jueves, 31 de mayo de 2012

Reseña de El imperio de los pájaros de A. Echevarría Pagán


El Imperio de los pájaros 
de Abdiel Echevarría Cabán.
Presentación: Librería Mágica, 8 de septiembre de 2011.

Abdiel Echevarría Pagán

Por: Luis Felipe Díaz.
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico
 Recinto de Río Piedras


En El imperio de los pájaros (libro de poemas de 2011) se imponen inicialmente dos significantes de perfiles cronotópicos ya comunes, pero que en este libro no dejan de ser desafiantes, de tonalidades y niveles diversos, irónicos e intrigantes. Primeramente nos encontramos el poderío del ave que se remonta a los lugares ya propios del Ave Fénix y su irónica subida en la obtención, después de todo, de la inevitable caída; y todo para un nuevo resurgir o comienzo. Emerger de las cenizas del “otro” que provoca precisamente la caída. Se trata del lugar común del poeta en alta búsqueda de la poesía misma, tal y como los vanguardistas, pero que en este poemario el acto y el deseo mismos se convierten en proceder sumamente lúdicos y de imaginería y posturas postmodernas no tan visitadas por otros poetas. Ya los primeros epígrafes del libro nos conducen a esos espacios de irónicas conductas en que Julia de Burgos lanza un grito al viento, con una fuerza que se contrarresta en la cortedad de la fuga que ella misma presagia; Kattia Chico, nos salva con sangre contaminada —dice el propio poeta—; y Spivak, no se siente lo suficientemente poderosa en la academia, mas sin embargo, rompe las reglas del discurso de la institución misma ( ¡y cómo lo ha logrado!). La entrada del poeta ya de por sí nos avisa, con sus propios epígrafes, de su capacidad de juego y parodia (seria) con sus caudalosos signos y su rizomática poesía. Ya desde un principio se denota el anhelar mantenerse dueño de sí mismo cuando es el “otro” deseado quien lo impulsa e impide a la vez, quien lo convierte en pájaro y su paradójico e (in)explicable vuelo (juego) que presagia su hermosa y esperada caída. Obtener significaciones "otreicas" (propias) de lo que ya pertence al gran discurso del Otro es de por sí un gran desafío y una tremenda transgresión. Para ello el poeta cuenta con algún lector que diga "presente", pero más con los futuros seguidores que le auguro a Abdiel. 

En el índice mismo el poeta nos advierte de un viaje que anuncia el retorno de los pájaros que, mientras buscan las temporalidades de la eternidad se encuentran solo la frontera que por el contrario muestra el diminuto y material cuerpo en su cortedad y finitud. La pugna de los opuestos se hace inmediatamente patente y la lucha-entrega del poeta al juego-vuelo de los signos. Pero después de todo se presenta con terquedad e insistencia paradójica el vuelo del poeta a las zonas altas, pero del ozono, y que fluctúan y viajan con la guía del hablante lírico (del poeta) que como buen trans-vanguardista postmoderno se muestra en curioso control del su propio vuelo discursivo, posible e imposible a la vez. Quizás por ello se revela cierto refreno en su discurso, inicialmente como caminante de las calles de Nueva York, usando la falda, no ya como acto revolucionario (dice la voz lírica misma) y con el encuentro de las estrellas en el pecho. (Son simples pero inventivas analogías que le confieren un singular atractivo a los poemas). Desde la altura desciende, la trascendencia a que aspira el verso mismo, y que no puede evitar la caída (como el ave Fénix). Es decir, finalmente el poeta alcanza fundir el más allá y el más acá, la trascendencia del deseo fugaz y la inmanencia de la caída en un mundo que parece apocalípticamente consumirse en sí mismo. Así resulta el inicio del poetizar y así será el final del poemario.  ¡Apocalíptico!  Todo muy al gusto del lector (post)moderno en su deseo de obtener lo inalcanzable pero con sentido lúdico y casi pastiche de lo sabido, mas con deseo de superarlo.

El viaje es un lugar común y tal vez muy tradicional, y manejado por muchos poetas modernos y postmodernos, pero no en el modo de acometerlo el escritor nuestro (Abdiel); en el modo de interpelar el lenguaje y la imagen que nos comunican una historia de deseos múltiples, rizomáticos; a veces con detenimiento, en ocasiones con velocidad y desenfreno. No veo, sin embargo, en este poemario la locura postmoderna que el proceso implicaría en el recorrido del imaginario desenfrenado, paródico o virtual, sino un paradójico y desesperado sosiego, un detente que en ocasiones confiere al poemario una singular belleza, (in)tranquilidad, consciencia de originalidad-continuidad en el remontarse a la metáfora de la trayectoria y el viajar mismo en su (im)posibilidad. Se trata del viajar convencional, pero más del viaje, del emigrar en el lenguaje, en el verso, en el poema, en el encuentro del discurso (post)poético apropiado y humanamente digno y franco. Pájaro humanamente bestial y tierno.

Por supuesto que el poeta se las juega con el mito. El mito clásico y su impostura postmoderna. Al principio fue el sonido, el trueno que retorna a la Quinta Avenida a retomar otras alas (tal vez en la megatienda Macys) que viajan al caribe-sur del cuerpo y la sexualidad pero con el impacto del trueno. En ese Caribe, de su volcán irrupciona la mujer que luego de pasar por el poder de Ochún lo convierte en ave queer capaz de permitirle ponerse en contacto con la poética que les dictan los Orishas y de proponerle un imperio (es decir, el mandato de repetir lo mismo, pero encontrar posiblemente lo distinto y la diferencia en la repetición). Se trata de los espacios de fuerzas y fugas del Ochún imperial del ars poética queer, el Manifiesto en el cual se retiene lo femenino pero se encuentra la palabra del vértigo de los hombres, en decir del poeta mismo. El poemario en ese sentido goza de una rica gama de campos de significaciones y mitologías ascendente-descendentemente manejadas que resultan innovadoras y muy del agrado de los lectores-poetas contemporáneos. Los poetas a veces se hablan a sí mismos y a la Poesía.

Pero es desde lo alto, desde arriba, donde el poeta observa la palpitación de los precipicios. Y se escapa más poderoso como pájaro, al imperio de las intertextualidades del Aleph, a las mezquitas, al imperio de Alá, a los pergaminos, el descanso de séptimo día, a la luz, al sendero doliente crístico, al diablo del algo de azufre y la reina que carga la espada a su lado. De esa manera el poeta logra traspasar el avatar de la sangre, las gotas, la espuma que rueda por las paredes como si se tratara de haberse alcanzado el misterio de la liquidez del semen. (Para el que luego lea: verá que aquí persigo los mismos lugares comunes, metáforas y manejos semánticos del hablante lírico (del poeta) del texto mismo). Pero aún así queda en el hablante lírico el deseo de pasos hacia el retorno de lo desconocido, a los cuentos de Shahnama, al inicio de la sangre. (La voz lírica maneja hábilmente estas metonimias y sus fugas semánticas). Y ello lo conducirá una vez más al encuentro de una mujer que en el fondo resulta hombre, bestia herbolaria saciada de enigmas, de los bordes, de la frontera donde todo se confunde pero manteniendo la existencia en una apertura a lo desconocido y extraño. Tal parece que siempre hay una fisura en el encuentro que le advierte al poeta los inicios y los finales en la casi paradójica y lamentable combinación y encuentro: lo maternal y patriarcal, la vida y la muerte, el Eros y Tanatos, el deseo y la ausencia del mismo en insatisfacción. Mas no creo —como parece que infiero— que el poeta sea el lacaniano del “hueco de la nada” (le manque a etre), sin la nada y solo el vacío del ave en su caída. Es más bien un nietzscheano del eterno retorno, del que desea regresar aunque sea a lo mismo, pero con la esperanza de que se exprese y se articule la diferencia. Es un poeta del deseo del deseo que no se "sabe" tal. Ahora sí a Lacan, pero con algo de ayuda de Rene Girard y Levi-Stauss.

Y en el volar, ¿por qué no encontrarse con la mitología griega y sus seres que doblegan el tiempo y brindan la sangre aún caliente que corre por las manos? ¿Y por qué no viajar luego con Dante a la selva del Queztsalcoatl, la serpiente emplumada en búsqueda de la Beatriz desnuda, la angelicatta del olvido, y encontrase con el código indescifrable de América, la clave Morse del signo que avisa que el viaje implica además el sonido del silencio, el sonar de la voz divina que cree poseer el poeta con el viento de sus alas? Y de esos viajes por espacios mitológicos y de significantes e intertextualidades retornan los pájaros, con las palabras de los imperios del saber lírico y del vuelo de los signos, con las tumbas de los patriarcas, con el encuentro de un nuevo siglo y el pergamino, como su poemario mismo, que se salva de las cenizas esta noche con nuestra lectura y con las de sus futuros lectores… ¡Eso espero! No son muchos, sin embargo, los lectores que actualmente posee el País para este tipo de poesía. Pero ese en general ha sido lo que les espera a los cultivadores de la metáfora. De ellos depende nuestro sentido en la existencia, en ese “vuelo” que se repite aunque no se prevea la continuidad del tiempo.

Mas adelante: emerge la temporalidad ciega pero llena de ojos, la insoportable levedad del ser que es a la larga como un artefacto interruptor; el deseo que se encuentra en un “otro” que solo obtiene su mortandad entre las piernas deseantes del poeta (¡así nos dice!). Pero pese a ello, ahí se percata este ave del lenguaje de que dormir con un hombre es lo más cercano a Dios, es la plegaria que clama por el arder de la fogata del “otro”, como David abrazado al pecho de Jonatán, el evangelio del Señor reescrito en la cintura con la lengua del “otro”, el juego en la plegaria, el reclamo otreico que a la larga trae el silencio tras el acto imperial del errante lírico en su vuelo-sueño discursivo; el sueño de Dios en su propia sangre, en su vivencia. Y así se reconoce una vez más que el libro sagrado es un misterio impenetrable como el volar poético mismo. En ese sentido la poesía quiere entonces seguir siendo el libro sagrado de nuestra cultura. La primera y la última palabra en su ascenso y en su descender. No se le teme entonces a la caída, al precipicio que puede augurar el fin.

En este momento poético el hablante se torna modernista (y nada rubendariano sino vanguardista) y clama por el nombre de las cosas, la inteligencia del sentido, el signo exacto, como los poetas que le preceden en estos reclamos (Juan Ramón Jiménez, César Vallejo, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, por ejemplo). Pero ya sabe que todo lo proporciona la pasión del impulso (pulsión) del imperio de los pájaros en su peregrinar (como el poeta mismo con su errante lenguaje). Y por qué no cruzarse una vez más con la lírica mística, la más cercana y testimonial del deseo insondable del cuerpo, como lo haría San Juan, Santa Teresa. Mas ahí también se obtiene una vez más, de manera paradójica, la miseria del polvo, el hueco de la nada y la muerte. Pero para el poeta, siempre puede ser que retorne la azucena (ese significante de la blancura suprema, de la mística del olor en pleno vuelo), ese significante del aroma trascendente entre el deseo del deseo y el deseo que se consuma en el otro de la carne, pero con olor como recurso del saberse Ser deseante (en el Eros). ¿Y qué le queda al poeta después de todo?: el tiempo, el polvo, las angustias, la sangre de la corporeidad violada pero con ansias de existir, de ser en el devenir de la finitud y el instante, la cópula del tiempo: la poesía misma en su finitud y deseo de infinitud. Como los Románticos... ¡curioso! De ahí que una vez más seguimos al hablante en la búsqueda de la Jerusalén perdida; pero en esta oportunidad con el encuentro del deseado Grial que no requiere ser descifrado; es también el encuentro del lenguaje, del signo que brota sin necesidad autoritaria de reclamarle sentido a la otredad que tal vez nunca se alcanza. En esta ocasión el poeta aprende a comulgar con la noche, donde dos soledades se unen y solo obtienen una deuda, como la que se escucha en los boleros de tanta nocturnidad. En este sentido el poemario establece un diálogo con las metáforas clásicas y las postmodernas en su sentido más cotidiano de la actividad tal vez de cualquier sujeto. De ahí que para ser distinto se encumbre en el ámbito del mito, del anhelo salvador, de la necesidad y demanda del despliegue como metáfora de retener el significante de la Libertad en su sentido más pragmático, del ahora que nos corresponde en la responsabilidad del lenguaje y de su maniobrar del vuelo. El viajante siempre regresa en su poesía del despegue inicial que le impone el género mismo en su vuelo.

Y finalmente (seguimos las imágenes del poeta), el Ozono de la tierra y la furia que dibuja voluntades sin amo, como en decir del poeta Elidio La Torre Lagares. Y luego de tanto viajar, se pregunta el hablante: cómo se explica un suelo sin fronteras, tanto canto, el apocalipsis de las torres caídas, una ciudad rotulada con pasquines, la historia asesina en serie. El Ave Fénix renace esta vez pero con las alas encendidas, con el vacío de dios, el charco de sangre, el ozono de la tierra cual metonimia del final envenenado del vuelo. Y todo quizás para provocarnos una nueva alzada, un nuevo comenzar, para no morirnos de silencio, dice el poeta en un final que paradójica e inevitablemente es deseo de principio, de lo primigenio e inicial. Pero qué bueno que es un poeta, porque los críticos como yo nos morimos nada más que del susto de encontrarnos en estos vuelos. ¡Y que raro que lo diga un trans-género como yo que cree poder volar a otro espacio del ser y del cuerpo!

Propongo, pues: callemos todos un rato y escuchemos a la poesía; y hablemos con mayor reflexión luego, en estos tiempos tan difíciles y entrópicos (ozónicos) que presagia Abdiel. Mis felicitaciones por tan hermoso libro e invitarme a remontarme en esta noche de vuelos aquí en el frenesí de tantos textos en Mágica.

 Lizza Fernanda (Luis Felipe Diaz)

miércoles, 30 de mayo de 2012

Análisis de La guaracha del Macho Camacho


         Luis Rafael Sánchez

 La Guaracha del Macho Camacho 
de Luis Rafael Sánchez y la cultura tardomoderna de la pseudocomunicación

Luis Felipe Díaz, Ph. D.
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
Derechos Reservados: Isla Negra Editores


"... Si las comunicaciones de masas reúnen armoniosamente y a menudo inadvertidamentre, el arte, la política, la religión y la filosofía con los anuncios comerciales, al hacerlo conducen estos aspectos de la cultura a un común denominador: la forma de mercancía. La música del espíritu es también la música del vendedor. Cuenta el valor de cambio , no el valor de la verdad. En él se centra la racionalidad del "statu quo" y toda racionalidad ajena se inclina ante el." (Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona: Editorial Seix Barral, 1969: 87).


La crítica en general ha destacado la resonante carnavalización que codifica de manera muy particular el plano de expresión formal en La guaracha del Macho Camacho (1986). No se le ha prestado tanta atención, sin embargo, a la interacción de ese plano formal con el nivel del contenido. Si bien sobresalen las voces del narrador y los personajes, la acción y el asunto de la trama quedan en un nivel secundario y no tan visible. Se trata del proceder narrativo que confiere a La guaracha una capacidad para comunicar muy distinta a como lo había venido ejerciendo la novela tradicional en Puerto Rico y en Latinoamérica en general. Advertimos ante todo, que el dominante guaracheo (festejo) del discurso, con toda su polifonía de voces (de los personajes, del narrador, del disc-jockey o locutor), intercepta la capacidad que podría tener el lector (real) para distinguir de manera transparente aquello que en verdad está ocurriendo en el argumento. Y resulta así aun cuando el lector se entere de que los personajes se encuentran inmovilizados (estancados) por un ataponamiento de autos, o por algún tipo de espera y de que un infante ha sido abandonado en la calle, a "tomar sol".
     Pero ya desde una lectura más atenta, bien podemos afirmar que en su dialéctica entre estancamiento que obliga a la espera, y la vertiginosidad que anima al guaracheo, la novela podría proponernos las siguientes interrogantes: ¿Cómo escapar del tapón y de la radiofónica intoxicación, y atrechar por el sendero que permitiría liberarse de la fuerza contagiosa del guaracheo?; ¿y en el escape, cuándo frenar para detenerse a reconocer con plena consciencia el aplastamiento del niño (que ocurre a finales de la obra)? El narrador mismo nos ha dicho que el incontenible ritmo de la guaracha no permite frenar: “porque la guaracha del Macho Camacho solicitaba mediante soplido trompetero un danzado desenfreno” (301). La novela, sin embargo, se resiste al mandato guarachero y frena en un final elocuente y de gran significación en lo referente a la simbología de la tragedia del niño. Se trata del momento en que el narrador puede abandonar el juego y vacilón antinovelescos y dirige la atención hacia el relato (el drama y muerte del niño) de mayor envergadura simbólica, ética e histórico-social. No obstante, muchos lectores podrían pasar por alto el fatal acontecimiento de la muerte del niño, o simplemente no tendrían a bien el reflexionar sobre lo ocurrido, como de manera tan irresponsable lo hace Benny. Se puede leer la novela pensando que es mayormente festiva cuando en el fondo resulta muy trágica.
La novela comienza con la escena de una mujer (la China Hereje) que espera en un apartamiento a su amante, el senador Vicente Reinosa. Este, por otra parte, se ve inmerso en un ataponamiento de automóviles, en camino precisamente a encontrarse con su pueblerina amante. Por otra parte, la esposa de Reinosa, Graciela Alcántara, se encuentra, en el vestíbulo del consultorio médico en espera de ser atendida por el siquiatra, el Dr. Severo Severino. Sumergido en el tapón también encontramos al hijo de Vicente y Graciela, el blanquito Benny. Para salir del tapón se lanza por un atrecho, y en el escape termina aplastando con su Ferrari al nene hidrocéfalo, hijo de la China Hereje. Ésta lo había dejado en la calle, soleándose, bajo la recomendación del Viejo (Vicente), a pesar de las protestas de su vecina doña Chon. Mientras todo esto ocurre a las 5:00 de la tarde de un miércoles (¡Lorca!), el país completo se encuentra acaparado por la radiofónica emisión de la guaracha del Macho Camacho, titulada “La vida es una cosa fenomenal” 
[No sabía el autor real que luego sería La Camay quien acapararía la atención, a las seis de la tarde hoy día en Puerto Rico, y que ya se ha descompuesto el niño nacional). (Ultimamente se le ha prestado atención al asesinato de un niño llamado Lorenzito, pero ya el programa de La Comay ha desaparecido —2012— y la atención de la muerte del infante la despliega la prensa en otros muchos sujetos acribillados].
    A la misma vez el narrador aprovecha para contarnos ciertos antecedentes de los últimos meses, como el momento en que la China Hereje y el senador Reinosa se conocen en un supermercado, así como también nos refiere (el narrador) a pasados acontecimientos (presentados de forma acronológica): las bombas puestas por Benny junto a ultraderechistas en la Universidad, una prostituta agredida por Benny y sus amigos, las relaciones eróticas de la China Hereje con los primos trillizos, la suntuosa boda de Vicente con Graciela, y su posterior y frustrada vida matrimonial.
Todos estos sucesos aparecen en el trasfondo de un discurso novelesco en que interviene un narrador omnisciente (al estilo stand up comedy) que no repara en expresar abierta y sarcásticamente, ya de manera culta u obscena, sus opiniones y comentarios.[1] En muchas ocasiones este narrador interpela a sus propios personajes y al lector y mezcla sus opiniones con las de aquéllos. Sobre todo, más allá de este narrador, es el autor (o hablante) implícito de la novela quien se instala en una vertiente crítica ante la avalancha de signos visuales y auditivos que han creado un espectáculo gigantesco que nos transmite la novela, en pedazos y de corrido, a la vez. Se nos expone una semiosfera[2] (un campo semántico de significaciones culturales que rodea a todos) que ha inundado la vida toda, exhibiendo una producción instrumental (radios, autos, teléfonos) y un consecuente consumo de signos que no poseen como fundamento necesariamente lo que el mundo moderno había proclamado como humano y vital (la reflexión sobre lo profundo y sublime del ser y su entorno). Se consumen los autos, los teléfonos, los radios, las canciones como si fueran más importantes que el evento de lo humano. Lo que el nuevo mundo moderno de consumo ha asumido ya desde la época fordista (1917-1960, más o menos) es prometer una felicidad que se tiene que dar junto a la presencia de lo altamente instrumental y mediático. (Si no se consume lo moderno (incluida la música, no se es feliz). A la falacia de esa promesa del mundo colonial y moderno se ha acercado Sánchez, con una nada disimulada ironía. 
La obra, en ese sentido, ha retenido las disidencias vanguardistas y experimentales más complejas de la novela del siglo XX, especialmente las del post-boom, y también ha adoptado con ironía las formas populares que manipula la cultura mediática de la última mitad de ese siglo. Nuestro autor parece advertir que el panorama que permite percibir el ciberespacio mediático opaca la visibilidad que se había alcanzado con el vanguardismo y la modernidad artística de la primera mitad del siglo XX. Se trata, en el fondo, de una posición ideológica que parece definir la perspectiva moderna del autor). De aquí que el lenguaje mismo de la novela en su guaracheo (si el lector lo desea) opaque el aplastamiento del infante nacional. Es decir: el ruido mediático no deja ver la caída del signo de lo nacional y de lo que queda de la modernidad antes de lo mediático.
Sobre estos aspectos, el crítico Juan Otero Garabís ha señalado que: “El plano de la lectura de una novela de alta cultura es el espacio que posibilita la reflexión social de la que carecen los personajes. Al vacilón intrascendente de “La guaracha”, se propone el placer trascendente de la escritura y la lectura de La guaracha: el placer de la comunidad letrada”.[3] Este mismo crítico también nos advierte que en su novela Sánchez sigue en mucho a los teóricos de la escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Marcuse) para representar la cultura de masas de la sociedad puertorriqueña que se comienza a gestar a partir de los años 50 (pp. 81-83). Sobre todo, y siguiendo a varios críticos, nos recuerda que la guaracha que se escucha por la radio representa, como en La Charca de Zeno Gandía,[4] una “peste” o “epidemia” de la que nadie se escapa. Frente a esto, debemos entender, no obstante, que esta vez "la charca" cultural resulta en ese vigoroso mundo sonoro donde dominan los medios de comunicación y la cultura de masas. Se trata de otro tipo de enfermedad del mundo tardomoderno: el apego a lo sonoro intrascendente; a aquello que distrae la “visualidad” y la reflexión profunda y anula al sujeto.
Si bien la guaracha es como una charca, no lo es cual cuerpo de aguas estancadas (de autos atascados), por cuanto en su toxicidad sonora posee la fuerza de un río. La analogía es contraria a la división que se establece entre charca y río en la novela de Zeno Gandía: “(...) cuando la guaracha del Macho Camacho ‘La vida es una cosa fenomenal’ se metió en su casa con la fuerza de un río desbordado”. Así se expresa el narrador cuando la antipática y elitista Graciela quiere despedir a los sirvientes porque escuchan hipnotizados la guaracha, y su populista marido se lo impide. Le recuerda éste a su esposa que ha sido el populacho guarachero quien lo ha llevado al Senado (p. 291). El inevitable compromiso cultural con el guaracheo construye incluso un nuevo escenario seudo-político de estímulo-respuesta, que ata a los individuos a acciones y proyectos populistas del Poder (el invisible río-charca).
La guaracha resulta así en un texto que rodea mediante el poder auditivo y que secuestra la atención de la sociedad (y del lector). No contagia con una enfermedad en el sentido positivista (como en La charca), pero sí transmite un fetiche del mega-signo de control cultural, derrama una “infecciosa” semiosfera de un nuevo Poder comunicativo que culmina en el ruido y la entropía (en una virtual charca de “aguas” estancadas, ataponadas, sin salida). Vehículos materiales distintivos de ese poder, los autos de Reinosa y Benny, fungen como signos de la sociedad de la super-producción comercial que, pese a su ordenamiento y organización, desemboca en la entropía, en la desorganización manifiesta mediante la paralizante charca-tapón. El autor, por su parte, aprovecha ese suceso para revelar, no el momento de la producción de la mercancía (del auto, la radio, el teléfono, p. ej.), sino la capacidad de esta productividad para convertir la vida en espectáculo y en actuación, en performance que distrae y cautiva. Si en La charca,[5] el trabajo y el goce estaban separados y aquél impedía éste, en La guaracha la producción es seguida por un gozoso performance. La productividad y la resultante espectacularidad convoca, entonces, a la creación de nuevas subjetividades, a inaugurales sujeciones e inusuales adiestramientos del lenguaje y el deseo. De esa manera, el ataponamiento de autos y la exposición de las irreprimibles fuerzas deseantes de los personajes devienen en la mayor estrategia del autor para representar ese megamundo y sus nuevas identidades y modos de comunicar. Y esto ocurre pese a la gran suspicacia y abyección tecnofóbica con que el autor percibe el mundo de la mega-comunicación y la cibernética.[6]
También junto al crítico José Juan Beauchamp podemos argumentar que Sánchez toma el lenguaje propagandístico de los medios de comunicación (de esta nueva esfera de Poder comunicativo) que cautiva al público y lo convierte también en mercancía de consumo, para dar un atractivo y convocatoria muy particulares a la novela. Pero esta transferencia la realiza de manera distinta a los que gozosamente tararean la guaracha que promueve el locutor en la radio. Frente al vacilón enajenadamente desenfrenado, el autor de la novela propone la ironía, la parodia y la carnavalización menipea del discurso que se acerca más a una visión valleinclanesca o cortaziana de la comunicación literaria. Según Beauchamp: “Lo que ha hecho Luis Rafael es ‘metérsele en la casa’ al mass media, como respuesta y acaso como venganza artística por la conspiración y subversión (de arte a mercancía) que hace éste al utilizar las técnicas revolucionarias producidas por la vanguardia artística a la vez que las despoja de su contenido revolucionario y las pone a funcionar interactivamente a favor del convencionalismo, la integración pasiva de las masas y la pervivencia y dominio del “establishment”.[7] No obstante todo esto, no debemos pasar por alto que la ironía que maneja Luis Rafael Sánchez coloca su arte vanguardista (el arte literario) en cierta desventaja y resguardo frente al otro arte populista (sobre todo el sonoro) de los medios de comunicación masiva. Esta última expresión contribuye más al derrame de una enfermiza y patológica epidemia o peste (no endeble, sino de poderío abarcador) que al alcance de un arte emancipador, de una expresión moderna del arte culto en el cual en el fondo el autor cree y desearía continuar. (Algunos críticos parecen olvidar que la crítica académica está inevitablemente ligada al arte culto y no a la ideología mediática implícita en el arte de masas. Los “estudios culturales” han querido aliarse a este último arte, que más que plebeyo y subalterno es agenciado y oportunistamente manipulado por el Poder de una minoría capitalista). Ni alta cultura, ni baja cultura, la crítica debe mantenerse en perspectiva irónica.
Esta visión de una sociedad acaparada por una epidemia que se propaga mediante las imágenes, letras y sonidos comercializados contrasta con la otra representación presente en el trasfondo de la obra (y que es más propia del discurso literario tradicional): la patología del cuerpo enfermo de la infantil puertorriqueñidad que se expresa mediante el Nene (el hijo de la China Hereje) y que sí se relaciona con lo endeble, débil y presto a fallecer. Se trata de una enfermedad y patología de mayor temporalidad retrospectiva, por lo que mantiene relaciones intertextuales (e ideológicas) con un motivo literario que ha perdurado a lo largo de más de un siglo. Ya desde La charca de Zeno Gandía se nos ofrece el símbolo de la imposibilidad de sanear el cuerpo infantil de la cultura puertorriqueña; ello mediante el cuerpo endeble del niño de la vieja Marta, el cual finalmente muere de anemia, para contribuir aún más al cuadro pesimista de una sociedad enferma, imposible de sanear. Esta visión social ha tenido continuidad en relatos como “El niño morado de Monsona Quintana” de Emilio S. Belaval, “En el fondo del caño hay un negrito” de José Luis González, “Los inocentes” de Pedro Juan Soto (entre otros).[8]
Estamos, ante todo, frente a una novela en la cual se ha perdido contacto con el héroe y sus acciones arquetípicas de la cultura moderna, y con la posibilidad de alcanzar o de fallar en el encuentro de algún tipo de liberación ante las fuerzas adversas de la cultura. Es decir, la obra ya se ha desprendido en gran medida del meta-relato de liberación nacional y sus moralizaciones y del discurso que apela a una posible trascendencia en la cultura. Mediante su manera de rearticular la significación de la muerte del niño, la novela rompe sus posibles ataduras con el relato de la esperada redención nacional. Se trata de una cultura en la que ya no hay heroicidad (ni novelar) posible dentro de la gesta fracasada de la gran familia nacional.
En La guaracha se ha ingresado ya en el exhibicionismo de una vigorosa cultura mediática en que los individuos no se enfrentan a otros sujetos y sus proyectos sociales (ya burgueses o proletarios) sino a deshumanizadas fuerzas (semiosferas) informáticas y cibernéticas. Quizás la mayor complejidad que encuentra Sánchez es que la guaracha como género musical es parte de la cultura de entretenimiento rápido y superficial, mientras que la novela como género pretende ser (y es) mucho más que este tipo de transmisión y consumo. Además de ocuparse de la diversión, la novela (como género moroso) comprende exégesis, hermenéutica y problematización ideológica y cultural (construcciones estas de la conciencia moderna y sus epistemologías). Se relaciona este proceder precisamente con el ver (como metáfora), con el contemplar como capacidad (meta)cognoscitiva de la novela moderna.[9]
En ese sentido, Luis Rafael se revela como nadie en la literatura puertorriqueña del siglo XX, cual creador consciente de que el lenguaje no es sólo imagen con significado, capaz de proyectar, reflejar las cosas del mundo, sino que también es significante, sonido, mecanismo verbal que debe ser visto como lenguaje, como forma antes que como contenido. Se trata de uno de los postulados de la modernidad del siglo XX, que se intensifica con los vanguardistas (surrealistas, cubistas, dadaístas, futuristas). Por eso, la novela, además de ser imagen del mundo, es sonido, mecanismo discursivo. Se relaciona miméticamente con el mundo moderno de la ciudad, sus máquinas y ruidos—junto a las poses en serie, series cinemáticas, sus imágenes simultáneas y vertiginosas— que llevan a la artificiosidad, al simulacro y al espectáculo. La mirada no sólo se dirige a lo que ocurre en el mundo sino al lenguaje que rinde cuentas de tal, al sonido y a la imagen, antes que al concepto que refiere el lenguaje natural. Se trata de dar relieve al discurso en su capacidad sonora y que irónicamente puede ir en contra de lo que se ve; esto es: oculacentrismo versus fonocentrismo. De aquí que en La guaracha Sánchez se enfrente a una semiosfera, una epidemia de signos (superficialmente) visuales y auditivos, creadores de un espectáculo gigantesco que ha inundado la vida toda (como el del desbordado río de La charca), que ha llevado a una producción y un consecuente consumo que no poseen como fundamento necesariamente la adquisición de lo que el mundo moderno había proclamado como humano y vital (lo sublime). En esto se expresa, pues, una pulsión de muerte antes que de vida y ello es precisamente lo que provoca un cataclismo en que queda demostrada la imposibilidad de otorgarle vida funcional al niño; de lo inútil de ubicarlo dentro del “orden simbólico” de la protección del padre (el-nombre-del-padre a que se refiere Lacan y el ingreso a la Ley y el lenguaje de la cultura) y que se expresa además por la insistencia patriarcal a colocarlo en el escenario natural del sol (Reynosa es quien pide que se deje el niño en la calle a tomar un baño de sol).
La exigencia ocular del autor contrasta con la limitada capacidad de los personajes de La guaracha para “ver”. De manera similar a la radiofonía (la charca auditiva), la corta mirada se muestra hipnotizada, cautivada y fetichizada por el objeto que podría provocar el goce más cercano al presente. Es una mirada que carece de reflexión y capacidad de contemplación profunda hacia la subjetividad del otro. Antes que encontrarse con un ser otreico que permita entablar una dialéctica humana lo que encuentra la mirada de los personajes es una mediación entrópica hacia la cual se dirige narcisistamente el deseo: hacia el automóvil, la imagen cinemática o televisiva, al compulsivo tono cancioneril o del eslogan. En vez de profundidad lo que obtiene la corta mirada de los personajes es algún tipo de superficialidad, de simulacro o espectacularidad, de signo que intercepta la capacidad de establecer contacto con la ideologizada (reificada) problemática individual o social. Así de superficial y espectacular es para Benny, a finales de la obra, el acto de aplastar el niño hidrocéfalo que no alcanza a mirarse en el espejo ya quebrado (lo que señala también la incapacidad de éste para reconocerse como un todo con conciencia —na(rra)cional.
Y por su parte, el Macho Camacho no puede cumplir con la mirada que demanda el autor, por encontrarse tan obsesionado con los tonos cancioneriles de la moderna ciudad. No lo anima la necesidad de emplear a niveles significativos y complejos el discurso del logos y la razón.[10] Cree haber triunfado por el hecho de haber salido de la pobreza mediante la composición del texto cancioneril que aparece al final de la novela. Camacho es el héroe del goce desideologizado y significativo, del goce anterior al discurso cognoscitivo (del saber), el placer del sentido que es más un goce subliminal. Persigue la euforia de la compulsiva repetición mediática que prescinde de la reflexión significativa, y ello porque la razón no es ejercida por un sujeto pensante sino porque es orquestada por un objeto cibernético (el auto, la radio). Algo similar le ocurre a Benny, quien es absorbido por el fetichismo de la sociedad comercial y el goce cosificado en el auto Ferrari, y tanto que a finales de la obra no logra escuchar los lamentos y asombros de las mujeres ante la muerte del niño (p. 311). La ironía del autor ante el mundo de la audición que relega la mirada reflexiva y responsable es patente. (Es como si los poetas que fueran expulsados de la República de las Letras hubiesen regresado, pero esta vez como coro de seudo-cantantes).
Ya Emilio Díaz Valcárcel comenzó a enfrentarse mediante su narrativa a estos problemas donde el sujeto humano pierde el control y se le coarta la capacidad de realizar algún tipo de praxis guiada por la racionalidad y la sensibilidad. En su novela de 1966, El hombre que trabajó el lunes,[11] este escritor nos refiere a un simpático protagonista inmerso en el mundo de la modernidad comercial sanjuanera de los años 60. Transita este sujeto por una serie de peripecias absurdas y antiheroicas, en un mundo dominado por las finanzas, donde la cultura criolla ha quedado atrás y se ha perdido contacto con la naturaleza y los valores que responden a las necesidades humanas más vitales. Se trata de la cosificación del ser humano (de Gustavo, el protagonista) que ha sido desarraigado de sustratos vitales y que a finales de la obra lo vemos con la esperanza y alegría de al menos poder regresar al seno familiar. Todo lo demás parece quedar perdido en un lunes de trabajo, sin sentido y absurdo. En ese mundo comercial el sujeto pasa a ser un objeto más —y ello la obra lo capta con profunda ironía y humor—, arrojado a la movilidad social que lleva a la miserable y insensata sobrevivencia cotidiana incapaz de dar apertura a procesos humanos significativos. En ese sentido, quedamos frente a una obra que mediante sus contenidos muestra una ruptura con la literatura anterior (la de los años 40 y 50) y que ya no se aferra al meta-relato que se refugia en lo nacional. La obra, no obstante, no ha acudido todavía a la agresión contra su propio lenguaje y discurso, como muestra del deseo de ruptura con ese meta-relato nacional que aún no es capaz de verse críticamente a sí mismo. Interesante resulta que a finales del relato Gustavo regrese a su hogar, con la esperanza de reunirse con su esposa y su esperado hijo. Se mantiene de ese modo la metáfora que apela a la unidad de la gran familia puertorriqueña y de la continuidad de la lucha mediante la esperanza en el infante saludable.
No obstante, y pese a la aparición del perturbador ataponamiento de automóviles, no escuchamos en la novela de Valcárcel las nuevas emisiones cibernéticas (radiofónicas) de la moderna ciudad, las mismas que sí se apoderan en gran medida de la novela de Sánchez como nunca antes había ocurrido en la literatura del país. El protagonista de Valcárcel es el blanquito profesional de la ciudad, quien no tiene oído para las voces proletarias de la cultura popular y sus implicaciones que llevan a problematizar la literatura de las elites letradas de la alta cultura o modernidad del Puerto Rico de mediados de siglo XX. Se trata de la cultura letrada que se genera a partir de los años 30 y que no se criticará hasta los años 70, principalmente con la aparición de la generación de Zona de Carga y Descarga.
Mas pese a los ofuscamientos que ofrece su textura verbal, La guaracha trata de un ataponamiento simbólico que detiene o afecta la percepción de todos los personajes. El lector también puede ser distraído por la movilidad y prestidigitación discursiva, el performance o teatralidad enunciadora de un narrador irónicamente animado por el goce y la guachafita del guaracheo, arriesgándose a que la significación de su discurso quede también atrapada en la intermitencia de lo liberador o secuestrador de esa cultura. Encontramos en esta novela, ante todo, a un autor que ha podido escuchar la nueva modernidad popular puertorriqueña. Una modernidad que capta no del modo objetivamente realista, sino que la atrapa a su manera, para moldearla dentro de una inaugural forma expresiva (casi del stand up comedy), definidora del nuevo letrado puertorriqueño y sus paradójicas afinidades populistas. De ahí que Sánchez se ocupe primeramente de escuchar en puertorriqueño para luego, como dice Barradas, “leer en puertorriqueño”.[12] Alcanza nuestro autor, así, una intermitencia entre el sonido y la letra de la cultura, y le confiere a la obra narrativa una nueva modalidad, una resonante modernidad literaria. Con ello alcanza la metáfora de personajes que escuchan la radio mientras aparecen atrapados en un tapón o mientras están en algún tipo de espera. Y es en este encerramiento y/o detención que los mismos reaccionan, sin reflexionar, a la fama de la guaracha del Macho Camacho, y sin reconocer que ésta también los entrampa y ahoga. Sólo doña Chon aparece atareada en sus afanes culinarios, y en cierto estado de sospecha y vigilia ante la situación del niño y de la cultura en general. En esta situación de entrampamiento o espera —nos parece sugerir el autor— también aparecen atrapados (y ello a nivel referencial de la cultura puertorriqueña) los lectores reales de la obra. Si algo sabe el autor de La guaracha es que se encuentra en una cultura formada como radioescucha y no en una comunidad de sujetos cultos (con otra capacidad para interpretar la cultura, como lo exigía Pedreira aunque fuera prejuiciadamente).
Cabe advertir que por medio de la neurótica Graciela Alcántara sí se revela un nuevo tipo de lectura, pero ya dada a la frivolidad cosmética y performativa de la sociedad globalizada (la que, además de crear las revistas Time y Vanidades, crea el Ferrari). Queda por ver qué alcance posee la novela para interceptar la alienación que ofrecen los signos de la cultura comercial y cuán capaz es de impulsar una actitud de reflexión ante la posible seriedad de la cultura (si es que la tiene). Habría que ver el alcance de la obra en su invitación a sobrepasar el gozoso pero enajenante vacilón de la cultura de masas o a reconocer la alienación de las nuevas elites globalizadas que se entretienen con la revista Vanidades o que frenéticamente gozan con sus enclaustrantes máquinas (el Ferrari). Ante todo, esta posible superación ideológica implicaría el adoptar una reflexión que vaya más allá del simple ideologema que propone el “Texto íntegro de la guaracha del Macho Camacho”: “arrecuérdate que desayunas café con pan” (p. 313). La cortedad y llanura en el mensaje y significación de este popular texto, que se transcribe a finales de la obra, no deja de sorprender. Sobre todo, cuando la estupidez del mismo no se corresponde con el poder de absorción social amplia que ha alcanzado su guaracheo (su sonoridad) en la sociedad, según se desprende de la obra. Ambos sujetos sociales (el populista que representa Macho Camacho y el elitista-cosmético que muestra Graciela Alcántara) han sido burlados por la fuerza (torbellino) inescapable de la productividad y oferta de la nueva modernidad performativa y su razón instrumental que crean el automóvil y toda la “pseudo”-cultura auditiva y de nuevos lectores.
Por su parte, el autor de La guaracha sabe muy bien que se enfrenta a uno de los bits de la modernidad (la guaracha), que compulsivamente estimula el goce inmediato de lo auditivo y prescinde de la reflexión (que se relaciona con la capacidad metafórica de ver). Pese a que el autor, desde principios de la obra, se instala en el espacio ocularmente voyeurista, se encuentra obligado a relegar a un segundo plano el discurso hermenéutico e interpretativo que anima y le ofrece significación particular a la novela (el que trata de la pugna familiar y la muerte del niño). En tal sentido, se enfrenta al bombardeo de información guarachera y revistera proveniente del indefinido afuera (del Poder mediático y su coro postplatónico) y que silencia en mucho el discurso letrado desde el cual tiene inevitablemente que articular. El “Texto íntegro de la guaracha” (que ofrece el autor a finales de la novela) es, en parte, producción semiótica que difunde el mismo Poder que ha creado el automóvil, el cine, el consumismo, los clichés y eslóganes enajenantes de la cultura mediática que unidimensionaliza las conciencias y los cuerpos.[13] No se olvide que el Macho Camacho proviene de los sectores más indigentes y ha alcanzado su fama precisamente al crear un texto que lleva el ritmo guarachero de las clases populares al medio cibernético que domina lo social (la radio principalmente). Se trata de una versión criolla del “American Dream”.
Luis Rafael Sánchez ha dado muestras ya para la década del 60, de romper con la elitista escritura de la modernidad na(rra)cional que había dominado desde los años 30. Proviene este rechazo al canon, de sus empatías con la cultura popular, en cuanto ésta se revela para la ideología de la época como un sector social más ético y liberador (como el esclavo de Hegel). Le atrae, sobre todo, el aspecto de la espontaneidad con que el sujeto popular se posa ante el goce corporal tan reprimido por aquella otra cultura elitista, y por su natural y primitivo apego a la voz y al ritmo ancestral. Pero el mismo autor reconoce que no hay tanta mediación simbólica en el texto mediático (como lo hay en la novela); que el Poder ha secuestrado la gozosa y espontánea voz de la cultura popular, por medio del Macho Camacho. Lo que Sánchez encuentra en el texto de éste es performatividad superficial del goce, del seudo-texto con una significación distinta a la acostumbrada. Y como novelista se contemplará entonces anclado en el umbral de ambas producciones textuales. Advertirá que el nuevo espacio intrasíquico que ha construido esa sociedad del sonido, la propaganda y la máquina (como el Ferrari) se ha apoderado del sujeto de la cultura, sobre todo del sujeto de la cultura popular con el cual, como escritor vanguardista, en principio, se identifica. De ahí que no pueda darle continuidad, como quisiera, a la tradición de escritores como Emilio S. Belaval y Luis Palés Matos y sus apegos y simpatías con el sujeto otreico —el criollo y el negro— de la cultura nacional puertorriqueña. En este sentido es que un escritor como Sánchez, y tras reconocer la inminente caducidad del discurso del letrado nacional (de la República de las Letras), se ve precisado a crear una nueva semiosfera novelesca de significación que sea capaz de rendir cuentas del mundo ya tardomoderno que relega el ver, y propone el goce subliminal que ingresa desde el sonido principalmente (tal y como lo ejerce el poder mediático de la nueva sociedad). La intermitencia y desterritorialización que ofrece la ironía que no se ancla en una significación fija, es el mayor recurso en el nuevo proceder escritural de Sánchez. Ya la novela hispanoamericana y específicamente caribeña del último cuarto del siglo ha tenido que transitar por esos lares. Téngase en cuenta los Tres tristes tigres (1970) de Guillermo Cabrera Infante, De donde son los cantantes (1967) de Severo Sarduy y Sólo cenizas hallarás (1981) de Pedro Vergés.
En este aspecto del discurso de la alta cultura y el de la cultura popular habría que tener en cuenta la protagonista de un drama anterior de Sánchez: Antígona Pérez.[14] Resulta interesante la significación de esta heroína y su defensa de los altos valores patriarcales y tradicionales en un momento en que Sánchez también se había ocupado de personajes desprendidos, metonímicos y marginales en su obra de cuentos En cuerpo de camisa (1966).[15] En la misma se ocupa Luis Rafael de un contradiscurso que, como señala Carmen Vázquez, “surge del habla de los marginados: mujeres, negros, homosexuales, adictos a drogas, prostitutas, que invierten el mundo de la sociedad dominante y, aun del narrador”.[16] Se trata de relatos en los que nuestro autor se identifica o distancia con los sujetos otreicos, ya porque han sido carcomidos por los mandatos de los poderes oficiales y establecidos o ya porque representan las contradicciones de esos poderes de la cultura oficial o en cuanto son víctimas tragicómicas de esa sociedad. En estos relatos se representa un sujeto inmerso en problemas universales de la sexualidad, la violencia y la muerte. Pero no tanto ya el sujeto del mundo criollo sino del que se encuentra en transición y en camino a la ciudad más moderna y sus nuevos conflictos. Mas lo que sí define en estos cuentos a Sánchez es su teatralidad discursiva, el modo de narrar y el nivel formal del discurso que suele mantener en un plano secundario la historia o el relato. Se trata del modo discursivo que es muy propio de la nueva narrativa hispanoamericana de los años 50 y 60 y también de la preponderancia que, en la nueva cultura moderna, poseen lo sonoro y lo iconográfico del mundo mediático. Esta perspectiva proporciona al autor implícito de una ironía que le permite estar muy por encima de la identificación romanticona con el marginado y el otro, a la vez que se desprende de los interdictos oficialistas y las conductas exigidas por los poderes dominantes que llevan a sus personajes a conductas erráticas. En gran medida son cuentos en que Sánchez ensaya con juegos discursivos que le permiten extender una mirada más allá de los relatos tradicionales empeñados en alegorizar de manera contenidista, simbolista o neo-realista las problemáticas de la identidad nacional. Distantes estamos ya de los modos de narrar de Abelardo Díaz Alfaro, René Marqués y del propio José Luis González. No obstante, en los relatos de En cuerpo de camisa Sánchez no se enfrenta todavía de manera consciente a las semiosferas intrasíquicas y sociales de la nueva modernidad de la cultura de masas y los controles mediáticos, como sí ocurre en gran medida en La pasión según Antígona Pérez, En este drama el autor ha ingresado plenamente en la mediática ciudad y sus performatividades.
Si bien en La pasión encontramos teatralidad (“performance”) del lenguaje, antes de ello presenciamos a una heroína consciente del enfrentamiento a un mundo degradado por la aparición del lenguaje informático. Se trata del nuevo discurso no tanto de comunicación sino de información (periodístico mayormente) al cual Antígona se opone al aferrarse a unos valores trascendentes más allá de la rapidez e inmanencia de esa nueva semiosfera informática. Mediante su caída queda evidenciada la imposibilidad de acercarse a la cultura por medio de la defensa de los contenidos y de los valores universales y trascendentes que caracterizaban a la cultura letrada y patriarcal. Antígona lucha por unos valores universales que se reciben como experiencia desde sus contenidos, desde sus conceptos, a pesar de que aquello que la rodea está dominado por los clichés (las formas) del lenguaje propagandístico de una sociedad más moderna y dispuesta a dejarse seducir por el hedonismo de la vociferante impostura comercial y globalizante. Con la “caída” de Antígona presenciamos el derrumbe de una anhelada modernidad nacional, que ostenta valores intelectuales y absolutos (la dignidad y la justicia fundamentados en las metáforas del padre y la femenina tierra), como medida de enfrentamiento ante la relativista y tardomoderna sociedad de los medios masivos y sus alianzas con los nuevos poderes dominantes que han eliminado al antiguo patriarca en que Antígona cree. La “peste” o “epidemia” del guaracheo que encontramos en La guaracha, es precisamente la que ya ha eliminado el mundo de los valores fijos que con su vida defiende Antígona. La heroína no sólo es anulada por Creón sino por el relativista mundo de los medios masivos de comunicación que gobiernan con este tirano y dictador.
A ello se debe el que en la escritura de La guaracha lo que adquiera dominio incontenible sea el disfrute de las formas, del sonido, de la imagen narcisista que se tiene como referente a sí misma, del escándalo resonante. La celebración casi no permite al hablante de la novela apoderarse de un espacio escritural significativo mediante el cual pueda detenerse a comunicar el lenguaje del logos, de la razón y los contenidos, como en realidad lo hacía su personaje Antígona (y como lo realizaba la novela tradicional; la de Laguerre y Soto, por ejemplo). La obra sí nos deja entrever detrás del guaracheo y de la imagen narcisista el drama de dos familias y de una sociedad (Puerto Rico) en estado general de huelga y paro. Domina en la novela un “tapón”, al parecer sin escape, que muestra a cámara lenta las expectativas y los estancamientos simbólicos de varios personajes que tipifican circunstancias muy desesperanzadoras de la cultura tardomoderna de las imágenes y sonidos comerciales y las poderosas máquinas. Bajo este aspecto resonante del discurso (lo que sería la antinovela) queda sepultada la otra novela de la ciudad, de la calle, la narración del plebeyista drama familiar, especialmente la de la muerte del niño.
Dentro de este contexto, La guaracha del Macho Camacho surge en 1976 como una obra que revela un contundente cambio en la modalidad estilística y retórica de la narrativa, fundamentándose para ello, y entre otras cosas, en la poética de lo soez y la marginalidad urbana (el otro) y en la adopción de las expresiones populares y los ritmos caribeños que anteriormente no habían sido bien valorados por los letrados. Aunque este proceder estético ya había sido abordado en otras épocas (Palés, por ejemplo), La guaracha fue la obra que vino a imponer de manera espectacular el empleo de los códigos expresivos populares como formas artísticas necesarias para representar de una manera más efectiva la cultura urbana puertorriqueña más contemporánea. Se diferencia mediante ello notablemente de la cultura campesina representada en La víspera del hombre  (1959) y también de la cultura urbana que se muestra en las novelas de Pedro Juan Soto.
Con mayor acierto La guaracha pudo asimilar estéticamente el lenguaje de los medios masivos de comunicación y la manera popular de recibirlos. Pero esto lo ejerce sometiendo dichos medios a una perspectiva crítica, y parodiándolos desde su propio interior para encontrarse, como escritor, irónicamente inmerso dentro de aquello que critica (Beauchamp).[17] Significativo resulta el que una novela tan marcada por los incontenibles significantes sonoros de la avanzada modernidad quiera enfrentarse de manera tan crítica e irónica a esa misma modernidad. Si bien Sánchez es parte de los críticos que reconocen la voz y el ritmo populares como paradigmas requeridos para valorar afirmativamente el ethos cultural caribeño actual, también advierte que los mismos van acompañados de las patologías y entropías (ataponamientos) que impone la tardomodernidad (en ello sigue la ideología frankfurtina y de la post-izquierda).
Pero la incorporación de la cultura popular urbana a la nueva estética novelesca no se realiza de modo lineal y simple, sino de manera compleja y problemática. Si bien en su proceder estilístico y estético Sánchez se propone alcanzar en estos textos el placer de la lectura,[18] también se enfrenta al malestar de la cultura al no encontrar en los espacios del fonocentrismo populista una ideología significativa que dé sentido el trasunto axiológico (ético) y metacognoscitivo (de búsqueda del saber) que siempre persigue, aunque sea de manera soslayada, todo novelista letrado y moderno. Superpuesto al malestar frente a una cultura y clase dirigentes, que con su disparatada modernidad mediática han provocado una gran congestión ideológica y moral, el autor propone el distanciado placer ante la carnavalización (guachafita) propia de la cultura popular y el goce ante la forma anti-heroica y anti-novelesca de su propia obra. Pero si bien mediante su adhesión a las formas populares, Sánchez desmonta y desenmascara, por una parte, la ideología mediática que corroe el mundo representado en La guaracha, por otra parte, no logra ubicarse, mediante su acercamiento al otro de la cultura popular, dentro de un espacio semántico representativo, pertinente y significativo de oposición o sustitución a lo inicialmente criticado. En esta coyuntura, como todo novelista, pese a buscar una ética e ideología que puedan ser constructivas y creativas de manera pertinente, en realidad se encuentra con formas populares que se revelan paradójicamente contaminadas por las imposiciones del consumo desenfrenado y la violencia subliminal de la sociedad capitalista más contemporánea que auspicia el Poder. En este encuentro que enfrenta los antiguos deseos con las patologías de la comunicación tardomoderna estriba, en gran medida, la ironía a que encuentra el creador contemporáneo. No obstante, para la época en que Luis Rafael concibe la novela (fines de los años 60 y la primera mitad de los 70) existe una gran aversión y repudio al mundo de las máquinas electrónicas y cibernéticas y a la cultura de masas tardomoderna (lo kitsch, campi y pop). De ahí la ironía satírica que domina a una novela en la que no hay espacio para que ese mundo de voces e imágenes mediáticas se exhiba o se muestre sin el obvio repudio del autor. Esto sería ya gestión de escritores más postmodernos como Pedro Cabiya y Rafa Acevedo.
Mas dentro de las inteligibilidades referenciales de su propio discurso, el autor implícito de La guaracha del Macho Camacho también se instala en el goce de los resquicios formales del lenguaje propios de la novela de ese mundo tardomoderno. De aquí que el metanivel de la obra sea señal del deseo de cuestionar el novelar mismo, y de someter a reflexión sus modos escriturales, por cuanto desea comunicarle a un grupo de nuevos lectores (más virtuales y del imaginario, que reales) que no tolera ya los modelos formales y de contenido de la narrativa urbana tradicional (que sería la del subrepticio drama de la familia nacional en el campo o el arrabal). No se trata ya de formas que puedan captar el realismo de la compleja sociedad colonial y urbana puertorriqueña (como lo hacen las novelas de Pedro Juan Soto y Emilio Díaz Valcárcel, e incluso de Edgardo Rodríguez Juliá), sino que puedan representar la hiper-realidad postmoderna (la nuevas cronotopías) que domina a la cultura a través de lo sonoro, los estímulos iconográficos y otras formas ultramodernas de recepción y de creación de subjetividades postmodernas. Se busca, además, nuevos modos de comunicar una realidad cambiante, dominada por nuevas voces, canales y códigos más complejos de los que se habían conocido en la historia. Desde el Renacimiento no se había dado un giro tan paradigmático en la historia humana. Pero esta nueva comunicación resulta ser la que amenaza y suprime el empeño de mantener una referencialidad y coherencia discursivas (un realismo, un relato) que pueda rendir cuenta de algún tipo de reflexión profunda sobre la pertinencia cultural e ideológica de lo narrado. Inferimos de esta situación que un impostor del poder patriarcal, como lo es Creón (en La pasión según…), ya no tenga presencia en La guaracha, pues el poder mediático e informático se basta así mismo como estructura de dominio (la cual es vista como epidemia o peste por el narrador). El autor (tanto el implícito como el propio Sánchez) expone ese mundo de la nueva informática y cibernética, como señalé, de manera altamente satírica, performativa, pero abyecta.
En La guaracha el autor nos expone al discurso del bit-cancioneril del goce pseudoinformático, nos lleva a la euforia guarachera que a la larga nos remite al tráfico y consumo aglomerados de signos abultados y cosificados. La guaracha misma, como producto, se define primordialmente desde este tipo de actividad que antes de responder a necesidades de intercambio humano representa el oblicuo llamado consumista de las políticas de las semiosferas del mercadeo tardomoderno. No se olvide que la guaracha del Macho Camacho (la que todos escuchan por la radio) surge de la convocatoria del mercado que cautiva con la fama y el prestigio a cambio de la mercancía que provoque y capture el goce colectivo, pero sin sustancia, sin comunicación con sentido. Al la larga lo que se propicia es el consumo de mercancía (información) sin mediación profunda y significativa alguna (así es la compra-venta y el mercado). El autor mismo de la novela se ha visto obligado a relegar a un segundo plano el discurso hermenéutico e interpretativo propio de la novela, a aplazar la comunicación que le rinde sentido al texto más complejo de esa misma modernidad (la novela). Se enfrenta al bombardeo de información guarachera, revistera y televisiva proveniente del afuera, que opaca y acalla el discurso del intelectual letrado, desde el cual tiene que inevitablemente articular y que es la sustancia del novelar mismo. Las referencias del autor a obras literarias sólo ofrecen sentido a un posible lector culto que ya no se encuentra dentro de lo relatado (y muy escasamente afuera en la cultura mediática misma).
Como señalamos antes, exigua es la mediación simbólica en el discurso mediático de carácter radiofónico, televisivo y revistero; éste más bien abunda en el impulso de la performatividad del goce llanamente superficial y de información manipuladora de lo subliminal, antes que intercambio racionalmente conceptual o de goce sublime del arte ya visual o auditivo.
En este aspecto de la nueva modalidad informática y semiótica del mundo tardomoderno, la novela tiene que cederle espacio primeramente a la voz procedente del medio radial, más interesada en el goce consumista, en lo fácilmente repetible y desechable, en lo que privilegia el canal y la manipulación de la recepción, que opaca el contenido del mensaje y carece de código meta-cognoscitivo y reflexivo. Se trata de una sociedad cuyos signos de dominio comunicativo responden a la materialidad de la producción de mercancías repetibles y desechables (siendo la guaracha del Macho Camacho uno de esos productos) y no a la liberal modernidad que reclama un texto artístico aureoleado de búsqueda de perdurables razones espirituales y proyectos de emancipación humana.La novela nació como instrumento de propaganda burguesa en el siglo XIX pero no pensamos que llegaría a estos términos. Luis Rafael se revela de ello y lo subvierte desde adentro pero con sentido
 de agobio, creo.
A partir de las disposiciones del nuevo espacio informático tendrá el autor que considerar la nueva modalidad intrasíquica que forma a los sujetos (a los personajes) en la modernidad informática y que se exterioriza mayormente por la respuesta casi conductista al llamado mediático de ritual cancioneril de tipo performativo. Casi todos, menos Graciela y Benny (y doña Chon, de otra manera), son seducidos e interpelados por el vacilón guarachero que encarrila hacia el goce instantáneo. Si bien el clasismo de los primeros mencionados no les permite identificarse con la popular gestión guarachera, sí son cautivados por otras producciones de la cultura del performance y del consumo neurótico y compulsivo (las revistas, la tele, los automóviles). Pero todos en la sociedad, menos doña Chon, responden a la convocatoria pseudocomunicativa de los medios de la cultura de masas. Con su incredulidad, doña Chon quisiera protegerse de la epidemia y el alboroto (la charca) guarachero. Antes que fenomenal, para ella la vida es “un lío de ropa sucia pero de problemas” (p. 253). No obstante, su frustración e incapacidad para intervenir y provocar algún tipo de cambio (pese a que asiste a los huelguistas) la lleva a ser una comilona compulsiva y frenética (congestionada de alimento), a ser parte de la carnavalización y orgía del goce subliminal e intestinal que en su paradójica vertiginosidad estancada no permite el asomo siquiera de una praxis social significativa. Habría que tener presente que el autor implícito hace todo lo posible por mantener sus simpatías con Doña Chon.
El tapón se presenta además como espacio metafórico formador de nuevas sexualidades agenciadas por el Poder del mundo mediático. Ese es el espacio que ostenta y exhibe los carteles de Pan Holsum, Queso Kraft, First National City Bank, Esso Standard Oil Company, que ve Vicente Reinosa desde su auto. Es también el espacio que llama a celebrar con las hermanas Sole (Soledad), hijastras de Eco (p. 230). Se trata del goce narcisista que se repite como un eco, de lo que regresa al sujeto (lo sonoro una vez más) como mismedad, y no entabla dialéctica con un otro que no enmascare lo mismo. Cuando Vicente Reinosa se encuentra con el otro que se encarna mediante la estudiante (“pongamos que se llama Lola”— dice el narrador, p. 285) se enfrenta a ese sujeto, pero de una diferencia simulada e impostora de la femineidad: “un mariconazo hormónico y depilado: (p. 285).[19] Aquí el travesti transgénero es visto cual sustituto degradado y abyecto que ofrece la tardomodernidad.
Graciela Alcántara también se encuentra acuartelada por el ataponamiento frívolo y el refinamiento racista, clasista y superficial de su propia clase social (por los perfumes, las revistas, las personalidades de la farándula (293-294, por ej.). Se trata del mundo elitista y clasista que cultivan las revistas seguidoras de las poses de las estrellas de cine y televisión que fuera de la pantalla o la imagen carecen de personalidad genuinamente sexuada en la medida en que no salen del paralizante narcisismo de la imagen, de lo virtual. De ahí la frigidez de Graciela y su abyección al sexo, al vacilón, al guaracheo; y de ahí también su compulsivo deseo de escupir (“pecado eso, uyyy: como si tuviera mierda en el zapato, ganas de escupir por tanto asco” (243). Ese deseo de expulsar es quizás el que también lleva a “escupir”, “vomitar” al niño a finales de la obra.
La China Hereje, por su parte “gusta de la penetración de la guaracha del Macho Camacho” (p. 218) y de la idea de reconocerse como ícono, cual Iris Chacón-diva del goce mediático. Ese mismo goce también la lleva a valorar las incestuosas relaciones eróticas con los primos trillizos, y en cuanto éstos representan el goce por la mismedad repetible, como lo son los tres patitos Mac Donald o la constante reproducción de la escena en que Marilyn Monroe posa con la falda levantada, sobre la alcantarilla, mientras pasa (la penetra) el maquinal y fálico tren (pp. 218-221). Nuestro autor capta cómo la cultura kitsh y camp ya forma parte de la construcción síquica del subalterno puertorriqueño.
Demarca similarmente a Benny la nueva patología de la sexualidad solitaria que trae el mundo de la pseudoinformación que lleva al narcisista goce ciber-masturbador.[20] Benny se coloca en una situación similar al resto de los personajes en cuanto a su ingestión subliminal de placer con un inusitado objeto de goce. Como la China Hereje, que en su espera y soledad se masturba con la idea de la fama a lo Iris Chacón y el goce con los primos. Como doña Chon, quien goza subliminalmente con su ingestión (penetración) desproporcionada. Y Vicente Reinosa, con los simulacros y nuevos imaginarios femeniles de la tardomodernidad y sus peseudocomunicaciones (un travesti, las Sole, la China Hereje-Iris Chacón). Todos son acometidos por nuevas formas de expresión sexual performativamente sublimada, que no proviene del goce “natural” con el otro sino con el placer mediatizado ya por la impostura teatral, la eyaculación vicaria y/o el descargue de lo ya  de por sí desechable.
Pero es el tapón ante todo el espacio que permite ver a cámara lenta cómo se secuestra y reconstruye el goce, el nuevo placer narcisista y de impostura, de simulacro que patrocina la cultura de la tardomodernidad. Es el escenario donde convergen y chocan los nuevos fetiches fálicos, los nuevos instrumentales del intruso Poder Cibernético y mediático que en su movilidad se apoderan del sonido popular guarachero, del tono cancioneril que como nuevo flautista de Hamelín distrae y lleva a todos a los nuevos sitiales de producción y consumo solitario, desprendido del deseo de contacto genuino con el otro, y separado ya de la naturaleza (como es reconocida en la modernidad). Se trata del nuevo Poder que hurta tanto la letra de la cultura moderna como la voz del otro popular para incautar e “igualar” a sus sujetos e incorporarlos al tráfico de signos comerciales, a una inaugural semiótica y a nuevos modos de recepción de la semiosfera cultural. A este llamado se ha unido con ironía menipea y carnavalesca el autor para exponer al lector, mediante una perspectiva distanciada (y gozosa histeria), a estos nuevos placeres y lenguajes.  Se trata de un tipo de palabreo y su goce queer.
Desde esta óptica se entiende que la guaracha, como género musical que el Poder manipula, representa el nuevo bit comunicativo de esa sociedad de la sinergia, de la inaugural producción cuyo automóvil se presenta como ícono de la nueva (in)movilidad sico-social. Pero Sánchez se esmera como nadie en captar el instante inesperado, resultante de la paradoja que provoca la vertiginosa producción: el estancamiento, el tapón cuya única salida conlleva la destrucción del símbolo del historial de la esperanza nacional. El autor ha querido aprovechar la paradójica inmovilidad para lograr al menos una reflexión (comunicación) final, la otra mirada hacia el drama del aniquilamiento del símbolo de la familia puertorriqueña (la otra novela de la irónica urbanidad). La ejecución del niño realizada por la huida de Benny en su auto es el trágico desenlace de todo el proceso, y demarca el goce por la muerte, el aniquilamiento del genuino objeto del deseo que llevaría al Eros-Tanatos de la cultura.
Los personajes en su conjunto componen un microcosmos de lo que podría ser la sociedad puertorriqueña de la modernidad urbana que se inicia desde los años 50 y que tiene su evidente expresión para los años 70. Se trata de dos familias que sufren los cambios que impone la inicial estructura de producción cibernética y mediática de la última mitad del siglo XX. Para el autor, ni los de arriba ni los de abajo, ni los de “alante” ni los de atrás, logran reajustes prometedores de descargues síquicos y sociales apropiados. Por un lado se nos revela la familia representativa de los sectores dominantes: el senador Vicente Reinosa, su esposa Graciela y Benny; por otra, la de los sectores populares: doña Chon, la Madre (la China Hereje) y el niño. Para el crítico Juan Gelpí “se trata de una lucha entre familias, una venganza que se consuma al derramarse sangre de una o de varias familias. La novela de Sánchez coincide con la definición de vendetta. Este es uno de los modos en que se puede leer La guaracha del Macho Camacho: como la dramatización de la lucha de dos triángulos familiares”.[21] Se destaca en la novela, pues, el subrepticio enfrentamiento de dos familias con sus respectivos hijos. El que triunfa casi de manera fratricida, manejando el poderoso Ferrari (lo que equivale a ser un signo más de la nueva cultura de la globalización mediática y su sentido de vertiginosidad) y el que termina aplastado por todas esos anteriores signos (y quien resulta en una extensión intertextualizada del niño procedente de La charca (1896) y del cuadro El velorio de Francisco Oller (1893).[22]
La división que en la novela se marca entre las dos familias y sus distintas maneras de tratar el hijo (a nivel de alegoría cultural y símbología familiar) marcan la preocupación del autor por los problemas políticos de la cultura, de las clases sociales dominantes (la familia de Reinosa) y la de las subalternas Madre y doña Chon. La manera en que Benny aplasta al niño de la clase trabajadora y de la subalterna cultura popular representa la violencia que ejercen los nuevos agentes de dominio (expresado mediante la cibercultura del veloces autos) sobre el vulnerable y pequeño sujeto nacional. El que la madre deje al niño a merced de la suerte (en la calle) podría ser señal de un inconsciente deseo de no cumplir con el papel de criadora del niño-símbolo-de-la-puertorriqueñidad, al reconocer la ya malograda estirpe.[23] Ese clásico niño aniquilado por el deseo de modernidad es el que nos remite al sujeto que no se ha reconocido a sí mismo en su na(rra)cionalidad y ha sido sepultado por los movimientos y sonidos de los nuevos agentes instrumentales de la tecnocracia.
De una manera u otra todos los personajes se encuentran refugiados en algún espacio de espera. Sólo el infante es colocado en la calle a tomar baños de sol; en el espacio que implica la expulsión de la casa, la entrada a la esfera pública que expone a la burla de la nueva sociedad embargada por el sonido y la velocidad. La calle y la puesta en el sol son a la misma vez el ámbito del territorio natural, pero de desolación y abandono por cuanto ya no son espacios simbólicos pertinentes al mundo de la tecnología (son los ámbitos de un antiguo relato urbano). Ahí el niño se convierte en objeto de la violencia, donde en verdad no hay un sol que lo pueda proteger y sanear (el sol “emputece la sangre”, nos ha dicho a principios de la obra el narrador), es el espacio la muerte. Colocar al Nene en la calle, en el lugar donde da el sol, es expulsarlo del imaginario, es el intentar doblegarlo al Orden Simbólico de la Ley y la metáfora del Padre. Pero ese mismo poder ya ha creado sus máquinas y sujetos (el Ferrari, Benny) fratricidas nada dispuestos a mirar hacia el pasado, a mirar hacia atrás para reconstruir la metáfora abandonada de la identidad puertorriqueña (el niño que nunca creció sanamente y cae en la degradación escatológica). Este evento nos podría llevar a entender que todavía hay el deseo de curar el cuerpo enfermo de la nación, de buscar un espacio natural (solearse en la calle). Por otra parte, se podría entender que existe el deseo inconsciente de precipitar la muerte del niño, abandonándolo en la calle inhóspita y cruel del Otro. Es Vicente Reinosa quien recomienda a la Madre que solee el niño. Y es precisamente doña Chon, quien con su sabiduría simple se opone a ello. Para ella los hombres son incapaces de parir un niño (“El día que un hombre quiera saber qué es parir que trate de cagar una calabaza”, p. 253). Es decir, el sujeto-hombre (como Vicente Reinosa) de la cultura es incapaz de dar continuidad a la poética del niño que ha marcado en la historia la esperanza de conciliación de un pueblo consigo mismo. Como hemos visto, se trata de un niño ya emblemático de la puertorriqueñidad deteriorada, de la imposibilidad de alcanzar madurez en la historia, un significante representativo de una estirpe (idea o construcción) en extinción. Es la angustia ante lo que ha sido el imposible desarrollo de la idea de lo nacional.[24]
Bien podemos decir que en La guaracha se ha pasado del dominio de la naturaleza (la mímesis natural, a la cual no se puede ya amparar al niño), y del dominio de la razón humana, al imperio del artificio de los signos, a la semiosis que manipula de una manera distinta lo visual y lo sonoro, al espacio de la polis postmoderna dominada por los valores del signo comercial y de tráfico maquinizado. Exponer el niño al sol implica un deseo regresivo de abandonar lo artificial de la industria comercial y reintegrarse a la naturaleza, al sol, a pesar de que “emputece la sangre”. Se trata de un intento de proteger, de sanear la progenie que se ha desvirtuado hacia la monstruosidad. Ya no es el determinismo biológico (diría con ironía el autor) que lleva a justificar la incapacidad para el encuentro de una estabilidad en Puerto Rico lo que destruye esas aspiraciones (como pensaba Pedreira con sus ideas del determinismo biológico y ambiental). El antagonista del imaginario es, en esta ocasión, el mundo semiósico de la tardomodernidad que crea nuevos territorios de acción.
Igualmente podemos afirmar que Luis Rafael es un escritor todavía moderno, por cuanto no muestra el suficiente distanciamiento irónico ante las fuerzas semiúrgicas y artificiales que dominan la cultura. No es un escritor (ni tendría por qué serlo) rizomático ni heterogéneo, como lo proponen Deleuze y Guatarri.[25] Detrás de su discurso, en el otro escenario desde el cual mira, hay anclaje en la conciencia de una familia donde la madre y el padre puedan proteger al hijo, en donde pueda haber justicia y esperanza en el sentido moderno. Subrepticiamente nuestro escritor quisiera ampararse en el árbol de la sabiduría, metáfora esta que ha dirigido el saber de occidente. No obstante, Sánchez ya advierte que no existe o no es posible un sujeto trascendental y libre, una cultura universal en el sentido moderno. No es posible la novela tradicional en el mundo ya cercano a las post-culturas cyborg.



"Conforme las palabras de libertad y realización son pronunciadas por los líderes de las campañas y los políticos, en las pantallas de la televisión, los radios y los escenarios, se convierten en sonidos sin sentido que lo adquieren solo dentro del contexto de la propaganda y los negocios, la disciplina y el descanso. Esta asimilación de lo ideal con la realidad prueba hasta qué punto ha sido sobrepasado el ideal.  Ha sido rebajado desde el sublimado campo del alma, el espíritu o el hombre interior, hasta los problemas y términos operacionales. Estos son los elementos progresivos de la cultura de masas. La persversión señala el hecho de que la sociedad industrial avanzada se enfrenta a la posibilidad de una materialización de los ideales. Las capacidades de esta sociedad están reduciendo progresivamente el campo sublimado en el que la condición del hombre era representada, idealizada y denunciada. La alta cultura se hace parte de la cultura material. En esta transformación, pierde gran parte de su verdad" (Herbert Marcuse, El hombre unidimensional. 87-88).







[1] Hay momentos en que el narrador se expresa abiertamente, sin sostener la mímesis de la novela tradicional: “el sol cumple aquí una vendetta impía, mancha el pellejo, emputece la sangre, borrasca el sentido: aquí en Puerto Rico, colonia sucesiva de dos imperios e isla del Archipiélago de las Antillas” (p. 105). Esto es sólo un ejemplo de comentarios que identifican criterios del narrador que no están necesariamente ligados en la inmediatez a lo que acontece en el relato, en el plano mimético de la acción o el contenido ficticio de la obra. Están más bien vinculados a la alegoría política que después de todo persigue el autor de la obra. Cito de la edición (con “Introducción) de Arcadio Díaz Quiñones: La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael Sánchez (Madrid: Cátedra, 2000). La primera edición fue publicada en Argentina por La Flor en 1976. Ha sido la profesora Edith Faría quien me ha sugerido lo de stand up comedy.
[2] La noción de que el eje principal de cualquier sistema semiótico no es el signo aislado, sino la relación que existe al menos entre dos signos, lleva al criterio de que el punto de partida resulta ser no el modelo aislado, sino el campo de significación dinámica de inter-relaciones entre componentes. Esto llevó a Yuri Lotman a proponer el concepto de semiosfera —La semiosfera. Semiótica de la cultura y del texto, Tomo I (Madrid: Cátedra, 1996)—, en patente analogía con el de biosfera de V. Vernadski. Este bio-geoquímico afirma, en Pensamiento filosófico de un naturalista, que el ser humano, como en general todo lo vivo, no constituye un objeto en sí mismo, independiente del ambiente que lo circunda o de la biosfera (capa o zona de la corteza terrestre que se encuentra en la superficie de nuestro planeta y acoge todo el conjunto de la materia viva). Mucho de esto fue previsto en el campo del arte por los frankfurtinos, pero obviamente con una gran aversión a la inicial semiosfera mediática que, montada en la revolución industrial del los años 20 y 30, continuaba desarrollando el capitalismo del siglo XX. Es una aversión o repudio que al igual que Marcuse prosigue Sánchez, partiendo de la premisa de que existe una "verdad' en el "alma" del "hombre", la cual verdad es destruida por la civilización actual. por mi parte tiendo a considerar que se debe ver como parte del desarrollo de la cultura y no un entorpecimiento.
[3] Antes nos dice Juan Otero Garabís: “Sólo al nivel de la narración, autor y lector implícitos pueden escapar del atolladero en que se encuentran los personajes al nivel de la historia, lo cual sólo pueden hacer por medio de la reflexión a que les invita el pacto literario entre escritura y literatura. Se establece un puente literario por encima de la historia de la novela donde aparece un autor proclamando la autonomía del arte y advirtiéndole al lector sobre los peligros a los que están expuestos por la seducción constante de la industria cultural”. Nación y ritmo: “descargas desde el Caribe”, San Juan: Callejón, 2000, p. 74).  Sobre esto habría que advertir que los personajes de La guaracha están dominados por el signo de la informática que manipula la señal como estímulo sensorial (auditivo, primordialmente). El narrador y el autor implícito dominan el signo hermenéutico y simbólico que requiere una semiosis más compleja y moderna (y es aquí donde tiene sentido el acto de novelar que se ajusta a la nueva sociedad colonial del consumo desenfrenado, incluyendo el consumir lo colonial mismo).
[4] Manuel Zeno Gandía, La charca (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1971). Ver libro de Otero Garabís, p. 80.
[5] En esa novela (1896) de Manuel Zeno Gandía, la diversión (por ejemplo, la fiesta en Vegaplana) está separada del trabajo. En esas sociedades “antiguas”, los trabajadores se divierten en un aparte de la faena o luego de la misma. En las sociedades contemporáneas se promete el goce continuo mientras se trabaja, mediante los objetos cibernéticos conectados ya al cuerpo del sujeto.
[6] La guaracha recoge el momento en que la cultura puertorriqueña de los años 70, sobre la economía de la producción colonial, ha montado la economía de la informática (más colonial aún), que un poco más adelante se convierte en la cultura de la comunicación masiva y globalizada. El autor de la obra adopta una perspectiva en que todavía no se han internalizado y aceptado estos cambios, pero sí prevee sus adversas consecuencias para la cultura letrada. Sobre aspectos ciberinformáticos véase el libro de Alejandro Prisciletelli, Ciberculturas 2.0. En la era de las máquinas inteligentes, (Buenos Aires: Paidós, 2002). La guaracha capta la metáfora de lo cibernético al concebir que la conducta de los personajes es estimulada por lo que representan los autos, radios, teléfonos, televisores. La novela misma parece un hipertexto (muchas ventanas) de una computadora o un radio vociferando un constante guaracheo. Es novela más sonora que “visual”.
[7] José Juan Beauchamp, “La guaracha del Macho Camacho. Lectura política y visión del mundo”, pp. 155-205). (P. 171). En el libro de N. Hernández Vargas y D. Caraballo Abreu (eds.), Luis Rafael Sánchez; Crítica y bibliografía, Río Piedras: Editorial de la U.P.R., 1985. Más inclinado a la perspectiva de estudios culturales es el estudio de Arnaldo Cruz Malavé: “Repetition and the Language of the Mass Media in Luis Rafael Sanchez’s La guaracha del Macho CamachoLatin American Review 13, 1985, pp. 35-48.
[8] Ver el cuento de E. S. Belaval, “El niño morado de Monsona” Quintana, en Cuentos para fomentar el turismo  (1946). De J. L. González, “En el fondo del caño hay un negrito”, en En este lado (1954); de P. J. Soto, “Los inocentes”, en Spiks (1957). La charca nos refiere al nieto de la vieja Marta, al “chicuelo” que es salvado por Inés Mercante, de ser arrastrado por la corriente del río (cap. vi) y al hijo de Juan del Salto, que se encuentra en España. El primero representa el cuerpo enfermo de la puertorriqueñidad otreica, el segundo, la esperanza salvadora, el tercero, la conciencia alerta y salubre de la nacionalidad criolla. Ver mi libro De charcas, espejos, velorios e infantes en la literatura puertorriqueña (San Juan: Ediciones Isla Negra, 2011).
[9] Sobre estos aspectos, véase “Del ritmo en clave de un disco rayado: La guaracha del Macho Camacho en un pentagrama”, de Fernando Feliú, en Revista de Estudios Hispánicos, Año XXVII, Núm. 2, 2000, pp. 223-240. Sobre la significación de la mirada como metáfora cognoscitiva de la modernidad ver, de Martin Jay, Downcast Eyes. The Denigration of Vision in Twentieth-Century French Thought, Berkeley: University of California Press, 1993. Bien podemos decir que en esta novela el autor, pese a su voyeurismo, siente haber perdido el poder narrativo desde el espacio panóptico del narrador y el autor implícito (que es el logos de la novela tradicional) y que es asediado por el poder de la techne fenomenal de la sonora y cibernética ciudad. En gran medida el autor tiene que entregarse, como Odiseo, al cántico de las seductoras sirenas, pero sin ser sujetado por sus acompañantes. Y cede, como nos ocurre a todos, a la interpelación de las voces de las sirenas guaracheras. Mas la entrega del autor es, en el fondo estratégica, irónica y rabiosa.
[10] Con amplia ironía así lo deja ver el autor implícito de la obra mediante el discurso de su disc-jockey: “Y SEÑORAS Y señores, amigas y amigos, el inmedible popularismo es el Macho Camacho en persona, el que tiene la fiebre de estar encima, el que pone a mirar la vida desde cerca y desde lejos y la vida mirada desde cerca y mirada desde lejos es, es, es, cómo decirlo de manera que diga diciendo lo que la vida es. Bueno, señoras y señores, amigas y amigos, yo no soy un Macho Camacho que es un filósofo de los sentimientos que sienten. Pero tengo el feeling de la vida apretada, de la vida comecable”. P. 215. Sepultada por esta esfera pública de la comunicación del goce “comecable” queda la esfera semiprivada y hermenéutica (novelesca) de lectores cultos que el autor echa de menos y por eso les ofrece una anti-novela.
[11] Emilio Díaz Valcárcel, El hombre que trabajó el lunes,  Hato Rey: Editorial Cultural, 1966.
[12] Efraín Barradas, Para leer en puertorriqueño: acercamiento a la obra de Luis Rafael Sánchez, Río Piedras: Editorial Cultural, 1981.
[13] En este sentido Sánchez elabora mucho de la ideología de la obra bajo los paradigmas con los cuales los maestros de la Escuela de Frankfurt critican la cultura de la modernidad comercial del siglo XX. Véase el libro de Otero Garabís, ya citado; págs. 70-82. Ver glosa en mi libro Modernidad, postmodernidad y tecnocultura actual (San Juan: Gaviota, 2011).
[14] Luis Rafael Sánchez, La pasión según Antígona Pérez, Río Piedras; Editorial Cultural , 1998. Hay que establecer una diferencia entre la teatralidad trágica de Antígona y la espectacularidad y performatividad del periodismo y el mundo mediático que la rodea con los nuevos sujetos de ese mundo.
[15] Luis Rafael Sánchez, En cuerpo de camisa, Río Piedras: Editorial Cultural, 1984.
[16] Carmen Vázquez Arce, Por la vereda tropical. Notas sobre la cuentística de Luis Rafael Sánchez, Buenos Aires: Ediciones La Flor, 1994, p. 59.
[17] Véase el citado trabajo de José Juan Beauchamp, pp. 155-206.
[18] Asi lo expone Frances Aparicio en “Entre la guaracha y el bolero: Un ciclo de intertextos musicales en la nueva narrativa puertorriqueña", Revista Iberoamericana, Univ. de Pittsburg, núms, 162-163, enero-junio, 1993, pág. 73.
[19] En este aspecto se trasluce la carcajada irónica del autor al revelar la masculinidad heterosexista de Vicente Reinosa, a quien en el fondo le atrae la sexualidad diferenciada de los travestis y transexuales. Ya Arnaldo Cruz Malavé ha considerado este aspecto, con aguda ironía crítica incluso contra el autor real mismo, en “Toward an Art of Transvestism: Colonialism and Homosexuality in Puerto Rican Literature”, ¿Entiendes? (Durham: Duke University Press, 1995. pp.  137-167), pp. 155-156.
[20] “Benny, enviajado por los fantaseos puñeteros, tomado por un bellaquera matadora busca el ejemplar del periódico El Mundo que coloca en estos menesteres. Benny vuela al lavabo porque revolucionario y otros mierderos es jalarse una puñeta con la mano mojada. Beni se entrega a un desvarío invocatorio, la mano alcanza la velocidad automotriz negada al Ferrari: Ferrari cromado, Ferrari cerrado, Ferrari niquelado, Ferrari interceptado por los besos confusos de Benny, Ferrari roturado, Ferrari penetrado por el deseo de Benny, depósito de gasolina desgajado por el deseo de Benny, por el oficiante de Benny, Ferrari ahíto de sémenes de Benny” (258-259).
[21] Juan G. Gelpí, Capítulo II: “Reescrituras del clásico”, Literatura y paternalismo en Puerto Rico, San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993, pág. 29.
[22] Sobre la significación del niño en “El velorio” de Francisco Oller, Melodía en el cuento de José Luis González, el Nene en La guaracha del Macho Camacho y el infante en La noche oscura del niño Avilés véase los ensayos de Rubén Ríos Ávila: “El velorio”, “Melodía”, “Apetitos del goce” y “Las memorias del olvido”. Todos en La raza cómica. Del sujeto en Puerto Rico (San Juan: Ediciones Callejón, 2002). La imposibilidad de alcanzar la madurez y la virilidad (nacionales) queda incluso más marcada en la construcción de la orfandad que nos brindan La víspera del hombre (Río Piedras: Editorial Cultural, 1983) y Un niño azul para esa sombra, (Río Piedras: Editorial Cultural, 1986), ambas obras son de René Marqués. Quien escribe aquí ha considerado esta alegoría nacional del niño en “En el fondo del caño hay un negrito. Estructura y discurso narcisistas”, Revista Iberoamericana, Núm. 163-63, enero-junio (Pittsburg University), 1993, pp. 127-144.
[23] En La charca, la vieja Marta, tan obsesionada con la acumulación de capital, deja morir al niño; en “El niño morado de Monsona Quintana” y “En el fondo del caño hay un negrito”, las respectivas madres se ocupan con afán del infante, que finalmente muere. En “Los inocentes”, para poder sobrevivir en el moderno mundo niuyorquino, la madre se ve obligada a internar a Pipe en un manicomio. En Un niño azul para esa sombra la madre descuida al niño y se entrega a la modernidad anexionista. En La guaracha, ya la madre no se revela como la guardiana del niño cual metáfora de la esperanza nacional. La Madre, obedeciendo a Reinosa deja al niño en la calle de un parque.
[24] Más adelante, en el drama Quíntuples, del propio Luis Rafael Sánchez (Hanover: Ediciones del Norte, 1985), el personaje Carlota Morrison, en plena escena prepara al público para que la asista en el parto, que parece ser el feliz parto de la propia obra que el público está presenciando. En este sentido la continuidad de la poética de la puertorriqueñidad ya no la confiere un sujeto referencial (el niño) sino la creación de un texto colectivo.
[25] El psicoanalista Félix Guattari y el filósofo Gilles Deleuze han propuesto nuevas metáforas para entender el sujeto de las sociedades postmodernas, fuera de las restricciones discursivas y de acción del mundo occidental y su capitalismo represivo y arbóreo. Critican la metáfora arbórea en que se concibe el movimiento desde unos orígenes hasta un desarrollo de madurez (la epistemología racionalista y moderna) y proponen lo rizomático y esquizoide; yerbajos que crecen y se multiplican fractal y caóticamente. Proponen el entendimiento de lo humano cual “máquinas deseantes”, frente a la tecnofobia de los modernos. De ambos autores: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia: Pre-Textos, 1988.
Lizza Fernanda