martes, 4 de diciembre de 2012

Niebla de Miguel de Unamuno


Niebla de Miguel de Unamuno:
De la repetición y la muerte, al metatexto y la Modernidad

Luis Felipe Díaz.
Literatura Española 3212
Universidad de Puerto Rico
Notas y charlas de la clase
© Derechos Reservados



Don Miguel de Unamuno y Jugo


Niebla (1914) es una de las novelas más impresionantes de principios del siglo XX, escrita por Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936). Se compone de 33 capítulos, un prólogo de Víctor Goti (personaje que también está escribiendo una “nivola”, y que es la novela que el narrador mismo parece estar exponiendo) y un Post-prólogo de Unamuno. Nos ofrece, además, un doble epílogo final, el importante capítulo XXXIII y “Oración fúnebre a modo de epílogo”. Los monólogos corresponden al protagonista, Augusto Pérez, así como los "monodiálogos" que mantiene con su perro Orfeo, y las conversaciones sostenidas con el resto de los personajes que componen el argumento total (la mímesis) de la obra. El narrador es omnisciente, nos presenta el estado de consciencia del personaje, y relata a lo largo de la novela, casi de modo lineal. Para finales de la obra se convierte en un nuevo narrador (el autor implícito representado) al interrumpir su exposición de la historia contada. De narrador omnisciente pasa a ser narrador-personaje (y se identifica como autor). También vemos cómo de narrador extradiegético pasa a narrador intradiegético que cuenta no solo lo acontecido a su personaje sino lo que anima al autor como orquestador de una novela en la cual es creador y personaje a la vez. Se trata de llevar el Ser del personaje a su mayor alcance y encontrar un todo en el texto, abordando la repetición espejística de (el ser) lo mismo, tanto dentro como fuera del texto. En su espejo la novela se ve a sí misma como novela. El personaje termina viéndose como personaje, el autor como autor, la novela como nivola (simulacro de una novela). Los microniveles de la obra se encuentran con lo macroniveles de manera espejística y suelen repetirse al parecer sin cesar para verse en su propio repetir. Se trata de la metáfora de vivir y verse viviendo como en un espejo, y de morir y contemplarse muriendo, para saberse, tal vez, ficción. Desde Quijote no se había presentado en la literatura española una novela tan meta-discursiva. Ya en el siglo XX, el teórico Roland Barthes considera que un autor se convierte en un creador de papel, que no es el originador de las fábulas, sino que son éstas las que implican su entierro, su muerte ("De la obra al texto" (Barcelona: Tesquets, 1974: 77-81).

     La obra se va adentrando en una densa niebla de recursos escriturales que Unamuno despliega dentro del texto de una inaugural y diestra manera, imprevista en la trayectoria literaria de su País (y en la Europa de la época). Todo lo realiza principalmente para romper con las prácticas de la novela realista decimonona y perturbar a los lectores simplistas de la España aburguesada de la época, ya absorbida por la maquinación repetitiva de la cultura capitalista de la Restauración. No le interesan tanto las concepciones tradicionales que podrían esperar los lectores en general con sus narrativas realistas a lo siglo XIX. Mas bien persigue los criterios modernistas de la nueva mentalidad de los escritores de la Generación del 98, con unas demandas complejas, muy ex-céntricas y casi vanguardistas. Aborda lo que se concibe como la meta-consciencia de la recepción del texto como signo (la pragmática literaria entra en juego de una manera más consciente y demanda un nuevo lector consciente de que el texto, es juego, lenguaje). Cobra relevancia así el reconocimiento de la repetición del leer un texto como metáfora de la existencia y su mismidad temporal (como en La vida es sueño). Leer una obra significa leerse a sí mismo como texto en una continua búsqueda metafórica de la existencia; escribir una obra significa en similar medida, perseguir la repetición de la existencia para desafiarla mediante el arte (que es creación y destrucción agónica a la vez). Se trata del querer contemplarse en un espejo en que se ve el sujeto mismo viéndose en un (otro o similar y repetitivo) espejo. La única manera de eliminar la repetición se daría destruyendo el artefacto de representación inicial: la tachadura de la novela y del sujeto mismo (el centro, lo logocéntrico). Pero no se logra evitar que se amplíe la mirada en que el sujeto ve el reflejo en el espejo (que tal vez representa a un sujeto mirándose en su actividad de percibir el reflejo en el espejo mismo: pura repetición). Un sujeto mirando a otro que mira a otro; o un sujeto mirando a otro que escribe lo mismo que él escribe; o tal vez un sujeto soñando a quien sueña; o tal vez un crítico que no puede verse (como Augusto) en su crítica al mundo y al texto (que es representación repetitiva). Se trata de un narcisismo que se repite, que expone el juego de espejos ante espejos y la pulsión de romper con el proceso (la muerte).
     El personaje desea vivir a pesar de tantos obstáculos para tal (que lo llevan a desear subconscientemente la muerte); su autor también desea existir (de una manera más duradera) y lo logra eliminando a su personaje y ocupando la posición de éste dentro de lo narrado (¡como un impostor paranoico y vampiro que pretende con ello eludir su fin!). Habrá entonces de relatar cómo está narrando y los que vivimos sin narrarnos (parece decirnos el autor) habremos de vivir fuera del texto, mientras estamos siendo escritos en lo que leemos. ¡O nos escribe Dios o nos escribimos nosotros mismos! Unamuno prefiere escribirse a sí mismo como una mano que dibuja una mano o como un yo-soy-yo-y-mi-texto (en cuanto "circunstancia", como propone, de otra manera, José Ortega y Gasset). Se trata de una alegoría del ser escritor como un pequeño Dios que dentro de la obra entiende que debe crearse a sí mismo para alcanzar el más pleno existir que surge de la repetición impuesta, pero para ingresar en un nuevo ciclo de un repetir ineludible. Para ello debe eliminar a su personaje (su creación), tal vez lo que realiza Dios al asignarnos la muerte. El autor cree, así, emular a Dios en su escritura, en su creación. Desea repetir, en su novelar, un simulacro de la creación. Y paradójicamente, al hacerlo, rompe con el proceder repetitivo a que tenía la tradición realista acostumbrado al lector víctima de las duplicidad de lo mismo).
     La obra, en su argumento, sostiene un constante proceso de repeticiones[1], el cual termina en un sorpresivo (contingente) “detente” (al intervenir casi a finales de la obra el autor implícito). Sabemos que casi al culminar la obra el autor-narrador interrumpe la trama e interviene advirtiéndole al lector su presencia y planes (metalepsis). De esa manera el autor se propone irrumpir en el ir y venir (vigilia/sueño) del protagonista y crear consciencia súbita de la muerte que rompe con el horizonte de expectativas repetitivas del personaje, del autor y del novelar mismo. El discurso de la obra, en ese sentido, ofrece como mayor tópico la noción del tiempo, desde una óptica que supera el positivismo decimonono y su idea de progreso y avance lineal. Ya en el argumento de la novela, Unamuno ha presentado el tiempo vivido por Augusto, como evento agónico y de despojo; lo cual implica el ingreso en un nuevo concepto de la subjetividad y el lenguaje, en una nueva manera de conceptualizar la vida, la muerte y el novelar. Augusto fracasa en el amar al otro-mujer y entonces debe ocuparse en buscar el amor en él mismo, pero solo para enterarse que es un otro de alguien (del Unamuno escritor). Se diferencia, en tal sentido, de los personajes que esperarían los lectores comunes y aburguesados de la época. Y es que estamos ya en el siglo XX, y con la herencia de Federico Nietzsche, a quien solo conocían los integrantes intelectuales de la "República de las Letras" y no el burgués común que construía y guiaba (como máquina que repite y repite su móvil) la moderna ciudad industrial. Unamuno es pues el escritor modernista que desea separarse del conductor de la revolución industrial y sus maquinales repeticiones. No obstante, en la literatura se encontrará con equivalentes de esa repetición de otra industria similar (del lenguaje) que es la de la existencia misma.
     La novela consta de 33 capítulos estructurados en 5 partes dentro de un multi-perspectivismo. Primeramente el Prólogo de Víctor Goti y luego post-prólogo de Unamuno. De los capítulos 1 al 5 se muestran las iniciales transformaciones de Augusto Pérez. Persigue a una mujer (Eugenia) que lo inicia en el reconocimiento de su nebulosa existencia y le permite tomar cada vez mayor apego y conflictividad con su ser y el entorno, sobre todo mediante la persecución del amor. Se trata de un clisé en una trama que Unamuno parodia un tanto. Desde el capítulo 6 al 30 se nos presentan los vaivenes de las cómicas y patéticas relaciones del protagonista con Eugenia y otros personajes. De los capítulos 31 al 33, ya en otra perspectiva narrativa, vemos que se trata de un ser ficticio a merced de su creador. Obtenemos esta vez la primera persona en la voz narrativa del hablante de Unamuno. Finalmente, luego del encuentro y choque entre Augusto y su autor (dios), se nos ofrece la oración fúnebre, a modo de epílogo del perro Orfeo (metáfora de la búsqueda del alma perdida —la otredad espectral— del amo). También advertimos cómo ciertos episodios que protagoniza Augusto alternan con otros, ajenos a la acción central (como los (dis)continuos episodios en el Quijote). Se trata de los problemas de paternidad de Víctor, la visita al erudito Antolín S. Paparrigópulos (caricatura del positivismo) y experto en psicología femenina, la folletinesca vida matrimonial de don Eloíno (cap. 27) y de don Antonio (cap. 21), y la aparición de don Avito Carrascal, personaje de otra de las novelas de Unamuno (Amor y pedagogía, 1902).[2] Todas estas partes están relacionadas metonímicamente con el tópico principal de la obra y la problemática de Augusto (la búsqueda de un Eros que aleje del trágico (repetitivo) sentimiento del vivir-morir).
       Para el crítico Mario J. Valdés, Niebla “es un juego de espejos, un laberinto de apariencias y simulacro”, en el que se puede hablar de la existencia de cinco círculos concéntricos en el referido laberinto. Dichos círculos serían los siguientes: (1) la realidad textual de quien escribe (consta del prólogo y post-prólogo); (2) la realidad textual del protagonista en la narrativa (comprende del capítulo I al VII); (3) la realidad textual de los personajes como entes de ficción (engloba los capítulos VIII a XXX); (4) la realidad textual del protagonista ante el que escribe (abarca de los capítulos XXXI al XXXIII); la realidad textual del protagonista y el que escribe ante el lector (constituido por el epílogo, 5). ("Introducción" a la edición de Niebla, Madrid: Cátedra, 1987). La novela se acerca a la noción que anuncia Valdés, en cuanto simulacro, en lo virtual de la novela como género ficticio. Se trata de algo similar al sueño humano como imagen en la cual se acogen significaciones de imposturas vivenciales que se repiten hasta su desgaste. Surge el encuentro de la consciencia de muerte, casi en el momento mismo de cobrar sentido profundo (vigilia inicial y trágica) del existir, del devenir, pero ya cerca de morir, del final de la obra vivencial (y también ficticia). Es el fin de una repetición que se repite. La paradoja está en juego, pero no se debe mirar atrás, porque la amada desaparece sin que Orfeo pueda hacer nada. Tanto esfuerzo puede terminar en nada o en repetir todo una vez más. El comienzo y el final se encuentran en un círculo.
     La obra comienza con un joven de posición aburguesada llamado Augusto Pérez (de nombre clásico y apellido común), que al salir de su casa, con el paraguas bajo el brazo, saca la mano en actitud augusta, para sentir si llueve. Se trata de una señal del deseo de iniciación sexual-textual, pues la obra comienza sin saber si se abrirá al lector, por inseguridad frente a la vida en lo concerniente al camino que habrá de seguir el personaje y ante las posibilidades textuales abiertas (o cerradas) al autor (implícito). Se inician aquí la apertura a las repeticiones que irán ampliando posteriormente, a la transformación y desgaste del acto, para así comenzar una nueva estructura, o un desacostumbrado inicio (o tal vez la repetición de lo mismo). Sólo la muerte detendrá la repetición, a la vez que es ella misma una repetición (idea esta ya más tendente a lo freudiano, y que nos llevaría a G. Deleuze y a P. Ricoeur). 
     Unamuno ve la muerte (lo cerrado del paraguas; el no saberse) primeramente como acto que fulmina al individuo en su sentido real, y luego como metáfora del final de un sentido e inicio (repetición) de otro (lo abierto, el saberse para la muerte). Hoy día, contrario a la conciencia unamuniana, entendemos que tras la muerte se encuentra una semiótica posible, un espectro de significado (del sujeto como signo para la muerte que ven los otros, los vivos). A menos que tras la muerte se encuentre lo fantasmal. A finales de la obra el espectro de Augusto, en un sueño, se le presenta al autor para refutarlo en el intento de repetición (pues el autor pretende resucitarlo, abrirlo a la existencia una vez más). Hay goce[3] en Unamuno, en esto, al sentirse en control de la muerte del otro (como cree que lo realiza Dios ante él). A la misma vez expresa el dominio que ejerce ante el texto y el lector y ante él mismo como autor “incapaz” de crear una novela burguesa, como era esperada y entendida regularmente. Se trata de una "nivola" que provoca gran goce en el autor y en el lector que lo antiende y entiende la parodia existencial y textual. Por eso se detiene en este aspecto infra-realista de abrir o cerrar un paraguas, de vivir o morir, de escribir o callar.
     A principios de la novela, al salir Augusto, no sabe si es deseable un paraguas (texto) abierto o cerrado (se abre, ante todo, la inseguridad del autor mismo al desconocer cómo abrirse paso ante la “niebla” escritural que le espera). Se debe tener presente que lo que podría ocurrirle al personaje en el argumento, en la mímesis, le acontece al autor (implícito) en la diégesis, en el nivel formal del discurso, en la construcción estructural de la obra. De esto Unamuno es plenamente consciente y por ello rompe con la novela tradicional de hasta entonces y se acerca a las mejores y diferentes piezas europeas de la época moderna de principios del siglo XX. Es un adiós a Benito Pérez Galdós, el gran novelista del realismo mimético y "garbancero" de fines del siglo XIX. Si bien don Benito atendió en sus novelas la inmersión del sujeto en una modernidad citadina con sus nuevas demandas, don Miguel lo realiza de una manera distinta y de mayor complejidad conceptual (aunque debemos entender que don Benito hizo sus intentos). En Niebla se expresa este aspecto bajo la noción alegórica del sujeto despojado del estado natural de inocencia (como Adán) y lanzado a la ciudad (el infierno terrenal)[4] con sus malicias y nuevas imposiciones repetitivas, y casi cómicas. Y debe, por supuesto, buscar y perseguir su Eva para afrontar la repetición de lo mismo y encontrar la “otredad” que es él mismo en su soledad (de ahí el onanismo y la casi señal de homosexualidad). Y tras que Augusto habrá de enfrentarse a las exigencias de una nueva repetición (casándose), y superarse dentro de la cultura de masas, debe prepararse para detener la repetición vivencial mediante el abyecto y acto final de morir (de detener la repetición). No es aceptado ni por la mujer (Eros) ni por su autor (Dios); solo la muerte habrá de recibirlo (Hades?). Se trata de una nueva abyección que emerge en la nueva modernidad (y su nueva novela) y que advierte del último estadio en la consciencia del devenir. Por esa razón la obra inicia la filosofía existencialista, que luego será ampliada por Jean-Paul Sartre (1905-1980).
     Augusto vive en compañía de sus dos fieles sirvientes, quienes no parecen entenderlo del todo (quizás como los lectores de la época tampoco). Están frente a un personaje tan extraño y fuera de lo familiar y convencional. Su madre ha muerto hace dos años y es el único heredero de una considerable fortuna (el autor también parece haber leído bastante y es heredero de un “capital cultural” abrumador). Su padre también ha fallecido y Augusto no posee buenos recuerdos del mismo (se revela un gran complejo de Edipo, que será ambiguo al final con el triunfo del Padre y autor). Esto, no obstante depende de la interpretación, pues al final puede haber vencido el hijo rebelde. De todas formas, Augusto, como Segismundo, debe aceptar la Ley del Padre (el Otro) que con-forma al sujeto luego de haberse reconocido a sí mismo, en vano. Tanto Augusto como Segismundo terminan sin el verdadero objeto del deseo (en cuanto a la mujer). Tal vez lo que importa es la repetición del proceso porque al final lo que se encuentra es "la falta", la muerte (el no-lenguaje). Y todo por haber mirado atrás (como Orfeo) a mirar el objeto del deseo.
     Si bien Augusto es producto de la repetición reproductiva y familiar, no parece seguro o apto para continuarla. Posee una masculinidad muy insegura y en ello rompe inadvertidamente Unamuno con el falogocentrismo tradicional (si atendemos a Kristeva). Pero la muerte misma se convierte en una repetición ineludible y absorbe todo. Sólo el lenguaje parece ser la sustancia de sobrevivencia (además de la procreación de un hijo, que Augusto no logra pero Goti sí). Se impone así la heteronormatividad como uno de los pilares sin el cual no tendría sentido el resto del existir. La mujer se presenta como objeto que debe ser perseguido y conquistado para conseguir la repetición convencional y necesaria en la existencia. En un contexto más contemporáneo y postmoderno si Augusto persiguiera a un hombre, tal vez no estaría sumergido en tanta niebla. La niebla, la muerte, lo femenino... son una amenaza, una paranoia masculina a la incertidumbre y ambigüedad. Nuestra cultura y teoría postmodernas atiende esto aspectos sin tanta ansiedad andro-heteronormativa. No obstante, nuestra mirada cultural es desde un estado que ha traspasado la etapa de industrialización moderna que se inicia precisamente en el mundo que hereda Augusto (y Unamuno). En La última niebla (1936) de María Luisa Bombal, novela existencial, se acepta la niebla y se le incorpora como muerte que puede llevar a un sentido existencial más auténtico.
     Pero el personaje parece haberse quedado en el Imaginario de felicidad materna y se resiste a ingresar en el orden Simbólico o el Complejo de Edipo de la demanda del Padre (en el sentido simbólico cultural)[5] que se continúa en la moderna y aburrida ciudad que ha legado el patriarcado. De ahí su dificultad para orientarse en el mundo, en lo primordial heteronormativo y de la agresión igualmente masculinizante. (Es en parte la metáfora del juego del masculino ajedrez, como vemos en la obra.). Y cuando Augusto se define finalmente, al encontrar su ulterior padre simbólico, el autor mismo, su dios lo elimina como simple y aburrido ente de ficción que es. Contrario al Quijote como personaje, Augusto termina sabiéndose parte de la inventiva de un creador asesino (homicida-suicida) y aburrido, tal vez hastiado de una existencia parecida a la del protagonista mismo. En ese sentido, la obra de Unamuno concibe una modernidad metatextual no existente en los tiempos de Cervantes, o por lo menos no de una manera tan explícita y de indagaciones diegético-filosóficas más complejas. De aquí que Quijote sospeche solo de “sabios encantadores” y no de Cervantes, su ulterior autor, quien lo somete constantemente a trampas ficticias (como también se las hace al “desprevenido lector”, que fueron a lo largo de siglos, muchos). Ya la Generación del 98 entiende cómo atender estos aspectos de otras maneras más obvias y llevarlas al texto (como lo realizan, también, Azorín y Valle Inclán, por ejemplo). Ortega y Gasset, en lo teórico, parece similarmente atento a este aspecto diegético (en “La deshumanización del arte” (1925). Niebla es señal de que la literatura española ha ingresado en una Edad de Plata que como en los Siglos de Oro es consciente de sí misma en su plenitud ruinosa. De aquí que, muchos de estos escritores dialogaran con la literatura misma, y no tuviesen tanto en mente el inculto y simplista lector de la época, y en esto se debe atender muy especialmente al erudito Unamuno.
     Augusto se pasa parte de la vida en el Casino (como buenos señoritos de la época burguesa, aburridos repetidores de lo mismo), en compañía de su arrogante (como Unamuno) amigo Víctor Goti, quien es el prologuista de la novela y también escribe una “nivola” que remite a la que está atendiendo el receptor de la obra (la repetición dentro de la repetición). Al principio de la nivola, Augusto sostiene (repite) amplios e intensos monólogos consigo mismo, y luego los aumenta, teniendo un perro como receptor, y consigo mismo, y más adelante con sus amigos. Finalmente problematiza su vida y logra dominar diálogos muy poderosos y contundentes incluso frente a su creador, Unamuno. Ya, por su parte, este autor sabe más claramente qué se ha propuesto escribir y sabrá cómo disputar con su personaje (a la larga consigo mismo) para representar sus ideas filosóficas y estéticas. El autor ha traído el personaje a su nivel de alto entendimiento, su espacio de la escritura, a su “casa” (nivola) consultorio “médico” y de psicólogo. Se infiltra así en la novela, como un personaje (impostor) más e ingresa en la ambigüedad del signo (detiene la repetición y crea un signo nuevo y sorpresivo para el novelar del siglo XX). Queda así articulado un inaugural paradigma en la semiosis de convertirse el autor en un ente de ficción (en lo virtual, la repetición) que tal vez tenga más sentido que la entidad real que fue Unamuno y que murió varias décadas después (1936). Unamuno sabe que la nivola lo convertirá en signo, en algo virtual más duradero que la carne (la muerte). Diría: "Augusto Pérez soy yo".
     Se trata después de todo de representar la capacidad ontológica (filosófica) del sujeto en cuanto pasar por ciertas etapas de aprendizaje hasta alcanzar estadios superiores de comunicación y entendimiento que lo llevarán a conocerse mejor a sí mismo y confrontar su propio y ulterior saber, el de su muerte (su otro). El autor también ha podido verse en el espejo de su propia nivola y quiere explorar qué le ocurrirá dentro de ella (y quisiera imaginar qué pensarán los lectores después de su muerte, de su nivolesca “trigedia”). Desea romper con la identidad de la vida real y explorar lo que ocurre dentro del espejo (otro tipo de repetición virtual, de mismedad en lo “otro” ficcional, con la copia, lo que semeja aquello que transcurre en la vida que se considera real). Si la vida no permite el amor, tampoco tiene sentido el lenguaje, la novela, y todo pierde significación. ¡Qué sentido tendría entonces la repetición en una existencia destinada a terminar! Para los existencialistas sería la memoria, el lenguaje y la responsabilidad en el presente con el “otro”[6] lo que salva del desvanecimiento total y la inutilidad de vivir. Todavía la novelística no quiere aceptar el precepto heideggeriano o sartreano de ser-para la muerte.
     Situaciones parecidas ante la vida y la muerte suelen sucederle a otros personajes que emergen en la novela dentro de pequeños relatos metonímicamente relacionados (que se repiten) en la obra en general, como ocurre con el Quijote o La vida es sueño. Son micro-relatos dentro de macro-relatos, cual copias de los de la vida fragmentaria misma. El autor de Niebla expone pequeños episodios dentro del gran relato que es la obra y la vida existencial. Esas pequeñas historias narradas en la novela se relacionan de manera indirecta con la nivola total de Unamuno (esto se ha estudiado en parte). Se trata del micronivel contemplando el macronivel, como ocurre en el argumento de la nivola. Es también cuestión del pequeño e incompleto sujeto intentando contemplar a Dios en grande. Esto lo elaborará Unamuno aún más en su novelita, San Manuel, bueno Mártir (1933).
     Una tarde, mientras se dirige al casino, Augusto se cruza con una hermosa joven, de unos ojos oscuros tan profundos como el abismo (ámbito de la diferencia de la mujer y del “otro” lejano, según la mentalidad machista del autor y de los lectores implícitos de la época, y de muchos actuales). Es el inalcanzable objeto del deseo, que se anhela y se rechaza a la vez (cosas de machos inseguros y paranoicos (en la “niebla”) con respecto a la mujer en cuanto a su diferencia). Al verla salir de un edificio, decide preguntar por su nombre y perseguirla (el impulso de la repetición) por el solo impulso de amar a alguien, de encontrar un Eros. En la cultura se entiende que no se puede existir sin Eros (que implica a Tanatos, a la muerte del personaje; la muerte del género novela y del lector también). Es una novela que como discurso ya no tolera anteriores estructuras de saber y deseo (remito a Marcuse, Barthes y Kristeva). La novela es más del qué-ocurrirá y no del qué-sucedió. De ahí la búsqueda de repeticiones, de lo que implica futuro, el devenir que forma el ser.
     Se entera luego Augusto de que Eugenia es una maestra de piano muy moderna en su pensar y de que está enamorada de un tal Mauricio, un sinvergüenza, según implica el narrador (ella no se parece en nada a Melibea, de La Celestina, con la cual la obra guarda cierta intertextualidad. Melibea, no obstante, no es tan ingenua e inocente como parece). La pianista Eugenia es huérfana, y vive con sus tíos. Augusto cree enamorarse de ella, pero en la primera visita se marcha muy perturbado al no ser correspondido. (Tal vez ella vive en una peor “niebla” que la de él, mucho más seria, menos paródica y de simple sobrevivencia). El proceder de Augusto sí resulta verdaderamente extraño y paródico. No obstante, se mantiene dispuesto a conquistar la joven, a luchar, a encontrarle sentido al eros que por impulso impone la pulsión de vida a todos los seres. Ella parece ofrecerle a Augusto, como mujer-eros, la razón de vivir; es el ser que proporciona y estimula la fuerza del deseo vital de la necesidad y la demanda. (Cosas machistas porque Augusto (quien parece más un “gay”) pudo mejor perseguir, como dije, a otro hombre. Pero no podemos negar que hay algo de entendimiento feminista hacia Eugenia como personaje, según la concibe el autor. Vemos una mentalidad moderna, de principios de siglo XX, mediante su comportamiento. Se trata de la mujer ya inmersa en la ciudad moderna, lo cual la dota de otro tipo de subjetividad menos obediente a las andronormas antiguas. No obstante, hay más referencialidad, menos juego e ironía literaria y filosófica en Eugenia, tal y como el autor la concibe. Los problemas complejos y profundos son reservados en general para los hombres. También se concibe que los hombres pueden ser “maricas”[7], pero no se abunda en ello pues la época no ha asimilado estas otredades genéricas. Eugenia a la larga se comporta más como una prostituta, para el narrador-autor (implícito) y no como un ser en su libertad de elegir. Su decisión final es resultante de la traición al hombre (a Augusto), según parece concebirse en la obra.
     Hoy día, a nivel amplio la obra no se escapa de ser machista y misógina. Se concibe a la mujer (quien es implicada en la repetición ficticia que hemos mencionado, pero de una manera distinta) como un ser frívolo y ambiguo en el amor (¿y porqué no serlo aunque se sea mujer (o gay)? En la novela se concibe a la mujer de una forma peculiar en cuanto enigma y “diferencia”, como ser de extrañeza social, lo cual proviene de ansiedades andro-heteronormativas del autor y de los valores dominantes de la época (es el temor al otro, a la muerte). El problema existencial y concreto es todavía, para la Generación de 98, relevante a los machos y no a las mujeres, a quienes excluye como un otro extraño). Esperemos a Carmen Laforet y su Nada (1942 (otra repetición feminista de Niebla?), aunque ésta no es una obra machista (pero bien hay otras obras feministas anteriores, con las cuales se podría contar para atender mejor este paradigma genérico).
     Augusto, por su parte, como representación del autor (implícito) revela una gran ansiedad en cuanto la expresión de su heterosexualidad; de no ser así sería un “marica” (lo que tal vez sería en la realidad nuestra un sujeto como él). El autor intuye que ese aspecto es parte de la nueva subjetividad moderna como un ambiguo “otro”. De ahí la noción de soledad de Augusto y su sentido de no pertenecer ni a sí mismo. Tal vez, de haber expresado su fascinación homoerótica por Víctor (permítaseme el vuelo transtextual), no sufriría de esa manera. Si bien Unamuno no lo entiende así, no es de negar de que se trata de un autor de consciencia excepcional que nos invita a atisbar estos tópicos (lo cual requeriría otro tipo de monografía y otro tipo de lenguaje y análisis).
     A principios de la obra, Augusto se dispone a escribir una carta; creía que había descubierto su amor por las mujeres, lo cual en él resulta más cerebral que realista (como en muchos homosexuales reprimidos). Pero, en los planes del autor se trata de una crítica al Eros de la metafísica occidental más dada a la idea que a la materia, al Eros sin referente material (lo que lleva finalmente a lo ulterior de la vida, a la muerte sorpresiva, al encuentro común del fin de la repetición). En esto la nivola de Unamuno se muestra más interesada en representar ideas filosóficas que en exponer escenarios realistas y verosímiles que capten la problemática de la realidad convencional de las situaciones comunes humanas. Se opone a las novelas del periodo anterior, al realismo crítico (periodo que tal y como lo podríamos entender hoy día no parece tan “realista”). Niebla no es una obra para el lector tradicional de Pérez Galdós, como ya dije. Aún actualmente muchos gustan más de las obras de este último, porque son más novelas que las de Unamuno, quien sabía que su texto era distinto. ¡Y para don Miguel, quien lo entendiera, pues bien… y quien no lo comprendiera, pues… al diablo!
     Augusto se la pasa pensando y monologando (repitiendo) hasta creer encontrar la forma de mostrarle su amor a Eugenia, pagándole su adeudada y repetitiva hipoteca. Ésta rechaza “enfurecida” su ayuda y le reprocha sus intenciones de comprar su amor. No deja de advertirle el estar enamorada y presta a casarse con otro hombre. Su novio Mauricio (puede reconocer el lector) es un galán sin oficio, un vago. (Unamuno ha creado un galán antiheroico como los que vemos hoy en las soap opera mejicanas o colombianas, por ejemplo). Eugenia suele reprocharle al vago galán las pocas ganas que muestra para trabajar, y lo amenaza con casarse con Augusto Pérez, de no dejarle otra alternativa. El autor, por su parte, expone al lector a un ser canalla y oportunista, sobre todo cuando le sugiere a Eugenia que acepte la propuesta de Augusto. Mas son limitadas las posibilidades literarias y miméticas de este personaje; como las que le sacaría, sin mayores problemas, Galdós. A Unamuno no le interesa, sin embargo, crear este tipo de narración mimética, como he señalado antes. Su mayor interés es la alegoría filosófica que ventila su protagonista y su proceder como personaje nivolista. Sin embargo, se divierte con personajes nada filosóficos como Mauricio.
     Tras consultar varias opiniones, Augusto decide buscar el amor en otras mujeres. Se enamora o cree enamorarse de todas ellas; de su planchadora, con la cual sostiene una relación ridícula. Eugenia decide casarse y le agradece finalmente a Augusto el pago de la hipoteca. Pero ella y Mauricio se escapan, el día antes de la boda. Eugenia le deja una triste carta a Augusto como muestra de una supuesta seriedad en el acto. Se trata en esta parte de una novela muy superficial y simplista, pero que Unamuno aprovecha para apoyar lo que será su densa historia venidera, de un Augusto filosófico y abismal; de una obra mucho más compleja y profunda de lo que parecía al principio. Como se indicó, sus obras no fueron miméticas (extraídas de representaciones de la vida común, como los realistas) sino diegéticas (inspiradas en manipulaciones textuales y filosófico-hermenéuticas). Fue escrita para lectores cultos.
       Después de sufrir sobre éste y otros asuntos, Augusto (ese es uno de los fines de la obra en sus repeticiones: el encuentro de la agonía existencial) se deprime por todo y decide suicidarse, pero antes quiere escuchar otra opinión; y tras consejos de Víctor (quien ya cree haberle encontrado sentido al Eros, para ocupar su existencia en la entrega a un “otro”, un hijo) se va a Salamanca. Allí reside Don Miguel de Unamuno (el supuesto autor real, que en la novela no deja de ser ficticio). Acude a consultarlo sobre el suicidio ya que el famoso filósofo había escrito un ensayo sobre tal asunto. Pero el Unamuno como personaje se niega rotundamente a entender y complacer a Augusto y le confiesa que es en “ente de ficción” que, además, no es quién para decidir sobre su destino porque él (Unamuno) es quien lo domina, es su amo y creador (como un fetiche monetario capitalista). Decide así eliminar a Augusto Pérez, antes que él mismo augustamente se quite la vida. Se trata de una paródica alegoría del posible encuentro entre el hombre (sujeto-objeto) y Dios (Sujeto supremo) y la rebeldía agónica (y cómica, de “trigedia”) del primero. Mas adelante en una novelita de Unamuno (San Manuel bueno, mártir) se dice que quien le vea la cara a Dios, se muere. Augusto le ha visto la cara a Unamuno, pero tal vez muere porque no se siente parte de un proyecto de vida, con un plan de un ser superior a quien seguir. (Dios ya no lo tiene dentro de sus planes, como no tiene tampoco al llamado “hombre”, luego de Nietzsche). El novelista no posee planes significativos para él por el momento (se cansó del argumento que llevaba su nivola). Algo similar le podría ocurrir a un ser humano de enterarse de que no es parte del Texto (libreto) del Dios de quien cree ser hijo predilecto. Se propone así que el sujeto no es tan importante como se cree, es un ser despojado y nada destinado a alcanzar una trascendencia luego de tanto esfuerzo insistente, repetitivo (como Sísifo). Más adelante, un filósofo existencialista como Jean-Paul Sartre (1905-1980) sostiene que el “hombre” debe crear sus propios planes de vida, responsablemente, tras la “muerte”; se debe vivir para el final tragi-cómico, sin esperanza alguna en encontrar un ser salvador. Otro filósofo alemán, un poco anterior, y un genial sinvergüenza y ciego ante la matanza de judíos realizada por los nazis, aportó mucho de estas ideas (Martin Heidegger).
     Al regresar a su hogar Augusto avisa a sus sirvientes que va a morir. Liduvina y Domingo creen que se ha vuelto loco, pero cuando Augusto se duerme ya no despierta. Solo el perro llamado Orfeo se lamenta de la muerte de su amo. Se expone en la novela la ironía de que el canino finalmente muera de amor por su amo de una manera en que ningún humano lo realizaría. Orfeo es un nombre de profundas significaciones clásicas, pertinentes a la cultura moderna. Unamuno era un experto en cultura clásica, sobre todo en griego y latín, y maneja sus significaciones profundas para la vida moderna de la España industrial de principios de siglo XX, que a pesar de todo no era tan adelantada. Algo se ha escrito sobre la cuestión órfica en esta nivola en que el llamado hombre es visto como un “otro” por el canino. Se trata del autor implícito mismo desdoblándose en varias entidades para ver la otredad y a sí mismo en su modo de representar(se) en la vida y la literatura agónica y mortífera. Orfeo es una extensión al otro lado extremo de Augusto y por ello que se entiendan tanto y que ambos mueran. Orfeo pasa a ser la otredad del protagonista pero ya desde la muerte.
     Pero véase que Augusto al final ha madurado y se revela contra su autor. Ha ingresado en la etapa espejística de verse a sí mismo con un “otro” y obtiene el estado paranoico y hostil en el reconocimiento de la verdad. ”¡Se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo”. Ni siquiera se le permitirá que se suicide, cosa que luego contradictoriamente no desea hacer. Impotente y abatido, Augusto se desquita dándose un gran atracón de comida (aspecto paródico éste, del autor que mezcla lo serio con lo burlesco; el autor también se ha dado tremendo banquete y atragantón con sus juegos en esta nivola de repeticiones tan agónico-cómicas). Al día siguiente Augusto amanece muerto junto a Orfeo, su perro fiel, quien entiende más de profundidades abismales, según vemos al final. Unamuno piensa resucitar al patético héroe de la novela, pero Augusto se le aparece en sueños y le pide que no lo haga (¿que cese el juego de repeticiones innecesarias de vivir, soñar y contar?).
     Las alegorías en las nociones de la vida y el sueño son amplias pero algo distintas a las de Calderón y su clásica obra La vida es sueño. La obra calderoniana es dogmática y reaccionaria (pertenece a la contrarreforma católica del siglo XVII) y la de Unamuno es una de las obras más progresistas y profundas del siglo XX. El concepto vida=sueño en la obra de Unamuno difiere de Calderón, contrario a lo que muchos críticos conservadores y reaccionarios creen. En Calderón hay cese de repetición (mediante el engaño pues Segismundo tiene otra concepción espejística del verse a sí mismo). Hay alcance final y trascendente en que hijo y padre “comulgan” feliz y autoritariamente y saben que se han equivocado en el verse autónomamente, en el estadio del reflejo moderno. En el espejismo pre-moderno resulta importante ver lo que se sabe que el Otro (el Estado Barroco, Dios) desea que se vea. Segismundo perdona a su padre, lo que significa que será salvado por Dios. Y mucho más, cuando obedece la Ley de Estado y se casa con Estrella, cuando en verdad ama a Rosaura. La visión de Unamuno no es de simples binarismos en lo religioso o teológico (al menos en lo trascendente). Aborda más bien lo existencial y meta-textual (es el repetir consciente de sí mismo y que se revierte sobre sí respetando la ley espejística del conocerse a sí mismo como mismidad y a la vez como otredad). Estamos ante la cultura moderna misma viéndose críticamente en su re-producción de un texto que destruye el concepto de autoría, algo que luego obtendremos teóricamente en el francés Roland Barthes (1915-1980), quien fusiona las cuestiones vida/goce/muerte/texto. ¡Dios no existe, pero el autor tampoco! Unamuno, por su parte, no acepta la muerte y desea trascender más allá de la Letra porque ésta a la larga también se borrará. Hay goce en el reconocimiento de todo este aspecto en cuanto "pulsión de muerte".
     Se relacionará la nivola, como dije, con el existencialismo que posteriormente gestionará el filósofo francés Sartre y la noción de que la existencia precede la esencia y de que el ser humano es un ente despojado, arrojado de una unidad o esencia, huérfano de dios (el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) tiene mucho que ver con estas ideas, repito). Unamuno se adelanta a todos ellos en estos aspectos profundamente metafóricos y hermenéuticos, pues existía en una España industrial muy rezagada, pero de escritores muy perspicaces, como los de la Generación del 98 y su consciencia de sí misma como grupo en el devenir, de su obra y de la alegoría de la España atrasada y moderna a la vez, en que convivían. No obstante, en ese contexto surge un personaje como Augusto, quien puede decir, contrario a Descartes: “Existo, luego pienso” (297). El estadio del espejo cambia pues el sujeto se ve en su identidad existencial (pero arrojada) primeramente (un otro). Mas bien Augusto debería decir: “Veo que existo, luego muero”; "Veo que repito, luego me anulo, muriendo".
Para Unamuno, el ser humano parece condenado a la vaguedad o ambigüedad de la “niebla”, ante la incapacidad de ver o entender su razón de ser en la existencia, en el aquí, en el ahora.  El autor, quien también morirá, menos en su fama (en el imaginario cultural), por haber escrito la obra, también pasa a ser un personaje algo limitado dentro del argumento de la novela. En este sentido el autor se autoparodia y se incluye con ironía (y los visualiza a ustedes los lectores con igual ironía, y más quizás a comentaristas como quien aquí escribe). Sólo otro escritor como Valle Inclán escribió obras tan complejas y paródicas (Luces de bohemia, 1920-24 y Tirano Banderas, 1925). Algo distinto a ellos será el filósofo ensayista José Ortega y Gasset (1883-1955), quien defiende un racionalismo vitalista menos pesimista y nihilista (no tan dado a los juegos) y por eso es preferido por muchos críticos neo-racionalistas y menos dados a lo lúdico. Pero tanto Unamuno como Ortega son escritores de la literatura moderna y deben ser leídos y discutidos en nuestros tiempos ciber-postmodernos, con debida atención para entender qué mundo nos formó, pero dejamos, o nos dejó, atrás.
     El primer círculo de la novela estaría formado por la realidad textual de quien escribe (prólogo y Post-prólogo), nos asevera el crítico Mario Valdés en su edición. El segundo círculo lo formaría la realidad textual del protagonista (capítulo I-VII) y en los primeros capítulos se nos muestra el rápido cambio que va sufrir Augusto. Todavía está ensimismado y apenas se comunica con el exterior, pero los ojos de Eugenia le señalan el camino para salir de la niebla. El narrador presenta a Augusto con gran distanciamiento irónico, mientras éste divaga con sus monólogos y va desarrollando una consciencia agónica del existir (que a la larga ubicará, como ya parece haberla encontrado el autor Unamuno). A la larga toda la novela de Unamuno podría ser un monólogo que cifra consigo mismo, como lo realiza Augusto para salir de la niebla, de la novela que es la existencia. La niebla es el obstáculo del imaginario obtenido, o es parte inevitable que siempre intercepta la mirada del sujeto (de Augusto, del autor, del lector).
     En el quinto capítulo, que sirve de transición, se encuentra a Orfeo, perro expósito, que será testigo mudo y confidente del proceso que expondrá a Augusto a diversas maneras de dilucidar sobre los amoríos frustrados con Eugenia. Esta vez sus monólogos interiores se convertirán en mono-diálogos exteriores con el perro. A la larga no hay dialogicidad posible, si no la encuentra consigo mismo antes. Porque si bien se trata de una búsqueda no hay Texto predispuesto (como en Don Quijote), pues el tiempo cambia en sus significados y nada parece permanecer estable debido a la repetición. El Texto se construye sobre la marcha, aunque te “mates” haciéndolo, como lo realiza Unamuno al crear su novela. Este autor también se construye sobre la marcha y se muere en lo real al ingresar en la ficción como personaje, lo cual es otro tipo de existencia paralela (repetición) a la que él ya posee. Se quiere estar adentro y afuera a la vez y pocos alcanzan ese poder de repetición doble que en el alcance de su “diferencia” ve y controla su posible “otredad”. Unamuno ve desde un principio a Augusto con mucha ironía, luego con mucha arrogancia, pero finalmente el personaje (la “otredad” de Unamuno mismo) terminará viéndolo a él sumergido en la propia nivola-niebla que ha creado. El autor se sumerge en su propia trampa ficticia para alcanzar un nivel de inteligibilidad meta-textual que incluye el saberse que se puede estar soñado (lo cual es desde el punto de vista materialista imposible.[8] Se trata de una metáfora del soñar que compromete al escritor con la modernidad tradicional y no lo vincula a la postmodernidad como algunos han sugerido. En lo postmoderno el soñar es un texto y no hay angustia metafísica o existencial como en Unamuno y los existencialistas.
     Los capítulos VI y VII representan una situación nueva para Augusto. Esta vez puede entablar diálogo sin trabas con los otros personajes, mantiene su monólogo interior y comienza a formular ideas más complejas en sus monodiálogos con el perro Orfeo. Pero el discurso final, unitario que le sacaría de la niebla no lo encuentra. Ese es el texto precisamente, el de la Niebla (lo desconocido, contingente, amenazante, devorador). Tendrá que salir para leerse, y verse a sí mismo en su propio desgaste y mortandad del todo. Unamuno, el autor, como su personaje, logra verse como Texto pero no acepta su posible borradura, el final de la repetición. Es mediante el perro Orfeo y su discurso final que se presenta al ser humano como una extraña otredad. Unamuno lo sabe y su texto queda en la historia como el perro Orfeo para dar testimonio profundo del ser, de quien quizo ser amo, de un pequeño y atrevido Dios (Unamuno mismo)
       Augusto Pérez es un soñador de gran incertidumbre, "paseante de la vida", una figura ceñida de ensueños y envuelta en la niebla de la inconsciencia, en el sueño de dormir. Su “débil” personalidad deambula entre el sueño y la niebla y el tener que despertar a la realidad (el ser consciente), a lo que el psicoanalista francés, Jacques Lacan[9] (1901-1981), llamaría el Orden Simbólico de la cultura, la metáfora del mandato del Padre que los sujetos socializados deben obedecer. El último estadio del Orden Simbólico lo impone el Creador y Augusto se revela contra el mismo, como en verdad lo hace el sujeto moderno, luego de Federico Nietzsche (1844-1900) y su famosa divisa: “Dios ha muerto”. (Y Nietzsche también se murió, dicen con ironía algunos hoy día, quienes no toman tan en serio la existencia o no existencia de dios o de Nietzsche mismo. Ni toman la propia, pues ya se saben copias destinadas a reproducirse hasta el desgaste final, que ya comienza desde un inicio). Se sabe que el Tiempo, aunque devore a sus hijos ya posee su propia temporalidad.
       Será el amor, el dolor y la desilusión los aspectos que irán despertando a Augusto a la vida, trazando un camino o trayecto de existencia que culmina en el célebre encuentro con el autor de su vida. Aquí es cuando Unamuno, incorporándose dentro del texto como un personaje más, transgrede las leyes de consistencia narrativa, rompe con la mímesis novelesca tradicional y crea una metadiégesis (el personaje se encuentra con su autor, la novela se ve a sí misma como género alterado y se problematiza desde adentro). El objeto sí le ve la cara al sujeto creador. Ficción y realidad se encuentran, el sueño y la ficción se disuelven en un Uno. Es el triunfo de la consciencia humana en su evolución simbólica a través de los siglos (Humberto Maturana (1928- ). La superación del saber que rebasa el mandato del antiguo Dios es importante en este proceder. Se trata del encuentro de la tardía modernidad en España, pero Modernidad al fín. Luego los franquistas chavarían las cosas, pero el arte se las arregla para hablar, expresar, y problematizar la existencia.
       Este proceso vigilia/sueño, como búsqueda, dibuja en el personaje la consciencia agónica de querer ser, (y no de “queer to be”) de poseer voluntad de vivir y sueño de eternizarse, como ocurre en la noción de ser del sujeto moderno. Augusto Pérez descubrirá como anhelo vital en el pathos de la mencionada entrevista del siempre comentado capítulo XXXI, en el cual la precariedad de su realidad sustancial se le revela en toda su fuerza trágica, frente de su contumaz creador. Es así, como puede ocurrirle al hombre o mujer que insisten en pedirle explicaciones a un Dios escondido y distante que no quiere exponerse. El personaje ya ha adquirido consciencia de sí (ha alcanzado el narcisismo necesario de un afuera que lo (des)anime), pero también adquiere una lucha agónica que instala en la "firme" voluntad de seguir viviendo: "Quiero vivir, vivir..., y ser yo, yo, yo", dice el ya patético Augusto, quien termina retirándose a un parque para al menos contemplarse en la naturaleza, fuera de la nebulosa humanidad, de la moderna ciudad y su extraviada subjetividad. En esa naturaleza que Augusto contempla también percibe un tiempo de repetición, agonía y muerte; pero en esta ocasión el novelista no se dispone a atender este asunto.
       Este neurótico anhelo de inmortalidad, de manifestación del voluntarismo vital, que sabemos Unamuno reclama también (en la famosa obra Del sentimiento trágico de la vida (1912), nace del fondo trágico de la consciencia del autor depositada en el personaje. Sobre todo, es en el autor que se revela un factor de control de unidad e identidad personal, que a la larga no se posee, y que se toca tangencial y agónicamente, si acaso (no es el de los dedos del hombre y Dios, casi tocándose, como en el cuadro de Miguel Ángel). Si la razón dice una cosa, el sentimiento plantea otra; se trata de la paradoja del existir del sujeto moderno del siglo XX. Se obtiene, además, el lado del poeta y del ensayista filósofo en pugna; fenomenología y hermenéutica contra sentimiento poético y post-romántico. En este aspecto, se repite la eliminación, no se puede estar en dos sitios a la vez y tal parece que en ambos niveles da igual, el sujeto se anula de cualquier manera al no alcanzarse como objeto, como un otro. De aquí que los existencialistas sartreanos, no tan formados por el cristianismo español —como Unamuno—, opten por aceptar la existencia que culmina en una muerte que borra y aniquila finalmente al sujeto (cuando vence la materia última). Después de todo, pueden quedar cuestiones simbólicas cuyo desgaste resulta más prolongado y lento, pero el cuerpo por naturaleza parece destinado a perecer. No se puede repetir ni el cuerpo ni su capacidad de simbolizar que aparecen una sola vez en el tiempo y la existencia. Tal es la no-iteración que se resiste a aceptar el humanamente terco Unamuno. Y como hemos señalado, queda anulada la posibilidad de que se esté soñando que incluso se sueña. Aceptarlo así sereia ya una cuestión inaceptablemente cínica. Y el cinismo es inaceptable en la modernidad.
       Tal es el complejo corpus filosófico unamuniano, observan varios críticos, el debate entre dos premisas: el deseo humano de inmortalidad y el convencimiento racional de lo absurdo de tal deseo. Trátase del encuentro de una in-humana contradicción, que si bien instala al sujeto en lucha agónica y va conformando su consciencia conflictiva tejida de angustia y congoja, también, y no lo pasemos por alto, colma de fe, anhelo y esperanza (lo que realza aún más el “sentimiento trágico de la vida”). Estamos aquí ante la visión de inicios del existencialismo europeo, y que luego caracterizará de una manera algo contundente, como he dicho antes, al filósofo francés Jean-Paul Sartre. Antes, Unamuno lo expone todo de una forma más metafórica y literaria incluso que el propio Sartre, pero sin una conciencia contundentemente nihilista como el existencialista francés. Media una gran diferencia entre ambos pues, a la larga, el cristianismo y el catolicismo se imponen en Unamuno, y Sartre se acepta como ateo.
     En la lucha conflictiva, se filtra también la acepción del soñar en cuanto fe y esperanza de futuridad y de creatividad. El sueño posee doble vertiente: es signo de aspiración salvadora o de paranoia destructora. Pero el sueño unamuniano se halla íntimamente ligado a la experiencia agónica entre el ser y el no ser hamletiano y cervantino. El soñar es señal a la larga de una otredad, de que el sujeto en vigilia no “es” en su totalidad, es intermitente aviso del final que remite a la más perturbadora repetición humana: la muerte que culmina la repetición destructiva-reconstructiva mismas. El sueño permite la repetición y la observación, la contemplación de un texto que se repite pero capaz de reconstruirse en el tiempo; es medida terapéutica que anuncia la modernidad psicoanalítica que nos trae Unamuno como matáfora en Niebla. Digamos que además de prematuramente sartreano, Unamuno es, por coincidencia, freudiano.
     El sentimiento hipnótico y compulsivo de la vida, en efecto, no es más que una derivación natural del sentimiento trágico de la existencia. Pero en Unamuno el aspecto primordial resulta el sueño simbólico (no metafísico), la consciencia del propio soñar en el sentido profundo entroncado con una filosofía del ser (que a lo español sería La vida es sueño de Calderón, en parte). Sólo quien posea consciencia de estar soñando optará por despertar del ensueño inconsciente. (Pero Segismundo, tengamos presente, se miente a sí mismo, pues sabe al final que no ha soñado. Su demanda de “soñemos” pretende manipular y controlar, mientras tanto, a los dormidos ideológicamente (a los que no ven el mundo de ensueño (monárquico-señorial) que a la larga define la obra). Augusto no nos acerca al engaño, como Segismundo (maliciosamente) y como Quijote (ingenua víctima de la ironía). Pero Unamuno, mediante su personaje Augusto, no concibe  aún el inconsciente en el sentido freudiano (consciente de lo paranoico) y por ello la obra resulta tan dependiente en la metáfora del sueño (en este aspecto, tan antiguamente español). Serán los Vanguardistas posteriores a Unamuno quienes habrán de manejar mejor la estructura inconsciente del sujeto moderno (Federico García Lorca, por ejemplo). La metáfora de la “niebla” unamuniana la vemos ahora como el subconsciente, el Otro que asedia al sujeto desde su alteridad. No se trata de salvación o de condena, de estadios iniciales o finales sino de la ambigüedad que acarrea la repetición. Se trata del Ser que se sumerge (como Augusto) en la existencia para encontrarse en su corporeidad, su repetir, su tiempo finito, su historia (10).
     Mas lo destacado en Niebla es el que al crearse la consciencia de que no se es, porque se sueña, se impulsa una nueva consciencia metacognoscitiva del ser en un sentido más complejo, en un nivel más amplio que el anterior, para crear un nuevo sitial del “ver”. La repetición en este sentido no llevaría a lo mismo sino a algún tipo de superación. En vez de fuga metafísica o somnífera emerge la dialéctica del encuentro del sujeto consigo mismo y con su mayor otredad-mismidad que es acercarse más al Dios imaginado (o la imagen formada en la consciencia más allá de la mortal e imperfecta repetición).
     Desde este mirador, la senda transitada por Augusto en busca de una existencia auténtica, el pasaje de una existencia aparencial y sonámbula a otra pero con plena conciencia de sí, se encuentra encerrada entre dos sueños que demarcan los polos de este proceso formativo: el sueño inconsciente de adentrarse más en el dormir (lo órfico) y el sueño consciente de no morir, de enfrentarse a la existencia y saber que se habrá de perecer, de culminar la repetición humana y aceptar el cese que impone la divinidad. La intermitencia repetitiva permite que desde uno de los polos siempre se contemple el desafiante “otro” lado. Quien mira a ese "otro lado" es Manuel, bueno mártir, el personaje de la novelita posterior de Unamuno. Pero este personaje antes de encontrase con su muerte se encuentra con la muerte de Dios, al percatarse que este solo existe en su palabreo de sacerdote que predica su creencia al pueblo, en Dios cuando duda (casi hasta alcanzar el ateísmo), y lo engaña. Pero el personaje, ni Unamuno mismo, no se percatan que primeramente Dios es lenguaje, símbolo, en la consciencia humana. Es decir, que se trata de hermenéutica y no de metafísica fenomenológica.
     Este último proceso de existir es el proveedor del deseo vital de eternidad, que crea una nueva consciencia del tiempo, lo cual emprendiera el pensamiento del siglo XX, y que Albert Einstein (1879-1955), a su manera, explica a los científicos. Somos devenir y tiempo para la modernidad del siglo XX, según Heidegger (El ser y el tiempo, 1927), tal es la ley de gravedad del existir. En lo literario unamuniano, se trata del mayor alcance de la metafísica occidental, inmersa en el imaginario y sin plena consciencia de cómo la imagen, el sueño, es un tipo de lenguaje, antes que una realidad empírica y referencial. Mas adelante la psicología verá el sueño como parte del cuerpo viviente; aunque dormido, se está en la naturaleza y en algún momento se habrá de despertar. El cuerpo (signo de lo natural en el devenir) antes que sueño, se justifica por la vigilia, la consciencia del existir que puede acudir al sueño como un lenguaje. Pero para los modernos como Unamuno soñar resulta en una pausa en el existir, y que advierte de la pausa, de la muerte. René Descartes en su racionalidad había presentido que pese a que se sueña (se piensa) luego se es. Unamuno nos lleva a pensar que se existe y luego se simboliza (se es), pero no como lenguaje, como discurso. Si fuera así Unamuno hubiera previsto la post-modernidad.
     Unamuno, en este sentido, ofrece una mentalidad noventa-y-ochista y no tan vanguardista, como los del 27, quienes sí entienden el lenguaje (la metáfora) en su capacidad mediatizadora en la consciencia, moldeador de lo entendido como el ser y la realidad circundante (Ortega y Gasset). En ese sentido, no podemos encontrar aún plena conciencia metalingüística, de significantes y su semiosis, en Unamuno. Más allá del argumento en la novela nuestro autor ve la diégesis (el mata-texto), pero no la “lengua” en su constitución significante. Se acerca en algo a estos aspectos, pero los mismos vendrían más adelante: el saber que se es lenguaje en el tiempo, en el devenir finito y no infinito ni en el fenómeno en sí que se pierde una vez transcurre (Lacan). El ser humano es una simple sincronía en la cadena diacrónica, en el tiempo. No obstante, nuestro autor comienza a ver la barra que separa (y une) el significado del significante que se repite y se disemina en el texto y en el tiempo.
     Pero en la novela, el soñar (el llegar a un tipo de más alto saber) paradójicamente ha despertado al personaje, lo ha llevado a encontrar su verdad, a desbrozar el camino de búsqueda de la propia identidad hacia una mayor libertad. Para algunos críticos, el protagonista ha salido de la niebla, en que se encuentra inicialmente, ha abandonado el sueño inconsciente para asumir el imposible sueño de no morir, como deseo y anhelo vital que convive con la angustia y la incertidumbre (se ha ingresado —repito— en el saber del siglo XX, a nivel básico). Tal es el “sentimiento trágico de la vida” del hombre-sujeto moderno que articula como nadie en la literatura, Unamuno. Se trata de la muerte de Dios y del encuentro del hombre (como sujeto) en su sentido vital y mortal como postularía más claramente, luego, Michel Foucault (1926-1984). Pero Unamuno es más bien un seguidor, en parte, de Federico Nietzsche (1844-1900) y su poética filosófica que aún no estaba tan deslindada en qué era qué en estos aspectos (tremenda exigencia), aunque sí se había establecido una definitiva ruptura con el realismo ingenuo decimonono en que se vive para la salvación o la condena. Por eso el último gran personaje de Unamuno, San Manuel bueno, vivirá para calladamente reconocer la inevitable caída y condena, pero para cínicamente proclamar y esperar la salvación y el triunfo del sueño (como Segismundo). Otro tipo de condena del ser moderno que la Generación del 98 mantuvo de su Siglo de Oro de la España contemplativa antes que activa (Aguinaga).





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Notas
[1] En la compulsión a la repetición de vida, según Sigmund Freud, radica la compulsión de muerte porque el proceso finalmente lleva a tal. Eros (pulsión del vivir) es una distracción antes de encontrar a Tanatos (pulsión de muerte), inevitablemente. Ver Más allá del principio del placer (1924). Ver, además, Herbert Marcuse, Eros y civilización (Buenos Aires: Sudamericana-Planeta, 1985). Para Slavoj Zizek la pulsión de muerte no tiene tanto que ver con lo autodestructivo ni con el regreso a lo inorgánico. Es un manera de encontrar la vida como síntoma del deseo, para quedar en el destino del ámbito de la culpa y el dolor, en un siniestro surplus de pulsión de vida (El sublime objeto de la ideología, México: Siglo XXI, 1989). Esto parece más de tipo lacaniano.
[2] Muchos de estos relatos tienen que ver con el sacrificio que realiza un ser por el “otro” y cómo esa otredad, que pese a sus dificultades ofrece un nuevo sentido a un sujeto en necesidad. Se implica que entre el sujeto y el otro amado debe existir una mediación de sacrificio, no egoísta, y que no está relacionada con el amor en el sentido más convencional sino en el amado y sufrido sacrificio por el otro principalmente. Pero a la larga lo que se encuentra es la muerte, el ser para la muerte. En su sentido lacaniano es el “Orden Real” (lo contingente), aquello que al ser nombrado ingresa en el Orden Simbólico del sujeto. Fuera e inaprehensible queda ese Orden Real que se relaciona con la muerte, en el sentido de un significante sin significado definido y realmente aprehensible por no haberse reconocido aún ni por el subconsciente mismo.
[3] Este goce se acerca a la noción bartheana de jouissance en que se elimina irónica y disimuladamente la relación tradicional entre creador y lector, lo scriptable en el perspectivismo del texto, sus fisuras, donde no hay comunicación de un referente ficticio único sino un performance del lenguaje, un metatexto que revela con cierta erótica subliminal la muerte del “otro”. Ver El placer del texto (1973) de R. Barthes. Es el momento en que se pasa del placer para ingresar en el umbral que lleva más allá de lo simbólico e imaginario.
[4] La ciudad se relaciona con la modernidad. En el capítulo XIX, pág. 213 se hace referencia a la electricidad y sus adversos efectos en la existencia. “!Un árbol iluminado por la luz eléctrica”! Mujeres como Eugenia son, para el autor, producto de esa nueva modernidad a la que no logra ingresar el sujeto que en el fondo lleva Unamuno en parte de su ser imaginario y simbólico. La ciudad y la mujer son fuente de ansiedad (lo no tan conocido).
[5] Aludo al Orden Simbólico y al Orden Imaginario lacanianos; ya he contado con el Orden Real que es a la larga el lugar de la última contingencia, la muerte.  No obstante, luego de la muerte queda el duelo, del autor mismo y del perro. Se trata de un reconocimiento del Yo a través de la muerte del “otro”, lo que implica una proyección futura del sí mismo. En el mito clásico Orfeo baja al infierno en busca de Eurídice. Al rasgar las cuerdas de su lira se compadece Plutón y Proseroina. Consigue Ofreo que le devuelvan a quien le han arrebatado pero no debe volverse a verla antes de haberla conducido hasta la luz del día. La lleva por un estrecho sendero de una espesa niebla pero casi al llegar se impacienta y ve el rostro de la otra. Eurídice queda atrapada en el abismo y se desvanece como la niebla. Los románticos llevaron esto a una gran expresión pues así se repite la inspiración entre el día y la noche, pero en el mundo más postmoderno tal vez morbosamente se acepte la noche sin el día. Unamuno no llega estos niveles, es moderno y queda inmerso en la barra que divide el significado del significante. En el mundo postmoderno la noche es día (en cuanto simulacro) pues las luces permanecen encendidas todo tiempo.
[6] En Ser y tiempo, Heidegger argumenta que la muerte como deseo del ser propio (ser-para-la-muerte) posee prioridad sobre la muerte del otro (el organismo puede morir pero no el Desein). Sartre considera que la finitud en la temporalidad es irreversible y es algo que no se alcanza a saber porque se es arrojado de ella y el evento conlleva una actitud de responsabilidad en el existir. Para Emmanuel Levinas la muerte propia es algo incomprensible si no es a través de la muerte del “otro”, quien proporciona la consciencia de la misma. Para Derrida la muerte, siguiendo a Levinas, se manifiesta en la memoria, en el duelo del que queda en la existencia. Ver libro de David Couzens Hoy. Creo que Unamuno estaría más cercano a la noción heideggeriana de la muerte mediante el Desein (el estar ahí como ser poético del lenguaje). No deja de adelantar también la noción de la ética ante el misterio el “otro” levinasiano.
[7] En la página 85 se hace referencia a este aspecto genérico.
[8] Unamuno. “Descartes y la hipótesis del sueño”, Antoni Defez (Universitat de Girona) http://www.infofilosofia.info/defezweb/Unamuno___Descartes_y_la_hip_tesis_del_sue_o.pdf
[9] Para Lacan la muerte y el lenguaje están conectados porque éste, el deseo y el actuar se posicionan alrededor de “la falta”. Las totalizaciones imaginarias coartan al sujeto de traumatizarse ante la ruptura del lenguaje. El encuentro de la no-significación lleva al hueco de la nada, al encuentro con el Orden Real. Ellie Ragland, “Lacan, the Death Drive, and the Dream of the Burning Child: Death and Representation”, (S. Webester Goodwinand Elizabeth Brofen, Edits., Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1993: 80-102). Unamuno aún no pertenece a los pensadores que se percatan (como Ricoeur) que la realidad es antes que nada Lengua, lenguaje, narración. Ferdinand de Saussure y su lingüística aún no eran conocidos para letrados como Unamuno. De ahí que en nuestra crítica obtengamos la "ventaja" analítica que nos proporciona tal epistemología.
[10] "Dado que es esencial una actitud apropiada hacia el pasado para recuperar la pregunta sobre el ser, Heidegger emplea el término Wiederholung, repetición o recuperación, el cual deriva de wiederholen, que puede ser entendido como "repetir, reiterar,  decir otra vez" o "recuperar, regresar". En Ser y tiempo utiliza la palabra en primer sentido, pero en Kant y el problema de la metafísica (1929) explica que por recuperar un problema básico fundamental tenemos que entender "el descubrimiento de sus posibilidades originarias hasta entonces ocultas. El desarrollo de éstas lo transforma" (Zabala S. 52).

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