miércoles, 31 de octubre de 2012

Pedro Páramo y sus mitos


Pedro Páramo de Juan Rulfo (sus mitos)
Notas de clases/conferencias

Prof. Luis Felipe Díaz
Espa 4221. Literatura Hispanoamericana II
Espa 4406. Literatura y Cine Hispánicos
Universidad de Puerto Rico,
Recinto de Río Piedras



Pedro Páramo, obra iniciadora del “boom” hispanoamericano, (1955) forma parte de la culminación del trabajo recopilado que Juan Rulfo (1918-1986) llevara a cabo mediante notas, apuntes y bocetos que había ido escribiendo a lo largo de varios años. Publica primero algunos capítulos antes de la edición final y total (luego del intento de darle a la obra varios títulos, como Los murmullos). Pese a sus fragmentaciones y digresiones, la obra presenta (como discurso literario) bloques sueltos, como las desparramados piedras de una pirámide, mediante una compleja técnica, cuyo atinado título nos ofrece la carga simbólica y mítica de uno de los personajes principales, Pedro Páramo, y de su fallida vida en un pueblo que llevó a la desgracia y aniquilación total. La novela comienza con otro de sus personajes principales, uno de los hijos de Pedro Páramo, quien a solicitud de la madre se encamina (casi pirámide o infierno abajo, podríamos decir) a Comala, al encuentro de su padre, para reclamarle su parte de la herencia. Pero Juan Preciado, cree que se dirige a un lugar paradisiaco: “Un pueblo que huele a miel derramada” (7-22). Y lo que emprende sin saberlo es un camino hacia el submundo de la muerte, y no sólo de la propia sino de la de todo un pueblo donde “no había estrellas. Solo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día…” (7-28). No obstante, lo que encuentra al final del sendero es el descenso hacia la oscura muerte, y el rodar calle abajo con una sed que nada la podrá saciar, pues ya no queda agua, sólo el recuerdo de la sangre y el dolor en un pueblo abandonado y en ruinas. Ni bendición cristiana ni recuento clásico o festivo del rito azteca será lo que alentará del todo al espectral pueblo. Lo que se encuentra es el cementerio, lo espectral que dispone a ánimas cristianas que sufren el último sacrificio atávico o la condena a un estadio final de desaparición, nada esperanzador. En verdad lo que abunda es el murmullo que se pierde en el silencio, en la nada que sólo alcanza en su extenuación el lenguaje (el de la propia novela y de la cultura que ha culminado un ciclo discursivo). Después de todo será de la aniquiladora muerte, de dónde precisamente la literatura obtendrá su memorable y poético vivencial. La literatura se propone interpretar (rescatar del murmullo) el mito fundacional de la culpa y condena de una cultura como la mejicana en su extenuante y agónica subalternidad, en la miseria aniquiladora del existir subrogado a la que solo le queda el mito de la metáfora literaria. Luego de agotado el mito de la ruralía (de la revolución Mejicana) aparecerá el de la ciudad (Áura de Carlos Fuentes)
Rulfo nació en un ambiente de pobreza y miseria en Jalisco, en medio de la Guerra de los Cristeros (a mediados de los años '20 (1926-29). Sus padres murieron asesinados y se crio abandonado en un orfanato. Todo el pasado y vivencial en el entendimiento de la historia de su pueblo lo llevó a representar en Pedro Páramo los problemas de lo que fuera la revolución mejicana, el latifundismo y sus caciques rurales, los abusos de las autoridades oficiales, la hipocresía del clero y las relaciones de unos seres subalternos que mueren a causa del fracaso de su patriarca y el desplome de su actante totémico (su razón de ser en la designación colectiva como pueblo). Todos estos aspectos llevaron a Rulfo a la creación de un gran mosaico mítico y arquetípico de la cultura al filo del ethos mejicano. Si bien la cultura católica en su hibridez mejicana se trasluce en la obra, también se encuentra la noción existencial de despojo y pérdida del ser en el sentido filosófico de la modernidad de mediados del siglo XX. Pero este sentir no sólo es del europeo sino también el del indígena precolombino (el imaginario indígena de la cultura). Se trata de la representación del sacrificio final del sujeto fantasmal que rueda calle abajo, pero esta vez debido a la ausencia del preciado líquido (de la nacesaria sangre, o la valorada y ansiada agua como signo iniciático y salvador). Al final, en vez de miel sólo queda la sequedad de la muerte que opaca el mito de la vida y que revela la condena en que ha caído Comala (y tal vez el ideal depositado en la Revolución Mejicana y su significación futura). Juan Rulfo escribe desde un estadio temporal en que se puede mirar al pasado en su fracaso revolucionario de la primera mitad del siglo XX.
Más allá del aspecto sociológico en cuanto a la Revolución Mejicana, encontramos en la novela el sentido de desamparo y despojo (imposibilidad de encuentro de la felicidad y de incapacidad para obtener el objeto del deseo ya perdido en el pasado; como el volantín que no encuentra, para su elevación, el viento). A un nivel mítico más profundo, la novela nos refiere al mundo fantasmal que ha quedado relegado, nos remite a las memorias y recuerdos de unos seres sin la oportunidad de crear consciencia de su pleno ser-para-la-muerte y cuyas existencias se diluyeron en un mundo de violencia, de opresión, sufrimiento, dolor y rencor, quedando todos con grandes quebraduras del ser en el devenir. Es “como si se hubiera encogido el tiempo” (7-19); y como si Cronos persistiera en devorar a sus hijos, hasta ser derribado por uno de ellos. La novela se inicia con el personaje fantasmático que señala el camino hacia las ruinas y la muerte, siendo él el actante final del desplome de ese mundo que ya se había rendido por la voluntad de Padre. El autor (implícito), por su parte, se muestra muy consciente de este fenómeno de la finitud quebradiza del existir, y lo eleva al reconocimiento de la historia de un pueblo tan oprimido como lo puede ser el mejicano y sus fallidas esperanzas de ser en el devenir justiciero. Se trata del poder de captar el gran trauma nacional del pueblo mejicano, el cual parece haber sido eclipsado en su potencial de ser plenamente en la historia, y todo por la falta, el fracaso del Padre en su compulsiva criminalidad. Pero todo ello va creando un espacio escritural y del manejo de la metáfora, del símbolo y el mito en cuanto su significado para asumir el devenir cultural y su identidad en su condición de Significante. Antes y después de la historia de los pueblos está el mito y el relato del mismo. Será un proceder que posibilite un manejo discursivo-literario, muy hurgador de la meta-historia y de la intertextualidad nacional y universal a la vez. Intervienen así en la obra los mitos de la identidad mejicana junto a reflexiones de la comprensión (lectura) del ser en su sentido del existenciario humano en una noción repleta de un necro-acontecimiento arquetípico, y de ahí que la novela sea tan leída y comentada más allá de Méjico. Su sentido nos atañe a todos los que procedemos de pueblos profundamente sumergidos en las crisis del patriarcado y la subalternidad impuesta, enfrentada, pero no superada. En el caso de Pedro Páramo se trata de la condena de un Orden que ha perdido la orientación del Eros en el impulso imaginario y en la voluntad histórica que anima el ser en cuanto existenciario. De ahí que el anti-héroe se cruce de brazos y cese el trabajo y la existencia misma en el pueblo destinado a la muerte que augura la entrega al fracaso del Padre, parte del inicio del todo junto a la mujer como madre agotada y desvanecida. Es el Méjico rural, arcaico y atávico que el mundo moderno, del cual procede Juan Preciado, ha dejado atrás, como un eco en la penumbra de la noche del subconsciente cultural que deja la espectral errancia de lo que no pudo acontecer pese a ser tan deseado.
La capacidad cosmogónica en la obra va acompañada del proceder de un creador que extrae de la cultura popular mejicana de la revolución de principios del siglo XX el contexto socio-cultural que le confiere sentido morfo-semántico a la novela. Los giros coloquiales, las rearticuladas creencias católicas del pueblo, junto a su mentalidad supersticiosa y mágica, el laconismo y la ironía resignada ante la vida, el soportar el Poder en su peor manifestación (maquiavélica y criminal), nos dejan ver a seres que esperan alienadamente la llegada de una redención que en vida y la muerte no han podido obtener. Son los recursos mediante los cuales Rulfo articula la sustancialidad del discurso del universo poético de la novela (y lo demás tal vez puede serle secundario). Se trata a la larga de un gran poema de postura post-vanguardista que narra los eventos, siguiendo la estructura de un sueño-pesadilla propio del psicoanálisis arquetípico y clínico de la primera mitad del siglo XX y del surrealismo que tanto interesara al vanguardismo y a la novela del boom. “Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír…” (22-45). Tómese el fragmento como simple muestra o murmullo de lo que se acaba de plantear. En el fondo, tal parece que lo quebrado resulta de la caída de la gran pirámide mejicana (su creación) que también termina arropada por la muerte y lo que la ha despojado de todo poder de asentamiento y pleno asidero existencial.
La complejidad de la historia de la novela estriba en la manera en que se expone la mímesis (el argumento), manejada desde una diégesis (la estructura formal y estructural del discurso) de manera sumamente compleja y fragmentada, con amplias anticipaciones y posposiciones (provenientes desde obras vanguardistas como Tirano Banderas de Valle Inclán, 1925). Sobresalen las voces de personas que no terminan de narrar sus historias de una vez y por todas (en intermitentes murmullos de vidas que nunca parecen haberse completado). El autor de la obra (en su sentido semiótico), por su parte y en su relatar, mantiene una (in)coherente y quebrada perspectiva de todo el acontecer de un pueblo que se muere casi por segunda vez, narrando sus temores y aconteceres privados y públicos. El autor espera que el lector participe de la reconstrucción de lo acontecido a los personajes, implicando con ello que quien lee es parte de la quebradura narrada y se hará cómplice en decidir el destino en la compostura de la gran pirámide novelesca destinada a desmoronarse de no ser comprendida en la importancia de su sentido icónico para el lector mejicano. De manera implícita se le pide entonces al lector la reconstrucción de una gran pirámide escritural, en el imaginario y la memoria, algo muy propio de las vanguardias (como Cortázar en Rayuela, 1963).
El proceso hacia la muerte es presentado primeramente por medio del personaje llamado Juan Preciado (un hijo más de Pedro Páramo), quien narra en primera persona y domina uno de los amplios puntos de vista hasta mediados de la novela. Su presencia resulta seguida y acompañada de varias voces y narradores (heteroglosias) que nos ofrecerán un mosaico de la azarosa vida pasada y presente en Comala, sobre todo de las mujeres (como las hijas de Malinche). Ha sido la madre de Preciado, quien antes de morir ofrece una visión paradisiaca de esa comarca, como más adelante lo harán también otras voces en la obra. Sobre todo, la madre, como arquetipo femenino, es quien reclama lo que el "otro" en verdad no posee, y lanza al hijo a obtenerlo. Mas no deja de imponerse, además, un deseo de venganza, que sólo se obtiene con la muerte del padre, con la sangre derramada en el devenir ancestral, como se riegan las voces y murmullos, cual piedras de lo que fuera una álgida pirámide, que culminan abajo en el polvo de la tumba y el olvido (el posible descanso eterno visto como borradura en el tiempo).

Poco a poco lector se irá enterando, como Juan Preciado mismo, que sus interlocutores, desde el primero que encuentra en el viaje (Abundio), han muerto. Es Eduviges quien luego se lo dice. Por su parte, Damiana le dejará saber que Eduviges también está muerta, y cuando Preciado sospecha que Damiana es similarmente una difunta, ésta desaparece. De ahí en adelante Preciado oirá rumores y presenciara escenas que se relacionan con la vida del pasado, la de Pedro Páramo es su ascenso al poder, a la violencia y la tiranía y su constante soledad. Luego se encontrará con una pareja, Donis y su hermana, a quienes les pregunta si viven y tal parece que es cierto (pese a que no se nos proporciona datos textuales de que sea así). De importancia en la comprensión de la novela resulta que Susana San Juan exponga constantemente en sus sueños a quien fuera su gran amor, Florencio. Fulgor Sedano alude a que ha escuchado que Susana ha estado casada y Barlolomé, el padre, lo afirma en una ocasión. No sabemos como lectores, si mucho de ello se debe al imaginario escapista de Susana, en su rechazo al mundo de Comala y de su padre (un pedofílico). Importantes críticos están de acuerdo en que tal vez ese amado de Susana no existió nunca, ni que ella conoció el mar; siempre parece haber vivido con el déspota y violador padre. Lo importante es que el personaje resulta verosímil y le ofrece una gran configuración mítica y poética a la novela. Su constante mención le ofrece una gran relieve psico-novelesco al fracasado y vacío Deseo de Pedro Páramo.
La problemática central y de la cual gira el todo, no es inicialmente matriarcal sino patriarcal. El encuentro con lo matriarcal (el Imaginario) parece escaparse y desvanecerse constantemente. A principios dice el protagonista: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre un tal Pedro Páramo”. El viaje hacia el pueblo y el hogar del padre se convierte en el motivo principal de una odisea hacia el cotidiano albergue familiar, pero solo para encontrar el desgaste y la muerte que ofrecen la casa vacía, la tumba, donde lo envía precisamente una madre cercana a la muerte con sentido de desprecio existencial tras su agónica caída. En el recorrido por el pueblo Preciado se encuentra con madres sustitutas (Eduviges Dyada, Damiana Cisneros, y la hermana-mujer de Donis, Dorotea); hasta encontrar la mayor de ellas, la muerte misma. Ya a finales, acurrucado y muerto junto a Dorotea, nos dice:
 Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzara a llover, todo se llenaba de luces y del color verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de la nubes, como echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores. (…) es curioso Dorotea, como no he alcanzado a ver ni las nubes. Al menos, quizá, deben ser las mismas que ella conoció. (35, p. 9)
Pero ni lo paterno ni lo materno... solo la muerte persiste casi como si fuera el último personaje de la progenie (como en los Buendía en Cien años de soledad, de García Márquez). Todo el simbolismo parece comenzar con la piedra cuesta abajo que vemos en Los de abajo (1915) de Mariano Azuela y que es un arquetipo de la caída de las esperanzas de la cultura mejicana en general y que Rulfo eleva a gran leit motiv en la obra. La piedra y el agua se presentan, pues, como los dos grandes arquetipos y motivos simbólicos y organizadores del binarismo en la obra (Pedro Páramo y Susana). La pérdida de lo alto y el camino a lo bajo (cual caída arquetípica) se encuentran también en la estructura profunda del discurso de la cultura, como se puede rodar cuesta abajo, o por una pirámide abajo, en camino a la desintegración, el polvo y la tumba. (De gran intertextualidad será el viaje inicial al infierno dantesco). El sacrificio del pueblo en donde ya no llueve continúa en esta obra tan inundada de soledad y de un destino de inevitable demolición y olvido. Como Cien años de soledad, Pedro Páramo es una obra que solo puede llevar a un destinatario en el cual solo se obtiene el encuentro consigo mismo, el descubrimiento de la voz escritural, la propia voz conducente a la nada (una serpiente que se alimenta ingiriéndose desde su propia cola). En el viaje-encuentro de los puntales se consume la circularidad de la vida-muerte que es la novela misma (también como Viaje a la semilla (1944) de Alejo Carpentier.
A lo largo de la novela abundan las imágenes mediante las cuales se nos deja saber que Pedro Páramo (la piedra) pertenece a otro lugar arquetípico, ámbito carente del agua que, por el contario, abunda en el mundo del recuerdo de la madre (y de Susana). Son dos espacios telúricos separados y creadores de una ruptura en el ciclo cosmogónico. El agua ha abandonado la tierra, la vida va consumiéndose en muerte. El autor maneja tales signos para llevarlos a su mayor expresión poética. La cosmogonía que une lo femenino del agua se ha distanciado de lo representativo de la tierra (el telurismo del excedente masculino de Pedro Páramo), creándose un distanciamiento que muestra un gran desbalance del habitat y del ser. Y es precisamente mediante Pedro Páramo y su mundo (“un rencor vivo”), que se expone el segundo punto de vista que sobresale en la novela: el de un narrador que persigue lo que ha sido la vida que comienza con la estadía de Pedro en el excusado (espacio de las aguas desperdiciadas, del fallido deseo y la soledad) y culmina con su asesinato o parricidio realizado por uno de sus hijos bañado en alcohol, sangre y vómitos. El empleo de lo líquido se refleja entonces en estas escenas con ironía amplia. La primera vez que aparece Pedro se nos dice:
“… Al recorrerse las nubes, el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugándole con el aire dándole brillo a las hojas con que jugaba el aire. —Qué tanto haces en el excusado muchacho.—Nada, mamá. —Si sigues allí va a salir una culebra y te va a morder.” (5: p. 16).
 Mas a finales de la obra este narrador nos señala la seca caída del anti-héroe:
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro, pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras (p. 129).
No obstante, en la obra tiende a sobresalir y permanecer el arquetipo de lo femenino (en cuanto simbolismo del agua) pese a sus disturbios (Damiana Cisneros, Susana San Juan). “Pienso cuando maduraron los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio” (35-80). Así al parecer nos dice Susana, haciendo alusión a una memoria mítica de líquida erupción de la maternidad, del arquetipo femenino (la fecundidad atávica del pueblo).
Esta amplia estructura diegética (del manejo estructural) de la novela (más poética que cronológico-mimética) ofrece la perspectiva pragmática de manipular al lector de una peculiar manera, con pocos precedentes en la literatura de la época. La obra interpela al lector de una forma muy distinta (fantástica, donde lo real resulta extraño y maravilloso pero familiar a la vez), muy diferente a como lo realizara la narración lineal en la literatura neo-realista anterior al boom. Pero ya teníamos antecedentes de este tipo de novelas metonímicas y fragmentarias como El señor Presidente (1946) de Miguel Ángel Asturias, La última niebla (1935) y La amortajada (1938) de María Luisa Bombal, El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, las narraciones de Borges, por ejemplo. También habría que mencionar obras coetáneas como Paradiso (1965) de Lezama Lima, La muerte de Artemio Cruz (1962) y Aura (1962) de Carlos Fuentes, La casa verde (1965) de Mario Vargas Llosa y Rayuela (1963) de Julio Cortázar. Rulfo se adelanta en su estilo y escritura a muchas de estas novelas, presentando en este sentido la culminación de las rupturas neo-vanguardistas ya presentadas mediante el esperpento valleinclanesco en Tirano Banderas (1925) y el surrealismo de El Señor Presidente, iniciadoras de una nueva manera disglósica y mítica de presentar el discurso literario. Rulfo nos presenta el único y edípico culpable, el ciclo del padre como inevitable destructor de la cultura, al no encontrar ni la vida ni la muerte junto a su "otro" más amado (Susana, en la noche más valiosa vinculada al líquido ancestral (San Juan).
La compleja estructura de Pedro Páramo se puede distinguir en dos planos miméticos y diegéticos que se componen de 63 micro-narraciones [¿?] que poseen relación metonímica entre sí (las partes de un todo) Primeramente, las amplias secuencias que van formando (en retrospecciones y anticipaciones; analepsis y prolepsis) parte de una historia que el lector se ve obligado a ir hilvanado para construir la (im)posible linealidad del argumento de las vidas de los personajes. (Esto resulta contrario a la película de 1966 de Carlos Velo, que se esmera en ofrecer una historia, en general, lineal y progresiva y que comentaremos más adelante). [Nada se diga de la planicie narrativa que muestra con algo de descaro la última versión de Netflix]. La iconografía propia del cine no parecer ser capaz de seguir los signos tal y como los dispone la letra-diégesis y su metáfora. El discurso iconográfico del cine obedece su propia lógica estructural y audio-visual y un mercadeo más fiero y acaparador que el de la novela. Persigue la mímesis de la obra (la del argumento), pero no puede seguir el juego diegético de la novela (que es más del lenguaje natural y escritural). El oportunismo del cine en apoderarse del discurso novelesco en su simulacro parece desde inicio condenado al fracaso. Más le valdría al cine que pretende robar de lo literario, el saberse destinado a otro tipo de simulacro. La imagen sonora del cine carece del poder hermenéutico de la novela. Por lo general, las películas que siguen las narraciones novelescas siguen sirviéndose del texto como un guión. La imagen cinematográfica no deja de poseer su valor estético, pero es de otra índole al discurso narrativo de la novela y los cuentos.
En la novela el proceso temporal de lo ocurrido en Comala se presenta de manera quebrada, a punto de desmoronarse, ante el lector, como le ocurre a Pedro Páramo a finales de la obra, en su quebrantado Eros y desplomado Poder. Las rupturas narrativas y la intercepción de voces extrañas son parte del atractivo discursivo y estético. La novela rescata el mito y lo reconstruye a su manera, abundando en lo atávico y lo conflictivo del ser latinoamericano, pero atendiéndolo con profundidad narrativa, y sin la mirada europea que ve al “otro” subalterno como un ser de historial inferior (en esto sigue a Alejo Carpentier). Más podría haber ironía en todo este proceder porque precisamente la Europa (y los E.U.A.) de los años 60 en adelante, tan moderna y “civilizada”, suele entretenerse mediante la lectura de narraciones extrañas, “real maravillosas” y “otreicas” de los países tercermundistas, como lo son la novelas del boom, de las cuales Pedro Páramo es iniciadora y Cien anos de soledad la más icónica y épica (ver Walter Mignolo).
El lector en esta obra de Rulfo debe someterse a otras nociones de temporalidad narrativa a las acostumbradas (debe abandonar el reloj y su metáfora temporal) si quiere apreciar debidamente el texto y mantener distancia del tiempo convencional y de la muerte/vida como proceso que habrá de ocurrir como evento posiblemente no superado ni abandonado. Históricamente, ya hemos incluso ingresado en los conceptos de tiempo subconsciente, que emanan de los escritos de Sigmund Freud y Carl Jung, de las teorías de la relatividad de Albert Einstein y de las nociones fenomenológicas del devenir de Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre. La literatura de mediados de siglo participa inadvertidamente de las nociones gnoseológicas de los mencionados autores, que tienden ya hacia el ateísmo o hacia una visión arquetípicamente irónica de la existencia, como me parece se revela con Juan Rulfo y su obra.
Pero también los mensajes incompletos y en suspenso que dejan los personajes, al exponer sus particulares situaciones en Comala, predisponen a los lectores para una consciencia del futuro, de lo que le habrá de pasar al personaje, creándose así una noción temporal que ata el pasado y el futuro en una unidad simultánea y yuxtapuesta. Se ofrece una nueva manera de tratar el tiempo que puede incluso, para algunos críticos (Felipe Garrido), incluir el humor y el chiste de un mundo donde casi cómicamente se cuelan seres muertos entre los vivos (un hombre se deja morir por amor y otro muere extrañamente del terror a los murmullos y saberse rodeado de muertos).
La novela se puede leer también como lo realiza Ivette Jiménez de Báez: cual relato que propone la esperanza, a pesar del descenso al submundo, de un “héroe”, Juan Preciado, y donde a la larga sobresalen imágenes bíblicas de redención. No me parece, sin embargo esta última una completa apreciación, pues se trata de una obra en la cual predomina lo sumamente nihilista y psicoanalítico, junto al sentido nietzscheano y sartreano de la existencia. En el fondo la lectura de Jiménez sigue más las concepciones arquetípicas de tipo metafísico y religioso, pero el autor implícito de la novela no se nos revela de esa manera. “Ni fe religiosa ni solidaridad humana ofrecen ningún antídoto contra un modo de existir en el cual el hombre está condenado a sufrir y a hacer sufrir a otros (Sommers; en Giacoman: 59)
Obtenemos en la novela una estructura interna en la cual se pueden distinguir tres series narrativas principales que a lo largo de la obra se entrecruzan (contrapuntean). Estas exponen los relatos referentes a Juan Preciado, narrados en primera persona, y con un cierto orden, aunque entrelazado con otros sucesos, y donde se mantiene cierta cronología (desde que Preciado camina hacia Comala, hasta acurrucarse en la tumba con su nueva madre, Dorotea). Todo este acontecer queda entrelazado a las secciones referentes a Pedro Páramo, que suelen ser narradas en tercera persona y con un desorden en cuanto a lo cronológico, pues se mezclan con voces anteriores. También es una novela de diálogos, de usos intermitentes de estilo directo que nos permiten tener contacto con las voces de los personajes. Y finalmente las voces mixtas (muchas en itálicas y comillas, evocadoras de recuerdos lejanos de algunos personajes, como Susana San Juan). Todos nos permiten reconstruir aún más el argumento amplio de lo ocurrido (especialmente mediante las mujeres) y que implica a todos en la decadencia y caída de Comala). Todo ello permite al lector enterarse con cierta ambigüedad y duda de que se trata de voces de seres (casi todos) muertos, víctimas de la tiranía del cacique y patriarca, Pedro Páramo, quien finalmente los abandona y deja morir (se “cruza de brazos”) y quien pierde la energía vital del Ser debido a su incomunicación con su “otredad” (lo femenino, el agua, Susana). Bien podemos decir que finalmente también se desploma cuesta debajo, de la propia pirámide que ha construido banalmente y en la cual no se encuentra el agua sino la sangre del sacrificio atávico, nada cristiano.
Después de pillajes, traiciones, violaciones y corrupciones este caudillo termina frustrado, al no obtener el amor de Susana San Juan, y ver que el pueblo no respeta el luto de la muerte de ésta. De seguido, abandona todo tipo de labor en el pueblo, dejándolos caer en la miseria que encuentra Preciado al llegar al poblado a principios de la obra. Luego nos enteramos que muchos se fueron y otros mueren en el pueblo, cuyos fantasmas quedan vagando, como “ánimas en pena”, según la noción católico-mejicana de este concepto.  “Y esa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo…” 29:56). Tal vez en todo esto se encuentre mucho del luto fantasmático como se entiende desde lo indígena. El padre Rentería representa lo más institucionalizado y rígido del catolicismo; es incapaz de otorgar el perdón que caracteriza al cristianismo. Termina curiosamente uniéndose a los cristeros.
También vemos en la novela, que no sólo se trata del cruzarse de brazos debido a de la muerte de Susana, sino de hombres guerreros que parecen abandonar finalmente a Pedro Páramo, quien termina encerrándose en su pueblo y en sí mismo al no encontrar asidero en el Eros de su trunco imaginario que no encuentra ni a la nada ni a la tierra húmeda. A finales de la obra, una vez los revolucionarios son atacados por los villistas, y al regresar y reclamar el estar hambrientos, Pedro les responde despectivamente (muy a lo macho), ante los pedidos de comida (que no sea carne). Los invita mejor a saquear a los ricos de Contla y colmar su hambre en ese pueblo. Luego se nos dice: “Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez las luces, se dio cuenta de que todos los hombres se habían ido. Quedó él solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro. Pensó en Susana San Juan.” (p. 112). De ahí que más allá del aspecto social, fracase el Orden Simbólico del Nombre-del-Padre (término lacaniano) que tan secamente domina al anti-héroe, y que se proponga recurrir a un imaginario que no logra alcanzar. Ese imaginario lo posee Susana pero resulta en un pasado violentado del Orden Simbólico, sin posibilidades de natural expresión continuidad. Se trata del reclamo del verdadero objeto del deseo (Susana San Juan), el “pequeño objeto a” (la mujer relacionada con al volantín en el viento y su felicidad y goce) que cumple ilusoriamente con los reclamos del sujeto (el imaginario infantil; el hilo del papelote (volantín) que se suelta cada vez más), pero éste ya perdido en la “nada” del Orden Real de la Susana adulta (la locura conducente a la pulsión de muerte en que ha caído la joven amada por Páramo). Este es el reemplazo del imaginario tanto materno como paterno que Pedro dejara en su pasado y que no es recompensado en el presente por Susana. Sobre este aspecto nos dice la obra:
Pensaba en ti Susana.” —piensa Pedro— “En la lomas verdes. Cuando volábamos papelotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento.  “Ayúdame Susana”. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. “Suelta más hilo”.
El eros de placidez con lo femenino y la libertad (el soltar felizmente el hilo del “pequeño objeto a"(J. Lacan), que simbolizan el papelote, el viento y Susana, Páramo lo irá perdiendo mediante el egoísmo y el acaparamiento de tierras, el homicidio y el rencor que le produce la violencia del “otro”, sobre todo la que sufre tras el asesinato de su padre. La perdida del padre le produce la paranoia de no ceder lo que tiene acumulado dentro de sí ni el ser fiel (ceder) ante sus seguidores, con quienes posee responsabilidades humanas y laborales. Él mismo se irá aislando y convirtiéndose poco a poco en la piedra excrementicia que en el desierto quedará sola y se habrá de desmoronar.
En otro asunto, un episodio a mediados de la novela resulta interesante e impactante. Luego de haberse encontrado con los fantasmas de Eduviges y Damiana Cisneros, Juan Preciado llega a verse con unos esposos, hermanos, y por lo tanto incestuosos, que le señalan que hay varios caminos, uno que va y otro que viene, uno que no se sabe dónde irá, el que pasa por Media Luna y el hueco del tejado. “Y hay otro más, que atraviesa la tierra y es el que va más lejos”. Son los varios caminos de las vidas de los personajes, pero todo termina en el sendero (el hueco) de la muerte, siendo ellos quienes han seguido el camino más transgresor de la cultura (como Adán y Eva) y se convierten en los mayores usurpadores de las leyes del Padre de la cultura en términos religiosos (Rentería). Es una acción más de las fuerzas regresivas y endogámicas que dominan el mundo de Comala (la retención de lo interno o la fuerza que lleva al hueco del inicio, donde se asiste al principio, in illo tempore, de lo atávico, estancado y carente de progresión futura, precisamente por la retención que no permite la continuidad. No se trata del pecado bíblico sino de “la falta”, la caída del padre de la cultura.
Pero fuera de lo religioso, y más cercano a lo más mítico se trata de la vuelta a los orígenes del subconsciente de la cultura, donde se encuentra también el Imaginario incestuoso que esa cultura (el Orden Simbólico) tiende a suprimir y prohibir por su regresión perversa (el Imaginario incluso de desobediencia a la madre —según el padre—, y de la perversidad). Tal es el nivel del deseo incestuoso del hijo con respecto a obtener finalmente las significaciones placenteras de la madre, pues sabemos que Preciado es enterrado con una sustituta de su madre, la prostituta del pueblo que buscaba mujeres a Miguel Preciado, el hijo del padre. Allí también se encuentra con la poética voz de Susana San Juan.
En la obra son los amantes, los actantes del principio y el final (la liberación y la condena), del Eros-Tanatos de la cultura, quienes finalmente entierran a Preciado. Se expresa así la ruta impuesta por el cosmos mismo (la metáfora del viaje del héroe Preciado, el Odiseo o el Orfeo) y la de quienes han escogido la ruta del “pecado”, pero como transgresión del eros en la cultura cristiana occidental. Hasta aquí, en el centro mismo del camino de Juan Preciado, está trazado su discurso en la novela y será el de su muerte. El vacío o hueco de su búsqueda parece duplicarse, pues no encuentra ni el paraíso que prometiera la madre ni a su padre de la fértil Comala (lo que sería la unión de lo femenino y lo masculino). Solo acogerá una madre sustituta y “yerma”, como Comala misma; Dorotea, con quien termina abrazado en la tumba.
En lo sucesivo en la novela se nos llevará más a los puntos de vista que ofrecen Susana San Juan (quien nos refiere a otro caso de violencia incestuosa del padre) y Pedro Páramo; dos actantes y sus isotopías (tópicos) principales del mito en la novela. En esta parte lo telúrico y cosmogónico adquieren dimensiones especiales de distanciamiento y separación. (Finalmente Pedro pierde el hilo y el papelote de la felicidad). No se trata sólo de una problemática social sino del manejo de un mito cosmogónico, según lo concebía el autor de manera muy sincrética y clásica, católica, mejicana-terrateniente, azteca, poética, al estilo collage como el lenguaje vanguardista de la novela misma.
Al parecer el único amor que se cumpliera en el pasado se manifestó mediante el eros sensual y apasionado de Susana San Juan con su marido Florencio, que no tuvo continuidad debido su tempana muerte. Luego Susana, quien aparece muy vinculada al agua, a la poética del mar específicamente, pierde la capacidad de comunicar en el Orden Simbólico del Padre aunque sea temerosamente (como los demás), y no escucha el mandato patriarcal que representa Páramo y su mundo.  Solo comunica con el lenguaje del pasado.
Era temprano.  El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su onda verde, en olas calladas.
“—En el mar solo me sé bañar desnuda —le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar” (99-100).
En el eros de estos dos seres no hay temor a perder el objeto del deseo como ocurre con Pedro al temer la fuga del papelote en el viento mientras está con Susana-niña. Pedro Páramo, atendiendo la interpretación católico-religiosa, no se baña (bautiza) en las aguas de la noche de San Juan.
Pedro Páramo, por el lado contrario al del agua, representa la tierra y su final infértil (en el sentido simbólico de opuestos que no se congracian; no es posible el eros que ata la especie humana a los orígenes del agua o lo luminoso). Mucho menos encuentra Susana un eros agraciado con su padre, quien la obliga a ingresar en la profundidad de una cueva (la tierra y sus “ocultos tesoros”), pero solo para obtener la metonimia de la muerte, una calavera (se deja entrever que también ha sido víctima del incesto del padre, acción a la cual la película le saca buen partido). Da la impresión que el padre de Susana ha sido el asesino del marido de ésta y Páramo la encuentra enloquecida varios años después de su niñez juntos.
            Sabemos que ya para mediados de la obra el lector debe haberse enterado de cómo Juan Preciado le narra la historia a Dorotea (la que el lector tiene en sus manos en forma de libro), desde la tumba, ya que parece haberse enterado de que ha muerto y se convierte en un actante más de las doloridas voces del fantasmal pueblo, en uno más que no alcanzará su cometido de reclamar la existencia saqueada y robada por el padre real que se cruza de brazos y el padre simbólico que no encuentra la poética de la realidad del Eros. A la larga, el protagonismo de la obra lo ofrecen “las voces”, “los murmullos” de los muertos que han quedado sepultados en el abismal espacio que funge como metáfora de todo un pueblo que ha fracasado en sus existencias privadas y en la revolución colectiva que animaban sus dirigentes. Se trata de las piedras de la gran pirámide patriarcal desparramadas en la bruma del tiempo anulador, reclamado un nuevo comenzar luego de leída la novela.
Vemos cómo paulatinamente la historia de Pedro Páramo va acompañando la de Juan Preciado, y el patriarca pasa finalmente a ocupar un plano frontal del discurso novelesco. Contrastan en la obra así dos visiones, la del hijo desamparado e irredento y la del padre violador tanto de la ley social como de la moral propia. A la larga el lector se encuentra con una estructura circular amplia, pero dos contrapuntos del hijo y el padre que no se encuentran, además de la historia de Susana San Juan, quien suele escaparse antes con su locura que parece contener el más valioso líquido de la existencia. Todo parece quedar atrapado laberínticamente en un pasado que no ha posibilitado un destino que no sea el de la decadencia, el desmoronamiento y la muerte. Nada en este espacio cambia después de la decisión del cacique de paralizar las labores en el pueblo y cuando todo parece quedar avocado a una fatalidad de desgaste, como alegoría de la visión del pueblo mejicano y sus fallidas esperanzas en el dominio de la tierra (desde tiempos coloniales de la maldición de la Malinche, dirían Carlos Fuentes y Octavio Paz). La estructura misma de la novela, en su fragmentación y fuga, es una lucha contra la dispersión y la muerte de la obra, del deseo de alcanzar un nuevo narrar rizomático, disgregado (regado, como terminan las tumbas olvidadas), en lucha contra la inercia de una imposible historia lineal y con final. Triunfa la fragmentación de la memoria que se borra en la muerte y se disipa, se desmorona en la nada. No permanece ni referencia ni lenguaje posibles en el mundo representado. Ese ha sido el lenguaje del trauma de un pueblo, que habría de emerger y convertirse en murmullo, en voz que se aleja cada vez más y pierde su discurso y Deseo.  La obra propone así una clausura dispersa pero total luego de leída, pues en la misma no se retiene ni un significante o símbolo de significaciones futuras (a menos que con otras lecturas le proporcionemos una interpretación religiosa, como Báez Jiménez y otros; ver Jiménez Báez en la Introducción de su libro Diálogos).
Como se ha indicado arriba, se entera el lector de que Juan Preciado también muere y comparte la tumba con una mujer (Dorotea) que se había pasado toda su vida suspirando por tener un hijo. Ésta en una ocasión visita el cielo para enterarse de que sus deseos nunca se habrán de cumplir (aunque sí lo logra finalmente al tener al lado en la propia tumba al hijo “preciado” ya muerto, llamado Juan, lo cual resulta en algo paródico). Se aumenta entonces la alegoría de la tierra y la vida yerma de seres que nunca obtienen el objeto del deseo primigenio en un mundo cargado de la violencia originada y ejercida por la ley de un Padre obstinado con el imposible, la posesión paranoica del todo para no dejarlo ir. Pero él mismo a la larga resulta en víctima de la ley de su destino psíquico y cosmogónico, pues Susana se niega a entregársele por amor; muere enloquecida pensando en otro, su verdadero eros. Se trata de la única mujer que no se entrega a la erótica del violento patriarca y caudillo y sí a la de un poético amado, su marido. La novela en ese sentido se construye mediante la estructura psicoanalítica de las significaciones propuestas por Sigmund Freud y de Carl Jung. De ahí que las interpretaciones que se desprenden de la misma, además de socio-históricas, sean de estructura mítica profunda, no sólo en lo referente a lo mejicano sino a la cultura universal. El mítico héroe se puede retrotraer al de La Odisea, en que Telémaco busca a su padre Ulises, como en descender al infierno en sentido dantesco o de la gesta de Orfeo. Mas no debemos dejar de considerar que los arquetipos indígenas son también parte de esa cultura universal y no sólo lo europeo. Se alcanzan estructuras regidas por las leyes de la metáfora, la metonimia y el símbolo, las cuales se articulan más allá de lo que concibió el autor real (más bien lo alcanzado por el autor “autor implícito” que pertenece al Orden Simbólico e Imaginario de la Lengua en la cultura, si seguimos un modelo psicoanalista y estructuralista de entender la obra literaria). (Ver Whitebook y Lacan). desde el inicio la obra nos presenta el Orden Imaginario (matriarcal) de una Comala fértil y plena de luz que se habrá de ver después de todo usurpada por la paranoia de un patriarca en dominio de un Orden Simbólico capaz de castrar a todos para llevarlos a desolado territorio, la herencia que encuentra Juan Preciado. El simbolismo de los nombres en el relato resulta evidente: Péramo, Preciado, Abundio, Susana San Juan, Fulgor Sedano. "El libro presenta un mundo de pecadores y penitentes irredentos, pues el rencor corrompió el amor, el perdón es imposible y el remordimiento inacabable" (Oviedo; 74). 
Pero no quiere ello decir que se pueda prescindir del autor real, pues Juan Rulfo mismo confesó al público que su intención había sido la de “impregnar al lector de la historia de un vivir colectivo, de la relatividad del tiempo humano y de la vecindad entre la vida y la muerte”. Se trata de los tópicos principales en la novela, que forman primeramente parte del mito de la revolución mejicana que se inicia con la temprana obra de 1915, Los de abajo, de Mariano Azuela (1918-1986). Ignorar que Pedro Páramo ofrece un trasfondo de lucha social resulta un proceder reaccionario de algunos críticos que solo atienden lo religioso y lo mítico de la obra. Ello se debe tal vez a que el texto no ofrece tanta visibilidad en un presente narrativo a este aspecto social, como lo realiza Los de abajo, y que se relaciona más bien con los resultados ya fallidos de la revolución y la lucha que el propio Pedro, con su deseo de poder personal, mantiene al margen de los predios de su pueblo (ver Ute Seydel en Pedro Páramo. Diálogos en contrapunto, de Jiménez de Báez, 165-174).
Las imágenes indígenas y las de un pueblo católico se entrelazan a lo largo de la obra para presentar un discurso muy propio del sincretismo mejicano en estos aspectos del ethos y la religiosidad. Hay varios ejemplos que ofrecen los críticos en general: las imágenes de lluvia y de radiante luz del pasado son parte del mito de Tláloc, el dios de la lluvia y el relámpago; el sueño de Dorotea con el hijo y su viaje ofrecen la creencia de mujeres que daban a luz un guerrero. La obra también recuerda a Odiseo cuando Telémaco busca a su padre Ulises, y a Virgilio en su aventura dantesca. Bien podemos ver a Juan como un Orfeo, viajante de las profundidades en búsqueda de su mujer Eurídice, guiado por la voz de su madre y quien no logra regresar por verle la cara a los muertos. El autor también viaja a una novela con otro lenguaje, el discurso de los muertos y sus recuerdos, al mito que no le permite regresar al punto inicial o. a referencia alguna, ni a la de la muerte misma (su silencio luego de escribir la novela adquiere profundos matices interesantes en este sentido).
El título de la novela lo obtuvo Rulfo manejando la palabra “Comala”, que significa “recipiente de barro que se pone sobre las brasas”. Se propone así simbolizar una atmósfera asfixiante, un lugar sumergido en un infierno (el fuego, y ausencia del agua, como bien vemos por lo ocurrido a Preciado a principios de la obra). La cultura sufrirá las violentas consecuencias de lo cocido, pero abandonado y presto a pudrirse (la muerte, según el modelo antropológico de René Girard).  “Comala” también puede referir en su sentido más inmediato a “comarca mala”, del mal, del comer dañino, espacio en que la fertilidad ha caído en su peor estado de putrefacción y escatología. (Ver a René Girard en La violencia y lo sagrado y a Levi-Strauss en Lo crudo y lo cocido).
De suma importancia resulta en la novela la noción de almas en pena, en el purgatorio, seres que quedan deambulando con sus vivenciales (imaginarios) traumáticos, sin cumplir y completar, todo cundido de remordimientos y deseos de venganza subconscientes ante el “otro” y sobre todo frente al padre, quien es finalmente asesinado por uno de sus propios hijos (los hijos asesinan al padre, como él mismo les enseñara con sus acciones vengativas y criminales). En ese sentido el tiempo es circular pero regresivo y dispar (hijo, padre y amada no se encuentran), como estructura mimética de la representación del ethos y el existir. En el mito convencional el hijo mata al padre “inocentemente”, pero en esta ocasión impera el coraje y el rencor del hijo (también embriagado, dominado por lo subliminal subconsciente que saca a flote el licor) ante un padre que ha abandonado a sus hijos reales y simbólicos y que retiene encerrado en su ser (intestinal) toda posibilidad de amar y de alcanzar una poética del existir, como la que tuviera en la niñez junto a Susana. Tal parece que todo lo condenará a la repetición del asesinato como nos dice a finales de la obra:
Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz. (Dorfman; Giacoman, Homenaje; 157).
Pedro Páramo ha creado conscientemente su propio Edipo. El carácter mítico en Pedro Páramo aparece, en ese sentido, guiado por la temporalidad en compases de rupturas y discontinuidades y la dualidad de dos mundos que no se encuentran ni en sus caminos ni miradas y que se repelen en su mismedad, la violencia repetitiva del otro. La inversión de la Mirada espejística lleva a que se articule la vida desde la muerte. La mirada (the gaze) viaja tanto desde el sujeto hacia el espejo como desde éste al sujeto, y ambos parecen quedar atrapados (mediatizados) en su miserable pasado de agresión y culpa. Cómala aparece en el pasado como pueblo vivo y fértil (paradisiaco), y el presente como lugar de desgaste, muerte y destrucción. Primeramente tenemos la Cómala que ha desaparecido, representada en un presente ficticio en la memoria y el recuerdo traumático, rencoroso o enloquecido de varios personajes. Aquí lo “real maravilloso” lo identificamos por la coexistencia de varias épocas intermitentes, de pasado y presente con un toque supratemporal que rompe con el realismo convencional. Queda reflejada de esa manera la Latinoamérica y su inevitable evocación del pasado traumático, como alegoría político-cultural amplia. No debemos ignorar que se retiene en el discurso novelesco el imaginario mítico-histórico de que tanto hablan los críticos. De esa memoria histórico-mítica queda en el imaginario la llegada de los españoles a México, y los aztecas imponiéndole a Cortés la máscara de Quetzacoatl, el dios que habría de regresar algún día. Los españoles por su parte, les impusieron a los indígenas la máscara de Cristo, a quien habrán de adoptar de una muy particular manera. (René Caballos).  De aquí que sólo Susana San Juan pueda despojarse de la máscara social mediante la poética locura, y Juan Preciado mediante su inocencia e “ignorancia”.
Se trata además de una cronotopía y de actantes en un proceso final, en una escatología que demarca el mito de las esperanzas fallidas del artista mejicano ante lo que fueran los deseos revolucionarios y de liberación de un pueblo, de la apropiación de la tierra que representa en su expresión más negativa de apoderamiento intestinal, Pedro Páramo. La fuerza andronormativa que guía el discurso estriba en que al no poseerse la mujer y su imaginario del agua, la luna y las estrellas, se abandona la tierra, lo cual es parte del criterio (en parte machista) de una cultura que no se ha guiado por las leyes cosmogónicas, sino por el Poder y el acaparamiento del capital (el cual se retiene intestinalmente, sin permitirle salida posible). Se trata en gran medida de la lógica de la subalternidad ante el gran capitalismo imperial.
Pero casi todas las mujeres anhelan entregarse al patriarca y sus vidas no parecería tener sentido sin un hombre que les ofrezca un hijo y el cultivo de la tierra que se relaciona con los ciclos de la luna. En cuanto a la mujer, se trata de las estructuras mentales con las cuales funciona el autor porque no puede ser de otra manera en una sociedad como la mejicana de los años 50 del siglo XX y sobre todo que representa el Méjico del campesinado nada cercano a la modernidad de esa época, donde ya sí existían criterios feministas. Como veremos la película se vale en mucho de estos valores para las expectativas de su recepción exitosa ante un público no letrado, sino de cultura de masas que evocan en la ciudad (frente a la pantalla) un pasado revolucionario de fracaso y frustración y donde se inmiscuyen las fuerzas inconscientes del ethos masculino y femenino. Otras películas del tiempo glorioso o de oro del cine mexicano, sin embargo, tal vez la mayoría de ellas, ofrecen una imagen festiva y exitosa de la revolución mejicana (Pedro Infante, María Félix, Jorge Negrete, Miguel Aceves Mejía, Rosita Quintana, etc.) y esas obviamente fueron más taquilleras que Pedro Páramo, una novela para minorías cultas, y que es demasiado nihilista en su visión del mundo para las masas.
A nivel ampliamente metonímico el título también podría corresponder a la antropofagia, al canibalismo, al devorase de un sujeto a sí mismo. El Padre y el tiempo devoran inexorablemente a sus hijos, porque en un principio todo comienza con la violencia del tiempo que todo lo emprende pero todo lo destruye (la violencia in illo tempore del “otro” hacia el Uno). Tal es a la larga el proceder de Pedro Páramo, quien desde un principio respondería a lo que sería, en el psicoanálisis, un sujeto anal (de ahí su estadía a principios de la obra, como comentamos, en el retrete (el excusado), cual señal de masturbación neurótica, de lo intestinal y lo excrementicio a la vez (solo goza en su imaginario escatológico de Susana de San Juan). También a lo largo de la obra se le deja ver como un actante que se niega a repartir la ganancia con el otro, incluso con sus propios hijos. Solo comparte con el hijo que parece ser la expresión desbordada de su mismedad, Miguel Páramo. Pero como vemos, lo destruye su propia, desenfrenada y excedente violencia sexual (el caballo desbocado).
Ya desde un inicio se concibe a Páramo (deseoso del agua) con el goce de la pulsión de muerte que se caracteriza por el descargue, ya intestinal o eyaculatorio, en la masturbación. Se representa a un sujeto paranoico cuyo temor inconsciente a no obtener el objeto del deseo lo lleva a apoderarse de todo de manera abrumadora y obsesivo-compulsivamente, para luego expulsarlo de manera intestinalmente violenta y excrementicia. A ello se debe en lo principal la inoperancia del eros poético que no alcanza el personaje y la violencia que en cambio ofrece de manera paranoica, como cacique u oligarca, hacia su pueblo y ante sí mismo. Estaría relacionado, en ese sentido, con el narcisismo paranoico, de que habla Jacques Lacan, en la formación del imaginario infantil. Es víctima del “fort-da” de la madre (luna) que no regresa a menos que sea a través de su sustituta, la muerte que él mismo puede prever antes de caer a finales de la obra. Así se resume su mirada en sus pensamientos finales:
…Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna infiltrándose en tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada, de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan (128).
Bien se suele hablar de tres Comala o tres versiones del mismo pueblo. Leticia García Peña, de la Universidad de Colima, ha resumido los tópicos que emergen del pueblo de la manera siguiente: “seres fantasmales, ánimas, ecos de la conciencia, el viaje simbólico, la búsqueda del padre, la búsqueda del paraíso o los arquetipos maternos; la lectura que apunta a la historia del poder, del cacicazgo, de la tierra en México; y la que sugiere el propio Rulfo, la novela como el relato del pueblo de Comala, en donde todos están muertos, bajo la historia de un cacique en un texto de apariencia realista”. Ello resume en gran medida lo que hemos venido planteando.

En su consideración sobre las tres Comala los críticos suelen destacar las significaciones como lugar común de la desaparición de un pueblo. Primeramente la Comala evocada por Dolores Preciado, en su añoranza y deseos de regresar a reclamar por medio de su hijo ante el padre el paraíso perdido (la madre, quien también retiene a principios los flujos vaginales, y luego expulsa en su lecho de moribunda a su hijo a la muerte, a la obtención de otras madres sustitutas). Se trata de un gran complejo de Edipo alimentado por una madre en cuyo imaginario se despliega el deseo de desquite por medio del hijo, su venganza subconsciente ante Pedro Páramo y ante la tiranía del Padre-marido agresor. Pero se expresa el mandato materno a realizar el castigo del padre cuando ya es tarde, pues sólo quedan lápidas y fantasmas (la máxima abyección de la existencia misma que resulta en la muerte). Tal vez en este aspecto nos vemos obligados a interpretar los mitos desde una perspectiva androcéntrica. En un principio aparece la mujer-madre y al final la mujer-muerte.
 Ven los críticos además la Comala que simboliza el espacio marginal victimado por el poder tiránico de un perverso y criminal padre que solo puede gobernar (siguiendo unos orígenes que se repiten) mediante la violencia y la frustración. Todo debido a la imposibilidad de alcanzar el objeto del deseo (el imaginario de la madre que le inspira Susana San Juan, actante representante del agua en todo su sentido arquetípico de los orígenes con significación profunda en el existir, mediante una poiesis tanto pagana como cristiana, del bautismo en la noche de San Juan, y del agua como arquetipo de felicidad originaria (narcisista) en la cultura occidental).

Resultante de todo es la insatisfacción del deseo primigenio y del deseo final, teniendo como efecto perturbador la soledad y la destrucción del todo en el desmoronamiento de la tierra sin lluvia. No se logra alcanzar la sociedad del trabajo (la tierra y la cultura sin la felicidad primigenia que puede ofrecer el Eros, el deseo primario encarnado en la mujer y el agua, ni la promesa bautismal y purificadora del catolicismo). Solo queda la piedra seca destinada a desmoronarse, como le ocurre al protagonista finalmente, sin posibilidades de repetir el acto, como en el mito clásico en que el héroe trata una y otra vez de subir la piedra pese al sufrimiento constante (Sísifo).  La obra misma es un texto algo desmoronado que el lector debe recomponer en su lectura líquida (rizomática, fugaz como el agua). Resulta el texto, además, en la gran pirámide perdida que se debe rearmar desde sus cimientos en la lectura (nos referimos al meta-texto implícito).

Destacan también los críticos, el espacio mítico-fantasmal en Comala. Se trata del infierno, lugar sin agua y sin eros primigenio y original; desierto en el cual deambulan las almas en pena de los difuntos, condenados a revivir un pasado de recuerdos atormentados y llenos de remordimiento y frustración. Nada se retiene de la Comala paradisiaca de un pasado (del imaginario con la madre) o la de un padre como símbolo de la gran piedra (la gran pirámide azteca) y como genuino procreador, engendrador, de la tierra cultivable donde se puede encontrar el líquido que Preciado anhela para calmar su sed, y no lo encuentra. Lo que queda es un desolado padre (Pedro) que solo puede lograr un páramo despoblado, lleno de miseria y recuerdos de violencia, dueño de un ámbito fantasmal poblado de muertos sin rezo y duelo.

Todo se puede retrotraer a un tiempo muy definido en que se hacen referencias a la Revolución Mejicana (1910) y a la Insurrección de Los Cristeros (1926-1928). Bien podemos plantear que nos enfrentamos a una versión invertida de una novela convertida en el relato de un mito histórico-social y la memoria traumática del mismo. Pedro Páramo es la representación típica del cacique local pero sin frutos significativos que ofrecer. También la obra queda relacionada con lo que ha sido la metáfora de la tiranía en que se ha visto al pueblo americano, víctima de las oligarquías patriarcales desde los tiempos coloniales. Queda representado de una manera novedosa el quehacer latinoamericano de la opresión más cruel en la cual los más subalternos no tienen posibilidades de futuro. Solo les queda la promesa cristiana del purgatorio.

De aquí que las relaciones entre la vida y la muerte (Eros y Tanatos) sean tan fundamentales en esta obra de Rulfo. La zona fronteriza entre el mundo de los vivos y el de los muertos es manipulada para representar el ethos de un pueblo inmerso en los mitos del cristianismo y los mitos aztecas, que el autor ha sabido amalgamar muy bien en relaciones de amor/odio, vida/muerte, realidad/fantasía, texto/anti-texto. En este contexto la muerte se recibe como terror y a la misma vez cual liberación. Lo último ocurre a Susana San Juan, quien desea descansar por fin, teniendo como preámbulo la “muerte” de la conciencia, en la locura que la aleja de toda cognición y compromiso en una sociedad que no permite la expresión del eros libre de la mujer. De igual manera Juan Preciado, quien parece morir de terror (¿de un ataque al corazón o de nervios?) dos días después de haber llegado a Comala y sentirse finalmente descansando en su tumba.  La obra, no obstante, no brinda espacio para interpretaciones cómicas o paródicas.

La muerte de Pedro Páramo ya había quedado, sin embargo, marcada inicialmente de manera traumática por los decesos de su abuelo y su padre y su pérdida del deseo de vivir. Se entregará a la pulsión de muerte sin posibilidades de dialéctica con el eros que tanto anhela: la mujer y la tierra. Más disimulado resulta el trauma del padre Rentería, cuya sobrina fue violada por Miguel, hijo predilecto de Pedro Páramo. Cobra importancia aquí lo apuntado por Guadalupe Grande: "Sí, Pedro Páramo es el cacique, el violento conquistador, aquel que intenta cosificar y manipular la realidad, el que no sabe medirse de otra manera que no sea violentando la vida; pero al igual que Juan Preciado tiene un destino que no se corresponde con sus esperanzas, un destino que lo lleva a encontrar su lugar entre los muertos en lugar del resurgimiento en la historia, Pedro Páramo también tiene el suyo: su destino se llama Susana San Juan, y ella no hace otra cosa que recordarle que el amor y la pasión tienen tanto que ver con la vida como con la muerte, y que la única manera de alcanzarla habría sido aceptar la fragilidad del tiempo lineal y de la historia, asumir el rostro de su propia muerte sin rencor. Pedro Páramo podría haber sido el cacique perfecto si no se hubiera enamorado de Susana San Juan, pero es ese amor el que lo lleva a terminar desmoronándose como un montón de piedras". (“El silencio en la obra de Juan Rulfo”, Cuadernos Hispanoamericanos, Mayo, 1989: 61-70)

Uno de los personajes femeninos más transgresores, según A Becerra, es Dorotea. En el texto no se explicita con quiénes Dorotea lleva a cabo los encuentros sexuales ilícitos, los cuales parecen condenarla socialmente. Sí se menciona cómo Miguel Páramo le asegura la provisión de comida diaria a cambio de las mujeres que le consigue. Se evidencia que su máxima virtud habría consistido en la posibilidad de engendrar, lo cual le es negado por la disposición celestial, por ser impura. Tener “el seno de una cualquiera”, implica que carece de la pureza/contención sexuales necesarias para ser madre, según la cultura católica que la rodea. Se insinúa veladamente en su discurso el haber sostenido prácticas sexuales “pecaminosas”: ser una prostituta, de una sexualidad no limitada por a las demandas oficiales, que se vende y se ofrece gratuitamente a los hombres, significándose con ello el tener como fin el obtener dinero y placer (propio o ajeno) y no el de procrear maternalmente según la norma social y la ideología genérica de la cultura católica que domina esa sociedad. La referencia de una sexualidad transgresora asocia a Dorotea con las mujeres cuya pureza está “mancillada” por el “pecado”, por su falta de contención, y que es castigada con la esterilidad. Cabe advertir el distanciamiento irónico de estas ideas por parte del autor.

La sexualidad de las mujeres en esa cultura androcéntrica posee sentido en cuanto se dé a la procreación y la maternidad. Dolores Preciado, sin embargo, se define por su carácter débil y abnegado, su negativa inicial a ser madre y finalmente expulsar a su hijo del mundo de los vivos y enviarlo a un páramo de muerte. La madre de Pedro Páramo se define por el cumplimiento del rol marital y la sensibilidad sufrida ante el hijo. Dorotea y Justina, por su maternidad, y Damiana Cisneros, por el servilismo que subyace en su maternidad sustituta (así como en su deseo por el cacique, luego de haberlo ignorado una noche). Eduviges Dyada se justifica por la pasividad sexual y la “bondad excesiva” del auto-sacrificio (A. Becerra). Solo Susana San Juan sale del patrón psico-social y cumple una función altamente poética en la obra, la cual se ubica más allá de toda ideología neo-realista que pudiera concebir el autor real.

Finalmente, decimos junto a Carlos Fuentes: “Leer a Juan Rulfo es como recordar nuestra propia muerte.  Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte, que así pasa a formar parte de nuestra memoria. Estamos entonces mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte, o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida: todo es vida” (144).

Pedro Páramo y la versión cinemática

En versión cinematográfica existen dos adaptaciones realizadas a la novela de Juan Rulfo. La primera es de 1966, y fue dirigida por Carlos Velo, con un guión escrito por el mismo director en colaboración con Carlos Fuentes y Manuel Barbachano. Rulfo no tuvo que ver con la elaboración de este primer largometraje, el cual no le agradó.

Para Gabriel García Márquez “Carlos Velo había hecho algo sorprendente: recortaría los fragmentos temporales de Pedro Páramo y armaría el drama en un orden cronológico riguroso”. Otro importante crítico afirma que si a la novela se le diera un orden cronológico “sería algo muy plano y sin chiste, no habría dicho nada. Póngale orden temporal y le da en la pura chapa” (Diálogos 360).  El mismo Velo comenta: “… mi continuidad era distinta a la de la novela. Rulfo se irritó mucho y dijo que eso no era PP. Para mí lo que importaba era la parte de Telémaco: es decir yo quería contar la historia del hijo que busca a su padre y no sólo la de PP. Por eso armé una continuidad distinta a la del libro” (Diálogos 373).

Según Lilia Leticia García la obra cinemática fue incapaz de asir la unidad paradójica de Pedro Páramo, el mosaico de recuerdos y fantasmas, y sin ofrecerle una ilación musical debida. Critica ante todo la imagen que se le atribuyó a Susana San Juan: “de aquella “inocencia pagana” pasó a la pantalla grande como una febril demente sin ninguna belleza”.  Sin embargo, podríamos sostener que no pudo ser de otra forma. La película cumple con su cometido de presentar la “historia” y el argumento de la manera que le corresponde al cine, mediante el melodrama neo-romantico y neo-realista. La novela posee innumerables momentos de lectura poética que no son transportables al film por ser lingüístico-discursivos (diegéticos y no miméticos). Algo que sí mantiene el filme es la atmósfera densamente onírica y de irrealidad que proyecta la novela. Tal vez se pudieron incluir en el film voces poéticas del texto, independientes, pero que no rompieran con el seguimiento mimético (las voces poéticas de Susana, por ejemplo).

Se añade además las alteraciones necesarias para complacer a un público populista de la ciudad, que no es el lector culto de la obra escrita. Las críticas que le podemos hacer a la obra fílmica son de actuación, maquillaje, escenarios, coreografías corporales, sonido, imágenes extraídas de la obra escrita, cortes, etc.. A lo que se refiere García es que estos recursos son mal llevados a la pantalla. En general, no obstante, bien se podría decir que la versión de Velo logra una buena película, muy propia de su época y que cumple desde la pantalla con lo que la adaptación del texto escrito, a la imagen iconográfica, tolera y permite.

Para el teórico Christian Metz, el filme considerado como un lenguaje, posee cinco órdenes sensoriales: la imagen, el sonido musical, el sonido fonético del diálogo, el ruido y el trazado gráfico de lo escrito. Un filme está dominado por esta semiótica que ya ha aparecido en forma de novela (y no de guión) y donde los productores y directores pueden confrontar problemas de toda índole. Uno de ellos resulta en cómo llevar a la pantalla el plano diegético-lírico y mítico de una obra como Pedro Páramo y hacerlo parte de la mímesis del argumento que persigue el filme que ya de por sí resulta también muy difícil por ser tan fragmentario. Sobre todo cuando el argumento, la mímesis de la obra literaria resulta además sumamente poética y está relacionada con las rupturas propias del surrealismo de técnicas en nada realistas o neo-realistas (como las que demanda el público de la época de los años 60 y las que persigue el negocio cinematográfico). Sabemos que para el público de masas de los años 50 y 60, acostumbrado a las rancheras y sus festivos y melodramáticos discursos, no era lo más deseable presentarle una obra propiamente surrealista sin exponerla más a la confusión.

Habría que tener presente que el público asiste en esta obra de Velo a ver inevitablemente la caída de sus héroes de la cultura mejicana y que participa del film en la medida en que pueda interpretarla de acuerdo a las nociones de captación de textos que posea, las cuales no son de la cultura letrada a la que bien pertenecía el autor Rulfo. Se trata de ver en la pantalla al héroe, Juan Preciado, quien no logra aniquilar al padre, pero lo realiza uno de sus hermanos, junto al público mismo, simbólicamente preparado por la película para entender (acometer) el parricidio. El actor escogido para interpretar el papel del patriarca puede ofrecer atractivos y simpatías que en la obra literaria no se revelan.  Fue presentado con la idea de exponer el galán malvado de la película pero no creo que la misma lograra mostrar un ser de maldad arquetípica y atávica como en la novela. La heroína de simpatía para el público sería Susana San Juan, a quien Preciado logra escuchar finalmente en la obra literaria, pero siendo ya muy tarde para tratar este aspecto con mayor intervención por parte del filme, como sí fue realizado en lo referente al incesto entre Susana y su padre, que se revela tan abiertamente en el filme mientras que en la novela es apenas ambiguo. No se cumple una historia de amor ni un soap opera, siempre queda una simple película de misterio para minorías semicultas. ¿Y por qué no?

Los nefastos resultados del film según García se deben a que la película la hizo un biólogo, que nada sabía de cine. Quiso ser muy original y lo dejó todo en manos de los actores, muy mediocres. No creo, sin embargo, que sean ese tipo de actores medianos, sino que no estuvieron bien guiados por el director y su equipo de trabajo, que va desde los intérpretes del texto hasta los maquillistas. Pellicer, una gran actriz, en su papel de Susana, por ejemplo, es llevada a actuar demasiado melodramáticamente y con un maquillaje nada apropiado. No es de esa manera en la novela  y resulta incluso anómala en la película en sí misma independientemente del texto escrito. Similar ocurre con la sobrina del Padre Rentería, quien parece una chica de los sesenta al estilo de Marisol o Rocío Dúrcal. La mayor parte de los personajes cinematográficos no tienen arreglos del cabello apropiados a los escenarios de una cultura rural y de principios de siglo (como se desprende del contexto que ofrece la novela) sino de la modernidad de los años 50 y 60.

No obstante, la mirada del público se ajustaba a estas expectativas y fotos. Entiéndase que la mirada es una construcción social y en el cine funciona desde la oscuridad para un público voyeur con expectativas y horizontes sociales imaginarios y reales en sus contextos genéricos e históricos. Ya se ha indicado que la novela fue creada por Rulfo teniendo en mente su diálogo intertextual con las obras y artistas de la época que había alcanzado niveles de suma complejidad discursiva. El cine era parte de otro discurso en debate intertextual con las películas de su propia época, pese a que el director entendiera el carácter tan complejo y distinto de la novela de Rulfo.

Según Lilian Leticia García, el papel de Pedro Páramo se lo asignaron a una estrella de Hollywood: un ex-marine de los Estados Unidos, hijo de madre mexicana, y conocido ya por su papel en la Psicosis de Alfred Hitchcock y por su interpretación de Julio César en Espartaco. Se trató de John Gavin, quien muchos años después (en 1981, bajo el mandato del presidente Reagan) sería conocido más por sus labores en la embajada norteamericana en México y quien renegaría de su trabajo como actor. Esto no tendría mucho que ver, necesariamente. En verdad, el actor no lo muestran en el film con el maquillaje apropiado (ni a veces con la vestimenta necesaria); es muy melodramático a lo Hollywood y la pantalla lo enmarca como un galán que vende una imagen (como Marlon Brando o Sean Connery) y no siguiendo la interpretación de un personaje, tan poderosa y míticamente mejicano como Pedro Páramo que requería una atención muy especial. Su imagen de cacique criminal, abusivo y machista es en gran medida, sin embargo, convincente en ocasiones, pues su regio rostro y mirada severa se prestan a tal, pese a la suavidad que posee el galán, que no la extraemos de la novela ni aún en los momentos en que piensa en Susana. La imagen de la segunda parte, de un ser patético, solo, abandonado y amargado no está del todo mal lograda en el filme, a mi entender. El asesinato final que sufre resulta algo convincentemente escenificado (un cacique en su decadente trono y el frío viento que lo rodea); especialmente se salva por la actuación de Cisneros. Para Graciela Martínez Zalce vemos al final a Pedro caminar  con los brazos extendidos hacia el frente y más le parece un Frankestein que otra cosa (Diálogos 375).  ¡Mucho tiene de cierto!

El personaje Juan Preciado está bien escogido, por su imagen; su camisa es de los sixties, y la escena en que es arrastrado a la tumba es sencillamente ridícula pese a que intentaron mantenerla lo más oscura posible. Mejor hubiera sido no haber presentado ninguna imagen al respecto y depender más de lo dicho o narrado por los personajes. Pero el juego de los claro-oscuros en la película fue lo menos que pudieron hacer y la presentación de los paisajes dentro de técnicas de lo fantasmal puede considerarse un aceptable esfuerzo. Mala recepción ofrecen Pedro Páramo frente a su hijo Miguel, interpretado por el joven galán Jorge Rivero; dan la impresión de tener inverosímilmente la misma edad. Ana Rentería, es interpretada por la joven actriz Julissa, quien en general no actúa del todo mal, pero interpreta el personaje de la novela de manera inaceptable pues parece más una estrella “a-go-gó” (Graciela Martínez Zalce, 371). El papel del actor Ignacio López Tarcio, como Fulgor Sedano, no pudo estar en mejores manos.

Nos dice también Lilian Leticia que en una ocasión Buñuel le dice a Juan Rulfo: “Juan, yo voy a hacer tu Pedro Páramo”. Entonces Rulfo le dijo: “Eso no va a ser posible porque ya lo tiene Carlos Velo.” Para Lilia resulta imposible saber medir el calor del infierno de Comala de haber pasado por las manos de Luis Buñuel; imposible imaginarnos también la profundidad erótica que hubiese podido alcanzar Susana San Juan, la amargura del sueño ininterrumpido de Pedro Páramo.

Según la misma crítico, la segunda versión fue realizada diez años después por el director José Bolaños (guión del director en colaboración con Rulfo).  De la misma tenía Rulfo una mejor opinión: “La segunda versión, hecha por mexicanos, es mejor. Sólo la exhibieron un par de semanas en México. Muy larga. Duraba tres horas. El director, José Bolaños, es el esposo de la actriz principal. Entonces le dedicó más de lo debido a la persecución de Susana San Juan (sic).” Con todo, la opinión final de Rulfo respecto a las adaptaciones cinematográficas era tajante: “...Pedro Páramo no es para el cine. El cine literario es un fracaso. Esa transcripción no funciona.” Desilusionado por una alquimia visual que no dio resultado, Juan abandonó los proyectos para el cine que tanto le entusiasmaban.

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