El Imperio de los pájaros
de Abdiel Echevarría Cabán.
de Abdiel Echevarría Cabán.
Presentación: Librería Mágica,
8 de septiembre de 2011.
Abdiel Echevarría Pagán
Por: Luis Felipe Díaz.
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico
Recinto de Río
Piedras
En
El imperio de los pájaros (libro de
poemas de 2011) se imponen inicialmente dos significantes de perfiles cronotópicos ya comunes, pero que en este libro no dejan de ser desafiantes, de tonalidades y niveles diversos, irónicos e intrigantes. Primeramente nos encontramos el
poderío del ave que se remonta a los lugares ya propios del Ave Fénix y su irónica
subida en la obtención, después de todo, de la inevitable caída; y todo para un
nuevo resurgir o comienzo. Emerger de las cenizas del “otro” que provoca precisamente la caída. Se trata del
lugar común del poeta en alta búsqueda de la poesía misma, tal y como los
vanguardistas, pero que en este poemario el acto y el deseo mismos se convierten
en proceder sumamente lúdicos y de imaginería y posturas postmodernas no tan visitadas por otros poetas. Ya los
primeros epígrafes del libro nos conducen a esos espacios de irónicas conductas
en que Julia de Burgos lanza un grito al viento, con una fuerza que se
contrarresta en la cortedad de la fuga que ella misma presagia; Kattia Chico, nos
salva con sangre contaminada —dice el propio poeta—; y Spivak, no se siente lo
suficientemente poderosa en la academia, mas sin embargo, rompe las reglas del
discurso de la institución misma ( ¡y cómo lo ha logrado!). La entrada del poeta ya de por sí nos avisa, con sus propios epígrafes, de su capacidad de juego y parodia (seria) con sus caudalosos signos y su rizomática poesía.
Ya desde un principio se denota el anhelar mantenerse dueño de sí mismo cuando
es el “otro” deseado quien lo impulsa e impide a la vez, quien lo convierte en pájaro y su
paradójico e (in)explicable vuelo (juego) que presagia su hermosa y esperada caída. Obtener significaciones "otreicas" (propias) de lo que ya pertence al gran discurso del Otro es de por sí un gran desafío y una tremenda transgresión. Para ello el poeta cuenta con algún lector que diga "presente", pero más con los futuros seguidores que le auguro a Abdiel.
En el índice mismo el poeta nos advierte de un viaje que anuncia el retorno de
los pájaros que, mientras buscan las temporalidades de la eternidad se encuentran
solo la frontera que por el contrario muestra el diminuto y material cuerpo en su
cortedad y finitud. La pugna de los opuestos se hace inmediatamente patente y
la lucha-entrega del poeta al juego-vuelo de los signos. Pero después de todo
se presenta con terquedad e insistencia paradójica el vuelo del poeta a las
zonas altas, pero del ozono, y que fluctúan y viajan con la guía del hablante lírico
(del poeta) que como buen trans-vanguardista postmoderno se muestra en curioso
control del su propio vuelo discursivo, posible e imposible a la vez. Quizás
por ello se revela cierto refreno en su discurso, inicialmente como caminante de
las calles de Nueva York, usando la falda, no ya como acto revolucionario (dice
la voz lírica misma) y con el encuentro de las estrellas en el pecho. (Son
simples pero inventivas analogías que le confieren un singular atractivo a los
poemas). Desde la altura desciende, la trascendencia a que aspira el verso
mismo, y que no puede evitar la caída (como el ave Fénix). Es decir, finalmente
el poeta alcanza fundir el más allá y el más acá, la trascendencia del deseo
fugaz y la inmanencia de la caída en un mundo que parece apocalípticamente consumirse
en sí mismo. Así resulta el inicio del poetizar y así será el final del
poemario. ¡Apocalíptico! Todo muy al gusto del lector (post)moderno en su deseo de obtener lo inalcanzable pero con sentido lúdico y casi pastiche de lo sabido, mas con deseo de superarlo.
El
viaje es un lugar común y tal vez muy tradicional, y manejado por muchos poetas
modernos y postmodernos, pero no en el modo de acometerlo el escritor nuestro
(Abdiel); en el modo de interpelar el lenguaje y la imagen que nos comunican
una historia de deseos múltiples, rizomáticos; a veces con detenimiento, en
ocasiones con velocidad y desenfreno. No veo, sin embargo, en este poemario la
locura postmoderna que el proceso implicaría en el recorrido del imaginario
desenfrenado, paródico o virtual, sino un paradójico y desesperado sosiego, un detente que en ocasiones confiere al poemario una singular belleza, (in)tranquilidad, consciencia de originalidad-continuidad en el remontarse a la metáfora de la
trayectoria y el viajar mismo en su (im)posibilidad. Se trata del viajar
convencional, pero más del viaje, del emigrar en el lenguaje, en el verso, en el
poema, en el encuentro del discurso (post)poético apropiado y humanamente digno y
franco. Pájaro humanamente bestial y tierno.
Por supuesto que el poeta se las juega con el mito. El mito clásico y su impostura postmoderna. Al
principio fue el sonido, el trueno que retorna a la Quinta Avenida a retomar
otras alas (tal vez en la megatienda Macys) que viajan al caribe-sur del cuerpo
y la sexualidad pero con el impacto del trueno. En ese Caribe, de su volcán irrupciona
la mujer que luego de pasar por el poder de Ochún lo convierte en ave queer capaz de permitirle ponerse en
contacto con la poética que les dictan los Orishas
y de proponerle un imperio (es decir, el mandato de repetir lo mismo, pero
encontrar posiblemente lo distinto y la diferencia en la repetición). Se trata
de los espacios de fuerzas y fugas del Ochún imperial del ars poética queer, el Manifiesto en el cual se retiene lo femenino
pero se encuentra la palabra del vértigo de los hombres, en decir del poeta
mismo. El poemario en ese sentido goza de una rica gama de campos de
significaciones y mitologías ascendente-descendentemente manejadas que resultan
innovadoras y muy del agrado de los lectores-poetas contemporáneos. Los poetas a veces se hablan a sí mismos y a la Poesía.
Pero
es desde lo alto, desde arriba, donde el poeta observa la palpitación de los
precipicios. Y se escapa más poderoso como pájaro, al imperio de las intertextualidades
del Aleph, a las mezquitas, al imperio de Alá, a los pergaminos, el descanso de
séptimo día, a la luz, al sendero doliente crístico, al diablo del algo de
azufre y la reina que carga la espada a su lado. De esa manera el poeta logra traspasar el
avatar de la sangre, las gotas, la espuma que rueda por las paredes como si se
tratara de haberse alcanzado el misterio de la liquidez del semen. (Para el que
luego lea: verá que aquí persigo los mismos lugares comunes, metáforas y
manejos semánticos del hablante lírico (del poeta) del texto mismo). Pero aún así
queda en el hablante lírico el deseo de pasos hacia el retorno de lo
desconocido, a los cuentos de Shahnama, al inicio de la sangre. (La voz lírica
maneja hábilmente estas metonimias y sus fugas semánticas). Y ello lo conducirá
una vez más al encuentro de una mujer que en el fondo resulta hombre, bestia
herbolaria saciada de enigmas, de los bordes, de la frontera donde todo se
confunde pero manteniendo la existencia en una apertura a lo desconocido y
extraño. Tal parece que siempre hay una fisura en el encuentro que le advierte
al poeta los inicios y los finales en la casi paradójica y lamentable
combinación y encuentro: lo maternal y patriarcal, la vida y la muerte, el Eros
y Tanatos, el deseo y la ausencia del mismo en insatisfacción. Mas no creo —como parece que
infiero— que el poeta sea el lacaniano
del “hueco de la nada” (le manque a etre),
sin la nada y solo el vacío del ave en su caída. Es más bien un nietzscheano
del eterno retorno, del que desea regresar aunque sea a lo mismo, pero con la
esperanza de que se exprese y se
articule la diferencia. Es un poeta del deseo del deseo que no se "sabe" tal. Ahora sí a Lacan, pero con algo de ayuda de Rene Girard y Levi-Stauss.
Y
en el volar, ¿por qué no encontrarse con la mitología griega y sus seres que doblegan
el tiempo y brindan la sangre aún caliente que corre por las manos? ¿Y por qué
no viajar luego con Dante a la selva del Queztsalcoatl, la serpiente emplumada
en búsqueda de la Beatriz desnuda, la angelicatta
del olvido, y encontrase con el código indescifrable de América, la clave Morse
del signo que avisa que el viaje implica además el sonido del silencio, el sonar
de la voz divina que cree poseer el poeta con el viento de sus alas? Y de esos
viajes por espacios mitológicos y de significantes e intertextualidades retornan
los pájaros, con las palabras de los imperios del saber lírico y del vuelo de
los signos, con las tumbas de los patriarcas, con el encuentro de un nuevo
siglo y el pergamino, como su poemario mismo, que se salva de las cenizas esta
noche con nuestra lectura y con las de sus futuros lectores… ¡Eso espero! No
son muchos, sin embargo, los lectores que actualmente posee el País para este
tipo de poesía. Pero ese en general ha sido lo que les espera a los
cultivadores de la metáfora. De ellos depende nuestro sentido en la existencia,
en ese “vuelo” que se repite aunque no se prevea la continuidad del tiempo.
Mas
adelante: emerge la temporalidad ciega pero llena de ojos, la insoportable
levedad del ser que es a la larga como un artefacto interruptor; el deseo que
se encuentra en un “otro” que solo obtiene su mortandad entre las piernas deseantes
del poeta (¡así nos dice!). Pero pese a ello, ahí se percata este ave del
lenguaje de que dormir con un hombre es lo más cercano a Dios, es la plegaria
que clama por el arder de la fogata del “otro”, como David abrazado al pecho de
Jonatán, el evangelio del Señor reescrito en la cintura con la lengua del “otro”,
el juego en la plegaria, el reclamo otreico que a la larga trae el silencio
tras el acto imperial del errante lírico en su vuelo-sueño discursivo; el sueño
de Dios en su propia sangre, en su vivencia. Y así se reconoce una vez más que
el libro sagrado es un misterio impenetrable como el volar poético mismo. En
ese sentido la poesía quiere entonces seguir siendo el libro sagrado de nuestra
cultura. La primera y la última palabra en su ascenso y en su descender. No se
le teme entonces a la caída, al precipicio que puede augurar el fin.
En
este momento poético el hablante se torna modernista (y nada rubendariano sino
vanguardista) y clama por el nombre de las cosas, la inteligencia del sentido, el signo
exacto, como los poetas que le preceden en estos reclamos (Juan Ramón
Jiménez, César Vallejo, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, por ejemplo). Pero ya sabe que todo lo
proporciona la pasión del impulso (pulsión) del imperio de los pájaros en su peregrinar
(como el poeta mismo con su errante lenguaje). Y por qué no cruzarse una vez más
con la lírica mística, la más cercana y testimonial del deseo insondable del
cuerpo, como lo haría San Juan, Santa Teresa. Mas ahí también se obtiene una
vez más, de manera paradójica, la miseria del polvo, el hueco de la nada y la
muerte. Pero para el poeta, siempre puede ser que retorne la azucena (ese
significante de la blancura suprema, de la mística del olor en pleno vuelo), ese
significante del aroma trascendente entre el deseo del deseo y el deseo que se
consuma en el otro de la carne, pero con olor como recurso del saberse Ser deseante (en el
Eros). ¿Y qué le queda al poeta después de todo?: el tiempo, el polvo, las
angustias, la sangre de la corporeidad violada pero con ansias de existir, de
ser en el devenir de la finitud y el instante, la cópula del tiempo: la poesía
misma en su finitud y deseo de infinitud. Como los Románticos... ¡curioso! De ahí que una vez más seguimos al hablante
en la búsqueda de la Jerusalén perdida; pero en esta oportunidad con el
encuentro del deseado Grial que no requiere ser descifrado; es también el
encuentro del lenguaje, del signo que brota sin necesidad autoritaria de
reclamarle sentido a la otredad que tal vez nunca se alcanza. En esta ocasión
el poeta aprende a comulgar con la noche, donde dos soledades se unen y solo
obtienen una deuda, como la que se escucha en los boleros de tanta nocturnidad.
En este sentido el poemario establece un diálogo con las metáforas clásicas y
las postmodernas en su sentido más cotidiano de la actividad tal vez de
cualquier sujeto. De ahí que para ser distinto se encumbre en el ámbito del
mito, del anhelo salvador, de la necesidad y demanda del despliegue como
metáfora de retener el significante de la Libertad en su sentido más
pragmático, del ahora que nos corresponde en la responsabilidad del lenguaje y
de su maniobrar del vuelo. El viajante siempre regresa en su poesía del despegue inicial que le
impone el género mismo en su vuelo.
Y
finalmente (seguimos las imágenes del poeta), el Ozono de la tierra y la furia
que dibuja voluntades sin amo, como en decir del poeta Elidio La Torre Lagares. Y
luego de tanto viajar, se pregunta el hablante: cómo se explica un suelo sin
fronteras, tanto canto, el apocalipsis de las torres caídas, una ciudad
rotulada con pasquines, la historia asesina en serie. El Ave Fénix renace esta
vez pero con las alas encendidas, con el vacío de dios, el charco de sangre, el
ozono de la tierra cual metonimia del final envenenado del vuelo. Y todo quizás
para provocarnos una nueva alzada, un nuevo comenzar, para no morirnos de
silencio, dice el poeta en un final que paradójica e inevitablemente es deseo
de principio, de lo primigenio e inicial. Pero qué bueno que es un poeta, porque los críticos como yo nos morimos nada
más que del susto de encontrarnos en estos vuelos. ¡Y que raro que lo diga un trans-género como yo que cree poder volar a otro espacio del ser y del cuerpo!
Propongo,
pues: callemos todos un rato y escuchemos a la poesía; y hablemos con mayor
reflexión luego, en estos tiempos tan difíciles y entrópicos (ozónicos) que
presagia Abdiel. Mis felicitaciones por tan hermoso libro e invitarme a
remontarme en esta noche de vuelos aquí en el frenesí de tantos textos en Mágica.
Lizza Fernanda (Luis Felipe Diaz)
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