Luis Rafael Sánchez
La
Guaracha del Macho Camacho
de Luis Rafael Sánchez y la cultura tardomoderna
de la pseudocomunicación
Luis Felipe Díaz, Ph. D.
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
Derechos Reservados: Isla Negra Editores
"... Si las comunicaciones de masas reúnen armoniosamente y a menudo inadvertidamentre, el arte, la política, la religión y la filosofía con los anuncios comerciales, al hacerlo conducen estos aspectos de la cultura a un común denominador: la forma de mercancía. La música del espíritu es también la música del vendedor. Cuenta el valor de cambio , no el valor de la verdad. En él se centra la racionalidad del "statu quo" y toda racionalidad ajena se inclina ante el." (Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona: Editorial Seix Barral, 1969: 87).
La crítica en general ha destacado la
resonante carnavalización que codifica de manera muy particular el plano de
expresión formal en La guaracha del Macho
Camacho (1986). No se le ha prestado tanta atención, sin embargo, a la interacción de
ese plano formal con el nivel del contenido. Si bien sobresalen las voces del
narrador y los personajes, la acción y el asunto de la trama quedan en un nivel secundario y no tan visible. Se trata del proceder narrativo que confiere a La guaracha una capacidad para
comunicar muy distinta a como lo había venido ejerciendo la novela tradicional
en Puerto Rico y en Latinoamérica en general. Advertimos ante todo, que el dominante guaracheo (festejo) del discurso,
con toda su polifonía de voces (de los personajes, del narrador, del
disc-jockey o locutor), intercepta la capacidad que podría tener el lector
(real) para distinguir de manera transparente aquello que en verdad está
ocurriendo en el argumento. Y resulta así aun cuando el lector se entere de que
los personajes se encuentran inmovilizados (estancados) por un ataponamiento de
autos, o por algún tipo de espera y de que un infante ha sido abandonado en la calle, a "tomar sol".
Pero ya
desde una lectura más atenta, bien podemos afirmar que en su dialéctica entre
estancamiento que obliga a la espera, y la vertiginosidad que anima al
guaracheo, la novela podría proponernos las siguientes interrogantes: ¿Cómo
escapar del tapón y de la radiofónica intoxicación, y atrechar por el sendero
que permitiría liberarse de la fuerza contagiosa del guaracheo?; ¿y en el
escape, cuándo frenar para detenerse a reconocer con plena consciencia el
aplastamiento del niño (que ocurre a finales de la obra)? El narrador mismo nos
ha dicho que el incontenible ritmo de la guaracha no permite frenar: “porque la
guaracha del Macho Camacho solicitaba mediante soplido trompetero un danzado
desenfreno” (301). La novela, sin embargo, se resiste al mandato guarachero y
frena en un final elocuente y de gran significación en lo referente a la
simbología de la tragedia del niño. Se trata del momento en que el narrador
puede abandonar el juego y vacilón antinovelescos y dirige la atención hacia el
relato (el drama y muerte del niño) de mayor envergadura simbólica, ética e
histórico-social. No obstante, muchos lectores podrían pasar por alto el fatal
acontecimiento de la muerte del niño, o simplemente no tendrían a bien el
reflexionar sobre lo ocurrido, como de manera tan irresponsable lo hace Benny.
Se puede leer la novela pensando que es mayormente festiva cuando en el fondo resulta muy
trágica.
La novela comienza con la escena de una
mujer (la China Hereje) que espera en un apartamiento a su amante, el senador
Vicente Reinosa. Este, por otra parte, se ve inmerso en un ataponamiento de
automóviles, en camino precisamente a encontrarse con su pueblerina amante. Por
otra parte, la esposa de Reinosa, Graciela Alcántara, se encuentra, en el
vestíbulo del consultorio médico en espera de ser atendida por el siquiatra, el
Dr. Severo Severino. Sumergido en el tapón también encontramos al hijo de
Vicente y Graciela, el blanquito Benny. Para salir del tapón se lanza por un
atrecho, y en el escape termina aplastando con su Ferrari al nene hidrocéfalo,
hijo de la China Hereje. Ésta lo había dejado en la calle, soleándose, bajo la
recomendación del Viejo (Vicente), a pesar de las protestas de su vecina doña
Chon. Mientras todo esto ocurre a las 5:00 de la tarde de un miércoles (¡Lorca!), el país
completo se encuentra acaparado por la radiofónica emisión de la guaracha del
Macho Camacho, titulada “La vida es una cosa fenomenal”
[No sabía el autor real que luego sería La Camay quien acapararía la atención, a las seis de la tarde hoy día en Puerto Rico, y que ya se ha descompuesto el niño nacional). (Ultimamente se le ha prestado atención al asesinato de un niño llamado Lorenzito, pero ya el programa de La Comay ha desaparecido —2012— y la atención de la muerte del infante la despliega la prensa en otros muchos sujetos acribillados].
A la misma vez el
narrador aprovecha para contarnos ciertos antecedentes de los últimos meses,
como el momento en que la China Hereje y el senador Reinosa se conocen en un
supermercado, así como también nos refiere (el narrador) a pasados
acontecimientos (presentados de forma acronológica): las bombas puestas por
Benny junto a ultraderechistas en la Universidad, una prostituta agredida por
Benny y sus amigos, las relaciones eróticas de la China Hereje con los primos
trillizos, la suntuosa boda de Vicente con Graciela, y su posterior y frustrada
vida matrimonial.
Todos estos sucesos aparecen en el trasfondo de un discurso novelesco en que interviene un narrador omnisciente (al estilo stand up comedy) que no repara en
expresar abierta y sarcásticamente, ya de manera culta u obscena, sus opiniones
y comentarios.
En muchas ocasiones este narrador interpela a sus propios personajes y al
lector y mezcla sus opiniones con las de aquéllos. Sobre todo, más allá de
este narrador, es el autor (o hablante) implícito de la novela quien se instala
en una vertiente crítica ante la avalancha de signos visuales y auditivos que
han creado un espectáculo gigantesco que nos transmite la novela, en pedazos y de corrido, a la vez. Se nos expone una semiosfera
(un campo semántico de significaciones culturales que rodea a todos) que ha
inundado la vida toda, exhibiendo una producción instrumental (radios, autos,
teléfonos) y un consecuente consumo de signos que no poseen como fundamento
necesariamente lo que el mundo moderno había proclamado como humano y vital (la
reflexión sobre lo profundo y sublime del ser y su entorno). Se consumen los
autos, los teléfonos, los radios, las canciones como si fueran más importantes que el evento de lo humano. Lo que el nuevo mundo moderno
de consumo ha asumido ya desde la época fordista (1917-1960, más o menos) es
prometer una felicidad que se tiene que dar junto a la presencia de lo
altamente instrumental y mediático. (Si no se consume lo moderno (incluida la
música, no se es feliz). A la falacia de esa promesa del mundo colonial y
moderno se ha acercado Sánchez, con una nada disimulada ironía.
La obra, en ese
sentido, ha retenido las disidencias vanguardistas y experimentales más
complejas de la novela del siglo XX, especialmente las del post-boom, y también ha adoptado con ironía las
formas populares que manipula la cultura mediática de la última mitad de ese
siglo. Nuestro autor parece advertir que
el panorama que permite percibir el ciberespacio mediático opaca la visibilidad
que se había alcanzado con el vanguardismo y la modernidad artística de la
primera mitad del siglo XX. Se trata, en el fondo, de una posición ideológica que parece definir la perspectiva moderna del autor). De aquí que el lenguaje mismo de la
novela en su guaracheo (si el lector lo desea) opaque el aplastamiento del infante nacional. Es decir:
el ruido mediático no deja ver la caída del signo de lo nacional y de lo que queda de la modernidad antes de lo mediático.
Sobre estos aspectos, el crítico Juan
Otero Garabís ha señalado que: “El plano de la lectura de una novela de alta
cultura es el espacio que posibilita la reflexión social de la que carecen los
personajes. Al vacilón intrascendente de “La guaracha”, se propone el placer
trascendente de la escritura y la lectura de La guaracha: el placer de la comunidad letrada”.
Este mismo crítico también nos advierte que en su novela Sánchez sigue en mucho
a los teóricos de la escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Marcuse) para
representar la cultura de masas de la sociedad puertorriqueña que se comienza a
gestar a partir de los años 50 (pp. 81-83). Sobre todo, y siguiendo a varios
críticos, nos recuerda que la guaracha que se escucha por la radio representa,
como en La Charca de Zeno Gandía,
una “peste” o “epidemia” de la que nadie se escapa. Frente a esto, debemos
entender, no obstante, que esta vez "la charca" cultural resulta en ese vigoroso mundo
sonoro donde dominan los medios de comunicación y la cultura de masas. Se trata
de otro tipo de enfermedad del mundo tardomoderno: el apego a lo sonoro
intrascendente; a aquello que distrae la “visualidad” y la reflexión profunda y anula al sujeto.
Si bien la guaracha es como una charca,
no lo es cual cuerpo de aguas estancadas (de autos atascados), por cuanto en su
toxicidad sonora posee la fuerza de un río. La analogía es contraria a la
división que se establece entre charca y río en la novela de Zeno Gandía: “(...)
cuando la guaracha del Macho Camacho ‘La vida es una cosa fenomenal’ se metió
en su casa con la fuerza de un río desbordado”. Así se expresa el narrador
cuando la antipática y elitista Graciela quiere despedir a los sirvientes porque escuchan hipnotizados la
guaracha, y su populista marido se lo impide. Le recuerda éste a su esposa que ha sido el
populacho guarachero quien lo ha llevado al Senado (p. 291). El inevitable
compromiso cultural con el guaracheo construye incluso un nuevo escenario seudo-político
de estímulo-respuesta, que ata a los individuos a acciones y proyectos
populistas del Poder (el invisible río-charca).
La guaracha resulta así en un texto que
rodea mediante el poder auditivo y que secuestra la atención de la sociedad (y
del lector). No contagia con una enfermedad en el sentido positivista (como en La charca), pero sí transmite un fetiche
del mega-signo de control cultural, derrama una “infecciosa” semiosfera de un
nuevo Poder comunicativo que culmina en el ruido y la entropía (en una virtual
charca de “aguas” estancadas, ataponadas, sin salida). Vehículos materiales
distintivos de ese poder, los autos de Reinosa y Benny, fungen como signos de
la sociedad de la super-producción comercial que, pese a su ordenamiento y
organización, desemboca en la entropía, en la desorganización manifiesta
mediante la paralizante charca-tapón. El autor, por su parte, aprovecha ese
suceso para revelar, no el momento de la producción de la mercancía (del auto,
la radio, el teléfono, p. ej.), sino la capacidad de esta productividad para
convertir la vida en espectáculo y en actuación, en performance que distrae y cautiva. Si en La charca, el
trabajo y el goce estaban separados y aquél impedía éste, en La guaracha la producción es seguida por
un gozoso performance. La
productividad y la resultante espectacularidad convoca, entonces, a la creación
de nuevas subjetividades, a inaugurales sujeciones e inusuales adiestramientos del lenguaje y el
deseo. De esa manera, el ataponamiento de autos y la exposición de las
irreprimibles fuerzas deseantes de los personajes devienen en la mayor
estrategia del autor para representar ese megamundo y sus nuevas identidades y
modos de comunicar. Y esto ocurre pese a la gran suspicacia y abyección
tecnofóbica con que el autor percibe el mundo de la mega-comunicación y la
cibernética.
También junto al crítico José Juan
Beauchamp podemos argumentar que Sánchez toma el lenguaje propagandístico de
los medios de comunicación (de esta nueva esfera de Poder comunicativo) que
cautiva al público y lo convierte también en mercancía de consumo, para dar un
atractivo y convocatoria muy particulares a la novela. Pero esta transferencia
la realiza de manera distinta a los que gozosamente tararean la guaracha que
promueve el locutor en la radio. Frente al vacilón enajenadamente desenfrenado,
el autor de la novela propone la ironía, la parodia y la carnavalización
menipea del discurso que se acerca más a una visión valleinclanesca o cortaziana
de la comunicación literaria. Según Beauchamp: “Lo que ha hecho Luis Rafael es
‘metérsele en la casa’ al mass media,
como respuesta y acaso como venganza artística por la conspiración y subversión (de arte a mercancía) que
hace éste al utilizar las técnicas revolucionarias producidas por la vanguardia
artística a la vez que las despoja de su contenido revolucionario y las pone a
funcionar interactivamente a favor del convencionalismo, la integración pasiva
de las masas y la pervivencia y dominio del “establishment”. No
obstante todo esto, no debemos pasar por alto que la ironía que maneja Luis
Rafael Sánchez coloca su arte vanguardista (el arte literario) en cierta
desventaja y resguardo frente al otro arte populista (sobre todo el sonoro) de
los medios de comunicación masiva. Esta última expresión contribuye más al
derrame de una enfermiza y patológica epidemia o peste (no endeble, sino de
poderío abarcador) que al alcance de un arte emancipador, de una expresión
moderna del arte culto en el cual en el fondo el autor cree y desearía
continuar. (Algunos críticos parecen olvidar que la crítica académica está
inevitablemente ligada al arte culto y no a la ideología mediática implícita en
el arte de masas. Los “estudios culturales” han querido aliarse a este último
arte, que más que plebeyo y subalterno es agenciado y oportunistamente manipulado
por el Poder de una minoría capitalista). Ni alta cultura, ni baja cultura, la
crítica debe mantenerse en perspectiva irónica.
Esta visión de una sociedad acaparada
por una epidemia que se propaga mediante las imágenes, letras y sonidos
comercializados contrasta con la otra representación presente en el trasfondo
de la obra (y que es más propia del discurso literario tradicional): la
patología del cuerpo enfermo de la infantil puertorriqueñidad que se expresa
mediante el Nene (el hijo de la China Hereje) y que sí se relaciona con lo
endeble, débil y presto a fallecer. Se trata de una enfermedad y patología de
mayor temporalidad retrospectiva, por lo que mantiene relaciones intertextuales
(e ideológicas) con un motivo literario que ha perdurado a lo largo de más de un
siglo. Ya desde La charca de Zeno
Gandía se nos ofrece el símbolo de la imposibilidad de sanear el cuerpo
infantil de la cultura puertorriqueña; ello mediante el cuerpo endeble del niño
de la vieja Marta, el cual finalmente muere de anemia, para contribuir aún más
al cuadro pesimista de una sociedad enferma, imposible de sanear. Esta visión
social ha tenido continuidad en relatos como “El niño morado de Monsona
Quintana” de Emilio S. Belaval, “En el fondo del caño hay un negrito” de José
Luis González, “Los inocentes” de Pedro Juan Soto (entre otros).
Estamos, ante todo, frente a una novela
en la cual se ha perdido contacto con el héroe y sus acciones arquetípicas de
la cultura moderna, y con la posibilidad de alcanzar o de fallar en el
encuentro de algún tipo de liberación ante las fuerzas adversas de la cultura.
Es decir, la obra ya se ha desprendido en gran medida del meta-relato de
liberación nacional y sus moralizaciones y del discurso que apela a una posible
trascendencia en la cultura. Mediante su manera de rearticular la significación
de la muerte del niño, la novela rompe sus posibles ataduras con el relato de
la esperada redención nacional. Se trata de una cultura en la que ya no hay
heroicidad (ni novelar) posible dentro de la gesta fracasada de la gran familia
nacional.
En La
guaracha se ha ingresado ya en el exhibicionismo de una vigorosa cultura
mediática en que los individuos no se enfrentan a otros sujetos y sus proyectos
sociales (ya burgueses o proletarios) sino a deshumanizadas fuerzas (semiosferas)
informáticas y cibernéticas. Quizás la mayor complejidad que encuentra Sánchez
es que la guaracha como género musical es parte de la cultura de
entretenimiento rápido y superficial, mientras que la novela como género
pretende ser (y es) mucho más que este tipo de transmisión y consumo. Además de
ocuparse de la diversión, la novela (como género moroso) comprende exégesis,
hermenéutica y problematización ideológica y cultural (construcciones estas de
la conciencia moderna y sus epistemologías). Se relaciona este proceder
precisamente con el ver (como metáfora), con el contemplar como capacidad
(meta)cognoscitiva de la novela moderna.
En ese sentido, Luis Rafael se revela
como nadie en la literatura puertorriqueña del siglo XX, cual creador consciente
de que el lenguaje no es sólo imagen con significado, capaz de proyectar,
reflejar las cosas del mundo, sino que también es significante, sonido,
mecanismo verbal que debe ser visto como lenguaje, como forma antes que como
contenido. Se trata de uno de los postulados de la modernidad del siglo XX, que
se intensifica con los vanguardistas (surrealistas, cubistas, dadaístas,
futuristas). Por eso, la novela, además de ser imagen del mundo, es sonido,
mecanismo discursivo. Se relaciona miméticamente con el mundo moderno de la
ciudad, sus máquinas y ruidos—junto a las poses en serie, series cinemáticas,
sus imágenes simultáneas y vertiginosas— que llevan a la artificiosidad, al
simulacro y al espectáculo. La mirada no sólo se dirige a lo que ocurre en el
mundo sino al lenguaje que rinde cuentas de tal, al sonido y a la imagen, antes
que al concepto que refiere el lenguaje natural. Se trata de dar relieve al
discurso en su capacidad sonora y que irónicamente puede ir en contra de lo que
se ve; esto es: oculacentrismo versus fonocentrismo. De aquí que en La guaracha Sánchez se enfrente a una
semiosfera, una epidemia de signos (superficialmente) visuales y auditivos,
creadores de un espectáculo gigantesco que ha inundado la vida toda (como el
del desbordado río de La charca), que
ha llevado a una producción y un consecuente consumo que no poseen como
fundamento necesariamente la adquisición de lo que el mundo moderno había
proclamado como humano y vital (lo sublime). En esto se expresa, pues, una
pulsión de muerte antes que de vida y ello es precisamente lo que provoca un
cataclismo en que queda demostrada la imposibilidad de otorgarle vida funcional
al niño; de lo inútil de ubicarlo dentro del “orden simbólico” de la protección
del padre (el-nombre-del-padre a que se refiere Lacan y el ingreso a la Ley y
el lenguaje de la cultura) y que se expresa además por la insistencia
patriarcal a colocarlo en el escenario natural del sol (Reynosa es quien pide
que se deje el niño en la calle a tomar un baño de sol).
La exigencia ocular del autor contrasta
con la limitada capacidad de los personajes de La guaracha para “ver”. De manera similar a la radiofonía (la
charca auditiva), la corta mirada se muestra hipnotizada, cautivada y
fetichizada por el objeto que podría provocar el goce más cercano al presente.
Es una mirada que carece de reflexión y capacidad de contemplación profunda
hacia la subjetividad del otro. Antes que encontrarse con un ser otreico que
permita entablar una dialéctica humana lo que encuentra la mirada de los
personajes es una mediación entrópica hacia la cual se dirige narcisistamente
el deseo: hacia el automóvil, la imagen cinemática o televisiva, al compulsivo
tono cancioneril o del eslogan. En vez de profundidad lo que obtiene la corta
mirada de los personajes es algún tipo de superficialidad, de simulacro o
espectacularidad, de signo que intercepta la capacidad de establecer contacto
con la ideologizada (reificada) problemática individual o social. Así de
superficial y espectacular es para Benny, a finales de la obra, el acto de
aplastar el niño hidrocéfalo que no alcanza a mirarse en el espejo ya quebrado
(lo que señala también la incapacidad de éste para reconocerse como un todo con
conciencia —na(rra)cional.
Y por su parte, el Macho Camacho no
puede cumplir con la mirada que demanda el autor, por encontrarse tan
obsesionado con los tonos cancioneriles de la moderna ciudad. No lo anima la
necesidad de emplear a niveles significativos y complejos el discurso del logos
y la razón.
Cree haber triunfado por el hecho de haber salido de la pobreza mediante la
composición del texto cancioneril que aparece al final de la novela. Camacho es
el héroe del goce desideologizado y significativo, del goce anterior al
discurso cognoscitivo (del saber), el placer del sentido que es más un goce subliminal.
Persigue la euforia de la compulsiva repetición mediática que prescinde de la
reflexión significativa, y ello porque la razón no es ejercida por un sujeto
pensante sino porque es orquestada por un objeto cibernético (el auto, la
radio). Algo similar le ocurre a Benny, quien es absorbido por el fetichismo de
la sociedad comercial y el goce cosificado en el auto Ferrari, y tanto que a
finales de la obra no logra escuchar los lamentos y asombros de las mujeres
ante la muerte del niño (p. 311). La ironía del autor ante el mundo de la
audición que relega la mirada reflexiva y responsable es patente. (Es como si
los poetas que fueran expulsados de la República de las Letras hubiesen regresado,
pero esta vez como coro de seudo-cantantes).
Ya Emilio Díaz Valcárcel comenzó a
enfrentarse mediante su narrativa a estos problemas donde el sujeto humano
pierde el control y se le coarta la capacidad de realizar algún tipo de praxis
guiada por la racionalidad y la sensibilidad. En su novela de 1966, El hombre que trabajó el lunes,
este escritor nos refiere a un simpático protagonista inmerso en el mundo de la
modernidad comercial sanjuanera de los años 60. Transita este sujeto por una
serie de peripecias absurdas y antiheroicas, en un mundo dominado por las
finanzas, donde la cultura criolla ha quedado atrás y se ha perdido contacto
con la naturaleza y los valores que responden a las necesidades humanas más
vitales. Se trata de la cosificación del ser humano (de Gustavo, el
protagonista) que ha sido desarraigado de sustratos vitales y que a finales de
la obra lo vemos con la esperanza y alegría de al menos poder regresar al seno
familiar. Todo lo demás parece quedar perdido en un lunes de trabajo, sin
sentido y absurdo. En ese mundo comercial el sujeto pasa a ser un objeto más —y
ello la obra lo capta con profunda ironía y humor—, arrojado a la movilidad
social que lleva a la miserable y insensata sobrevivencia cotidiana incapaz de
dar apertura a procesos humanos significativos. En ese sentido, quedamos frente
a una obra que mediante sus contenidos muestra una ruptura con la literatura
anterior (la de los años 40 y 50) y que ya no se aferra al meta-relato que se
refugia en lo nacional. La obra, no obstante, no ha acudido todavía a la
agresión contra su propio lenguaje y discurso, como muestra del deseo de
ruptura con ese meta-relato nacional que aún no es capaz de verse críticamente
a sí mismo. Interesante resulta que a finales del relato Gustavo regrese a su
hogar, con la esperanza de reunirse con su esposa y su esperado hijo. Se
mantiene de ese modo la metáfora que apela a la unidad de la gran familia
puertorriqueña y de la continuidad de la lucha mediante la esperanza en el
infante saludable.
No obstante, y pese a la aparición del
perturbador ataponamiento de automóviles, no escuchamos en la novela de
Valcárcel las nuevas emisiones cibernéticas (radiofónicas) de la moderna
ciudad, las mismas que sí se apoderan en gran medida de la novela de Sánchez
como nunca antes había ocurrido en la literatura del país. El protagonista de
Valcárcel es el blanquito profesional de la ciudad, quien no tiene oído para
las voces proletarias de la cultura popular y sus implicaciones que llevan a
problematizar la literatura de las elites letradas de la alta cultura o
modernidad del Puerto Rico de mediados de siglo XX. Se trata de la cultura
letrada que se genera a partir de los años 30 y que no se criticará hasta los
años 70, principalmente con la aparición de la generación de Zona de Carga y Descarga.
Mas pese a los ofuscamientos que ofrece
su textura verbal, La guaracha trata
de un ataponamiento simbólico que detiene o afecta la percepción de todos los
personajes. El lector también puede ser distraído por la movilidad y
prestidigitación discursiva, el performance
o teatralidad enunciadora de un narrador irónicamente animado por el goce y la
guachafita del guaracheo, arriesgándose a que la significación de su discurso
quede también atrapada en la intermitencia de lo liberador o secuestrador de
esa cultura. Encontramos en esta novela, ante todo, a un autor que ha podido
escuchar la nueva modernidad popular puertorriqueña. Una modernidad que capta
no del modo objetivamente realista, sino que la atrapa a su manera, para
moldearla dentro de una inaugural forma expresiva (casi del stand up comedy), definidora del nuevo
letrado puertorriqueño y sus paradójicas afinidades populistas. De ahí que
Sánchez se ocupe primeramente de escuchar en puertorriqueño para luego, como
dice Barradas, “leer en puertorriqueño”.
Alcanza nuestro autor, así, una intermitencia entre el sonido y la letra de la
cultura, y le confiere a la obra narrativa una nueva modalidad, una resonante
modernidad literaria. Con ello alcanza la metáfora de personajes que escuchan
la radio mientras aparecen atrapados en un tapón o mientras están en algún tipo
de espera. Y es en este encerramiento y/o detención que los mismos reaccionan,
sin reflexionar, a la fama de la guaracha del Macho Camacho, y sin reconocer
que ésta también los entrampa y ahoga. Sólo doña Chon aparece atareada en sus
afanes culinarios, y en cierto estado de sospecha y vigilia ante la situación
del niño y de la cultura en general. En esta situación de entrampamiento o
espera —nos parece sugerir el autor— también aparecen atrapados (y ello a nivel
referencial de la cultura puertorriqueña) los lectores reales de la obra. Si
algo sabe el autor de La guaracha es
que se encuentra en una cultura formada como radioescucha y no en una comunidad
de sujetos cultos (con otra capacidad para interpretar la cultura, como lo
exigía Pedreira aunque fuera prejuiciadamente).
Cabe advertir que por medio de la
neurótica Graciela Alcántara sí se revela un nuevo tipo de lectura, pero ya
dada a la frivolidad cosmética y performativa de la sociedad globalizada (la
que, además de crear las revistas Time
y Vanidades, crea el Ferrari). Queda
por ver qué alcance posee la novela para interceptar la alienación que ofrecen
los signos de la cultura comercial y cuán capaz es de impulsar una actitud de
reflexión ante la posible seriedad de la cultura (si es que la tiene). Habría
que ver el alcance de la obra en su invitación a sobrepasar el gozoso pero
enajenante vacilón de la cultura de masas o a reconocer la alienación de las
nuevas elites globalizadas que se entretienen con la revista Vanidades o que frenéticamente gozan con
sus enclaustrantes máquinas (el Ferrari). Ante todo, esta posible superación
ideológica implicaría el adoptar una reflexión que vaya más allá del simple
ideologema que propone el “Texto íntegro de la guaracha del Macho Camacho”:
“arrecuérdate que desayunas café con pan” (p. 313). La cortedad y llanura en el
mensaje y significación de este popular texto, que se transcribe a finales de
la obra, no deja de sorprender. Sobre todo, cuando la estupidez del mismo no se
corresponde con el poder de absorción social amplia que ha alcanzado su
guaracheo (su sonoridad) en la sociedad, según se desprende de la obra. Ambos
sujetos sociales (el populista que representa Macho Camacho y el
elitista-cosmético que muestra Graciela Alcántara) han sido burlados por la
fuerza (torbellino) inescapable de la productividad y oferta de la nueva
modernidad performativa y su razón instrumental que crean el automóvil y toda
la “pseudo”-cultura auditiva y de nuevos lectores.
Por su parte, el autor de La guaracha sabe muy bien que se
enfrenta a uno de los bits de la
modernidad (la guaracha), que compulsivamente estimula el goce inmediato de lo
auditivo y prescinde de la reflexión (que se relaciona con la capacidad
metafórica de ver). Pese a que el autor, desde principios de la obra, se
instala en el espacio ocularmente voyeurista, se encuentra obligado a relegar a
un segundo plano el discurso hermenéutico e interpretativo que anima y le
ofrece significación particular a la novela (el que trata de la pugna familiar
y la muerte del niño). En tal sentido, se enfrenta al bombardeo de información
guarachera y revistera proveniente del indefinido afuera (del Poder mediático y
su coro postplatónico) y que silencia en mucho el discurso letrado desde el cual
tiene inevitablemente que articular. El “Texto íntegro de la guaracha” (que
ofrece el autor a finales de la novela) es, en parte, producción semiótica que
difunde el mismo Poder que ha creado el automóvil, el cine, el consumismo, los
clichés y eslóganes enajenantes de la cultura mediática que unidimensionaliza
las conciencias y los cuerpos.
No se olvide que el Macho Camacho proviene de los sectores más indigentes y ha
alcanzado su fama precisamente al crear un texto que lleva el ritmo guarachero
de las clases populares al medio cibernético que domina lo social (la radio
principalmente). Se trata de una versión criolla del “American Dream”.
Luis Rafael Sánchez ha dado muestras ya
para la década del 60, de romper con la elitista escritura de la modernidad na(rra)cional
que había dominado desde los años 30. Proviene este rechazo al canon, de sus
empatías con la cultura popular, en cuanto ésta se revela para la ideología de
la época como un sector social más ético y liberador (como el esclavo de
Hegel). Le atrae, sobre todo, el aspecto de la espontaneidad con que el sujeto
popular se posa ante el goce corporal tan reprimido por aquella otra cultura
elitista, y por su natural y primitivo apego a la voz y al ritmo ancestral.
Pero el mismo autor reconoce que no hay tanta mediación simbólica en el texto mediático
(como lo hay en la novela); que el Poder ha secuestrado la gozosa y espontánea
voz de la cultura popular, por medio del Macho Camacho. Lo que Sánchez
encuentra en el texto de éste es performatividad superficial del goce, del seudo-texto
con una significación distinta a la acostumbrada. Y como novelista se
contemplará entonces anclado en el umbral de ambas producciones textuales.
Advertirá que el nuevo espacio intrasíquico que ha construido esa sociedad del
sonido, la propaganda y la máquina (como el Ferrari) se ha apoderado del sujeto
de la cultura, sobre todo del sujeto de la cultura popular con el cual, como
escritor vanguardista, en principio, se identifica. De ahí que no pueda darle
continuidad, como quisiera, a la tradición de escritores como Emilio S. Belaval
y Luis Palés Matos y sus apegos y simpatías con el sujeto otreico —el criollo y
el negro— de la cultura nacional puertorriqueña. En este sentido es que un
escritor como Sánchez, y tras reconocer la inminente caducidad del discurso del
letrado nacional (de la República de las Letras), se ve precisado a crear una
nueva semiosfera novelesca de significación que sea capaz de rendir cuentas del
mundo ya tardomoderno que relega el ver, y propone el goce subliminal que
ingresa desde el sonido principalmente (tal y como lo ejerce el poder mediático
de la nueva sociedad). La intermitencia y desterritorialización que ofrece la
ironía que no se ancla en una significación fija, es el mayor recurso en el
nuevo proceder escritural de Sánchez. Ya la novela hispanoamericana y
específicamente caribeña del último cuarto del siglo ha tenido que transitar
por esos lares. Téngase en cuenta los Tres
tristes tigres (1970) de Guillermo Cabrera Infante, De donde son los cantantes (1967) de Severo Sarduy y Sólo cenizas hallarás (1981) de Pedro
Vergés.
En este aspecto del discurso de la alta
cultura y el de la cultura popular habría que tener en cuenta la protagonista
de un drama anterior de Sánchez: Antígona
Pérez.
Resulta interesante la significación de esta heroína y su defensa de los altos
valores patriarcales y tradicionales en un momento en que Sánchez también se
había ocupado de personajes desprendidos, metonímicos y marginales en su obra
de cuentos En cuerpo de camisa (1966).
En la misma se ocupa Luis Rafael de un contradiscurso que, como señala Carmen
Vázquez, “surge del habla de los marginados: mujeres, negros, homosexuales,
adictos a drogas, prostitutas, que invierten el mundo de la sociedad dominante
y, aun del narrador”.
Se trata de relatos en los que nuestro autor se identifica o distancia con los
sujetos otreicos, ya porque han sido carcomidos por los mandatos de los poderes
oficiales y establecidos o ya porque representan las contradicciones de esos
poderes de la cultura oficial o en cuanto son víctimas tragicómicas de esa
sociedad. En estos relatos se representa un sujeto inmerso en problemas
universales de la sexualidad, la violencia y la muerte. Pero no tanto ya el
sujeto del mundo criollo sino del que se encuentra en transición y en camino a
la ciudad más moderna y sus nuevos conflictos. Mas lo que sí define en estos
cuentos a Sánchez es su teatralidad discursiva, el modo de narrar y el nivel
formal del discurso que suele mantener en un plano secundario la historia o el
relato. Se trata del modo discursivo que es muy propio de la nueva narrativa
hispanoamericana de los años 50 y 60 y también de la preponderancia que, en la
nueva cultura moderna, poseen lo sonoro y lo iconográfico del mundo mediático.
Esta perspectiva proporciona al autor implícito de una ironía que le permite
estar muy por encima de la identificación romanticona con el marginado y el
otro, a la vez que se desprende de los interdictos oficialistas y las conductas
exigidas por los poderes dominantes que llevan a sus personajes a conductas
erráticas. En gran medida son cuentos en que Sánchez ensaya con juegos
discursivos que le permiten extender una mirada más allá de los relatos
tradicionales empeñados en alegorizar de manera contenidista, simbolista o
neo-realista las problemáticas de la identidad nacional. Distantes estamos ya
de los modos de narrar de Abelardo Díaz Alfaro, René Marqués y del propio José
Luis González. No obstante, en los relatos de En cuerpo de camisa Sánchez no se enfrenta todavía de manera
consciente a las semiosferas intrasíquicas y sociales de la nueva modernidad de
la cultura de masas y los controles mediáticos, como sí ocurre en gran medida
en La pasión según Antígona Pérez, En
este drama el autor ha ingresado plenamente en la mediática ciudad y sus
performatividades.
Si bien en La pasión encontramos teatralidad (“performance”) del lenguaje,
antes de ello presenciamos a una heroína consciente del enfrentamiento a un
mundo degradado por la aparición del lenguaje informático. Se trata del nuevo
discurso no tanto de comunicación sino de información (periodístico mayormente)
al cual Antígona se opone al aferrarse a unos valores trascendentes más allá de
la rapidez e inmanencia de esa nueva semiosfera informática. Mediante su caída queda
evidenciada la imposibilidad de acercarse a la cultura por medio de la defensa
de los contenidos y de los valores universales y trascendentes que
caracterizaban a la cultura letrada y patriarcal. Antígona lucha por unos
valores universales que se reciben como experiencia desde sus contenidos, desde
sus conceptos, a pesar de que aquello que la rodea está dominado por los
clichés (las formas) del lenguaje propagandístico de una sociedad más moderna y
dispuesta a dejarse seducir por el hedonismo de la vociferante impostura
comercial y globalizante. Con la “caída” de Antígona presenciamos el derrumbe
de una anhelada modernidad nacional, que ostenta valores intelectuales y
absolutos (la dignidad y la justicia fundamentados en las metáforas del padre y
la femenina tierra), como medida de enfrentamiento ante la relativista y
tardomoderna sociedad de los medios masivos y sus alianzas con los nuevos
poderes dominantes que han eliminado al antiguo patriarca en que Antígona cree.
La “peste” o “epidemia” del guaracheo que encontramos en La guaracha, es precisamente la que ya ha eliminado el mundo de los
valores fijos que con su vida defiende Antígona. La heroína no sólo es anulada
por Creón sino por el relativista mundo de los medios masivos de comunicación
que gobiernan con este tirano y dictador.
A ello se debe el que en la escritura de
La guaracha lo que adquiera dominio
incontenible sea el disfrute de las formas, del sonido, de la imagen narcisista
que se tiene como referente a sí misma, del escándalo resonante. La celebración
casi no permite al hablante de la novela apoderarse de un espacio escritural
significativo mediante el cual pueda detenerse a comunicar el lenguaje del
logos, de la razón y los contenidos, como en realidad lo hacía su personaje
Antígona (y como lo realizaba la novela tradicional; la de Laguerre y Soto, por
ejemplo). La obra sí nos deja entrever detrás del guaracheo y de la imagen
narcisista el drama de dos familias y de una sociedad (Puerto Rico) en estado
general de huelga y paro. Domina en la novela un “tapón”, al parecer sin escape,
que muestra a cámara lenta las expectativas y los estancamientos simbólicos de
varios personajes que tipifican circunstancias muy desesperanzadoras de la
cultura tardomoderna de las imágenes y sonidos comerciales y las poderosas
máquinas. Bajo este aspecto resonante del discurso (lo que sería la antinovela)
queda sepultada la otra novela de la ciudad, de la calle, la narración del
plebeyista drama familiar, especialmente la de la muerte del niño.
Dentro de este contexto, La guaracha del Macho Camacho surge en
1976 como una obra que revela un contundente cambio en la modalidad estilística
y retórica de la narrativa, fundamentándose para ello, y entre otras cosas, en
la poética de lo soez y la marginalidad urbana (el otro) y en la adopción de
las expresiones populares y los ritmos caribeños que anteriormente no habían
sido bien valorados por los letrados. Aunque este proceder estético ya había
sido abordado en otras épocas (Palés, por ejemplo), La guaracha fue la obra que vino a imponer de manera espectacular
el empleo de los códigos expresivos populares como formas artísticas necesarias
para representar de una manera más efectiva la cultura urbana puertorriqueña
más contemporánea. Se diferencia mediante ello notablemente de la cultura
campesina representada en La víspera del
hombre (1959) y también de la
cultura urbana que se muestra en las novelas de Pedro Juan Soto.
Con mayor acierto La guaracha pudo asimilar estéticamente el lenguaje de los medios
masivos de comunicación y la manera popular de recibirlos. Pero esto lo ejerce
sometiendo dichos medios a una perspectiva crítica, y parodiándolos desde su
propio interior para encontrarse, como escritor, irónicamente inmerso dentro de
aquello que critica (Beauchamp).
Significativo resulta el que una novela tan marcada por los incontenibles
significantes sonoros de la avanzada modernidad quiera enfrentarse de manera
tan crítica e irónica a esa misma modernidad. Si bien Sánchez es parte de los
críticos que reconocen la voz y el ritmo populares como paradigmas requeridos
para valorar afirmativamente el ethos
cultural caribeño actual, también advierte que los mismos van acompañados de
las patologías y entropías (ataponamientos) que impone la tardomodernidad (en
ello sigue la ideología frankfurtina y de la post-izquierda).
Pero la incorporación de la cultura
popular urbana a la nueva estética novelesca no se realiza de modo lineal y
simple, sino de manera compleja y problemática. Si bien en su proceder
estilístico y estético Sánchez se propone alcanzar en estos textos el placer de
la lectura,
también se enfrenta al malestar de la cultura al no encontrar en los espacios
del fonocentrismo populista una ideología significativa que dé sentido el
trasunto axiológico (ético) y metacognoscitivo (de búsqueda del saber) que
siempre persigue, aunque sea de manera soslayada, todo novelista letrado y
moderno. Superpuesto al malestar frente a una cultura y clase dirigentes, que
con su disparatada modernidad mediática han provocado una gran congestión
ideológica y moral, el autor propone el distanciado placer ante la
carnavalización (guachafita) propia de la cultura popular y el goce ante la
forma anti-heroica y anti-novelesca de su propia obra. Pero si bien mediante su
adhesión a las formas populares, Sánchez desmonta y desenmascara, por una
parte, la ideología mediática que corroe el mundo representado en La guaracha, por otra parte, no logra
ubicarse, mediante su acercamiento al otro de la cultura popular, dentro de un
espacio semántico representativo, pertinente y significativo de oposición o
sustitución a lo inicialmente criticado. En esta coyuntura, como todo
novelista, pese a buscar una ética e ideología que puedan ser constructivas y
creativas de manera pertinente, en realidad se encuentra con formas populares
que se revelan paradójicamente contaminadas por las imposiciones del consumo
desenfrenado y la violencia subliminal de la sociedad capitalista más
contemporánea que auspicia el Poder. En este encuentro que enfrenta los
antiguos deseos con las patologías de la comunicación tardomoderna estriba, en gran
medida, la ironía a que encuentra el creador contemporáneo. No obstante, para
la época en que Luis Rafael concibe la novela (fines de los años 60 y la
primera mitad de los 70) existe una gran aversión y repudio al mundo de las
máquinas electrónicas y cibernéticas y a la cultura de masas tardomoderna (lo kitsch, campi y pop). De ahí la
ironía satírica que domina a una novela en la que no hay espacio para que ese
mundo de voces e imágenes mediáticas se exhiba o se muestre sin el obvio
repudio del autor. Esto sería ya gestión de escritores más postmodernos como
Pedro Cabiya y Rafa Acevedo.
Mas dentro de las inteligibilidades
referenciales de su propio discurso, el autor implícito de La guaracha del Macho Camacho también se instala en el goce de los
resquicios formales del lenguaje propios de la novela de ese mundo
tardomoderno. De aquí que el metanivel de la obra sea señal del deseo de
cuestionar el novelar mismo, y de someter a reflexión sus modos escriturales,
por cuanto desea comunicarle a un grupo de nuevos lectores (más virtuales y del
imaginario, que reales) que no tolera ya los modelos formales y de contenido de
la narrativa urbana tradicional (que sería la del subrepticio drama de la familia
nacional en el campo o el arrabal). No se trata ya de formas que puedan captar
el realismo de la compleja sociedad colonial y urbana puertorriqueña (como lo
hacen las novelas de Pedro Juan Soto y Emilio Díaz Valcárcel, e incluso de
Edgardo Rodríguez Juliá), sino que puedan representar la hiper-realidad
postmoderna (la nuevas cronotopías) que domina a la cultura a través de lo
sonoro, los estímulos iconográficos y otras formas ultramodernas de recepción y
de creación de subjetividades postmodernas. Se busca, además, nuevos modos de
comunicar una realidad cambiante, dominada por nuevas voces, canales y códigos
más complejos de los que se habían conocido en la historia. Desde el
Renacimiento no se había dado un giro tan paradigmático en la historia humana. Pero
esta nueva comunicación resulta ser la que amenaza y suprime el empeño de
mantener una referencialidad y coherencia discursivas (un realismo, un relato)
que pueda rendir cuenta de algún tipo de reflexión profunda sobre la
pertinencia cultural e ideológica de lo narrado. Inferimos de esta situación
que un impostor del poder patriarcal, como lo es Creón (en La pasión según…), ya no tenga presencia en La guaracha, pues el
poder mediático e informático se basta así mismo como estructura de dominio (la
cual es vista como epidemia o peste por el narrador). El autor (tanto el implícito
como el propio Sánchez) expone ese mundo de la nueva informática y cibernética,
como señalé, de manera altamente satírica, performativa, pero abyecta.
En La
guaracha el autor nos expone al discurso del bit-cancioneril del goce
pseudoinformático, nos lleva a la euforia guarachera que a la larga nos remite
al tráfico y consumo aglomerados de signos abultados y cosificados. La guaracha
misma, como producto, se define primordialmente desde este tipo de actividad
que antes de responder a necesidades de intercambio humano representa el
oblicuo llamado consumista de las políticas de las semiosferas del mercadeo
tardomoderno. No se olvide que la guaracha del Macho Camacho (la que todos escuchan
por la radio) surge de la convocatoria del mercado que cautiva con la fama y el
prestigio a cambio de la mercancía que provoque y capture el goce colectivo,
pero sin sustancia, sin comunicación con sentido. Al la larga lo que se
propicia es el consumo de mercancía (información) sin mediación profunda y
significativa alguna (así es la compra-venta y el mercado). El autor mismo de
la novela se ha visto obligado a relegar a un segundo plano el discurso
hermenéutico e interpretativo propio de la novela, a aplazar la comunicación
que le rinde sentido al texto más complejo de esa misma modernidad (la novela).
Se enfrenta al bombardeo de información guarachera, revistera y televisiva
proveniente del afuera, que opaca y acalla el discurso del intelectual letrado,
desde el cual tiene que inevitablemente articular y que es la sustancia del
novelar mismo. Las referencias del autor a obras literarias sólo ofrecen
sentido a un posible lector culto que ya no se encuentra dentro de lo relatado
(y muy escasamente afuera en la cultura mediática misma).
Como señalamos antes, exigua es la
mediación simbólica en el discurso mediático de carácter radiofónico,
televisivo y revistero; éste más bien abunda en el impulso de la
performatividad del goce llanamente superficial y de información manipuladora
de lo subliminal, antes que intercambio racionalmente conceptual o de goce
sublime del arte ya visual o auditivo.
En este aspecto de la nueva modalidad
informática y semiótica del mundo tardomoderno, la novela tiene que cederle espacio
primeramente a la voz procedente del medio radial, más interesada en el goce
consumista, en lo fácilmente repetible y desechable, en lo que privilegia el
canal y la manipulación de la recepción, que opaca el contenido del mensaje y
carece de código meta-cognoscitivo y reflexivo. Se trata de una sociedad cuyos
signos de dominio comunicativo responden a la materialidad de la producción de
mercancías repetibles y desechables (siendo la guaracha del Macho Camacho uno
de esos productos) y no a la liberal modernidad que reclama un texto artístico
aureoleado de búsqueda de perdurables razones espirituales y proyectos de
emancipación humana.La novela nació como instrumento de propaganda burguesa en el siglo XIX pero no pensamos que llegaría a estos términos. Luis Rafael se revela de ello y lo subvierte desde adentro pero con sentido
de agobio, creo.
A partir de las disposiciones del nuevo
espacio informático tendrá el autor que considerar la nueva modalidad intrasíquica
que forma a los sujetos (a los personajes) en la modernidad informática y que
se exterioriza mayormente por la respuesta casi conductista al llamado
mediático de ritual cancioneril de tipo performativo. Casi todos, menos
Graciela y Benny (y doña Chon, de otra manera), son seducidos e interpelados
por el vacilón guarachero que encarrila hacia el goce instantáneo. Si bien el
clasismo de los primeros mencionados no les permite identificarse con la
popular gestión guarachera, sí son cautivados por otras producciones de la
cultura del performance y del consumo
neurótico y compulsivo (las revistas, la tele, los automóviles). Pero todos en
la sociedad, menos doña Chon, responden a la convocatoria pseudocomunicativa de
los medios de la cultura de masas. Con su incredulidad, doña Chon quisiera
protegerse de la epidemia y el alboroto (la charca) guarachero. Antes que
fenomenal, para ella la vida es “un lío de ropa sucia pero de problemas” (p.
253). No obstante, su frustración e incapacidad para intervenir y provocar
algún tipo de cambio (pese a que asiste a los huelguistas) la lleva a ser una
comilona compulsiva y frenética (congestionada de alimento), a ser parte de la
carnavalización y orgía del goce subliminal e intestinal que en su paradójica
vertiginosidad estancada no permite el asomo siquiera de una praxis social
significativa. Habría que tener presente que el autor implícito hace todo lo
posible por mantener sus simpatías con Doña Chon.
El tapón se presenta además como espacio
metafórico formador de nuevas sexualidades agenciadas por el Poder del mundo mediático.
Ese es el espacio que ostenta y exhibe los carteles de Pan Holsum, Queso Kraft,
First National City Bank, Esso Standard Oil Company, que ve Vicente Reinosa
desde su auto. Es también el espacio que llama a celebrar con las hermanas Sole
(Soledad), hijastras de Eco (p. 230). Se trata del goce narcisista que se
repite como un eco, de lo que regresa al sujeto (lo sonoro una vez más) como
mismedad, y no entabla dialéctica con un otro que no enmascare lo mismo. Cuando
Vicente Reinosa se encuentra con el otro que se encarna mediante la estudiante
(“pongamos que se llama Lola”— dice el narrador, p. 285) se enfrenta a ese
sujeto, pero de una diferencia simulada e impostora de la femineidad: “un
mariconazo hormónico y depilado: (p. 285).
Aquí el travesti transgénero es visto cual sustituto degradado y abyecto que
ofrece la tardomodernidad.
Graciela Alcántara también se encuentra
acuartelada por el ataponamiento frívolo y el refinamiento racista, clasista y
superficial de su propia clase social (por los perfumes, las revistas, las
personalidades de la farándula (293-294, por ej.). Se trata del mundo elitista
y clasista que cultivan las revistas seguidoras de las poses de las estrellas
de cine y televisión que fuera de la pantalla o la imagen carecen de personalidad
genuinamente sexuada en la medida en que no salen del paralizante narcisismo de
la imagen, de lo virtual. De ahí la frigidez de Graciela y su abyección al
sexo, al vacilón, al guaracheo; y de ahí también su compulsivo deseo de escupir
(“pecado eso, uyyy: como si tuviera mierda en el zapato, ganas de escupir por
tanto asco” (243). Ese deseo de expulsar es quizás el que también lleva a
“escupir”, “vomitar” al niño a finales de la obra.
La China Hereje, por su parte “gusta de
la penetración de la guaracha del Macho Camacho” (p. 218) y de la idea de
reconocerse como ícono, cual Iris Chacón-diva del goce mediático. Ese mismo
goce también la lleva a valorar las incestuosas relaciones eróticas con los
primos trillizos, y en cuanto éstos representan el goce por la mismedad
repetible, como lo son los tres patitos Mac Donald o la constante reproducción
de la escena en que Marilyn Monroe posa con la falda levantada, sobre la
alcantarilla, mientras pasa (la penetra) el maquinal y fálico tren (pp.
218-221). Nuestro autor capta cómo la cultura kitsh y camp ya forma
parte de la construcción síquica del subalterno puertorriqueño.
Demarca similarmente a Benny la nueva
patología de la sexualidad solitaria que trae el mundo de la pseudoinformación
que lleva al narcisista goce ciber-masturbador. Benny
se coloca en una situación similar al resto de los personajes en cuanto a su
ingestión subliminal de placer con un inusitado objeto de goce. Como la China
Hereje, que en su espera y soledad se masturba con la idea de la fama a lo Iris
Chacón y el goce con los primos. Como doña Chon, quien goza subliminalmente con
su ingestión (penetración) desproporcionada. Y Vicente Reinosa, con los
simulacros y nuevos imaginarios femeniles de la tardomodernidad y sus
peseudocomunicaciones (un travesti, las Sole, la China Hereje-Iris Chacón).
Todos son acometidos por nuevas formas de expresión sexual performativamente
sublimada, que no proviene del goce “natural” con el otro sino con el placer
mediatizado ya por la impostura teatral, la eyaculación vicaria y/o el
descargue de lo ya de por sí desechable.
Pero es el tapón ante todo el espacio
que permite ver a cámara lenta cómo se secuestra y reconstruye el goce, el
nuevo placer narcisista y de impostura, de simulacro que patrocina la cultura
de la tardomodernidad. Es el escenario donde convergen y chocan los nuevos
fetiches fálicos, los nuevos instrumentales del intruso Poder Cibernético y
mediático que en su movilidad se apoderan del sonido popular guarachero, del
tono cancioneril que como nuevo flautista de Hamelín distrae y lleva a todos a
los nuevos sitiales de producción y consumo solitario, desprendido del deseo de
contacto genuino con el otro, y separado ya de la naturaleza (como es reconocida
en la modernidad). Se trata del nuevo Poder que hurta tanto la letra de la
cultura moderna como la voz del otro popular para incautar e “igualar” a sus
sujetos e incorporarlos al tráfico de signos comerciales, a una inaugural
semiótica y a nuevos modos de recepción de la semiosfera cultural. A este
llamado se ha unido con ironía menipea y carnavalesca el autor para exponer al
lector, mediante una perspectiva distanciada (y gozosa histeria), a estos
nuevos placeres y lenguajes. Se trata de
un tipo de palabreo y su goce queer.
Desde esta óptica se entiende que la
guaracha, como género musical que el Poder manipula, representa el nuevo bit
comunicativo de esa sociedad de la sinergia, de la inaugural producción cuyo
automóvil se presenta como ícono de la nueva (in)movilidad sico-social. Pero
Sánchez se esmera como nadie en captar el instante inesperado, resultante de la
paradoja que provoca la vertiginosa producción: el estancamiento, el tapón cuya
única salida conlleva la destrucción del símbolo del historial de la esperanza
nacional. El autor ha querido aprovechar la paradójica inmovilidad para lograr
al menos una reflexión (comunicación) final, la otra mirada hacia el drama del
aniquilamiento del símbolo de la familia puertorriqueña (la otra novela de la
irónica urbanidad). La ejecución del niño realizada por la huida de Benny en su
auto es el trágico desenlace de todo el proceso, y demarca el goce por la
muerte, el aniquilamiento del genuino objeto del deseo que llevaría al Eros-Tanatos
de la cultura.
Los personajes en su conjunto componen
un microcosmos de lo que podría ser la sociedad puertorriqueña de la modernidad
urbana que se inicia desde los años 50 y que tiene su evidente expresión para
los años 70. Se trata de dos familias que sufren los cambios que impone la
inicial estructura de producción cibernética y mediática de la última mitad del
siglo XX. Para el autor, ni los de arriba ni los de abajo, ni los de “alante”
ni los de atrás, logran reajustes prometedores de descargues síquicos y
sociales apropiados. Por un lado se nos revela la familia representativa de los
sectores dominantes: el senador Vicente Reinosa, su esposa Graciela y Benny;
por otra, la de los sectores populares: doña Chon, la Madre (la China Hereje) y
el niño. Para el crítico Juan Gelpí “se trata de una lucha entre familias, una
venganza que se consuma al derramarse sangre de una o de varias familias. La
novela de Sánchez coincide con la definición de vendetta. Este es uno de los modos en que se puede leer La guaracha del Macho Camacho: como la
dramatización de la lucha de dos triángulos familiares”.
Se destaca en la novela, pues, el subrepticio enfrentamiento de dos familias
con sus respectivos hijos. El que triunfa casi de manera fratricida, manejando
el poderoso Ferrari (lo que equivale a ser un signo más de la nueva cultura de
la globalización mediática y su sentido de vertiginosidad) y el que termina
aplastado por todas esos anteriores signos (y quien resulta en una extensión
intertextualizada del niño procedente de La
charca (1896) y del cuadro El velorio
de Francisco Oller (1893).
La división que en la novela se marca
entre las dos familias y sus distintas maneras de tratar el hijo (a nivel de
alegoría cultural y símbología familiar) marcan la preocupación del autor por
los problemas políticos de la cultura, de las clases sociales dominantes (la
familia de Reinosa) y la de las subalternas Madre y doña Chon. La manera en que
Benny aplasta al niño de la clase trabajadora y de la subalterna cultura
popular representa la violencia que ejercen los nuevos agentes de dominio
(expresado mediante la cibercultura del veloces autos) sobre el vulnerable y
pequeño sujeto nacional. El que la madre deje al niño a merced de la suerte (en
la calle) podría ser señal de un inconsciente deseo de no cumplir con el papel
de criadora del niño-símbolo-de-la-puertorriqueñidad, al reconocer la ya
malograda estirpe.
Ese clásico niño aniquilado por el deseo de modernidad es el que nos remite al
sujeto que no se ha reconocido a sí mismo en su na(rra)cionalidad y ha sido
sepultado por los movimientos y sonidos de los nuevos agentes instrumentales de
la tecnocracia.
De una manera u otra todos los
personajes se encuentran refugiados en algún espacio de espera. Sólo el infante
es colocado en la calle a tomar baños de sol; en el espacio que implica la
expulsión de la casa, la entrada a la esfera pública que expone a la burla de
la nueva sociedad embargada por el sonido y la velocidad. La calle y la puesta
en el sol son a la misma vez el ámbito del territorio natural, pero de
desolación y abandono por cuanto ya no son espacios simbólicos pertinentes al
mundo de la tecnología (son los ámbitos de un antiguo relato urbano). Ahí el
niño se convierte en objeto de la violencia, donde en verdad no hay un sol que
lo pueda proteger y sanear (el sol “emputece la sangre”, nos ha dicho a
principios de la obra el narrador), es el espacio la muerte. Colocar al Nene en
la calle, en el lugar donde da el sol, es expulsarlo del imaginario, es el
intentar doblegarlo al Orden Simbólico de la Ley y la metáfora del Padre. Pero
ese mismo poder ya ha creado sus máquinas y sujetos (el Ferrari, Benny) fratricidas
nada dispuestos a mirar hacia el pasado, a mirar hacia atrás para reconstruir
la metáfora abandonada de la identidad puertorriqueña (el niño que nunca creció
sanamente y cae en la degradación escatológica). Este evento nos podría llevar
a entender que todavía hay el deseo de curar el cuerpo enfermo de la nación, de
buscar un espacio natural (solearse en la calle). Por otra parte, se podría entender
que existe el deseo inconsciente de precipitar la muerte del niño,
abandonándolo en la calle inhóspita y cruel del Otro. Es Vicente Reinosa quien
recomienda a la Madre que solee el niño. Y es precisamente doña Chon, quien con
su sabiduría simple se opone a ello. Para ella los hombres son incapaces de
parir un niño (“El día que un hombre quiera saber qué es parir que trate de
cagar una calabaza”, p. 253). Es decir, el sujeto-hombre (como Vicente Reinosa)
de la cultura es incapaz de dar continuidad a la poética del niño que ha
marcado en la historia la esperanza de conciliación de un pueblo consigo mismo.
Como hemos visto, se trata de un niño ya emblemático de la puertorriqueñidad
deteriorada, de la imposibilidad de alcanzar madurez en la historia, un significante
representativo de una estirpe (idea o construcción) en extinción. Es la
angustia ante lo que ha sido el imposible desarrollo de la idea de lo nacional.
Bien podemos decir que en La guaracha se ha pasado del dominio de
la naturaleza (la mímesis natural, a la cual no se puede ya amparar al niño), y
del dominio de la razón humana, al imperio del artificio de los signos, a la
semiosis que manipula de una manera distinta lo visual y lo sonoro, al espacio
de la polis postmoderna dominada por los valores del signo comercial y de
tráfico maquinizado. Exponer el niño al sol implica un deseo regresivo de
abandonar lo artificial de la industria comercial y reintegrarse a la
naturaleza, al sol, a pesar de que “emputece la sangre”. Se trata de un intento
de proteger, de sanear la progenie que se ha desvirtuado hacia la
monstruosidad. Ya no es el determinismo biológico (diría con ironía el autor)
que lleva a justificar la incapacidad para el encuentro de una estabilidad en
Puerto Rico lo que destruye esas aspiraciones (como pensaba Pedreira con sus
ideas del determinismo biológico y ambiental). El antagonista del imaginario
es, en esta ocasión, el mundo semiósico de la tardomodernidad que crea nuevos
territorios de acción.
Igualmente podemos afirmar que Luis Rafael
es un escritor todavía moderno, por cuanto no muestra el suficiente
distanciamiento irónico ante las fuerzas semiúrgicas y artificiales que dominan
la cultura. No es un escritor (ni tendría por qué serlo) rizomático ni
heterogéneo, como lo proponen Deleuze y Guatarri.
Detrás de su discurso, en el otro escenario desde el cual mira, hay anclaje en
la conciencia de una familia donde la madre y el padre puedan proteger al hijo,
en donde pueda haber justicia y esperanza en el sentido moderno. Subrepticiamente
nuestro escritor quisiera ampararse en el árbol de la sabiduría, metáfora esta
que ha dirigido el saber de occidente. No obstante, Sánchez ya advierte que no
existe o no es posible un sujeto trascendental y libre, una cultura universal
en el sentido moderno. No es posible la novela tradicional en el mundo ya
cercano a las post-culturas cyborg.
"Conforme las palabras de libertad y realización son pronunciadas por los líderes de las campañas y los políticos, en las pantallas de la televisión, los radios y los escenarios, se convierten en sonidos sin sentido que lo adquieren solo dentro del contexto de la propaganda y los negocios, la disciplina y el descanso. Esta asimilación de lo ideal con la realidad prueba hasta qué punto ha sido sobrepasado el ideal. Ha sido rebajado desde el sublimado campo del alma, el espíritu o el hombre interior, hasta los problemas y términos operacionales. Estos son los elementos progresivos de la cultura de masas. La persversión señala el hecho de que la sociedad industrial avanzada se enfrenta a la posibilidad de una materialización de los ideales. Las capacidades de esta sociedad están reduciendo progresivamente el campo sublimado en el que la condición del hombre era representada, idealizada y denunciada. La alta cultura se hace parte de la cultura material. En esta transformación, pierde gran parte de su verdad" (Herbert Marcuse, El hombre unidimensional. 87-88).