lunes, 14 de mayo de 2012

Análisis de Felices días, tío Sergio de M. García Ramis


Ideología y sexualidad en Felices días tío Sergio
 de Magali García Ramis

Luis Felipe Díaz. Ph. D.
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico
Río Piedras


(Este estudio apareció inicialmente en la Revista de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico (1994); luego en Modernidad literaria puertorriqueña (2005) de Ediciones Isla Negra (San Juan). Esta versión está parcialmente re-editada y mejor pensada).




Magali García Ramis parece atender uno de los señalamientos fundamentales que hace Julia Kristeva (y otras feministas como Rossi Braidotti, por ejemplo) en cuanto al discurso literario de la mujer dentro de la cultura androcéntrica y heteronormativa. Tras toda la complejidad teórica se advierte cómo básicamente las mujeres escriben de dos maneras, nos dice Kristeva, no de tan manera binaria como a primera vista parece. Producen libros altamente compensatorios y sustitutivos de lo que debe ser la familia (como la autobiografía, el romance, las historias o fantasías sobre la unidad familiar), o proceden, por otra parte, como escritoras histéricas, bichas apegadas a los síntomas del cuerpo y a su desequilibrado ritmo.[1] Se les concibe ya piadosas como la Virgen María o como seres histéricos guiados por los síntomas del cuerpo conducentes a la transgresión neurótica. A través de los siglos modernos, especialmente en siglo XX, las cosas se han complicado y no cabe verlas así de bipolarizadas (Kristeva misma lo entiende así). Resulta de ese modo sobre todo con la mentalidad vanguardista de los años 20 y la de los radicales postvanguardistas de los años 70. Hay mucho de perspectivismo e ironía en todo esto del discurso y proceder de la mujer en el siglo XX ya sumergida en la compleja modernidad. Gran cautela debemos también mantener los que criticamos por más feministas que seamos. Aunque algunos somos gays, seguimos siendo hombres, varones, inevitablemente comprometidos con ese campo semántico del androcentrismo compulsivo y manipulador.
     De particular interés resulta la visión de lo que ha sido la representación y visión de la mujer en Puerto Rico, según se nos revela mediante Magali García Ramis (n. 1946) en su celebrada novela Felices días Tío Sergio de 1986.[2] Se trata de una obra que ofrece un gran avance en la cultura letrada puertorriqueña mayormente dominada por los hombres. Desde la Generación del 30, con Julia de Burgos (1914-1953) al frente (un poco antes habría que tener en mente a María Luisa Capetillo, 1899-1920, entre otras), se expresan importantes sentires de protestas feministas. Pero es en verdad en los años 70 cuando implosiona decididamente el discurso feminista puertorriqueño (Rosario Ferré, Olga Nolla, Angela María Dávila, y muchas otras).
     Mediante la protagonista del relato (Lidia), García Ramis nos expone lo que podría considerarse como un gran esfuerzo de superación ante una sociedad altamente opresiva, equívoca y desequilibrada, neuróticamente dominada por el Orden Simbólico (andronormativo) de la cultura masculina y patriarcal, muy particularmente en una cultura colonial y sumamente subalterna.[3] Éste es precisamente el orden que construye el tipo de escritura masculina, denunciado por Kristeva y que Magali expone muy conscientemente al escribir una novela que problematiza la orientación de la mujer, desde su identidad de género, en el mundo colonial puertorriqueño (esto es pese al alcance no del todo reflexivo de la protagonista, como veremos).
     Se esmera García Ramis, además, en alcanzar un nuevo espacio significativo de reconocimiento de la vida tanto a nivel del Orden Simbólico de la cultura como del Orden Imaginario de la integridad del ser.[4] Tan esmerada superación no significa, de ninguna manera, que a niveles sumamente profundos las significaciones de la obra no dejen de estar sumergidas en ciertas ambigüedades e incertidumbres. Por ejemplo: luego de haber superado, a nivel imaginario, el problemático mundo que síquica e ideológicamente hostiga a la protagonista Lidia, y al tío Sergio también, queda en ella el deseo de encontrar la explicación de una gran Falta, de algo que permanece sin explicar. No obstante, la protagonista termina comprendiendo no sólo el equívoco y desequilibrio de la cultura dominante de la cultura patriarcal, sino también la incompleta y la, en parte, trunca y marginal disidencia representada por el tío Sergio que tanto ama. De ahí que el deseo de superación no sólo se exprese ante la cultura dominante del Simbólico masculino que oprime tanto a la heroína como al tío, sino que se revele también frente al temeroso y distanciado proceder de este último ante esa cultura. Entendemos que tal vez Lidia tenga mucho de gay, subconscientemente, y se prepara para un mundo en que la defensa de la sexualidad diferenciada exige una militancia distinta a la del tío. Pero de esto último no se hace referencia abiertamente en la novela, aunque queda sugerido. Se requiere analizar con gran cautela pues tal parece que la autora no quizo de ninguna manera entrar en los problemas y conflictos de la consciencia de la protagonista en cuanto a su identidad sexual.
     Bien podemos decir que el deseo de superación de un mundo degradado y de falsos valores permanece en la obra en lo incierto y en la ambigüedad. La lucha frente a las (no tan viejas) estructuras y valores que han regido la existencia del sujeto en la cultura no se presentan en la obra como algo culminado. Las expresiones de una cultura enajenada de sí misma, y que tanto termina repudiando y despreciando la heroína, a finales de la obra no han sido derrotadas y mucho menos aparecen cercanas a ser sustituidas. Porque no se trata tan sólo de una superación ideológica y cultural, sino también de alcanzar nuevos procesos conducentes a reconstruir la sique a nivel amplio, sobre todo en lo relacionado al Eros de la mujer y del hombre mismo en la sociedad. Son alcances que tío Sergio no pudo reclamar, si consideramos que representa aspectos que Lidia parece terminar repudiado, ya adulta, en lo de un orden cultural alienante y opresor que se nutre precisamente de las fallas y vulnerabilidades del personaje mismo (el tío que se esconde), y no permite la expresión plena de las posibilidades de su ser. Felices días Tío Sergio es, en ese sentido, mucho más que una novela feminista, pues se esmera en delinear el perfil de un nuevo sujeto de la cultura nacional puertorriqueña, que pueda ser más frontal y que entienda que la liberación política y la sexualidad deben proceder unidas. Cabría preguntarse también si Lidia es ese nuevo sujeto capaz de realizar ese cambio. Como vemos a finales de la obra, ya para tío Sergio no hay remedio cuando lo sorprende la muerte en el anonimato y el escondite.
     Mas habría que considerar detenida y cautelosamente la importancia que posee la figura de Sergio en esta obra. A nivel profundo en la lectura, el personaje se nos revela a la larga como un significante que, proveniente desde lo distante, viene desde el afuera y  colocará a Lidia en contacto con una otredad[5] cargada de significaciones muy diferentes a las de la represiva, intolerante y antipática cultura de las tías y los otros adultos que la educan. Tío Sergio representa, por una parte, el otro sutilmente rechazado y marginado por los familiares y adultos, mientras que, por otra, deviene en un sujeto de gran importancia para los niños al ofrecer precisamente gratificaciones y valores contrarios al proceder de la represiva madre, y de los demás adultos. En ese mundo de valores de adultos anquilosados, la niña se encuentra asediada y hostigada por prejuicios y equívocos que no le permiten expresar libremente su ser. “Así nos iban educando —nos afirma— con una mezcla de conceptos científicos y religiosos, verdaderos y falsos, liberales y conservadores, producto de miedos y prejuicios o de sus conocimientos y convicciones, que nos tomó una vida reorganizar y clasificar” (28).
     Y para ofrecer una perspectiva de la desacertada ideología de este mundo, la novelista acude al contexto histórico de la cultura puertorriqueña para señalarnos el escenario que se conoce ya a partir de la mentalidad estadolibrista y muñosista de la década del 50. Esta sociedad y sus valores sirven de trasfondo ideológico a la simbología representada en la novela. Se trata del contexto cuya ideología habrá de retener el enajenado sujeto de la modernidad neocolonial[6] (todo visto a través de las personas adultas que rodean a la niña) con sus errados modos de separar lo moral de lo inmoral, lo celestial de lo demoniaco, lo política y sexualmente aceptable de lo supuestamente repudiable. Se proyectan así los contornos de una sociedad colonial que nos viene de los años 40 y 50, que antes de ser auténtica y creativa, anima a la niña a retener e imitar los modelos y valores de los grupos más conservadores de las sociedades del pasado. Los conflictos que comienzan a acarrear este mundo de la modernidad colonial e industrial de los años 50 se evidencian, por ejemplo, en la pugna entre el nuevo entretenimiento que proporcionan la televisión y la tradicional costumbre de rezar el rosario todas las noches (tradición de tipo rural). Pero frente a la lucha que se cifra entre lo conservador y lo novedoso, incluso el severo tradicionalismo de la madre sucumbe ante la modernidad y la tele. Al respecto nos dice la niña: “Poco a poco se fue interesando en los programas de aventuras como la Ley del Revólver y Los Intocables y todos los de policía, y el rosario se fue rezagando a que cada quien lo rezara por la noche por su cuenta”. (27). Será este súbito cambio hacia las nuevas demandas y estímulos de la modernidad estadolibrista de los años 50 el que habrá de producir en las personas que rodean a la niña una severa confusión de valores y de criterios ideológicos. En ese proceso de cambio se habrán de desorientar, además, los patrones de una cultura todavía no tan distanciada de los valores tradicionales del pasado rural (como el rezar de esa singular manera), pero sí bastante cercana al “orden” de la modernidad, dominada en la nueva ocasión por los inaugurales instrumentales intrasíquicos de manipulación ideológico-subliminal, como la televisión (que llevan a otra forma de rezo: la mirada enajenada que comienza a adorar lo televisivo). Frente a estos procesos se encuentra una cultura de adultos formados dentro de los patrones de una sociedad agraria y católica que para los años 50 se ve afectada por abruptos procesos de industrialización.[7] Muy bien reconoce la narradora los confusos resultados de esa nueva sociedad que se empeña en imponer sus dicotómicos modos de entender las significaciones y valoraciones del mundo. Al respecto, nos dice:

Estaba implícito en la Vida misma, que había un Bien y un Mal, y si se dijera abiertamente o de soslayo, sabíamos que a toda acción, persona e idea se le pasaba juicio en nuestra familia a la luz de ese Bien y ese Mal. Del lado del Bien estaban la religión Católica, Apostólica y Romana, el Papa, Los Estados Unidos, los americanos (...). Del lado del Mal estaban los comunistas, los ateos, los masones, los protestantes, los nazis (...). (28)

 El contexto y los procesos de concienciación y aprendizaje por los cuales pasa la protagonista nos indican que no estamos ya frente a una obra en que personajes y eventos se muestran como fuerzas rivales que internamente organizan el texto desde los contenidos más obvios. El agente adverso que domina en la obra es más bien una estructura ideológica (el Orden Simbólico de la cultura patriarcal dominante) que controla y subyuga a la cultura y al sujeto inquieto e inconforme (como Lidia). Frente a esa situación lo que parece importar no es derrocar lo ya establecido por la cultura o el orden establecido, sino dotar al sujeto del saber necesario (de un nuevo imaginario) para defender la sique de los saqueos posibles de la cultura perturbadora del pasado patriarcal.  Por eso que los críticos consideran la novela como una obra de aprendizaje. Habría que ver si el aprendizaje ulterior de adoptar una imperiosa política sexual se cumple en la obra.  
     El dominante y conservador mundo, la protagonista parece finalmente superarlo en parte a través de una mayor depuración ideológica y una nueva y prometedora moral, luego de incursionar en algo por el vetusto y "clandestino" mundo de tío Sergio. Desde este nuevo entendimiento, y por lo poco que se logra saber de él, Lidia narra lo acontecido según vemos en la obra. También desde esa etapa final de superación —que como notamos también pretende ser sexual—, Lidia relata los acontecimientos de un mundo que poco a poco ella ha aprendido a reconocer en todo su equívoco proceder y en toda su oculta crueldad, sobre todo con el tío. Sólo cabe destacar un momento ambiguo en la novela en que la protagonista, al parecer, no logra superar el mundo que narra, al ser incapaz de entender cabalmente una de sus significaciones (muy relacionada, de hecho, con el título de la novela y las connotaciones amplias de ésta). Se trata del instante en que el tío baila con Mamá Sara la triste y nostálgica danza. Da la impresión de ser un tono musical que logra atraer a dos sujetos opuestos de la pasada cultura puertorriqueña (la tradicional madre y al radical hijo homosexual) y de unirlos a pesar de sus diferencias. Ese tono cancioneril de la cultura tradicional logra refrenarlos en la posible confrontación a que podrían llegar como polos opuestos en esta sociedad. El baile implica un ritual de acercamiento y aceptación).
     Al negar la invitación a bailar que le hace el tío, tal vez Lidia rechaza el continuar la paradójica relación que ha establecido esa cultura patriarcal de quererse y repudiarse a la vez, de ser alegres cuando en realidad se sienten tristes, de seguir una tradición familiar que en verdad ella no comprende (p. 121). Se trata, en lo referente a la madre y al tío, de un momento de tregua en la lucha familiar, en la cual se unen las diferencias de lo masculino y lo femenino, de lo progresista y lo tradicional. Resulta ser el instante en que la niña por impulso no está dispuesta a aceptar ni logra entender.[8] El acto del baile de estos adultos representa, además, el momento en que dos sujetos tan distintos, como el tío y la madre, vienen a inevitablemente unirse mediante la memoria de la cultura musical de antaño ("no volverán jamás, felices días de amor..."). La protagonista no logra entender el acontecimiento, al parecer, a nivel simbólico; la autora (implícita) de la obra, parece que sí.
     Pero volvamos a ámbitos interpretativos menos ambiguos. Tío Sergio es, ante todo, quien habrá de mostrarle a la niña, en oposición al mundo de los adultos, a reconocer de una manera más auténtica la posición que como ser humano se debe tomar frente al mundo, y a identificar sin reparos aquello que debe ser rechazado y reemplazado por ser imposición de falsos valores. Esto permite al tío llevar a la protagonista a ubicarse en un sitial más pleno con su deseo,[9] y entablar un vínculo más íntimo con la creatividad y con lo que podría guiarla a un enfrentamiento con la cultura falócrata y opresiva que ha dominado a los adultos. Al ponerla en disposición de reconocer que las significaciones válidas son precisamente las contrarias a las que le enseña el prejuiciado y desatinado mundo de su familia, Sergio se revela como un ser diferente y contrario a lo que define el mundo (el simbólico) de la cultura dominante por la que tan fanáticamente abogan los adultos en general. Posee amplio sentido, así, el que la identidad de Sergio (un independentista y homosexual) se presente como lo más peligroso y subversivo ante los valores dominantes y más establecidos de la sociedad. Cabe destacar, no obstante, el que su presencia cobre singular prominencia en un mundo que se distingue por la ausencia de sujetos masculinos con amoroso control. Y al no estar presentes estos agentes de dominio masculino, habrán de ser las mujeres quienes defiendan con mayor ahínco las significaciones más arraigadas de esa cultura masculina y falócrata. Se trata, por lo tanto, de mujeres que habrán internalizado un poder cultural en el cual se prescinde de la presencia del sujeto masculino, pues éste ya domina desde los espacios invisibles, como efectivamente el poder y la ideología adquieren supremacía en la sociedad en general[10]. Y esos poderes adquiridos por la madre y la tías, la niña aprende por impulso a repudiarlos y reemplazarlos. A partir de su rechazo a la torpeza del poder ya masculino o femenino que rige la cultura se comprende por otra parte la fascinación y encantamiento de la niña con la sensibilidad y sutileza del tío. Sergio logra despertar en la protagonista el deseo por un Significante de significantes diverso, aquello que en la cultura los individuos suelen desear pero de manera inconsciente (y que en el fondo no logran obtener). A nivel inicial, la protagonista (y la novelista) están en la búsqueda de una expresión cultural de orden diverso, relacionada con una práctica social y humana más auténticas, con una política comprometida y menos contradictoria, y con un placer más genuino por el arte. Y ya a un nivel de mayor profundidad en esta búsqueda, el tío inspira algo más allá de lo ideológico y cultural, pues se revela como un signo de proyección ulterior que la niña no podrá alcanzar por sugerir un deseo sin objeto preciso e identificable. Lidia habrá de quedar a la larga con la noción de una falta profunda en su siquis,[11] y con la impresión de una ausencia de representación “fálica” con la cual se pueda sustituir el simbólico androcentrismo de una cultura dominante que, para ella, ha fracasado en su proyecto humano (a ello haré referencia a finales de este trabajo). En el aspecto de una falta significante, véase que tras su incursión por los sectores de la cultura diferenciada a que la expone el tío, la niña descubre que “Cuando uno aprende algo, de primera intención, siente como si hubiera perdido algo” (136). La noción de haber llegado a una senda final que augura cierta incertidumbre ante lo desconocido que se avecina, es aquí patente y rinde cuentas de la sutil noción de desamparo que, más allá de la impresión de logro, se percibe en la estructura profunda de la novela. Quizás esto se deba a la desaparición del padre, luego de haber castrado simbólicamente a los sujetos en la cultura, y al fracaso del tío, figura que se supone sustituya al padre, pero que solo ofrece su castrante desaparición final. El problema que queda es, ¿cómo la niña podrá apoderarse de una estructura fálica (un significante de organización social) que la guíe en la cultura y la historia? ¿Será el significante clitórico que algunas feministas reclaman? En la novela, Lidia no nos permite como personaje, como actante o símbolo, continuar este tipo de discusión, porque la autora no lo ha querido así (de manera consciente o inconscientemente la autora no continúa su discurso). El personaje no ofrece referencias de sexualidad profunda para una acción futura o continuidad de lo iniciado pr el tío. Mas un novelista lanza su obra y no tiene en mente cómo el crítico la hubiese deseado escribir o interpretar. El crítico, por su parte, debe analizar la semiosis del texto, prescindiendo sus gustos o deseos. Siempre he creído que a quien no le guste como un autor nos presenta su obra, que escriba una que le plazca.
     Aún así, los señalamientos anteriores nos permiten afirmar que la figura de tío Sergio no es tan lineal ni transparente, sino sumamente problemática y ambigua. Se advierte que su acción política y su enfrentamiento con la familia habrán de estar refrenados por el temor a revelar su verdad más íntima, es decir, su homosexualidad. Si bien podemos decir que el tío se acerca a una praxis liberadora y de concienciación política que lo podría capacitar para enfrentarse a la alienación social del mundo, también podemos indicar que tal proceder queda refrenado en el espacio de lo personal e intrasubjetivo (en la sexualidad). Esta limitación precisamente lo hace sumamente vulnerable a los prejuicios sexuales del mundo en que vive. Véase que, más allá de sus contundentes respuestas de rechazo a la enajenación y el desajuste político con que educan a los niños, se distingue, sin embargo, el que en ningún momento Sergio aluda a su condición sexual (que practica más libremente fuera de Puerto Rico y por eso el que emigrara en una ocasión).
     En fin, resulta significativo que la ideología del tío carezca de una consciente política sexual (en su momento (en los años 50 y los 60, no existía tal proceder en Puerto Rico). Pese a su gran capacidad de transgresión ideológica y social, no es capaz de reconocer cómo el poder dominante transfiere la misma intolerancia ideológica a su identidad sexual. Conviene advertir, sin embargo, que esta singular situación nos ubica más allá del horizonte de reconocimiento de que pueda ser capaz la generación que representa Sergio, por lo que la explicación del fenómeno no la encontramos en el texto sino en la historia. La novelista, bien podríamos decir, nos refiere aquí al poco sentido disidente (represión) de la generación de independentistas y nacionalistas (de los años 50 y 60), representados en este caso por Sergio, en lo referente a su limitada capacidad para reconocer que la problemática del mundo no se limita a lo ideológico y que abarca también la identidad sexual (el Eros) de los sujetos en la sociedad. Estamos, pues, ante la mayor crítica de la autora a la particular acción ideológica que desde los años 50 caracterizara a los sectores más radicales del país. Mucha lucha política dirigida hacia el afuera; poca consciencia de las luchas transgresoras que deben provenir del adentro (de la subjetividad y la psiquis). Tiene sentido así el que casi a finales de la obra Lidia le reproche al tío el no haber cumplido cabalmente su papel de educador. Veamos:

¿Acaso no sabías que también eras responsable de continuar lo que habías comenzado con nosotros, nuestra complicidad, nuestro despertar, nuestro atisbo de lucha por la identidad? ¿O es que tú no tienes clara tu identidad y nos lo escondiste? Uno no puede llegar así a la vida de la gente, a prenderle ideas y sentimientos, y de pronto apagarlos e irse. Y eso hiciste tú . (141)

Estos reproches al tío, como representante de la cultura subversiva puertorriqueña, nos proponen que Felices días es también una novela de crítica a la cultura radical y nacionalista de la modernidad y a la cultura liberal muñosista, ya autonomista o asimilista, que se dieran a partir de los años 50. Nos sugieren los reproches, además, que si bien la protagonista se separa del Otro patriarcal y falocéntrico de la cultura dominante, que se desarrolla a partir de la cultura muñosista, también se distancia, aunque con una ironía muy diferente, de la idiosincracia que ofrece el otro de la cultura nacionalista e independentista, vista aquí a través del tío Sergio.[12] Se vislumbra así la búsqueda de una tercera alternativa cultural que se centra en la mejor consciencia de la Lidia ya adulta como sujeto capaz de superar las dicotomías y ansiedades de la modernidad tanto populista como nacionalista. La Lidia adulta, sin embargo, no es capaz de hacer referencia a su identidad sexual y esto es mucho del problema de la novela. ¿No se dio cuenta la autora de este aspecto? ¿Por qué Lidia no es representada como un signo de consciente subversión sexual?
     Cabe reconocer, pues, que pese a afirmar los valores ideológicos del tío Sergio, la novela denuncia, sin embargo, su falta de concienciación sexual. Porque no se trata sólo de la búsqueda de una educación conceptual sino más bien de ponderación y de aprehensión del sentido de lo corporal y su sexualidad. Mas no por ello podemos decir que el intento comunicativo del tío quede del todo frustrado, pues es él quien inicia a la niña en el reconocimiento de sí misma, y quien la conduce a cobrar meta-cognición en una cultura en la cual los individuos son manipulados precisamente por la enajenación y la alienación que propician la modernidad de la sociedad colonial dominante. Conviene destacar aquí, no obstante, que pese a esta toma de consciencia, resulta muy peculiar el que la niña ya adulta tampoco haga referencia a su identidad sexual, y ello a pesar de que podríamos sospechar que su identidad es similar a la del tío.
     Pero si bien la protagonista-adulta no alude a su sexualidad, su aventura auto-educativa la lleva a un estadio de mayor reconocimiento de su “otredad”, que la que posee el tío Sergio. De ahí que no debamos esperar que a través ella no se repita la incompleta acción de tío Sergio. Al parecer, la enunciante total de la obra espera, en este aspecto, la complicidad de un lector capaz de reconocer que su liberación, además de política, ha sido profundamente sexual (en ello estriba la razón de ser de la novela, en el fondo preocupada por la ineludible relación entre política y sexualidad, entre mente y cuerpo, tal y como lo entiende la postmodernidad[13]). Bien podemos decir que domina finalmente en el discurso de la novela, la subversión desde el clandestinaje de la conciencia, desde la complicidad que ofrece el irónico silencio (muy parecido al estilo de los gay “closeteros” y lacónicos de la Isla). Y ello tal vez debido a que la autora del discurso novelesco, al igual que el tío Sergio y la protagonista, se encuentra aún en un contexto represivo que no tolera discursos auténticos y abiertos, por lo que recurre a un distanciamiento irónico que pretende pasar casi desapercibido y que es poco delatador. (Entiéndase que la cultura gay en Puerto Rico aún para la primera mitad de la década del 80 está poco organizada y visible). ( Y si es que debemos contar que quien articula aquí no cayó también en la misma “trampa” del poco hablar sobre el asunto gay cuando presentó este trabajo por primera vez a principios de los 90, en un momento en que casi nadie se atrevía a hablar del asunto en ninguna parte en la Isla). Con razón muchos me hablaron de mi atrevimiento cuando yo no sabía de qué carajo estaban hablando.
     A nivel amplio, la novela se muestra estructurada a partir del deseo de romper con lo establecido, de transgredir la ley y la norma. De ahí que la llegada del tío Sergio divida la historia en un antes y un después, permitiéndole a la protagonista comprender que su instinto de rebeldía tiene razón de ser, pues se justifica ante un mundo cargado de miedos, mitos y falsa ideología.

Así más o menos es como recuerdo la víspera de su llegada; —nos dice— escondida, como siempre habría de ser, huyéndole al castigo de la leyes que iba rompiendo una tras otra, sin proponérmelo, sobando gatos y creciendo en miedos, en el miedo de tantas cosas antes de que él llegara. (p. 28)

     Pero incluso antes de la aparición del tío Sergio, la niña se había dispuesto a romper con la regla moral de mayor envergadura: esto es, la prohibición de ciertas indagaciones sexuales. Tómese como ejemplo la ocasión en que desobedece a la madre y se acerca a la Margara, pese al terror que le han inculcado de la posibilidad de contagiarse con algo desconocido y peligroso (3). Evidente se muestra además este deseo de transgresión, al decirnos a principios de la novela: “retábamos al mundo, al buen gusto y a la familia”. Este placer ante la conducta desafiante resulta en aspecto que la lleva a fijarse en el modo en que se posa su madre: “se paraba en un sólo pie, con el otro puesto en la rodilla del que la sostenía”. Y no se trata de la simple observación de un gesto corporal, pues la niña lo habrá de imitar, impulsada por su deseo de exposición subversiva del cuerpo, y atraída sobre todo por la falta de femineidad que, según lo señalan las tías Elena y Sara F., tal expresión conlleva (p. 1). Mas no debemos pasar por alto esta peculiar y subconsciente transgresión de la madre, por cuanto la misma viene a resaltar en parte la inquietud que hay en la familia por la ausencia de una visible figura paterna que ocupe el centro. Se destaca en esto el lamento de la protagonista cuando dice: “no había ningún hombre que estableciera su ritmo de vida y su modo de varón junto a nosotros”(12). Esta ausencia de una patente figura paternal nos lleva a reconocer una vez más, pues, que la novela nos presenta un desacertado mundo dominado, desde la ausencia por el Orden Simbólico, de una sociedad cuyas significaciones falócratas funcionan desde el inconsciente, de manera invisible y sumamente abstractas, problemáticas e ideologizadas. Y pese a este reconocimiento de la falacia patriarcal, la figura de un padre directriz ideal, ausente en el texto, es algo añorada. En ese sentido, la protagonista, por su parte, y desde su identidad diferenciada, tendrá que reconocer y superar la problemática del mundo sin un padre ideal que la medie y guíe. Tío Sergio, como sabemos, fungirá como la figura masculina con posibilidades de sustituir al padre —situación esta que se encuentra con el inconveniente del que los adultos lo rechacen por su conducta otreica de nacionalista y de homosexual (menos mal que no es travesti). Como sabemos, al final de cuentas la niña habrá aceptado tanto la disidencia sexual como la resistencia política que le inspira el tío, incluso mediante sus tímidos actos.
Esta situación nos sugiere que con García Ramis estamos frente a una inaugural representante de la inteligencia letrada que comienza a expulsar de su horizonte de expectativas socio-culturales necesidad significativa de un patriarca por cuanto es éste mismo quien en un pasado (no novelizado en la obra) ha creado la crisis de la cultura. Esta novela de García Ramis marca el deceso definitivo del patriarca simbólico de la cultura nacional, tal y como ya lo vamos viendo en la obra de Marqués, Díaz Valcárcel, Rodríguez Juliá y Rosario Ferré.[14]
     Y luego de la muerte del antiguo patriarca sólo queda prestarle atención a aquellos agentes de la “otredad” que desdicen y contradicen el contradictorio y conflictivo Orden Simbólico organizado y legado por el patriarcado: a los disidentes nacionalistas, los homosexuales, las prostitutas, los sujetos irreverentes ante el orden tradicional. El tío, figura arquetípica según el sicoanálisis en la sustitución de la figura del padre, viene a llenar en parte este vacío, pero de una manera muy problemática, pues su subversión más allá de traspasar de manera consciente lo político, se encuentra también con una inconsciente y compulsiva transgresión del orden sexual, que es tal vez lo menos tolerado por la cultura falócrata que ha heredado, y dentro de la cual queda atrapado hasta llegar a la tumba. Así fue en la historia, pero en el contexto actual las cosas han cambiado gracias a la militancia feminista y gay de las últimas décadas.
     Nuestra protagonista se encuentra, pues, en la intuitiva búsqueda de un significante superior, nuevo y distinto al simbólico androcentrismo de esa cultura, un símbolo que confiera sentido más significativo y humano a la vida y que le permita reconstruir un mundo en desequilibrio y crisis que ha legado el padre. Por esa razón, la protagonista ya adulta habrá de comprender la dualidad y conflicto en la que se encontraba inmerso su tío. Se compadece del ser que en una ocasión pudo estar, como ella misma dice: “Devolviendo a la compañía los tomos que no vendió de su abominable Colección de Hombres Ilustres Washington nunca dijo una mentira”, “ordenado esas pasteurizadas versiones a medias de la historia”, mientras que por otra parte se identifica con el tío que lee al subversivo poeta español Miguel Hernández (“mientras bajo el brazo llevaba, doliente, sabiéndose incompleto, un poemario de Miguel Hernández?” (6). Este recuerdo de la protagonista adulta, en que antepone el lenguaje poético tan preciado por el tío, al falso lenguaje del patriarcado despótico, nos indica que ya desde un principio la niña Lidia se ha sentido plenamente identificada con el amplio y diferenciado imaginario que el tío representa. Bien intuye que con el rechazo a los signos convencionales de la cultura, el tío propone modos alternativos a la manera de ser que le imponen la madre y las tías, quienes aparecen, como señalamos, dominadas por la implícita ley patriarcal de una sociedad en crisis pero imprudente.
     Desde su aparición Sergio somete a los niños a nuevas experiencias y modos diferentes de concebir la realidad. Mucho más profunda y humana viene a ser su manera de ponerlos en contacto con el mundo al tomar en consideración el ámbito de la muerte. Es de advertirse cómo su llegada coincide con la tristeza de los niños ante la desaparición del gato Daruel. Sorprendidos y entusiasmados quedan éstos cuando el tío les sugiere la celebración de un entierro simbólico, in absentia, para el desaparecido gato. Son ingresados así los infantes en lo que podemos concebir como un nuevo espacio del imaginario, en el cual logran  experimentar las cosas sin su referencialidad inmediata, donde las sensaciones y el cuerpo son sometidos al misterio y al ritual. Son expuestos de esa forma a una nueva relación con la ausencia y la muerte, que más adelante le servirá a la niña para entender incluso la desaparición y la posterior muerte del propio tío Sergio.
     Con su ritualizado proceder, Sergio enseña a los niños, más allá de la indiferencia y dejadez que caracteriza a la cultura dominante ante las relaciones profundas y sentimentales, a entablar un contacto más íntimo con lo sagrado de la vida al rendirle privilegio y continuidad al cuerpo amado, tras la muerte. Al respecto de este ritual véase cómo, en la recepción posterior al funeral del gato, tío Sergio les hizo comer las galletitas en forma de gato, para luego brindar por el ausentado felino, y ello como muestra de un ceremonioso proceder con exigencias de mayor solemnidad ante los miembros de la comunidad.

Entonces empezó a contarnos de cómo algunos salvajes se comían a los jefes de otras tribus y a los misioneros para adquirir sabiduría y su fuerza; nos dijo que era algo simbólico y muy antiguo el que nos comiésemos las galletitas como si estuviésemos metiéndonos por dentro todo lo que queríamos a Daruel.  (23)

Esta manera de ritualizar el cuerpo, la muerte, la ausencia, lo sagrado y lo simbólico también habrá de guardar una relación muy estrecha con el modo en que los niños aprenderán a concebir el simbolismo del arte y la cultura. Se trata de prácticas que les permitirán diferenciarse notablemente de los modos cursis e inauténticos de comprender que ofrecen la educación y las instituciones dominantes, y que les capacita para apreciar con mayor autenticidad de las expresiones del arte y la cultura, de una manera muy contraria a como lo realiza la sociedad tradicional (específicamente la tía Ele, quien más que interesada en el arte lo está en el hecho de que éste procede de Francia  (p. 19-21).
     Estas situaciones y eventos distinguen a Sergio como un sujeto muy distinto al que dispone la tradición cultural masculina, y quien se podría posar como figura sustitutiva ante la ausencia del padre. Pero ya desde un principio tío Sergio representa una severa amenaza al orden falócrata de la cultura dominante, sobre todo por su insistencia en cultivar un nuevo y atractivo imaginario que resulta altamente llamativo para los niños por contrastar con el despótico y prejuiciado mundo de los adultos. Mas conviene insistir en que la protagonista articula su relato novelesco ya desde la capacidad de una adulta que ha trascendido no sólo muchos de los escollos de la ideología y los valores de la cultura dominante, sino también los obstáculos de la incompleta disidencia del tío. Su esfuerzo, es ese sentido, se deposita en la necesidad de alcanzar una reorganización conceptual del simbólico de la cultura así como de reconsiderar el aspecto emotivo-sexual que limita a la postura disidente del tío. Si bien en la tradición histórica isleña esta capacidad y potencial disidentes y revolucionarios ante la cultura oficial y dominante se le ha adjudicado al nacionalismo y al independentismo, no así a los sujetos cuyas prácticas subversivas se cifran en la identidad y liberación sexuales. Por lo general, la sexualidad aparece en la literatura anterior a esta obra de García Ramis, alienada (en el inconsciente) de la política y la ideología en relación con la sexualidad. Quizá estemos aquí ante una ineludible dialogicidad con el discurso de René Marqués, sobre todo si reconocemos en algunas de las obras de este autor (anteriores a La mirada) una soslayada y latente expresión homosexual que se presenta como alternativa al simbólico de la cultura dominante, aunque ello no sea de manera consciente. La enunciante (hablante) de Felices días, por su parte, no lleva hasta mayores límites la importancia de la sexualidad en lo que podría ser una re-organización del Orden Simbólico de la cultura, aunque sí posee una consciencia e inquietud más agudas que la mayoría de los novelistas anteriores sobre estos aspectos. Tal vez la novelista espera que se sobreentienda que la Lidia adulta de las últimas páginas de la novela articula desde un no explicitado entendimiento de lo gay-lésbico (algo maternal)
     Las consideraciones sobre la sexualidad nos señalan que en esta novela no basta sólo destacar las diferencias ideológicas y axiológicas, como en otras obras de la literatura puertorriqueña, sino que cabe también advertir la singular relevancia que adquiere la representación de una problemática tan singular como es la del género. Evidente resulta, en este aspecto, el obsesivo deseo y la lucha de la protagonista por comprender el mundo desde la particular perspectiva de una mujer que no sólo se resiste a aceptar las imposiciones de la cultura masculina tradicional sino las de las propias mujeres que la rodean. Tomemos simplemente como ejemplo de ello la ironía con que la protagonista relata el momento en que le ofrecen un libro para comprender mejor su primera menstruación:

La misma noche que Mami nos dio los libros, después de hacernos prometer que no nos los prestaríamos porque era “lectura individual y privada”, nos intercambiamos los libros y nos encerramos cada uno en su cuarto a tratar de entender qué era todo eso sucio y malo que el sexo traía, todo el dolor de la humanidad, todo el sufrimiento del parir que Dios dio como castigo a la mujer por haber tentado a Adán, toda la responsabilidad que implicaba la gracia divina del sacramento del matrimonio, (...) Pero en ningún lugar decía cómo era que uno hacía el amor (86-87).

Se evidencia en este fragmento el proceso mediante el cual la niña va descubriendo los signos de una sociedad capaz de hacerla diferente y designarla como mujer de acuerdo con los intereses de una cultura que privilegia lo masculino y todas sus equívocas y alienadas nociones conceptuales y corporales. Se trata precisamente de la cultura hetero-androcéntrica que la va convirtiendo en un “otro” desplazado y suplementario, de manera similar como lo ha hecho con Sergio. (¿Cómo la adulta Lidia se habrá de convertir en una otredad?, es algo que no se nos relata en la obra; quizás debamos esperar las próximas narraciones de la autora para saber el destino de este actante-personaje). Como todo sujeto de esa sociedad, inicialmente la niña habrá de internalizar el simbólico de la cultura masculina por el proceso de diferenciación de signos corporales con efecto intra-síquico:

De pronto, todos los calzoncillos que colgaban en los patios y galerías eran motivo de interés para mí, —nos dice— porque ahí estaba la forma de los hombres. Todos los calzoncillos jockey tenían el molde de los hombres. Todos, hasta los de Andrés y tío Sergio. (pp. 87-88)

 Mas adviértase que el momento de mayor reconocimiento de esta diferenciación que la cultura ejerce hacia su cuerpo se revela a través de la conducta de su hermano. En una ocasión, en ánimo de desquite, Lidia pretende sorprenderlo advirtiéndole que sabe de sus prácticas de masturbación. Ante la amenaza que podría ofrecer la niña, y al pretender ésta participar del simbólico masculino, el hermano le indica:

Mira, yo soy un hombre, ¿ves? Los curas son hombres. Ellos entienden. Yo le puedo decir que compré libros de sexo y hasta que me masturbé, y me dicen que cuántas veces y me mandan unos padre nuestros y credos y ave marías y me perdonan. En cambio tú... (...) Tú eres una mujer y no se supone que hagas nada. Las mujeres tienen que ser limpias. Tú nunca te vas a conseguir novio, nunca te vas a poder casar si no eres limpia. Al padre no le va a gustar que sepas de sexo o mires revistas o hagas nada. Capaz que se lo dice a Mami y tía Ele (89).

La reflexión de Lidia ante estas palabras es inmediata:

Y mi mundo se cayó. Andrés me estaba haciendo un favor al decirme todo esto, y era cierto. Los varones, porque tenían el “lobo por dentro” como decía Sara F., cometían faltas a la pureza pero no podían evitarlo. En cambio las mujeres éramos sólo viciosas porque Dios sí nos había dado la fuerza y la gracia divina para aguantar la tentación ya que no éramos como los hombres, no teníamos la urgencia del lobo por dentro. Yo, era una viciosa. No quería decírmelo a mí misma pero eso era lo que yo era (89-90).

     Mas si bien podemos leer con ironía estos juicios (pues Lidia sabe que está muy distante de ser viciosa y sucia), debemos también advertir su reconocimiento de cómo la cultura es capaz de marginar a aquellos que se salen de la norma. De esa manera lo entendemos cuando nos dice: “Yo excomulgada de la Gracia Divina, lo sabía, yo para siempre fuera de los buenos, de los JUSTOS, de los LIMPIOS, de los CATÓLICOS, de mi FAMILIA. Yo en liga entonces y quizás para siempre con los parias, los distintos ¿con el Tío Sergio? ¿Le habría pasado algo así a él?” (90). Bien ha entendido finalmente la adolescente Lidia que la cultura del simbólico masculino y patriarcal fragmenta, margina (castra), y establece la diferencia de la mujer en un plano de subordinación. Reconoce, además, la capacidad de la sociedad dominante para someter la mujer a un proceso de castración simbólica tanto ante la cultura en general como frente a los varones. Importa advertir, no obstante, que la niña ha aceptado de una manera muy irónica el Complejo de Edipo y el Complejo de Castración a los cuales la cultura del simbólico patriarcal también somete a los varones para alcanzar la sumisión y la obediencia. Se muestra Lidia, así, muy contraria al tío, quien ha sido doblegado por estos dos complejos culturales, al improductivo y temeroso silencio.
     Más adelante, a través de los episodios de violencia provocados por la cultura de dominio masculino, la niña tiene la oportunidad de mostrarse a sí misma lo arbitrario de su rol subordinado. Al relatarnos la airosa defensa que realiza ante la violencia iniciática de los demás estudiantes varones frente al hermano, se percata de que su posición de mujer subordinada a la cultura masculina es más compleja de lo que pensaba. Luego de la frustrante reacción del humillado hermano la protagonista nos dice:

Nos quedamos demasiados sucios, pero sí callados. Caminamos de regreso a casa, yo asustada. Andrés humillado. Si yo hubiese sido su hermano menor, seguro estaría orgulloso de mí. Hubiésemos sido como los Hermanos Villalobos, los Hermanos Solís frente al mundo. Pero ¿a qué adolescente le podía gustar que su hermana menor le ayudara a pelear contra sus compañeros de clase? Era vergonzoso y sin embargo, era bueno que sólo a él no hubiesen logrado bajarle los pantalones. (95-96)

 Nuestra heroína, además de sufrir el pleno descubrimiento de no ser a la usanza de los varones (deseo de masculinidad que habrá de reprimir), tendrá que tolerar, aunque con rabia, el castigo (entiéndase, la castración) al que la someten. No entiende todavía las diferencias de género y sexualidad que no son necesariamente lo mismo. Y será Sergio quien una vez más saldrá a solidarizarse con ella, compadeciéndola con ternura y compasión. Ante el hecho, nos dice la niña misma: “Y yo me eché a llorar con mucha vergüenza porque en mi familia no se lloraba y para ese tipo de ternura, yo no tenía defensas” (99). En esta ocasión si logra unir su cuerpo y sentimientos a los del tío.
Singular resulta el que todas estas inseguridades dan base al inmenso deseo de Lidia por abandonar la etapa de lo que le parece una insegura y frágil niñez y por alcanzar cierta seguridad que cree reconocer en la adultez. Al respecto nos dice: “(...) si algo ansiábamos mi hermano y yo era poder responder a los regaños y consejos, acabar de ser grandes y alejarnos para siempre de la vida que llevábamos” (2). Más adelante asegura: “mientras sentía unas ganas terribles de llorar, de acabar de crecer, de irme de allí” (5). Mas pese a este conflicto con la niñez, podemos decir que hay tensión dialéctica en el discurso total de la obra, pues se evidencia en la creación de la novela una necesidad de retrotraerse a la niñez en búsqueda de explicaciones válidas que puedan arrojar luz sobre el origen del desajustado mundo de los adultos y de esa sociedad patriarcal. De ahí el ansioso deseo de aprehensión de un sujeto infantil que pueda revelar de manera metafórica y metonímica la problemática de la cultura nacional. Pero a pesar de esta búsqueda de los orígenes, no debemos pasar por alto el que se trasluzca en la obra un ambiguo resentimiento ante el pasado y la niñez, que si nos fijamos en el título de la novela, parece imponerse después de todo. Bien podemos advertir el sutil dejo de irónica nostalgia en un título en que se menciona una felicidad que sólo existió en el fugaz momento de un baile que la niña no pudo entender cabalmente. En ello —me parece— hay más ruptura y malestar que continuidad y nostalgia. Me paree que la danza en el fondo es un baile que propicia la obediencia de la mujer al compás del hombre y su coqueteo; algo que la niña, como futura lésbica, y casi por instinto, no se dispuso a obedecer.
     En esta búsqueda de procesos que podrían dar parte de la infancia, cobra singular importancia la praxis corporal, específicamente en la semiosis del olfato: “y su olor, sobre todo yo insisto en su olor”, —nos dice la narradora refiriéndose al tío (80). Cuando colocan aparte la ropa de Sergio, la niña señala: “En la primera oportunidad que tuve, yo levanté la tapa del hamper de la ropa de Tío Sergio y olí y olí tratando de establecer una diferencia entre su ropa y la nuestra y lo único que conseguí fue identificar claramente y para siempre su olor, porque los de todos los demás estaban mezclados” (85). Y luego de sorprenderse de encontrar a Sergio y Micaela en la cama, la niña dice: “Me acerqué y toqué las sábanas, miré afuera, no fuera a venir nadie y me acosté en la cama. Traté de oler la almohada, pero sólo olía a aguas de lilas, (...)” (132). Significativo resulta este placer obtenido a través del olfato, pues como Lidia misma señala, éste ha organizado muchas de las significaciones de sus espacios y experiencias más vitales. Así nos lo evidencia cuando dice:

Quiero que entiendas que cuando tú llegaste, yo quería identificar claramente los olores que más me gustaban, que llenaban las necesidades más mías, que ordenaban mi vida: el de las crayolas, de mi niñez y mis estudios; el del culantro, de la vida familiar; y el de pólvora de los fulminantes de mis juegos y de los cohetes de fiestas de navidad. Entonces me empezó a gustar el tuyo, y fue a la par con el de los libros, sobre todos de los libros de arte, y nunca los he podido separar. (137)

     Finalmente, al lamentarse por la partida del tío, la protagonista se aqueja de que incluso le coarten el placer del olfato que la une él: “Pero cuando te fuiste limpiaron tu cuarto y no dejaron trazo de tu olor” (137). No obstante, y después de toda esta violencia y opresión del mundo, incluso contra su sentido femenino (contra su cuerpo y su olfato), no logran eliminar la profunda dimensión simbólica e intrasíquica que para Lidia ha adquirido la figura del tío. Sergio habrá de quedar fijo en la memoria como ocurriera con el gato que en ausencia fuera ritualizado, convirtiéndose así en mito y símbolo capaz, mediante la memoria, de conferir significado y continuidad, desde su muerte, a la existencia. Y es precisamente al estar ausente en cuerpo, luego de haber provocado representaciones y estímulos tan intra-subjetivos, que Sergio adquiere un gran potencial para representar el significante ausente buscado por la niña, pero ya dentro de un orden simbólico muy superior que pueda sustituir el androcentrismo de la cultura dominante. Sobre esta búsqueda de un significante fálico véase que en una ocasión se pregunta: “¿Era pecado darse cuenta de que entre las piernas de todos los hombres colgaban sus sus sus Andrés decía bicho, Mami decía pipí, las tías decían “eso”, Mamá Sara “el pajarito.” Tío Sergio nunca lo mencionaba” (p. 88). Y en este aspecto, más allá de las significaciones conscientes de la obra, cabe destacar cómo la diferencia que marca al tío en su constitución sexual (es decir: la ausencia de un lenguaje, pues “nunca lo mencionaba”) lo lleva esta vez a convertirse en significante a-fálico del deseo de la niña. Resulta aún más sorprendente la peculiaridad de esta situación que lo propone como un poder diferente al del simbólico de la cultura dominante, cuando vemos que la niña se percata en una ocasión del fallido intento de su tío en relacionarse sexualmente con Micaela (131-133). Por nuestra parte cabe señalar que, más allá de los celos que la relación del tío con Micaela le provoca, estamos aquí ante un nivel subconsciente en que Lidia descubre la falta de potencia y acción fálica del tío en el mundo heterosexual con las mujeres[15]. Mas este reconocimiento de la privación en el tío, que se compara con la falta de ella misma tal y como se la atribuye la cultura masculina (no se olvide el diálogo con el hermano) no la lleva necesariamente a la frustración o al trauma incapacitante, por cuanto en el fondo ha reconocido que su tío es de una constitución sexual distinta a la de la cultura dominante que tanto desprecia. Ciertamente hay confusión inicial al ver que su objeto del deseo carece del fetiche fálico que le permitiría activar aunque fuera imaginariamente sus deseos incestuosos y alcanzar algún tipo de satisfacción en la cultura disidente. Pero más adelante habrá de desplazar su eros hacia acciones y actividades sublimadas de diversa índole simbólica y creativa. De ahí que el poder alcanzado por ella finalmente, se manifieste a través de la escritura y el dominio del ser obtenido por medio de la palabra y el arte. Tiene sentido así que casi a finales de la obra la narradora señale:

... y te recordé con ese cariño de antes y te recordé con Micaela, levantándote de unas sábanas mojadas, muerto en la niebla como el Rey Arturo, y, a diferencia de él, vencido sin haber tenido ganas de luchar, vencido y yéndote, dejando atrás un mito, y recordé aún más fuertemente el día que bailaste con Mamá una danza, al son de antes de que “no volverán jamás felices días de amor” y aguantando las ganas de llorar y descubriendo que yo todavía seguiría por la vida, comencé a desbordarme en ti en un español incierto y auténtico y agarré papel y pluma para empezar esta carta que comenzó “Felices días, Tío Sergio, Felices Días... (150).


     Vemos, pues que el fracaso sexual (según la visión heterosexual) del tío, en esta experiencia que relata la joven Lidia, está relacionado en parte con la canción triste-feliz que baila con la madre, y que la niña no logra entender como ritual tan extraño, que me parece cuestión más bien generacional y muy de un pasado cuando “solo ellos se entienden”. Por eso cabe entender la reacción de Lidia en su incapacidad de aceptar esa manera de inter-relacionarse en el pasado. Tal parece que se trata de un código comunicativo que la generación pasada logra manejar para unir sus cuerpos (sus conciencias), para ser felices y amarse, pese a tanta incertidumbre y confusión. Los conceptos de lo gay y lo homosexual, a partir de los años 90, han cambiado y tal vez esto nos incapacita para entender mucha de la “ingenua” semiótica de la recepción de la novela (la perteneciente a las anteriores generaciones que leen la obra y la alaban sin consciencia y las exigencias críticas de la política gay o queer).[16] Se trata de una generación anterior a los 90, acostumbrados a articular lo gay desde unos lenguajes del pasado que hoy no deseamos seguir, sobre todo el lenguaje de “los entendidos”, "los tapaítos", los que no se hacen obvios, que pueden silenciarse, ser invisibles o estar siempre escondidos en el closet. Total… ya implique que fuera del closet no nos esperan muy buenas cosas que digamos (pero esto es material para otro ensayo). Y también, que total… ya las Lidias actuales se cantan lesbianas sin traumas silenciadores y aparecen fuera del closet, creando nuevos modos de ser en la cultura, especialmente a principios de este siglo.

     Finalmente, más allá de la irónica felicidad, por medio de lo estético y la escritura, la protagonista alcanza de una manera más significativa en su momento histórico, el lenguaje de lo prohibido y la transgresión que lleva al placer creativo, para iniciar así el proceso de subvertir el Simbólico androcéntrico y despótico de la cultura y recuperar la otra senda mediante el Imaginario, lo que había con sus parcas palabras y tímidas acciones impulsado tío Sergio (se logra cierto relleno de ese hueco de la Falta mediante el Poder del novelar). Se trata del triunfo de la muerte del gato y de la de Sergio mismo, por medio del arte del lenguaje y la literatura que en el mito del arte supera la muerte mediante la memoria. El significante primordial ausente que se ha estado buscando y no se logra alcanzar es precisamente el que permite la escritura y el arte; en fin, ese significante comienza a ser construido mediante el triunfo que propone la aparición de la novela misma en una cultura tan homofóbicamente represiva. El “Orden Simbólico” de la Metáfora Patriarcal no espera otros lenguajes, solo el su monólogo. Pero no todo es determinante y prohibitivo para el arte y su arcana y poderosa metonimia del femenino matriarcal y su libertad inmersa en el Orden Imaginario de la cultura misma. La novela quiere ser, y lo es, esperanzadora para confrontar esa Falta que no solo es de Lidia, tío Sergio, de lo puertorriqueño, sino de la vida humana en general.

Magali García Ramis


 NOTAS

[1] Julia Kristeva, “Interview-1974”, m/f, p. 166, 1981. Ver un recuento de las principales voces del movimiento feminista en mi libro Modernidad, postmodernidad y tecno cultura actual (San Juan: Gaviota, 2011). Un libro que problematiza de manera sumamente compleja y responsable estas cuestiones de género es Metamorphoses. Towards a Materialist Theory of Becoming de Rosi Braidotti (Cambridge: Polity Press, 2002).
[2] Magali García Ramis. Felices días Tío Sergio. Río Piedras: Editorial Antillana, 1986. En lo sucesivo, las citas referentes a este texto que aparezcan en nuestro trabajo pertenecerán a esta primera edición. Entre los trabajos críticos sobre esta novela empleados en mi primer momento crítico, véase de Juan Gelpí, “René Marqués y Magali García Ramis: dos acercamientos a la novela de aprendizaje”, en Literatura y paternalismo en Puerto Rico, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993, pp. 78-102; de Alvin Joaquín Figueroa, “Feminismo, homosexualidad e identidad política: el lenguaje del otro en Felices días tío Sergio”, La Torre, Año V, Núm. 20, Revista de la Universidad de Puerto Rico, oct.-dic, 1991, pp. 499-505; Eliseo R. Colón Zayas, “Reseña”, La Torre (nueva época) I.I., 1987, pp. 165-170; Aurea María Sotomayor, “Si un nombre convoca un mundo..., Felices días, tío Sergio en la narrativa puertorriqueña contemporánea”, Revista Iberoamericana, Universidad de Pittsburg,  pp. 317-327.
[3] El concepto “simbólico” no posee en nuestro trabajo la acepción que regularmente suele tener a partir de la retórica tradicional. Se relaciona más bien con lo que llamamos, siguiendo a Jacques Lacan, el Orden Simbólico, o el Otro de la cultura patriarcal (el Nombre-del-Padre). (Sobre esto último véase la nota que sigue). En lo relacionado al paternalismo y el patriarcado en la cultura nacional puertorriqueña véase el libro de Juan Gelpí, Literatura y paternalismo en Puerto Rico, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993. No obstante, Gelpí habla de paternalismo y yo me refiero al patriarcado, que no son necesariamente lo mismo, pero que tampoco son conceptos muy incompatibles.
[4] Sigo al sicoanalista Jacques Lacan, de la tradición estructuralista que propone el Orden Imaginario, el Orden Simbólico (el Nombre-del-Padre) y el Orden Real como significantes primordiales que organizan y estructuran al sujeto en la cultura. Trátase de tres Significantes que funcionan como archivos ocultos e invisibles que a la larga "hablan" por el sujeto y le confieren (des)orden y (des)organización. Del Orden Simbólico se entiende que el sujeto resulta organizado por el  lenguaje o la lengua que adopta convencionalmente de la cultura (el Otro, lo falocéntrico, el mandato del Padre). El discurso del yo tendrá que organizarse desde el significante-Otro de la cultura (del Simbólico que se ha organizado en la historia fuera del sujeto), y no desde el ego consciente de saber ilusoriamente engañoso y de proceder voluntarista que propone la tradicional sicología del ego. El genuino discurso no emana del yo sino del Otro, del inconsciente que ha asimilado e internalizado la ley y el orden de la cultura patriarcal. Ese inconsciente, que se estructura “como un lenguaje”, es reprimido (o desconocido) tal y como el significante se separa y se aliena del significado. A partir de ese espacio represor o gramática del inconsciente se expresará en diversos modos simbólicos, metonímicos y metafóricos (tropológicos en general), el Orden Simbólico (el Nombre-del-Padre) y el Orden Imaginario (más relacionado con la madre, o lo anterior al orden del padre). Lacan concibe inicialmente cómo a partir de la estructuración orgánica (el Orden Real), y de su relación con la madre, el infante desarrolla su sentido yoico-narcisista y primario (el Imaginario). Todo infante ha de pasar por la etapa (pre)espejística en la que solamente es capaz de estar en contacto desarticulado con los fenómenos externos a través de la mirada, el oído y el gusto, y con muy poca capacidad propiamente cognoscitiva por encontrarse todavía en la etapa pre-verbal. Este es el estadio que prepara para situarse plenamente en el Orden Imaginario, cuando el infante carece de coordinación física por los primeros seis meses, pese a sus algo desarrolladas capacidades visuales. En esta etapa pre-espejística se encuentra, además, la fantasía o sueño fragmentarios que va creando el infante a raíz de las caricias, la voz y la manutención que ofrece la madre. La búsqueda de una felicidad más amplia y total aparece en la etapa ya propiamente espejística subsiguiente (de seis a dieciocho meses). Se alcanza así la etapa del espejo en la cual se establece el deseo por la unidad, encontrándose ésta en la imagen que el infante crea de sí mismo al "observar" mentalmente su propia imagen. Mas entiéndase que antes de este estadio (más bien proceso) la niña (o niño) se ha instalado como parte o extensión del cuerpo de la madre (el Orden Real, lo que queda fuera del Imaginario y del Simbólico y no se ha nombrado). Será más adelante que comience a ingresar plenamente en el Orden Imaginario que lo o la relaciona con el campo de la fantasía y las imágenes, a pesar de que su organismo desea permanecer apegado a la madre. Pero el emerger de su imago surge precisamente en el instante en que la madre se va distanciando del infante, razón por la cual éste se ve paulatinamente obligado a independizarse y a cobrar consciencia del no-yo y, por consecuencia, a construir una imagen del yo (recuérdese la metáfora del fort-da empleada por Freud). El arquetipo de esta fase es la del niño frente al espejo fascinado con su propia imagen como se plantea en el mito clásico de Narciso. De ahí que el Orden Imaginario se relacione con la fascinación visual, la conducta pre-verbal y el deseo de permanecer apegado al seno de la madre y la fantasía. El niño o niña, que ha sentido su cuerpo como parte de la felicidad materna, al reconocerse, comienza a ingresar en el orden del lenguaje y del símbolo. De ese estadio inicial pasará a acomodarse al lenguaje del Otro, obligado a reprimir el archivo de las significaciones placenteras adquiridas de su relación inicial con la madre. Esta última queda primordialmente vinculada, en ese sentido, al imaginario; el padre se relaciona más con el simbólico. Véase de Jacques Lacan, Escritos I y II, Siglo XXI Editores: México, 1971. Y también del mismo autor: Los escritos técnicos de Freud (Lacan: El Seminario), Ediciones Paidós, Buenos Aires, 1981. Para una exégesis del sicoanálisis lacaniano y sus ramificaciones véase el trabajo de Madan Sarup, Jacques Lacan, University of Toronto Press, 1992. También véanse los siguientes trabajos: Anika Lemaire, Jacques Lacan, Routledge and Kegan Paul, 1977; Carlos Guevara, El Edipo o la constitución de la subjetividad a través del lenguaje y la comunicación. Desde Lacan hasta Vygotsky, Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1989; Jonathan Scott Lee, Jacques Lacan,  Amherst: The University of Massachusetts Press, 1990.

[5]Desde la perspectiva lacaniana la denegación, el relegar a los márgenes, puede ser muestra de la existencia de un otro del cual el sujeto de la oficialidad mantiene su distancia y diferencia. El sujeto es construido por un Orden Simbólico (el Otro) que a su vez le crea nociones de lo afirmativo (lo aceptable) y lo negativo (lo inaceptable), y en este último se crea el “otro”, lo que está en las afueras de lo originario y “normal”. En materia sicoanalítica muchas veces el sujeto experimenta el inconsciente como el discurso del Otro, es decir, el inconsciente es el Otro. En ese sentido, la ley masculina, la cultura falocéntrica que se desprende del Otro (lo que se forma a espaldas del sujeto y con-forma su conducta), establecen y definen la otredad, siendo ésta, en lo que aquí nos concierne, la sexualidad diferente a la masculina heterosexista: la femenina, la homosexual, por ejemplo. De aquí que el Otro deba ser entendido de doble manera: como sistema de relaciones socio-culturales, significantes e implícitas, que dominan al sujeto y que se filtran en éste a través de la lengua (el Orden Simbólico), y como una estructura síquica que se ha infiltrado en el inconsciente del sujeto para organizarlo y regularlo tanto de manera imaginaria como simbólica. Se trata de una combinación dialéctica, pues lo que aparece en el interior de la consciencia (el otro) es producido y organizado en el exterior por la cultura (el Otro). Ver obras de Lacan antes citadas. Tío Sergio es uno de los sujetos más otreicos de esta cultura, al representar la diferencia (la homosexualidad, el nacionalismo) que la misma sociedad crea inadvertidamente a pesar de repudiarla. Por otra parte, en los tiempos de tío Sergio esas dos situaciones, la política y la sexual, no se mezclaban en la disidencia política, y mucho menos, los hombres; lo realizaban las mujeres feministas.
[6]Para algunos teorizantes contemporáneos la modernidad se define a partir de la epistemología cartesiana que propone un nuevo sujeto racional (androcéntrico y heterocentrista), y que concibe  la consciencia y el cuerpo del sujeto controlados por una razón guiada por una serie de dualismos generados a partir de las nociones de ruptura y separaciones entre el sujeto y el objeto (cuerpo/mente, materia/espíritu, razón/emoción, masculinidad/femineidad, sexualidad/política). Para muchos teóricos, Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre se posan como los mayores visionarios de la modernidad al criticar la subjetividad distanciada y absorbida por el pensamiento desprendido del cuerpo y del mundo. Según ellos, este mundo pre-existe al sujeto y no puede ser conscientemente manipulado o definido, mas sin él no podemos existir. Esta noción del sujeto lleva a los críticos de la postmodernidad a rechazar la epistemología de la Ilustración moderna (ver a M. Foucault) que desembocó en las metodologías del racionalismo y el empirismo que privilegian las contradictoriamente las trascendencias (la verdad secular), y conduce a buscar la razón cartesiano-kantiana del ser trascendente. Los postmodernos, por el contrario, bajo sospecha, buscan actualmente la irracionalidad y culminan muchas veces en nociones irónicas, paródicas y nihilistas como rechazo a lo primeramente explicado. La nueva era de la informática, la alta tecnología, el consumismo y las economías globales y transnacionales que se generan a partir de la década del los años 60 y 70 en el siglo XX, vienen a culminar con el periodo de la modernidad que se había iniciado desde el Renacimiento. Desde ese entonces se comienzan a formar las alternativas postmodernas que van desde las que siguen siendo algo racionalistas hasta las más nihilistas y paradójicas (incluso ven las aporías). En lo referente a la cultura puertorriqueña, el periodo de la sociedad liberal y populista estadolibristas de los años 50 vendría a cumplir el estadio conducente a la cúspide de la modernidad ya iniciada desde mediados del siglo XIX con la cultura hacendado señorial, y que en los años 80 del siglo XX se ve en una crisis (la que en parte atrapa la novela). Sobre este aspecto véase el libro Del nacionalismo al populismo. Cultura y política en Puerto Rico, antología de ensayos editada por Silvia Álvarez-Curbelo y María Elena Rodríguez Castro (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1993). Sobre el tema de la modernidad y la postmodernidad véase el libro editado por Patricia Waugh, Postmodernism. A Reader, New York: Routledge, Chapman and Hall, 1992. También el libro editado por Tomas Docherty, Postmodernism. A Reader, New York: Columbia University Press, 1993. Mi último libro, Modernidad, postmodernidad y tecno cultura actual (San Juan: Publicaciones Gaviota, 2011) explica muchas de estas cuestiones teóricas.
[7] En estos aspectos nuestra novelista es innovadora y perspicaz porque para crear su obra no se vale solo de la crítica a las duras ideologías elitistas e intelectuales del pasado, sino que se fija en los nuevos procesos de la cultura contemporánea, post-fordista, que forman al sujeto dentro de la cultura de masas y de cambios comerciales y tecnológicos (la cultura pop). En ese sentido, la novela es creada teniendo los “estudios culturales” en mente. Es seguidora de Manuel Ramos Otero y Luis Rafael Sánchez, quienes reconocen en algo estos aspectos que le permiten ironizar incluso las ideologías fuertemente izquierdistas del pasado (como las que persigue Pedro Juan Soto en su novela Ardiente suelo, fría estación (1961), una de las obras más conservadoras de los años 60, que tuvo muchos ávidos y entusiastas lectores.
[8] La negativa de la niña a aceptar la invitación de tío Sergio a bailar tal vez se deba a su confusión de ver cómo los opuestos se funden, pues para ella su tío y su abuela representan signos muy diversos y diferenciados. No puede entender la niña cómo dos categorías tan opuestas pueden hacer una tregua para entregarse a un ritual del cuerpo tan reconciliador. De ahí que no entienda cómo les puede gustar tanto una danza con una letra tan triste. En este sentido, en el momento del baile, la niña se niega a aceptar la alianza y la tregua que han mantenido a la larga juntos, sin necesidad de acudir a la violencia finalmente destructora, a dos grupos tan distintos como los que su abuela y tío que representan la oficialidad y la disidencia oculta. En la unión de estos dos se da el elemento homogeneizador que ha mantenido la cultura nacional, "la gran familia puertorriqueña", a pesar de las diferencias de sus grupos (conservadores, liberales y radicales). La niña, por su parte, no parece dispuesta a aceptar esa práctica y por ello huye del escenario del baile sumamente confundida. En lo referente a la música, más adelante, luego que se ha marchado el tío, Lidia, ya con conciencia ideológica y cultural más clara, rechaza la música europea y las melodías norteamericanas y opta por escuchar las canciones de WKVM (149), a pesar de que le han señalado que la música popular es de sirvientas. Tal vez en el momento en que la madre y Sergio bailan, la niña no ha reconocido que allí se estaba manifestando una expresión de tregua, de paz y armonía de una cultura de fondo popular, como lo demuestra la unión de la música y la letra de las danzas. Este desconocimiento de la protagonista no es necesariamente aplicable al autor (implícito) de la obra. El hecho de que esta última haya titulado la novela a partir de este acontecimiento señala su reconocimiento, aunque sea intuitivo, de la interpretación antes señalada.
[9]De acuerdo a Lacan en el desarrollo del ideal del yo del sujeto y sus construcciones sociales (el Simbólico) se crea una tensión. Si bien el sujeto asimila las nociones simbólicas del entorno social no abandona muchas de sus formaciones pre-edípicas que se dan en la etapa del espejo y en la etapa pre-verbal. El primer objeto del deseo que se obtiene en estas últimas etapas pre-edípicas y pre-espejísticas se adquiere a través de la relación del infante con la madre. Con anterioridad al ingreso a los símbolos del lenguaje, el infante ha creado un deseo de permanencia en el espacio de la felicidad materna que no le permite aún distinguir su separación real de la madre, como tampoco le permite reconocer que ella es, en verdad, parte de ese afuera del padre y del poder social (del Orden Simbólico). Por ello que a la larga, el único espacio que puede asegurar la unidad, la permanencia y la armonía es el de la adhesión al imaginario que marca la ruptura con el malestar de lo simbólico (el padre, la cultura) y con lo real (lo orgánico y biológico). El sujeto se ve, no obstante, en una etapa posterior al Imaginario, y para acomodarse al lenguaje del Otro, es obligado a reprimir el archivo de las significaciones placenteras adquiridas de su relación inicial con la madre. Esta última queda primordialmente vinculada, en ese sentido, al imaginario; el padre se relaciona más con el simbólico. De ahí que, luego de la “etapa del espejo”, y ya asimilada la ley del padre a través del Complejo de Edipo y el Complejo de Castración, el sujeto humano se conciba como un ser escindido o dividido. El sujeto queda así con el Deseo de obtener una metáfora y/o una metonimia del pasado imaginario, que nunca podrá recuperar ni satisfacer con objeto alguno del Orden Simbólico. Esta manera de ver el Deseo supera las nociones de los sicoanalistas freudianos más tradicionalistas para quienes ese objeto del deseo recae en la posesión del poder fálico que le confiere la cultura. Para algunas sicoanalistas feministas, por otra parte, ese Deseo es apaciguado con la presencia del niño que a partir del parto funciona para la mujer como substituto del objeto fálico. Para otras feministas ese Deseo es una construcción altamente simbólica que no debe ser confundida con el pene, y que la mujer puede adquirir de manera similar al hombre. Sobre estos aspectos véase: Juliet Mitchell, “Freud and Lacan: Psychoanalytic Theories of Sexual Difference”, Women: The Longest Revolution, London: Virago, 1984, pp. 248-77; Hélène Cixous, “The Laugh of the Medusa”, New French Feminisms, pp. 259-60; Luce Irigaray, This Sex Which Is Not One, Ithaca: Cornell University Press, 1985; Juliet Michell y Jacqueline Rose, Femenine Sexuality. Jacques Lacan and the école freudienne, New York: W. W. Norton and Company, 1982.
[10] Los sujetos son construcciones sociales y son interpelados principalmente por las significaciones dominantes y más conservadores de ese entorno socio-cultural, las cuales proceden de un orden con nociones simbólicas y arquetípicas del deber ser, del pasado y del destino, del bien y del mal, e incluso de lo que es la sexualidad (lo masculino y lo femenino); de ello trata la ideología. Estos procesos de construcción e interpelación del sujeto ocurren en ausencia, por cuanto transcurren por medio de estructuras simbólicas, lingüísticas y discursivas en general, de las cuales el individuo no es plenamente consciente, ingresan en él/ella por medio de significantes (estructuras formales) inconscientes y pre-conscientes. Y más allá de los individuos, el Sujeto organizador del discurso ideológico de la cultura es precisamente el Orden Simbólico de que hemos hablado, el Otro que organiza y dirige desde el invisible inconsciente empleando valores y concepciones fundamentadas en criterios y proposiciones de dominio masculino. De ahí que se señale que la ideología esté dominada por los valores falocéntricos y patriarcales que se imponen desde el Simbólico de la cultura de manera implícita e invisible. La sexualidad, en ese sentido, más allá de lo biológico es también una construcción ideológica y cultural. La cultura patriarcal y falócrata define la identidad sexual de acuerdo con sus criterios de lo natural y normal. Véase de Louis Althusser, Essays on Ideology, Verso: London, 1984 y de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics, Verso: London, 1985.
[11] Para Lacan, la mujer cobra consciencia inicial de su "falta" (manque à etre) al notar la ausencia del falo como significante de poder. Cuando el infante comienza a abandonar su relación de unidad imaginaria con la madre se ve obligado a ingresar en el espacio del padre (el Nombre-del-Padre). Esto obliga al infante a ponerse en contacto con la ley y la prohibición que se simbolizan a través del falo como significante de poder. Si bien, por una parte, el falo como significante separa de la noción de felicidad unitaria con la madre, proporciona al sujeto, por otra, del lenguaje necesario para funcionar en la cultura (el simbólico), ya que el padre y su falocentrismo se presentan como los creadores de esta cultura. Esta cultura falocéntrica lleva al sujeto a perder el cuerpo de la madre y a sentir su falta y a ocuparse de construcciones de simbolización e individuación. La falta queda en el inconsciente, llevando a ambos sexos a la represión del imaginario y todo lo que desafíe el orden falócrata. A pesar de que el género masculino posee el pene, éste, al igual que la mujer, está subordinado al falo simbólico como significante de poder que castra y coarta del imaginario y de las significaciones que se pudieron dar en la etapa pre-edípica. La expresión del imaginario materno es en este sentido un acto subversivo tanto en el hombre como en la mujer, pese a que el imaginario femenino podría ser de orden diverso. Kristeva es quizás la mayor exponente de estas ideas post-lacanianas (Desire in Language, Oxford:  Basil Blackwell, 1980). Son muy confusas, pero me veo obligado a exponerlas aquí y simplificarlas.
[12] Este aspecto ha sido señalado por Juan Gelpí en nota al calce en su libro ya citado en la nota No. 2: “Sin declalarlo de manera explícita crítica, la novela de García Ramis se distancia del paternalismo que forma parte tanto del nacionalismo puertorriqueño como del populismo muñocista” (p. 96). Muchos de mis análisis al patriarcado puertorriqueño ya han sido ampliamente analizados desde el paternalismo mentado por J. G. Gelpí en su libro.
[13] El término postmodernidad ha sido acuñado en las últimas tres o cuatro décadas. Sus teóricos se han ocupado, ante todo, de aspectos metacognitivos y sumamente reflexivos, y de crear una epistemología anti-cartesiana que rompa con los modelos racionalistas que colocan al sujeto en un ilusorio control de sus deseos (voluntarismo) y lo separan del objeto de reflexión o acción. De aquí que la postmodernidad insista, siguiendo a Nietzsche, en un sujeto construido por nociones simbólicas y lingüísticas (de poder y saber) que comprenden tanto la ideología como la sexualidad. Sus teóricos hablan de la caída o deconstrucción de los metarrelatos racionalistas y universalistas de la Ilustración que dominan las mentalidades desde Descartes y Kant hasta los positivistas del siglo XIX. Insisten en que la crisis de las metanarrativas de la modernidad comienza con Marx y Freud, principalmente. En la actualidad, Jean-François Lyotard y Michel Foucault rechazan las teorías totalizantes del mundo moderno (que pretenden ofrecer conocimiento de aspectos totalizantes de la experiencia cognoscitiva humana), y le prestan más atención a la voces del otro (marginales y suplementarias), que son excluidas precisamente por estas filosofías que se ubican en lo supuestamente originario y causal de las totalizaciones de las meta-narrativas modernas. La postmodernidad se ocupa más del cuerpo, el deseo, la locura, la marginalidad.  Magali García Ramis, en su intento de ver la problemática del sujeto nacional desde la perspectiva de la “otredad” (la mujer, los homosexuales, las madres solteras, los disidentes) se acerca en muchos aspectos a lo que podría ser una escritora de la postmodernidad (más bien tardomodernidad) junto a Rosario Ferré, Luis Rafael Sánchez, Ana Lidia Vega, Manuel Ramos Otero, Juan Antonio Ramos, Edgardo Rodríguez Juliá, entre otros. García Ramis (y mucho más M. Ramos Otero) posee un interesante alcance crítico en cuestiones de la sexualidad que impone el mundo tardomoderno. Sobre las teorías del debate modernidad-postmodernidad véase de Jürgen Habermas, The Philosophical Discourses of Modernity, Oxford: Polity, 1987; de Jean François Lyotard, The Postmodern Condition, Manchester University Press, 1985. Ver síntesis en mi libro Modernidad… antes citado.
[14] Ver mi libro La na(rra)ción en la literatura puertorriqueña (San Juan: Ediciones Huracán, 2008): “La modernidad literaria de medio siglo. De la Generación del 30 a los años 60” e “Inscripción del discurso literario de los años 70”.
[15] Este significante fálico no debe ser confundido con el pene ni con la noción de envidia del pene que caracteriza a la mujer según los freudianos más conservadores. Para los lacanianos tanto la mujer como el hombre se encuentran atrapados en una estructura ausente, de deseo, por el falo que representa la estructura de poder del Orden Simbólico de la cultura. Esta noción es posterior a las ideas freudianas más convencionales que marcan y distinguen a la mujer dentro del  masoquismo, la envidia del pene, los celos, el ego débil, etc. Sobre esto, Juliet Mitchell plantea en su libro Psicoanálisis y feminismo (Harmondsworth: Penguin, 1974) que lo presentado por el discurso freudiano (y luego lacaniano) es más bien un análisis de la situación de la mujer y no una justificación del poder patriarcal. El freudismo, visto dentro de la teorías del discurso, no tiene por qué contradecir la visión lacaniana de que el sujeto ingresa en un Orden Simbólico que estructura su lenguaje y significaciones sociales, siendo esto a su vez lo que le brinda una posición al sujeto dentro del orden de ese simbólico, ya que fuera de él lo que se encuentra es la sicosis. Los rasgos que definen a la mujer en este orden son consecuencia de su subordinación (la cual también “sufre” el hombre) a la ley fálica del simbólico masculino y no un atributo natural psico-biológico como muchos androcentristas y misóginos suelen creer o sugerir. Mas a pesar de que el falo se distingue del pene, éste viene en un inicio a identificar al niño, por cuanto es un significante visible de diferenciación. Así, el significante inicial (biológico) pasa a convertirse en una estructura simbólica (“prestigio” de posesión del pene) por pura arbitrariedad y convencionalismo cultural y no por imposición de la naturaleza. El falo pasa a ser un significante representativo del prestigio y del privilegio masculinos que le confieren, a la cultura patriarcal, una noción de dominio. Es esta cultura falócrata la que se encarga de simbolizar a la mujer como un “otro”, desde su posición de dominio. La falta que pueda sentir la mujer, no se debe al descubrimiento de la ausencia de pene en su cuerpo, sino al reconocimiento de la falsa ideología del simbólico masculino; no es en tal sentido un descubrimiento de la falta de pene a nivel corporal como creen algunos freudianos. Para Juliet Mitchell, la labor de las feministas es la de subvertir esta ficción y buscar un orden no patrocéntrico. Para feministas como Hélène Cixous y Luce Irigaray la sexualidad femenina no está centrada en el falo sino en la vagina, el clítoris, los labios, los senos; espacios éstos de la sexualidad que se relacionan con la etapa pre-simbólica y pre-edípica (igual que para Julia Kristeva) y se vinculan más a la madre, con quien la niña guarda una relación distinta a la que posee con el varón. Cixous e Irigaray ven el cuerpo como el lugar de la especificidad de la femineidad, por cuanto éste es constituido libidinalmente antes de la entrada al lenguaje y a la ley del padre fundamentados en el logocentrismo que separa y diferencia. Ver obras antes citadas de estas dos teóricas. Importante en la explicación y clarificación de este debate son el libro de Elizabeth Crosz, A Feminist Introduction, (London: Routlege, 1990) y el de Calvin Thomas, Male Matters  (Chicago: University of Illinois Press, 1996). Ver resumen en mi citado libro, Modernidad…
[16] Para estas cuestiones de lecturas más problemáticas (en el bien sentido crítico) e inquisitivas en estos aspectos, que la mía, ver el estudio de Lawrance-Stokes La Fountain y las notas, comentarios y nombres de críticos relevantes que proporciona. Su trabajo se titula “Tomboy, Tamtrums and Queer Infatuations: Reading Lesbianism in Magali García Ramis’s Felices días, tío Sergio”. En Tortilleras. Hispanic and USA Latina Lesbian Expression. Edited by Lourdes Torres e Imaculada Pertusa. Temple University Press, Philadelphia, 2003. http://docs.google.com/a/onelinkpr.net/viewer?a=v&pid=gmail&attid=0.1&thid=1374751cdf640578&mt=application/pdf&url=http:/. En ese trabajo, las debates y notas  de Larry, destaca nombres y su ensayos como los de Daniel Torres, Liza Sánchez González, Agnes I. Lugo, Namir Matos, Luz María Umpierre, Frances Negrón Muntaner. Por mi parte, cuando escribí el trabajo por primera vez sabía que la cosa era complicada en cuestiones de lesbianismo y quise ser “políticamente correcto”, y respetuoso con la autora; en un país como Puerto Rico.  Conozco muy bien, como Lizza Fernanda, las lesbianas de discotecas y bares (a quienes les recomendé la obra y lo apreciaron mucho) pero no sabía como reaccionarían l@s intelectuales, especialmente de EUA; ese es otro mundo, con otros “juegos del lenguaje” y otras expectativas críticas. Por eso, y más, fui cauteloso y no me arrepiento. Magali García Ramis cumplió con su trabajo como novelista lo más espontánea y cabalmente que pudo haberlo realizado. La novela es un ícono que le gente sigue leyendo independientemente de lo que opinemos los críticos con las obsesiones genéricas de nuestros tiempos.

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