocer que no es el poseedor del falo del deseo de la madre. Es el momento en que el infante pasa de la imaginaria individualidad (del “moi” convertido en “Je”) al estadio simbólico del reconocimiento de la metáfora del Padre y la responsabilidad social.Véase el clásico ensayo de Jacques Lacan: “El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal y como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, Escritos I (Madrid: Siglo XXI, pp. 11-18). En la base queda, no obstante, el imaginario materno mediante el que se construye el escenario familiar de la Patria (que adopta lo paternal). Véase de Julia Kristeva, Historias de amor (México: Siglo XXI Editores1987).
[6] Ver mi ensayo, “La cultura tardomoderna de la pseudocomunicación en La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez”, en Modernidad literaria puertorriqueña (San Juan: Isla Negra Editores/Editorial Cultural, 2005, pp. 211-240). En el drama de Sánchez, además de Creón, el enemigo de Antígona es el mundo masmediático agenciado por el imperialismo norteamericano en Puerto Rico. Un poco antes, en Los soles truncos de René Marqués, el mundo moderno del otro ha acorralado a las mujeres, pero vemos que el sacrificio crístico implica una victoria en el reconocimiento de la historia que parece reinvindicar al mártir nacional en su eticidad y obediencia al mandato primordial del pasado (la libertad en la familia hispana en su “pureza”). Antígona triunfa éticamente, pero el mundo que la rodea y la “vence” es mucho más visible, organizado y poderoso que el que encontrábamos en el drama de Marqués. Ya Pedreira en Insularismo había avisado de los males civilizados (“malestar cultural”) que traía el invasor consigo.
[7] El hablante dramático de Luis Rafael Sánchez ve con ironía el nacionalismo territorial de Antígona, lo que equivaldría a decir que este dramaturgo reconoce la presencia y avance histórico de una modernidad adversa al nacionalismo. Frente al lenguaje letrado y teatral de Antígona se posa el lenguaje performativo e informático de los medios de comunicación. En ese sentido, hay una ironía literaria que Carlos Pabón no parece reconocer cuando se trata de las obras de Sánchez (las ensayísticas primordialmente). Sin embargo, Pabón mismo advierte la incertidumbre que hay en los escritores setentistas (Nación postmortem. Ensayos sobre los tiempos de insoportable ambigüedad, San Juan: Ediciones Callejón, 2002, pp. 119-133).
[8] De aquí que Carlos Pabón insista en que una vez deconstruido el discurso naonacional del patriarca, no queda nada (Ver “Custodios de la nada”, en el libro antes citado, p. 151). No obstante, “nada” (ausencia de...) es un significante o metáfora que no desautoriza o anula el discurso nacional; es lenguaje montado sobre un devenir que podemos deconstruir una vez pasado, pero que no podemos predecir. Los discursos y sus propuestas de acción mutan en algo, donde la “nada” es un significate/“nada”. Habría que advertir que lo que queda luego del discurso nacional es la deconstrucción misma de Pabón, un algo dialéctico de oposición que se convierte en el nuevo otro, en el nuevo fantasma (no paternal sino hamletianamente fraternal... o destructivo) que hay que continuar o exorcisar. En tal sentido, el discurso de Pabón es el de un histérico Hamlet, pero agresivo con el fantasmal padre (the undead) y la horda de hermanos indispuestos a entender su argumento. No se debe olvidar que el “padre” (el Simbólico) de la postmodernidad hereda mucho del moderno, aunque sea como imagen postfantasmática (que se sabe imagen y simulacro). Antes que nada, quedan copias y reciclajes. Cabe enfrentarlos con sentido hermenéutico, sin manifiestos rabiosamente nihilistas y escatológicos que sólo llevan a una parálisis nada postcultural. La “nada” que advertían los primeros escritores postmodernos (de los años 90) ya se ha convertido en el “algo” virtual heredero de la igualmente virtual modernidad. Se trata de lo que es la llegada del transparente Orden Real (el esquema de lo desconocido por conocer). Ver del Peter Watson, La Edad de la Nada. El mundo después de la muerte De Dios. México: Ediciones Culturales Paidós, 2015. "No hay nada que expresar, nada con lo que expresarlo, nada desde lo que expresarlo, ningún deseo de expresarlo —al margen de la obligación de hacerlo" (Samuel Beckett, uno de los epígrafes del anterior libro).
[9] Lacan relaciona la problemática típica de Hamlet, el “to be or not to be” con la etapa del complejo de Edipo, la entrada del infante en el Orden Simbólico que lo ingresa en la metáfora del padre, lo desautoriza y le prohibe concebirse como el objeto del deseo de la madre, o el deseo del deseo de la madre (el imaginario del hijo ante lo maternal). Ver de Jacques Lacan, “Desire and the Interpretation of Desire in Hamlet”, en Literature and Psychoanalysis (Shoshana Felman, Edit.), Baltimore: Johns Hopkins University, 1992. Dentro de este modelo, el discurso de Pabón responde al universitario histérico ante la cultura patriarcal que exige vengar al padre nacional. Su resistencia a cumplir con el mandato del padre fantasmático (el asesinado por la joven horda) lo coloca como Hamlet frente a su madre y a Ofelia (con suprema y neurótica hostilidad ante la matria nacional puertorriqueña). Algo similar ocurre en el discurso de Torrecilla y su gozosa angustia ante la muerte del moderno padre. Hago referencia a los hablantes implícitos en las obras de estos dos analistas de la cultura (nada sé de sus vidas personales). Ha de tenerse en cuenta que al desear vengar al Padre se descubre el carácter arbitrario de su mandato y la resistencia a perpetuar esa mimesis. Se trata de una actitud derridariana y lacaniana en que se ve más allá del contenido del lenguaje para reconocer las formas, los signos (el subconsciente es un lenguaje, las metáforas son huellas del devenir) que avisan de la arbitrariedad de toda palabra y acción (ver de Jacques Derrida, La escritura y la diferencia, Barcelona: Anthropos, 1989).
[10] Manuel Méndez Ballester, Tiempo muerto, San Juan de Puerto Rico (Imprime M. Pareja en Barcelona), 1970. Es una obra clave en todo este proceso, pues demarca el fracaso del padre campesino. Ya en una próxima obra, en La carreta de René Marqués ese padre campesino aparece definitivamente derrotado (y luego el hijo suicida). La muerte, en cuanto martirio, se convierte el instrumento del poder ético del colonizado; algo que no interpela a los posmodernos, quienes acuden a éticas menos orgánicas, más bien cínicas (en el sentido deconstruccionista) en cuanto a estos escenarios nacionales que estamos tratando. Antes de este escenario, una obra que salva de la muerte, mediante su poética, all patriarca decimonono, fue El Grito de Lares (1914; 1927) de Llórens Torres. El arma representa la manera de prescindir de la división que provoca la invasión del 98 y su nueva propuesta cultural e ideológica, y conferirle continuidad moderna a la visión emancipadora del 1868. La antigua lucha patria, así, junto a Hostos y Betances,no es condenada al olvido
[11] Interesante resulta que sea la crítica literaria la que lleve a crear conciencia plena de este aspecto del dominio patriarcal en la literatura. Para principios de los años 90, Juan G. Gelpí publica un seminal libro que deconstruye el mandato del patriarca nacional: Literatura y paternalismo en Puerto Rico (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993). Importante en estos aspectos de enfrentamiento al patriarca narracional es también el libro de Juan Flores, Insularismo e ideología burguesa (Nueva lectura a Antonio S. Pedreira), San Juan: Ediciones Huracán, 1979. Similarmente, la crítica de José Luis González y Arcadio Díaz Quiñones ha sido clave en estos aspectos desarticuladores del dominio racial y cultural del antiguo patriarca. Estos últimos dos analistas rompen con la imaginaria utopía de la felicidad campesina y abogan más por la fraternal y obrera lucha en la ciudad. Carlos Pabón (en Nación Postmortem...) representa la respuesta antipatriarcal más neurótica, precisamente por la conciencia de lo vacío, abismal e insoportable que queda, por la falta de la falta. Más consciente de la necesaria confraternidad citadina es el (post)racional Rafael Bernabe en su libro Manual para organizar velorios (San Juan: Ediciones Huracán, 2003). Son, como vemos, respuestas compungidas o consoladoras ante la metáfora del luto narracional. Continuamos en ese sentido, repitiendo distintas versiones del cuadro de Oller, El velorio. Se cree que esta vez no sólo el infante nacional sino también el padre moderno han muerto.
[12] De este autor véase “El Josco” (1947), en Cuentos puertorriqueños de hoy, Selección, prólogo y notas de René Marqués, San Juan: Editorial Cultural, Décima Edición, 1990, pp. 57-64. Se trata de uno de los relatos más leídos por el público puertorriqueño; forma parte del currículo del Departamento de Educación. En el mismo, el lector puertorriqueño parece reconocer mucho de su condición subalterna. Obviamente, los enlaces que establezco entre cuento y cuento son mi manera de narrarlos. Importante en el imaginario del patriarca nacional puertorriqueño ha sido la obra de Luis Llorens Torres, El grito de Lares (1911?). Se trata de una obra en que el dramaturgo rescata el mito na(rra)cional puertorriqueño, para las letras de la primera mitad del siglo XX.
[13] “Lolo Manco”, cuento de Edwin Figueroa, aparece en la revista Asomante (3-1956) y en Cuentos puertorriqueños de hoy, pp. 187-213. El tormento del cuerpo nacional se convierte en eros-ágape del letrado nacional de mediados de siglo. La mortificación del cuerpo es cronotopía fundamental en la obra de René Marqués.
[14] René Marqués, La carreta. Drama puertorriqueño, Río Piedras: Editorial Cultural, 1963.
[15] El cuento aparece en el libro En este lado (México: Los Presentes, 1954) y en Cuentos puertorriqueños de hoy, de René Marqués (San Juan: Club del libro, 1950. El relato que busca explicaciones profundas del existir en el fondo de la otredad lo encontramos ya desde el siglo XIX en la novelita titulada El fondo del aljibe de José Zahonero (Madrid, 18 de octubre de 1885).
[16] En este sentido no es casual el título de un libro como Reunión de espejos de José Luis Vega (Río Piedras: Editorial Cultural, 1983).
[17] Ver mi análisis de este cuento, en Modernidad literaria puertorriqueña (San Juan: Isla Negra Editores y Editorial Cultural), 2005:139-166. Pese a su neorrealismo marxista considero que González fue más seguidor de las estéticas del primer Lukacs en Teoría de la novela, en las que se propone que el arte, en su noción hegeliana, se relaciona con la totalidad de las fuerzas históricas universales antes que con la documentación incidental de los detalles finitos de la realidad. De ahí que la visión sicoanalítica de González sea más sartreana que frankfurtina. Ver la tesis de Doris Hernández, “Realismo y justicia en los cuentos de José Luis González”, (Departamento de Estudios Hispánicos, Universidad de Puerto Rico, 2008).
[18] La llegada es publicada en San Juan por Ediciones Huracán en 1978 y Balada en otro tiempo por la misma editorial en 1980. Algo diferente a la mía parece la interpretación de María Elena Rodríguez Castro en “El viajero inquieto: Los deberes de José Luis González”, Revista de Estudios Hispánicos, Universidad de Puerto Rico, Año XXX, Núm. 1, 2003, pp. 53-72. Véase también José Luis González: Cuentos completos, México: Alfaguara, 1997. De Guillermo B. Irizarry es José Luis González. El intelectual nómada, San Juan: Ediciones Callejón, 2006.
[19] En cierto sentido, este cuento representa un proceso intermedio en el discurso de González, pues el relato “Encrucijada” de 1943 inicia la pugna del uno con el otro, del ego y su mirada al otro. Las “novelas” que a continuación se discuten ofrecen, junto al cuento “La noche que volvimos a ser gente”, una superación de la pugna ya que en las mismas el autor se muestra muy reconciliador. Se acude a la dialéctica histórica como sujeto totalizador más allá de las percepciones individuales. El otro que irrumpe no es ni el negro interno ni el yanki externo, es el capitalismo. En el cuento “La tercera llamada” (1970) un sujeto se encuentra con su mismedad (su alter-ego), pero para aceptar la diferencia de sí mismo, al abandonar a la mujer que lo ha llevado a vivir una vida contraria a lo que él en verdad es.
[20] En este sentido, hay avance en la ideología na(rra)cional, pues la concepción de González no es la misma que la de sus coetáneos. Con sus concepciones raciales más complejas y su perspectiva socialista, González propone una nueva mirada al nacionalismo. Tal vez éste sea el aspecto matizador que se echa de menos en los reclamos de Carlos Pabón, en su citado libro. Ver “La llegada: ¿relato antiheroico” (pp. 247-253). Habría que tener en cuenta que la relación de los escritores con el relato nacional va transformándose a lo largo del siglo XX. González representa un estadio bastante avanzado y crítico de ese proceso, el mismo que ha culminado en la metacrítica de Pabón, como una de las varias respuestas a que se ha visto sometido el discurso na(rra)cional. No obstante, González es aún un neo-realista hegeliano que no concibe que incluso su más amplia postura socialista carece de metacrítica historicista. Si bien concibe que la historia nacional ha sido la privilegiada por el hacendado blanco, no reconoce que la suya es la metáfora de un intelectual socialista que se define por negación al Otro, para reemplazarlo. Eso era lo deseado por los socialistas de entonces. Ese mundo de concienciación, no obstante, se ha desvanecido ante los nuevos espejos y las miradas que impone el mundo tardomoderno de un sujeto nada racional, donde lo nacional no está ya en juego (al menos de la manera en que lo concebía González)
[21] Este cuento aparece en un cuaderno, junto a Los soles truncos, en 1963, según Josefina Rivera de Alvarez, en su citado libro, pág. 497.
[22] Pedro Juan Soto, Spiks, Tercera edición, Río Piedras: Editorial Cultural, 1970, pp. 23-29. El mentado cuento gana el primer premio del Ateneo en 1954.
[23] En la pulsión de muerte el sujeto suele encontrarse subliminalmente con el deseo de aniquilación del cuerpo, el Tánatos que contradice el Eros o pulsión de vida. Cuando el sujeto cobra conciencia de lo ilusorio de la imagen del otro (el sí mismo), se torna regresivamente violento y agresivo, adviniendo así el deseo de muerte (ver de Julia Kristeva Historia de amor, México: Siglo XXI, 1987). Antes que una patología, la pulsión de muerte debe ser vista como una actividad creadora que pretende acercarse a procesos finales y aniquiladores. Ver de Joel Whitebook, Perversion and Utopia. A Study of Psychoanalysis and Critical Theory (Cambridge: The MIT Press, 1995); y de Jerry Aline Flieger, Is Edipus OnLine? Siting Freud after Freud (Cambridge: The MIT Press, 2005).
[24] Ana Lydia Vega, Encancaranublado y otro cuentos de naufragio, San Juan: Editorial Antillana, 1982, pp. 81-86. Nótese que en la metáfora del naufragio se encuentra el ahogo del sujeto en el mar hostosiano que ya ha perdido pertinencia. Se trata del Narciso que comienza a sumergirse y ahogarse en su clásica imagen del viaje. Esta vez se trata del fracaso del viaje nacional. Similar ocurre en la estructura de Felices días, tío Sergio de Magali García Ramis, en que el sujeto se ahoga en el silenciamiento y represión del discurso de su espontaneidad yoica. Existen alusiones al nuevo mar mediático (donde se pierden las cartas) de fines del siglo XX. Emilio Díaz Valcárcel atiende esta metáfora extendida, de la pérdida de la comunicación, en Figuraciones del mes de marzo (1964). Rosario Ferré y Manuel Ramos Otero (mediante el feminismo y el queerness), como representantes de la Generación del 70, serían voces clave en estos aspectos de la comunicación antipatriarcal.
[25] En Nación postmortem. Ensayos sobre los tiempos de insoportable ambigüedad, Carlos Pabón reconoce en este cuento las ataduras que aún mantienen escritores como Vega frente al mandato nacional (pp. 110-119). No obstante, no creo que se deba hablar de “obsesión patriótica” o “conservadurismo intelectual” (p. 111), teniendo en cuenta un relato como el que se alude aquí. Si bien no hay sujeto patriótico debido a la enajenación (del protagonista), como no hay posibilidad de patria, tampoco podemos inferir que haya defensa de un ideal patriótico a la manera de René Marqués, por ejemplo. Existe oculta incertidumbre (mezclada con carcajada) en este cuento, desde el punto de vista del hablante y la enunciación de la estructura profunda. Aunque a la larga hay deseo de reconocimiento narracional, más allá de Vega misma, como sujeto real. Se revela un hablante del discurso que ha superado el nacionalismo maniqueo e ingenuo. Pabón tiene razón fundamental en sus planteamientos ideológicos, pero los mismos requieren ser matizados con teoría del discurso literario, pues éste suele ser ambiguo, en el mejor sentido estético (y esto vale incluso para el ensayo como género). Críticas agudas y válidas, sobre el neonacionalismo, son las que también ofrece Rafael Bernabe en Manual para organizar velorios, San Juan: Ediciones Huracán, 2003, pp. 81-87.
[26] En Concierto de metal para un recuerdo y otras orgías de soledad. También en Reunión de espejos de José Luis Vega, (San Juan: Editorial Cultura, 1988, pp. 49-58). Lo metálico de la modernidad y la "soledad" del sujeto se unen en un nuevo paradigma discursivo. Esta vez se trata de la muerte visitando el mismo centro del discurso, para disolverse en el ruidoso concierto moderno.
[27] Nada sabía este autor de que más adelante en su vida, se encontraría con la pulverizadora metáfora de la muerte que provoca el SIDA. Véase su poema “Nobleza de sangre” de Invitación al polvo (San Juan: Plaza Mayor, 1991). La ironía ante la relación entre literatura y Eros es deconstructiva y total. Pocos han enfrentado con tanta conciencia la metáfora de su propia existencia en cuanto desintegración total.
[28] Pág. 56 de Reunión de Espejos. Este privilegio que Ramos Otero le otorga a la imagen sobre el objeto o sujeto anterior a la misma coincide con las ideas de Jean Baudrillard propuestas en De la seducción (Madrid: Cátedra, 1981).
[29] Aparece en El rostro y la máscara. Antología alterna de cuentistas puertorriqueños contemporáneos, Selección y prólogo de José Angel Rosado. San Juan: Editorial Isla Negra y Editorial de la Universidad de Puerto Rico, pp. 127-130.
[30] “... podemos preguntar: ¿qué clase de cultura líquida se derrama por las grietas del terreno seco de la modernidad? La postmodernidad ha traído flujos sociales que alientan formas inestables de empleo, reponsabilidades económicas que huyen de los territorios delimitados, movilidades globales que viven en la incertidumbre, oleajes y vaivenes políticos que no respetan las soberanías estatales antiguas, derramas de población que provienen de remolinos caóticos en la periferia del mundo. Sin duda se está expandiendo una nueva forma de vivir. Una burbujenate política postdemocrática comienza a empapar la sociedad, que se ve dominada por una creciente irresponsabilidad húmeda y flácida” (Roger Bertra, Territorios del terror y la otredad, Valecia: Pretextos. 2007: 51-52).
[31] Tanto la novela Exquisito cadáver de Rafael Acevedo como La cabeza de Pedro Cabiya, aluden al arquetipo del agua y su significación cibercultural y postmoderna. En el líquido tanto real, ficticio y cibernético se encuentra el cuerpo muerto como el cuerpo preservado (mediante la técnica) del sujeto nacional ya más sumergido en el mundo postmoderno. Importa entender la parodia en que navegan estas cronotopías, algo propio del discurso más contemporáneo, no sólo en Puerto Rico, sino a nivel internacional.