lunes, 11 de septiembre de 2023


  

Memoria y olvido en la nueva narrativa de 

Cielos de la tierra de Carmen Boullosa

 


Luis Felipe Díaz (Lizza Fernanda) 

Chicago, Illinois. Under construction, Sept. 2023


Carmen Boullosa nace en México, D.F. (1954-), es poeta, narradora y dramaturga. Se le considera una de las más prestigiosas y nombradas escritoras de nuestros tiempos posteriores al Boom literario bien de fines del siglo XX y principios del siglo XXI. Sus novelas han sido traducidas a varios idiomas y en 1989 recibió el Premio Xavier Villaurrutia. Entre sus narraciones más renombradas se encuentran Antes (1989), Son vacas, somos puercos (1991), La milagrosa (1992), Llanto (1992), Duerme (1994), Cielos de la tierra (1997), La otra mano de Lepanto (2005), La novela perfecta (2006). Es una crítico de la literatura y la cultura actual, y también ha sido profesora en varias universidades, como en City University of New York. Ha sido reconocida por escritores como Carlos Fuentes, Roberto Bolaño, Elena Poniatowska. En el presente imparte cursos en la Universidad de Georgetown, en Washington D.C. La prestigiosa editorial Alfaguara le ha publicado las novelas Duerme (1994) y Cielos de la tierra (1997). También colabora con un programa televisivo de entrevistas de los Colegios de la ciudad de Nueva York (CUNY). En el año 2019 obtiene el premio Casa las Américas de Poesía Americana.

Bien podemos decir que Carmen Boullosa es escritora de una sociedad postmoderna,  en proceso de ruptura con los viejos esquemas de la novela del Boom (e incluso del Postboom) y su modernidad avanzada y mítica que tanta presencia tuviera desde los años 60 y 70.[1] Pese a su ideología radical, no siente particular apego o nostalgia por las revoluciones liberadoras latinoamericanas (como la de Cuba) que ahora muchos escritores ven con gran suspicacia e ironía. Su manera de representar el latinoamericanismo no persigue las alegorías del “realismo mágico”, que en general busca el mito del pasado para exponer ficticiamente el ser marginal y subalterno americano. Como mexicana, Boullosa se preocupa sobre todo por trazar literariamente la trayectoria de la devastación de la familia mejicana, especialmente la indígena, como signo representativo de la opresión que ejerce el Poder tanto en su sentido simbólico como histórico-social. Es precisamente mediante este tipo de conciencia de la escritura que capta mucho de la sumisión a que se ha visto sometido el “otro” marginal latinoamericano, de una manera distinta a como lo han realizado incluso novelistas del Postboom. Su mirada es, sobre todo, la de una revolucionaria postsetentista y también seguidora del feminismo heredero de las teorías de los años setenta y ochenta. En este sentido, propone un discurso anti-androcéntrico, distinto al de los años 50 (como el de Simone de Beauvoir). (No se trata de una negación del pasado feminista sino de abordar caudales identitarios más problemáticos y complejos.[2] En lo estético sigue siendo seguidora de la noción del placer/goce del texto de tipo bartheano, además de que con sus ideas fuertemente postcoloniales concibe mucho de la complejidad de la “diferencia-diferida” de Jacques Derrida y la mentalidad psicoanalítica de la subjetividad de tipo postlacaniano.[3] En lo ético se puede decir que la obra de Boullosa, que aquí específicamente trataremos, rinde testimonio de tres protagonistas víctimas del sufrimiento que les produce la opresión y el dogmatismo del Otro socio-cultural con su (ir)racionalismo conducente a una injusticia irreparable y escatológicamente destructiva. Se trata del triunfo de la tecnociencia y del debilitamiento, hasta la posible desaparición, de lo humano.

Con esta óptica de pugna entre la techne y el humanismo, Boullosa se expresa como una escritora diferente a los creadores más avanzados incluso de los años ochenta. Así se trasluce cuando considera que su mirada y proceder marcan su escritura en tanto textualidad infra-realista, no por lo que relata sino porque representa literariamente con la convicción de que los eventos representados podrían ocurrir a niveles de una intra-subjetividad muy distintiva. La ficción “pura” no le llama la atención, y advierte además que la misma no es posible (muy lejana, en este sentido, de Borges). Aun en el relato más fantástico —considera— pueden encontrarse las referencias de donde ha surgido la misma (ver Ana Teresa Robles). Boullosa nos ofrece un nuevo tipo de “realismo”[4] de fines del siglo XX y principios del siglo XXI, que no abandona los aspectos formalistas y metatextuales del discurso, pero lo ejerce de una manera distinta a como se había venido realizando en la literatura.[5] El micro-realismo de esta autora quiere revelar cómo la escritura debe adentrarse en un mundo (el del "otro") opacado por los poderes que han dominado la humanidad y han llevado a un estado escatológico de pérdida total. No existe una noción pesimista tradicional, sino un sentido de alarma y llamado a la concienciación.

Su distinto modo de ser como escritora adquiere gran sentido cuando, ante la pregunta sobre el “realismo mágico” le contesta a Inés Ferrao Cárdenas, que le incomoda este término. Ya desde joven —nos dice— le gusta la literatura de Bioy, de Borges, de Silvina Ocampo, de Navarro. “Algunas cosas” de García Márquez le encantaban pero… el “realismo mágico” como una marca, como producto comercial, la incomoda. El término le parece una vulgarización de “algo maravilloso de verdad, algo que tiene mucho que deberle y que no sé explicar”. No sólo encontramos, pues, a una escritora distanciada de lo que ofrece el Postboom, sino incluso a quien da un paso más allá de la propia Isabel Allende, con su proceder postmacondista, y de escritoras como Gioconda Belli (1948- ) y Laura Restrepo (1950- ) en sus inaugurales criterios narratológicos y sus visiones del sujeto subalterno. Boullosa tiene presente una nueva amenaza hacia el humanismo, que es la humanidad misma, independientemente de luchas ideológicas o de género.

Sobre la novela de Isabel Allende (n. 1942- ), tan mal vista por algunos seguidores de lo macondista), Boullosa le comenta a Ferrao Cárdenas: “Todavía La casa de los espíritus (1982) es una novela que no me disgusta, porque como fenómeno sociológico todos creíamos que era una novela de eso terrible que había ocurrido en Chile, pero no tiene la densidad literaria, no tiene la multiplicidad de sentidos que yo esperaría de un texto literario. Digamos por ejemplo la obra de Roberto Bolaño, uno se queda siempre desconcertado diciendo pero: ¿Qué, cómo, qué pasó aquí? Y eso nunca pasa con Allende, ella te lleva siempre de la mano y nunca suelta al lector. Te conduce de principio a fin como un niño chiquito y sales muy claro, bañado con la certeza de que estás del lado de los buenos. Mientras que lees a Roberto Bolaño y te quedas con la impresión de que has tenido un contacto con el mal, con lo que en realidad ocurrió en la guerra sucia chilena, que es inexplicable. Claro que es explicable pero a la vez es tan horrorosamente inexplicable que abre ese espacio al desconcierto. Ese espacio reflejado en su literatura” (ver ensayo antes citado)[6]. Tanto Bolaño como Boullosa misma son dos de los escritores más resaltados por los críticos de la literatura más actual, lo que comienza a crear un paradigma escritural como ocurriera con el Boom en sus tiempos.

Lo anteriormente dicho se debe quizás a que Boullosa como novelista expone, ante todo, conceptos ya postcoloniales de la cultura y la posthistoria y del quehacer literario en que se es consciente de nuevas problemáticas de la escritura y la cultura. Al respecto se ha expresado: “La Historia es una versión que imaginan los historiadores de oficio, y la novela histórica, o basada en hechos históricos, es una versión imaginada por los escritores de oficio. A pesar de que muchos críticos me han catalogado como una novelista de la memoria, más bien veo la memoria como una instancia sumamente frágil, y en constante reedición. Nada de lo que recordamos es como fue, y ese mismo recuerdo se altera según pasa el tiempo. En otras palabras, historiar o novelar vienen siendo estrategias para crear imaginarios sobre el pasado, y esos imaginarios son necesarios, de lo contrario, el pasado quedaría vacío, y parte de nuestra identidad también” (Robles). Son estos los criterios que precisamente la llevan a amalgamar diversos niveles textuales en su obra pero de una manera muy distinta. Boullosa entiende que el lenguaje mismo construye en realidad el tiempo y la historia, y esos criterios la llevan a representar de una manera muy peculiar en la novela que aquí analizamos.[7]

Cielos de la tierra (México: Alfaguara, 1997) presenta tres manuscritos. Primeramente, la crónica escrita por un personaje del siglo XVI llamado Hernando de Rivas, quien narra en latín, su vida como alumno y fraile en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco (un colegio creado para convertir al cristianismo a los indios, en el sentido más evangelista y utópico, y con las políticas y los altos criterios religiosos de la época).[8] En el segundo testimonio de la novela, intercaladamente, Estela Ruiz se cuela en varios capítulos para confesarnos —ya en la década de los años noventa del siglo XX, tras la trayectoria de un turbulento México—, cómo encuentra el manuscrito de Hernando, y se dedica a traducirlo al español. Nos relata, a su vez, aspectos complejos de su situación personal al lado de la abuela y la madre en ese país. Todo mediante una reflexión sobre el proceso histórico-social de la revolución mexicana, cuyo fracaso la lleva a alcanzar el presente estado de una crisis devastadora (algo que el lector comprenderá... ha ocurrido a nivel mundial) y que aporta sentido a lo que sigue en el tercer testimonio (ya en un futuro).[9] La novela de Boullosa explora, en ese sentido, una posible repuesta al metafórico olvido  y amnesia que encontramos en Cien años de soledad

En esta siguiente parte de la novela, también de manera intercalada entre los capítulos, se filtra el testimonio de Lear, voz de una comunidad de sobrevivientes en el futuro (L’Atlántida). Lear encuentra el manuscrito dejado por Estela y al traducirlo, va contando, además, su vida de sigilosa disidente en L´Atlántida. Se trata de una ciudad-burbuja flotante, en un futuro de cambios maquinales debido a la destrucción de la humanidad que ha ingresado en un cambiante y apocalíptico proceso. La sociedad se ha visto precisada a acogerse a nuevos ajustes que a la traductora le resultan inaceptables y devastadores (y que le dan sentido a lo relatado por los dos anteriores personajes). Este nuevo tipo de sociedad se encamina no sólo a eliminar la cultura y el lenguaje (acudiéndose finalmente al silencio) sino incluso aspira a lograr el olvido mismo de lo humano y lo corporal en el sentido tradicional (y de manera oculta y cibernéticamente totalitaria). Tal parece que lo que ha fracasado han sido el lenguaje y la cultura humanas y no las máquinas (con otros lenguajes que continúan la destrucción del elemento humano que vemos en la memoria desde el siglo XVI con la situación den Hernando). Si bien la cultura hispánica a la que se enfrenta Hernando provoca, con sinuosas y violentas actividades, el olvido de las antiguas culturas indígenas, esta vez la nueva postcultura cyborg en el mundo de Lear, se propone borrar el pasado de la humanidad en su totalidad, pues han sido las acciones de este tipo de cultura las que han llevado al apocalíptico final. En realidad el lector se enfrenta aquí a una versión paródica y futurista de una sociedad moderna dada cada vez más al silencio, tal y como se exigía en la sociedades de religiosidad colonial dadas a la contemplación (los cielos) y el silencio (el apartamiento de la vida y su dialéctica). Ese Otro que ha silenciado a los sufridos sujetos marginales es el que ahora destruye la humanidad en un sentido amplio (el olvido).

En las tres versiones (voces) se alude a la situación de sujetos subalternos muy atormentados por las agresiones de la cultura en control y poder. Sobresale la resistencia de protagonistas-narradores en su enfrentamiento a poderes comunitarios supresores de la dignidad y felicidad humanas y que exigen un tipo de ideal (“cielos de la tierra”), devastadores en su final. El manejo y control del lenguaje se convierte para estas víctimas, en supremo esfuerzo para representar los destructivos sucesos sociales y culturales que los perturban y desploman como seres, según avanza la humanidad desde el Renacimiento hasta la época de una construcción imaginaria de lo que se espera sea el futuro (L’Atlántide) de la (in)humanidad. La capacidad de mantener la memoria personal y colectiva mediante lo testimonial (subversivo) adviene entonces en aspecto crucial, pese a que paradójicamente todo esta avocado a culminar en la abolición de la memoria y el lenguaje mismos. El legado que quiere dejar la novela contradice este dictado que pretende tachar el lenguaje y la humanidad (uno de los aspectos metadiscursivos de esta novela de Boullosa). 

Lear, la narradora de la atapa final, se encuentra sometida a cambios drásticos para su tipo de pensar debido a la transformación radical de la humanidad (de los 46 habitantes que quedan como sobrevivientes). Tras haber fracasado la llamada humanidad debido a la violencia del “lobo del hombre” (112), se pasa a una nueva etapa que trae la anómala vertiente posthumana (cyborg)[10]. En este mundo en que se va perdiendo la comunicación que todos podrían tener entre ellos y consigo mismos, notamos cómo desde un principio los narradores padecen de insomnio, de la dificultad de soñar (hay temor por perder control del imaginario del cual depende tanto el arte que están realizando). De aquí la importancia que deposita Lear en dormir y soñar (la capacidad primitiva de imaginar y simbolizar por la que Hernando (el primer cronista) lucha tanto.[11]

Frente a todos estos textos mencionados y sus memorias inscritas, la autora nos ofrece al principio una nota de Juan Nepomuceno Rodríguez Álvarez, quien señala que las tres historias le fueron ofrecidas para que se construyera la novela, antes de la destrucción nuclear. A ello se añade también la nota inicial de la autora al “Querido lector”, en la cual se hace partícipe de la creación y arreglo del libro, teniendo un lector particular en mente. A finales de la obra Nepomuceno interviene en el discurso para mantener el despliegue de multiplicidad de voces que persigue la autora, quien en este aspecto metadiscursivo no deja de seguir la tradición cervantista de exponer el texto desde diversos niveles diegéticos. Nepomuceno, adelanta enfáticamente el posible final de todo: “La guerra intercontinental se ha desatado. Si no llegan las potencias a un arreglo expedito, si no se solucionan las pugnas internas de los territorios en que hubo naciones, pocos meses quedarán al hombre y la naturaleza” (14). El testimonio de Lear sobre L’Atlántide nos testimonia que ese final habrá de cumplirse. No obstante, como veremos, la autora subrepticiamente parece reclamar la esperanza de evitar ese vaticinio, del olvido de todo, incluido el arte.

La confrontación entre sujeto y un mundo hostil, intolerante de lo vitalmente humano, la obtenemos desde un principio en el primer testimonio. Hernando nos confiesa encontrarse en un lugar conquistado por quienes someten su cultura nativa a un riguroso proceso de transculturación y adoctrinamiento religioso y occidentalista que sacude las raíces mismas del ethos y la autoctonía de la identidad del ser indiano. En el fondo, en este testimonio, el autor (implícito), por encima de todo lo narrado, a nivel del enunciado y enunciante, adopta una visión lascasiana[12] de la “destrucción de las indias” y del sentido que posee esta óptica hoy día mediante el pensamiento postcolonial. Mientras los españoles muestran interés en preservar el saber de las culturas indígenas, en el fondo les interesa más interpretar el mismo desde los dogmas del cristianismo y crear mecanismos que permitan arraigar lo hispánico sin disidencias significativas y sin interés alguno en la otredad y las diferencias culturales. Los vencidos indígenas se vieron obligados a enviar a sus hijos para ser “cristianizados” por los expertos españoles y ajustarse a sus políticas de dominio total. Luego de la conquista española, por ejemplo, las autoridades encarcelaron los amatlacuilos (inscriptores de iconografías) encargados de preservar la tradición de sus amates o pinturas, las que fueron quemadas por el miedo a que revivieran antiguas idolatrías perturbadoras para el imaginario del invasor. 

También Estela, en la parte que nos relata sobre el México de los años 90, entiende que se encuentra en un mundo de severas transformaciones, en que el crimen y la corrupción del mundo moderno, en su dominio colonial-capitalista y la exclusión de las diferencias, se apoderan del Estado mismo. Se continúa así la con-formación de identidades cada vez más subalternas y sometidas de manera prejuiciada y depredadora por el “lobo del hombre”[13]. Nos advierte de un avanzado proceso de crisis mundial, destinado al aniquilamiento total de la sociedad de su tiempo. Comprendemos entonces cómo todos los narradores en la obra se ven animados a ir representando la destrucción social y el desvanecimiento del propio ser (no sólo indígena sino humano en general a lo largo de la historia. La escritura y la memoria subversivas (la que capta la intrahistoria[14] que recogen estos narradores) parecen ser los únicos refugios o guaridas posibles, hasta el momento del aniquilamiento total, cuando el lenguaje está presto a desaparecer, incluida la memoria misma. Y es aquí donde poseen sentido las palabras iniciales de la obra (y también los comentarios finales, como veremos) en cuanto a la responsabilidad e intervención que la autora espera del lector.

En la versión final de lo traducido, en L’Atlántide, observamos un instante en que Lear imagina el ingreso en una frontal lucha, pero no ve posibilidades de esa acción en un tiempo marcado por la entrada del sujeto no-humano en un proceso que irónicamente lo endiosa y lo empequeñece a la vez (lo neutraliza). En esa ocasión en que se siente deseosa de enfrentarse a quien considera un rival criminal, nos dice: “(“Nada más triste que un titán que llora… víctima propia en su fatal martirio”)” (169). Se trata del estado de "perfecciónz" endiosada alcanzada por los atlántidos, que los lleva a creerse alejados de todo vestigio de lo que se ha considerado la débil condición humana. Y la mayor expresión de esa borradura, se alcanza eliminando no solo las antiguas formas humanas sino la memoria misma; se pretende olvidar todo lo que lo que aún los define como entes del ser (algo que en cierta medida también ha ocurrido en la sociedad colonial que testimonia Hernando). No obstante, la novela misma mantiene una obsesión por narrar el acontecer del sujeto, de someterlo a la memoria mediante el lenguaje mismo que marca ese final. Paradójicamente se desdice tal criterio, para mantenerse la supremacía del deseo y el Eros que se logra mediante la sobrevivencia ulterior del lenguaje, del texto mismo (el testimonio) que se está leyendo (tanto los cronistas como el lector). De esta manera, no se quisiera continuar lo fantasmal rulfiano o el fantástico escape de García Márquez . Lo primero, como veremos, le parece a la autora (implícita) más coherente y menos escapista que lo segundo (lo asumido en Cien años de soledad), lo cual le parece iluso. La preferencia indica cómo Boullosa opta más por fantasmas y muertos que por ilusiones y escapismos de la memoria ante la agresión del presente (muchos lectores y escritores postmodernos de hoy día podrían pensar igual). 

Muy bien nos deja ver la escritora, al principio de todo, y en lo concerniente al testimonio de lo ocurrido en el siglo XVI, que mientras el colegio en Tlotelolco se emplea para traducir y conocer mejor las culturas indígenas, lo que instaura la institución eclesiástica en verdad, es un centro de prácticas y vigilancias siniestras (en esto la autora es foucoultiana)[15]. Mediante los espacios de adoctrinamiento y de aculturación coactiva occidentalista (sobre todo, a través de la Inquisición y sus perversas políticas) se impulsan e imponen no solo la religión católica sino los intereses ideológicos del Estado español. En estos colegios coloniales los indígenas ingresan inevitablemente en las políticas del Poder que suelen mostrarles (como parte de la educación doctrinaria y de manera subrepticiamente violenta) cuán subalternos son para las elites españolas. En este aspecto, la autora se ocupa de crear un perspectivismo narrativo que permite al lector reconocer cómo los subalternos se ven llevados a desarrollar tácticas (“tretas del débil”) de sobrevivencia e incluso de preservación personal (específicamente en el caso de Hernando y su triste narración de una vida pública de fracasos pero exitosa a finales, en lo más testimonialmente privado).

El discurso de Hernando nos muestra los cambios exigidos e impuestos en las ciudades coloniales luego de la caída de Tenochtitlán. Los nativos se ven sometidos a un invasor con los poderes institucionales y simbólicos para infiltrarse en la memoria de los subalternos, para saquearla y con-formarla al cristianismo y modos de ser occidentales. El Poder emplea todos las intrigas y los pretextos imaginables asistidos por las prácticas ideológicas en una época tan inquisitorial como la del siglo XVI. Incluso en aspectos de cambios espaciales, Hernando, por ejemplo, es testigo de la manera en que los españoles no continúan los sistemas indígenas de riego de agua, por lo que mucho del área termina desértica (tal y como se ve en la tercera parte de la novela, en que se abandona la tierra, y los pocos ciudadanos cyborgs se encierran en una burbuja celestial, como dioses-máquinas con desperdicios antes que agua y tierra[16]).

Cielos de la tierra se compone de treinta y un fragmentos que alternan entre tres periodos. Como hemos planteado, primeramente el pasado de la conquista colonial del siglo XVI, seguido del México moderno de los años 90 y finalmente el futuro apocalíptico en un lugar aéreo llamado L’Atlántide. En los tres tiempos se efectúa un desfase que lleva a sus personajes a la degradación no sólo de su entorno social, sino al perturbador reconocimiento de la amenaza a su propio ser y existenciario como se ha entendido en la historia de la humanidad. La primera comunidad es la colonial, representada en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Se expresa el violento cambio de una cultura y lengua a otra, el tránsito de lo indígena a lo europeizante latinizado y cristiano. El segundo tiempo se representa mediante el México contemporáneo, en el cual, se prosiguen con la modernidad los antiguos patrones de clase y raza propios de las sociedades violentas del mundo en tiempos oligárquicos. Se muestra una sociedad violentamente patriarcal —mediante lo transcurrido en el siglo XX—, de la abuela y la madre de Estela; esta última, narradora-traductora de una segunda versión (de lo ocurrido en los tiempos coloniales) que contiene a su vez un nuevo testimonio. Al lector se le deja saber el que se continúen los prejuicios ya arcanos, y la manera en que aumentan en la sociedad mayores contradicciones conducentes a la destrucción y la incapacidad de crear una esperada cultura democrática y pluralista. Incluso Estela nos de ja ver cómo también se incrementa la violencia del otro contra el otro, incluso mediante los prejuicios mismos de su abuela, ante sus iguales (es decir: agresiones contra el sí mismo (la mismidad). La violencia del “lobo del hombre” ha sido tan internalizada que forma parte de la destrucción del ser humano en cuanto "otro", contra sí mismo.[17]

Esta es la devastadora y “memorable” herencia que obtendrá la próxima narradora, Lear, en sus últimas consecuencias, y que parecen llevar a la destrucción de todo. Es cuando finalmente se nos presenta la ciberciudad del futuro en que los sujetos viven en una burbuja suspendida en el espacio, una vez que la tierra se ha convertido en un ámbito inhóspito para el ser humano, tras pasar por una guerra nuclear e ingresar en un nuevo régimen de conducta cibernética que pretende subsanar el fracaso de la humanidad. “Los cielos de la tierra” adquiere tintes patentemente irónicos, pues el cielo que finalmente se obtiene no es el de la realización  de la esperada utopía.[18]

En los tres casos se nos muestra a sujetos subalternos que se han de enfrentar a estructuras amplias del poder y las nefastas consecuencias. El fraile Hernando Rivas, es uno de los primeros indígenas admitidos al colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, donde aprende las costumbres religiosas del cristianismo y el latín y se convierte en un experto aunque los envidiosos no se lo reconozcan. Se había deseado crear en esa época una República de españoles, que incluyera a los indios. El fraile, sin embargo, nos expresa, con cautelosa pero clara ironía, sobre los manejos siniestros y destructivos de los españoles, para detener la entrada de los nativos a centros de poder y manipular así la memoria y costumbres indianistas. Hernando, entre otras cosas, advierte cómo no solo cambia la cultura Nahualt, sino la topografía de los antiguos méxicas (algo procedente desde la conquista de Hernán Cortés en 1521). Se suprime lo que denominamos hoy el ethos de la cultura indígena no sólo con un proceder obvio de segregación y anulación (olvido) sino mediante una violencia más bien subrepticia de borradura de la identidad del ser cultural desde sus interioridades mismas. De ahí la lucha de visibilidades/ocultamientos discursivos que convergen en el texto. La perspectiva irónica que la autora (implícita) proporciona al personaje es en ese sentido amplia y compleja (y resulta en una de las mejores partes de la novela). Se trata de un amplio esfuerzo por desdecir y deconstruir (mediante el perspectivismo y el contraste discursivos) la memoria y la crónica oficiales que han dejado los vencedores y que ha suprimido la consciencia del vencido y subalterno. Ese “texto” imperial, en el sentido cultural amplio, es el que habrá de llevar la humanidad a la destrucción y lo encontramos en los testimonios de la novela, incluyendo a Nepomuceno y a la autora misma.

Similar violencia subrepticia de la cultura nos muestra Estela en su memoria, comentando sobre lo que ocurre en el México del siglo XX. Al respecto, nos dice la segunda narradora: “Porque soy mexicana y vivo como vivimos los mexicanos, respetuosa de un juego de castas azaroso e inflexible, a pesar de nuestra mencionadísima Revolución y de Benito Juárez y de la demagogia alabando nuestros ancestros indios. Y porque, creo, nuestra historia habría sido distinta si el Colegio de la Santa Cruz de Santiago de Tlatelolco no hubiera corrido la triste suerte que tuvo” (64-65). Insiste en ese sentido en la intrahistoria que debe ser conocida: precisamente la que la novela, con los testimonios de sus personajes principales, deja advertir de manera amplia. Esta mirada permite incluso que en su presente Estela advierta la manera en que su propia abuela (una india) contribuye al esparcimiento de la modernidad que lleva a la destrucción: “Nada como un patio con piso de cemento y bien limpio. Nunca pensó [la abuela] que el hombre pudiera ser capaz de vencer la selva destruyéndola, y que al acabar con los bosques tropicales pusiera aún riesgo el resto de la vida en el planeta” [48]. La perspectiva de la autora resulta así nada idealista y cubre todas las contradicciones sociales, las de la oficialidad (el Otro) y las del “otro” subalterno. En esto Baullosa se propone superar la visión idealista hacia el otro que incluso se mantenía en las novelas del Boom.

Ángela Díaz encuentra el manuscrito del fraile en una vieja silla (la que perteneciera a Hernando en los tiempos coloniales). Más adelante Lear, en la futura y apocalíptica L’Atlántide, interesada en el pasado humano que va entrando en el olvido, encuentra el manuscrito (en unos archivos llamados “kestos”) y se ocupa de traducirlo al nuevo lenguaje de “la ciudad en el cielo”. Lear es una experta paleontóloga, arqueóloga y traductora del llamado Centro de Estudios Avanzados. El lector advertido puede encontrar correspondencias entre el tiempo colonial, la desaparición de la lengua y cultura náhuatl y la creciente crisis del paradigma histórico (el de la modernidad) en los años jipis de Estela en el México de la segunda mitad del siglo XX. Más allá de lo que podríamos decir de la narración, singulares resultan los comentarios de Estela sobre sus lecturas de Pedro Páramo y Cien años de soledad. Aquí la obra deja de ser mimética y se torna confesional y ensayística (algo que ocurre de una manera menos visible en lo relatado por Hernando o Lear).

Estela parece coincidir con Juan Rulfo en que en el fondo se encuentra hablándole a gente que no sabe ya de la muerte. Intertextualmente se podría ver a Estela como un Juan Preciado que ve muertos por doquier y cuya preocupación es la de si tendrá igual destino como la de lectores mejicanos (indígenas) a quienes se dirige. Ya nos ha dejado saber cómo la madre de Hernando entiende que todo ha desaparecido (“Todo se ha muerto. Todo ha desaparecido” 193). Enfática es la insistencia de Hernando, en el genocidio, cuando traduce: “Pienso que mis piernas se niegan a caminarme porque se han dado cuenta que donde quiera hollen mis plantas, bajo una ligera blanda capa de lodo se esconden los huesos de mis cadáveres. Son tantos mis muertos que no podríamos dar un paso, mis piernas y yo, sin hollar algún hueso de algunos de los nuestros. Cric, sonaría cada que pisara, porque los huesos crujirían bajo nuestro peso, cric, una costilla de fray Bernardino, cric, la mandíbula de Miguel, cric. Un osezuelo de mi madre…” (193). 

Tras la lectura de Cien años de soledad que realiza Estela, se topa con el silencio mismo cuando los protagonistas se ven solos y creen que deben comenzar de nuevo; y encuentran un paraíso, un sueño, que solo entretiene, en cuanto lectura, según los años 60 y 70, parecido a la liberación sexual y cultural (y el “Black is beautiful” o “Indian is beautiful”, 198). Pero para Estela el texto muestra una: “compulsión de contar que parece un anhelo fóbico —el autor parece estar huyendo al silencio, el silencio de los muertos (“aquí no ha habido muertos”), el tiene que denunciarlos para no ser también un cadáver” (203). Amplia es la ironía en el adverso y equívoco significado que la obra marquesina ofrece a su generación, según Estela: “Su voracidad anecdótica, su anecdotario cornucópico no protege a Macondo de la destrucción. El Edén cae. Todo parece estar escrito, y todo está condenado a su fin. Los liberales, hacedores de disparates cuando parecen ir ganando la guerra contra los conservadores, van “avanzando en sentido contrario a la realidad” , como el sueño cubano” (203). Bien podríamos decir que Cien años de soledad preconiza lo que más adelante ocurrirá en L’Atlántide: “Cien años de soledad, nuestra bandera, fue el principio y el fin de su propia narrativa. Remodeló nuestro pasado, pero ahorcó nuestro futuro” (204).[19 La crítica resulta así evidente, a la contracultura de los años 60 y 70, en la cual la obra de García Márquez marcó un ícono de placer en la lectura lectura y placer. Pero el proceso no ha culminado —sugiere la autora, pues continúa en su peor manifestación durante la postcultura postmoderna. Ya estos criterios interpretativos textuales y culturales hacen a Boullosa de una generación escritural posterior a la del Boom, como hemos señalado antes.

De manera similar a Hernando, Lear, con su subversivo proceder de traducir el texto a ocultas y de disentir con respecto a lo acontecido en L’Atlántide —donde se pretende borrar las huellas de la historia del “hombre”—, deja evidencia escrita del tiempo y crea la posibilidad (la esperanza) de refrenar el olvido. No obstante, de los tres narradores es la única que carece de un subconsciente marcado por el imaginario materno en el tradicional sentido edípico. (Sí encuentra el manuscrito en algo parecido a un cesto, como si fuera la adoptiva madre del niño Moisés). Su imaginario materno, su fort da y pequeño objeto a son el texto mismo, el lenguaje en su primigenio sentido que aleja de lo post-humano y lo cyborg[20] de quienes la rodean. La preservación de la lengua y la memoria son el único objeto del deseo disponible y ello resulta sorprendente en lo referente a Boullosa como escritora. Inferimos que desea continuar cultivando el género novelesco en una sociedad de lectores, como la nuestra, que resulta tan parecida, en su cibernética y olvidadiza cultura,  a la L’Atlántide. 

Pero el problema (enriquecedor, por su parte) estriba en que los tres personajes, en su pre-texto de traducir, han de luchar con el falso texto, la mentira, y luego su “traición” al texto original (al alterarlo con sus propias narrativas). Primeramente (sobre todo Hernando) con su discurso se enfrenta a la obediencia al Poder, a la historia oficial, la que paradójicamente nubla la libre expresión de la humanidad (la subalterna) y porta dentro de sí el inicio de lo que será la apocalipsis final (la supresión de la otredad, de la alteridad humana, el olvido, una pérdida tanto del cielo como de la tierra). La escritora también se enfrenta a la falsa historia y su poder destructor de la humanidad y rebusca en el cesto el testimonio de la infrahistoria y la subjetividad otreica.

Al acogerse los personajes de L'atlantide, tanto al presente perpetuo (el de su cotidiano existir) parecen despojar de dialéctica al tiempo, y pierden la necesidad de mantener la memoria y su escritura; por ello extravían el recuerdo y la lengua. “Mientras me inclino hacia el pasado —nos dice Lear—, los demás habitantes de L’Atlántide se empinan hacia un presente perpetuo y se utilizan para reconstruir lo que los hombres de la Historia se empeñaron en destruir, la sublime naturaleza. Y yo sí recuerdo al hombre de la historia, y dialogo con él. A él es a quien le explico” (16). Ese hombre de la historia es el que hemos visto aludido por Hernando y Estela y lo han mostrado como causante o ya cual víctima de la corrupción, la envidia, la necedad y lo que coarta el impulso de expresar la verdad para un más responsable sentido del existir. El texto de los procederes del “hombre” en su capacidad de sujeto de la historia y del acontecer cotidiano (como el de los tres protagonistas) interesa cada vez menos al discurso oficial. Resulta tanto de esa manera, que al parecer a finales Lear carece de un rival concreto y visible con interés de negarse a que ella narre. La alteridad cobra forma paradójicamente por la falta de la misma. Incluso, se trata de un estadio tal vez más allá, más avanzado que el que se encuentra tras la muerte del murmullo en la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo. En esta novela, como en la de Boullosa, los personajes dejan de ofrecer la resistencia que requiere la dialéctica y solo se prestan a desaparecer.

Primeramente, el fraile expone el presente mediante sus experiencias de ser oprimido. Ángela traduce al español ese pasado, sin dejar de vincularlo con coraje a su actualidad como india mejicana en una violenta sociedad civil y legal. Lear recupera esos dos pasados, los lleva a su consciencia y lenguaje, a sus vivencias (in)humanas y los compara con lo sucedido en su decadente presente (que resulta el futuro, para el lector). Todos se enfrentan al problema de traducir de un idioma a otro, de un tiempo a otro, con incertidumbre de lo que ello representa para su devenir y el de la humanidad destinada al silencio (el que en el fondo ha asediado a los dos anteriores personajes). Del Náhuatl al latín, de éste al español y luego a la “lengua” de la sociedad futura de Lear (el silencio). Pero en las tres historias se entrelaza algo que va más allá de traducir un texto. Las dos traductoras articulan lo que les ocurre mientras escriben, revelan las situaciones significativamente pertinentes a sus vidas y que de alguna manera aparecen muy relacionadas con las semánticas profundas del texto original de Hernando. No obstante, no deja de haber ironía paródica de la autora (implícita) en la visión celestial de los muertos para explicar en parte la violencia siempre presente en la condición humana. En una ocasión, Hernando, se cree agraciado desde el cielo por su madre, y piensa que los muertos también han protegido a los españoles, los seres del mal: “así como a mi espíritu me acompaña, así como me protege, como impide que hagan trizas de mí [su madre ya muerta], así llegaron los muertos de los hispanos, acompañándolos a ellos a su entrada a esta tierra, y los protegieron, y se dieron a la mala convivencia con los muertos de cada uno de los que aquí vivían, y esta mala convivencia trajo la exudación, esta exuberante violencia. […] esta exudación (puesto que así la he llamado) que se emponzoña, que muerde con ira y con odio a todo habitante de esta tierra” (225). Tal parece que la autora (implícita) nos invita a ver cómo el humor reclama que se traspase el nivel mimético y hasta simbólico de la representación (porque así lo ve en la historia). En ese sentido, parece seguir la parodia cervantina de El Quijote en que el texto en su amplitud es capaz de desdecirse a sí mismo.

La sociedad de L’Atalántide cree haber solucionado el problema de las enfermedades humanas e incluso la mortandad, pero solo quedan cuarenta y dos habitantes sobrevivientes que “conviven” en una burbuja flotante, sobre la tierra. Mientras tratan de revivir mucho de lo restante en el planeta también se ocupan de borrar todo lo que sea la historia y la memoria humana ya que la misma evidencia lo que ha llevado a la violencia y destrucción. Pero la protagonista nos deja entender que en ese intento ingresan en un nuevo tipo de violencia. Se ven incapacitados para realizar las viejas formas de comunicar, ingresando en un estadio en que pierden la capacidad de comunicar creativamente. Su lenguaje, para Lear, sigue siendo el de la destrucción conducente a la borradura y al olvido. Tal parece que la estructura de esa ciudad en el aire pretende crear una reconstrucción utópica que, al contrario, los lleva a la destrucción y  aniquilamiento de lo que les queda de humanos (algo similar ha ocurrido en la cultura de los dos anteriores narradores). No se debe olvidar que Hernando es convencido de que ingresa a un lugar en que se habrá de cumplir un ideal de la unión entre su lengua, su cultura, el latín y lo hispánico. Estela, por su parte, parece la más cínica y escéptica de todos los traductores. Más adelante Lear será testigo del proceso mediante el cual quedan eliminadas la familia, la raza, la sexualidad, el soñar y el lenguaje mismo (16). Todo para olvidar e ingresar en una especie de posthistoria y postsociedad cyborg (como la imagina la autora). 

Como autora, en Cielos en la tierra, Boullosa acude desde un principio al México colonial y su esperada entrada a la cultura hispánica en su ideal renacentista. En realidad, la novela se presenta en un entrecruce literario de tres tiempos históricos (con sus similitudes y continuidades). La primera parte, que podemos reconstruir luego de leída toda la novela, se sitúa en el México colonial después de la conquista española, la segunda en los años 90 y la última parte ocupa un futuro indeterminado. La novela culmina con la historia de Lear, uno de los cuarenta y seis habitantes de LAtlántide, que obtienen la inmortalidad. La única ocupación de la comunidad es la de conservar en algo la fauna y la flora, casi extinguidas por la destrucción, en la tierra. La vida de Lear la animan dos hechos. Primero, la visita a las ruinas de las bibliotecas de los hombres de la Historia, donde encuentra el manuscrito de Ángela (también llamada Estela). Se ocupa, además, de la transcripción de los manuscritos, a pesar de la crítica constante de los otros atlántidos, quienes creen que sólo el presente y el futuro importan. En su testimonio, Lear deja ver la degeneración de sus compañeros sobrevivientes, quienes parecen convencidos de las ventajas del olvido; se prestan a convertirse una especie de seres ciber-primitivos, desprovistos de su anterior legado memorial. La novela es en ese sentido clara, en que se trata de un aniquilamiento mucho más que geográfico e histórico y que trae nuevas subjetividades y conductas que alejan de lo conocido como el ser parte de una comunidad reconocida como humana (como lo muestra, por ejemplo, amar a los niños). Se ingresa de manera explícita en lo extraño y en agresiones del sujeto contra sí mismo, que la propia protagonista se niega a aceptar. Mas la autora ha establecido en su discurso, desde inicios de la obra, que las agresiones son detectables desde un principio en la historia por el modo en que han tratado en sus infancias a Hernando y luego a Estela en el siglo XX. En ese sentido, la historia que ha cultivado el ser humano desde un principio ha ido devorando a sus propios hijos, algo que vemos ya desde Los de debajo (1916) de Mariano Azuela y que se alegoriza de manera apoteósica en Cien años de soledad

         Hernando de Rivas es uno de los más prestigiosos estudiantes indígenas que ha estudiado en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Un Colegio privilegiado fundado por Juan de Zumárraga, Pedro de Gante y otros misionarios franciscanos en 1536 para instruir en la fe católica a la élite azteca, y por consiguiente a toda la población indígena. Hernando, ficcionalmente, representa la voz nativa (según la ve su creadora desde el siglo XX), con una versión diferente de los acontecimientos durante la colonización, exponiendo con todo detalle los métodos de disciplina social y la vigilancia que adoptan los misioneros franciscanos, que no logran sino crear una patológica utopía cristiana y renacentista. Pero la vida de Hernando queda marcada por la enfermiza conversión que le inculcan por medio del cristianismo, y por una escalonada depresión a causa de las perturbaciones sociales y humanas que experimenta y, sobre todo, por la separación de su madre, con quien sostiene una afección muy edípica (la violencia hacia el sujeto es desde inicios sencillamente brutal e inhumana, como terminamos viendo en L’Atlántide). 

         Finalmente, un Hernando, ya envejecido, se muestra por completo, desilusionado de la misión franciscana y por la vida monástica, sobre todo una vez que los enemigos y rivales, como misioneros españoles de la envidia y la adversidad, abandonan y sabotean su propio proyecto de educar a los indios y “aprender” de ellos. El discurso de estos eventos es diestramente manejado por el autor (implícito) en su representación de las amplias intrigas del poder (y celos ante los indios más capacitados y aventajados) y de cómo los mismos españoles crean escenarios para eliminar incluso lo que ha sido su absurda utopía, tal vez tan extraña como la de los anómalos deseos de los atlántidos, posteriormente.

Así, Hernando nos refiere a la represión e intolerancia que no permitieron otra interpretación de la historia que no fuera la oficial.[21] En su relato confiesa al lector, de manera transversal, una verdad silenciada por los vencedores. Con ello le advierte que en su relato habrá una historia muy particular del pasado, pero de manera distinta a la “heroicidad” tradicional. Por eso comenta: “yo no quiero dejar de ver la luz del sol un día siquiera. Sin propósito ofensivo, la verdad a secas (que es lo que quiero yo anotar) iría como flecha contra los pechos de varios altivos” (73). Su honestidad se convierte particularmente en un medio de resaltar la naturaleza de la consciencia de la corporeidad, de una manera distinta. Con tal “traición”, desarticula cautelosamente las concepciones de la idealista cultura religiosa que le inculcan en contra de esa propia corporeidad. Hernando deja saber al lector la intrahistoria por la que ha pasado como sujeto colonizado, para enfrentar la historia oficial (ver Jean Franco). Si bien en un nivel superficial se acoge al estilo y lengua del Poder para comunicar, Hernando traspasa esos niveles no solo con su ironía discursiva sino con la franqueza con que expone sus experiencias incluso íntimas cargadas de sentir corporal y la diferencia emocional. Coloca en perspectiva así la mentira oficial de la escritura superficial, y rinde cuentas del mestizaje cultural en su distinción sensual que, pese a la opresión y represión, encuentra una verdad iluminada, no en los cielos sino en la tierra, en lo bajo (en un sentido simbólico). 

Estela y Lear, las narradoras de los otros dos relatos que conforman la obra, y que se convierten en traductoras una de la otra, intervienen en el manuscrito y en lo expresado por Hernando. Entrelazadas quedan las dos, al continuar tejiendo sus discursos con la misma franqueza, pero cada vez con mayores pérdidas (como las que vemos finalmente en lo ocurrido en L’ Atlántide). Por lo tanto, mantener viva la voz de Hernando se convierte en imperativo ético de la escritura, por lo que la autora deposita su mayor énfasis en ello mediante su heteroglósica representación.

Se implica así la posibilidad de acceder al pasado desde la perspectiva del subalterno (abordándose los estudios postcoloniales de hoy, que explican Homi Bhabha y G. Spivak, en cuanto a la subalternidad). El historiar del sujeto subyugado no deja de pertenecer a la visión de los grupos que se encuentran en poder pero hay maneras de transgredirlo (y para Boullosa ese es el papel de la literatura). Si bien los enunciados de los protagonistas luchan por dejarse ver ante su responsabilidad de manejar los referentes que ofrece el texto oficial, no quedan del todo “sumergidos” bajo otras voces ficticias o reales que se imponen en la historia de los vencedores (entiéndase: traducciones, documentos, anécdotas, etc.).
 Trascienden así los narradores la pura traducción del otro oficial y dominante y recuperan el idioma marginado por esos poderes. El discurso hace visible los márgenes, y en ello estriba la perspectiva deconstruccionista del texto. 

Los “cielos de la tierra” no son tan utópicos como se planteaba desde los tiempos coloniales, sino más bajos y dados a la desintegración que yacía implícita desde un principio (la mentira que encuentra Hernando inicialmente y que a través de la novela queda desenmascarada). Mucho de lo alto —lo que el poder ha exaltado— parece estar cargado de copias falsas, e incluso a Hernando pretenden convertirlo en una de esas copias (es un sustituto pero lucha por mantener su distintiva originalidad. Se ve llevado en su propia traducción a traducirse en su vivencial ante sí mismo y frente al lector. Su deseo es hacer visible su lengua, su distintiva imagen, su otredad impresa en el lenguaje (al igual que los otros dos personajes).

De esa manera, la novela nos presente, mediante sus tres protagonistas, a sujetos que trascienden los límites de los roles sociales asignados en cuanto género, clase y raza. No obstante, la transgresión que obtienen también los lleva a la soledad y a la angustia, ante la imposibilidad, a la larga, de superar una cruda “realidad” que intentará “borrarlos” para olvidarlos (dependiendo de la lectura).
 El texto cuestiona de esa manera la pretensión de una verdad, una objetividad y totalidad, a menos que se entienda el discurso como una disglosia de voces en la que se debe distinguir la última esperanza de los vencidos. A ellos pertenece la verdadera traducción que trasciende la lengua del vencedor. 

Todo lo anterior nos indica cómo Cielos de la Tierra, se rige por todo un perspectivismo irónico en el valor de la escritura y su mezcla con la historiografía como recurso que permite arrojar mayor luz sobre el pasado de los grupos marginados en la historia en su sentido más intrahistórico (los que atraviesan el devenir desde el que demanda el Poder hasta los que los sujetos, en su particularidad, imaginan o imponen). Crear un diálogo en conflicto entre diversas voces de la cultura oral, la memoria, la intrahistoria y la literatura constituye el papel primordial de la novelista en su quehacer creativo.
 El problematizar los procesos metanarrativos, implica también la importancia de la posición desde la cual narra el personaje, la distancia o cercanía de éste ante los hechos relatados y la forma que adquiere la información transmitida. Desde esta óptica, la experiencia del sujeto se incorpora como un elemento que debe ser tomado en cuenta al momento de acercarse a la historia y en el instante de escribirla, de reconocer (exponer y desarticular) malignas intenciones y manipulaciones de la misma (ver  a Sánchez). 

El título de la novela, proviene de un poema apologético de Grandeza Mexicana de Bernardo de Balbuena, publicado en 1604, y que describe la grandeza arquitectónica de la Ciudad de México, el “cielo de la tierra” y cómo con ella se cumple con el deseo europeo de alcanzar una utopía. Frente a esa gran utopía, de su cielo, su espiritualidad, su narrativa “limpia” y oficial, se infiltran en lo narrado las intrigas de los propios inquisidores españoles y sus traidoras acciones. Desde un principio ya Hernando habla de intrigas, envidias y malignas prácticas que rodean todo el proyecto de catequización. De ahí que específicamente en una ocasión nos hable de lo sucio, de estar envuelto en heces fecales, en orines; lo que contribuye a la visión escatológica (distópica) que en el fondo quiere ofrecer la obra. Comer (como signo de sobrevivir), insomnio y muerte (junto al acto de escribir las memorias) se mezclan en esta crónica de Hernando: “¿Qué me roe a mí?, me pregunto. […] Me parece que lo que el insomnio busca, en mi estera y conmigo, es comer lo que en mi va habiendo cada día de muerte” (178-179). En una ocasión asocia los orines (que también se relacionan con la etapa infantil y la leche materna) con el llanto de alguien en particular: “interpretaba que el sonido era el llanto de alguien […] por lo que cuando dejaba de orinar me extrañaba escuchar el silencio […] sintiéndome sorprendido, sin saber qué hacer con la tristeza remanente que había provocado el ruidillo anexo al orín. […] que fuera él quien hacía ese ruido parecido a un llanto” (311). Tal vez en su intertextualidad la autora (la voz implícita) dialoga paródicamente incluso con obras como Coplas de Jorge Manrique (tan importantes y conocidas en la tradición literaria) y con toda la idea occidental del llanto mariano y del privilegiar lo trascendente frente a lo inmanente (el cuerpo, la muerte). Se trata de la versión profunda y arquetípica del goce/sufrimiento/placer del subalterno en cuanto a estos anclajes del subconsciente presentados desde un subalterno de América, como Hernando[22].

A finales de la obra, luego que ha sido traicionado y expulsado del Colegio, Hernando encuentra una de las mujeres que lo inmiscuyeran en el escándalo que le traman sus rivales. Esta vez obtendrá de ella experiencias eróticas que lo transportan a su recuerdo del seno materno y a una naturaleza armónica (el límpido cielo poblado de nubes) y sin dogmas y rivalidades malignas. Sostiene relaciones sexuales con esta mujer y al ir luego al río a limpiar sus ropas, y tal vez lo que considera su cuerpo “pecaminoso”, reflexiona respecto de la verdad estimuladora y la sensualidad erótica ocultas en el cuerpo, la sexualidad y el entorno carnal (incluida la presencia de lo homoerótico) y logra vislumbrar un “cielo”, una experiencia “mística”, mediante el cuerpo gozoso en su carnalidad primigenia: “Entonces yo no era ni pequeño, ni enorme, ni varón, ni niña; ni indio, ni blanco, sino un ser perfecto” (344-345). Esa experiencia lo libra del cerco del imaginario materno (y del simbolismo patriarcal de la cultura hispana que lo ha adoctrinado), y su ego adquiere independencia:  “… porque cómo pensar que el agua y las yerbas frotándome tuvieran un efecto que no fuera llevarme al paraíso del amor virginal y casto de mi mamá? Porque ella me tocaba el cuerpo no para despertar el pecado o la concupiscencia, y me tallaba aquí y me frotaba acá para avivar solamente la chispa de su luminoso cariño” (345). Un poco antes, con esa misma mujer bailarina que lo invita a la casa, se encuentra con la niña de ésta, y tras bañar la infante y darle de comer, logra ver cómo la madre la alimenta del seno, el mismo que él más adelante es invitado a disfrutar como hombre. Se percata, no obstante, de la identidad distinta de esa mujer e ingresa en nuevas complejidades binarias: “Ella era un ángel egoísta y cruel” (347). Y tras descubrir la vida de la “nueva Gomorra” busca en la naturaleza un alterno significado de su identidad: “… (y eso es lo que me conmueve más en el paso de la nube) en su camino no hay escollo alguno. Nada la detiene, el viento la lleva, su cuerpo la lleva, parece que nació para avanzar inexorable. Caminando sin andar, volando sin volar, hecha de la materia misma del movimiento, puro avanzar, avanzamiento, caminamiento…” (357). En la estructura profunda de la consciencia del personaje, y de la obra en su totalidad, se trata de “cielos de la tierra” de una más auténtica y poética significación. 

Hernando se percata que su cuerpo es de un barro frágil que, sediento de agua (se presume) se convierte en “piedra” y cae, rompiéndose en pedazos hasta que alguien lo encuentre y lo recomponga (una versión relacionada, pero distinta de Pedro Páramo (357). Finalmente, al parecer ya viejo, y escribiendo a escondidas su texto, nos dice:  “… y no hay aquí un alma buena que me lleve a la orilla del lago para ver en él el cuerpo blanco de la nube caminando” (357). Pero aún así logra ver desde su silla, que: “Despejado el cielo, brilla sobre las baldosas del piso una luz perfecta, casi, diría inmortal (358). Es ahí cuando reconoce que todo termina en un “flagelo extrañamente dulce” (358). Por su parte, la autora (implícita), en esta cita y su manera de expresar el acontecimiento, ha encontrado un discurso que además de ser miméticamente coherente con el argumento que sostiene mediante el testimonio de Hernando, alcanza niveles poéticos y de pensamiento podríamos decir que post-místico. La luminosidad no se encuentra en lo alto sino en lo bajo, los genuinos “cielos de la tierra”. Esa es la tierra que los atlánticos terminan abandonando/

Cielos de la Tierra se inspiró en el descubrimiento del Nuevo Mundo y el interés por crear tanto una utopía bíblica, un Edén prístino antes de la caída o la época del Espíritu Santo, como una utopía clásica y mitológica que alude a la sumergida Atlantis del mito clásico. Cabe tener en mente que en las imágenes de los textos de la conquista se imprimieron marcas utópicas que, además de admiración ante la nueva belleza descubierta en América, se incluía lo monstruoso y maravilloso. Se convirtieron en fuentes y narrativas que animaban los deseos de continuar en la búsqueda de utopías que complacieran la conciencia del europeo renacentista (moderno). Sabemos que en el Renacimiento se produjo el deseo de alcanzar una utopía, que dividió la historia de la humanidad en tres tiempos: el del Antiguo Testamento, del Nuevo Testamento y del Espíritu Santo. El descubrimiento del nuevo mundo sería una señal de alcanzar el tiempo del Espíritu Santo. Por eso los franciscanos quisieron crear una Iglesia Indiana en la Nueva España, que condujera a la obtención de esa etapa utópica de la humanidad, que duraría hasta el juicio final. La narrativa de Hernando alude a este deseo de alcanzar un “nuevo mundo” en las indias. Se trata, además, de una utopía colonial que Boullosa somete a una parodia intertextual, que sin dejar de ser una representación testimonial, mimética y memorable, no deja de ser poética y de gran compenetración en la psique del sujeto subalterno americano, el indio). Precisamente esa resulta en la utopía deconstruida al extremo y con visión escatológica en el relato de Lear, como hemos visto. Tanto resulta así que tras Lear se oculta el autor (implícito) que se propone demostrar la caída de la cultura en su peor estado escatológico.

Teniendo en cuenta el aspecto metaficcional de la narrativa de Hernando (siguiendo la crítica de Anna Reid) se desprende la manera de atender los procesos de abordar los problemas de la memoria individual y la colectiva. Se tiene como intratexto la censura religiosa e ideológica propia de la época de la conquista y colonización de América (según la entendía la autora con su consciencia postcolonial). Ante todo, se desprende una patente intertextualidad con el relato de Bernal Díaz de Castillo. Este personaje histórico y Hernando escriben ya envejecidos, distanciados en el tiempo, de los eventos, y basándose en textos que pueden nublar la memoria. Bernal Díaz escribe su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568)como respuesta a la Historia general de las Indias (1552) de López de Gómara, cronista oficial, quien a su vez se basó en las Cartas de relación (1519-1526) de Hernán Cortés. Boullosa crea el personaje Hernando de Rivas, quien escribe su “cielo de la envidia” como una manera de salvaguardar su propia identidad y para dar testimonio de lo que ha sido oficialmente registrado en su época. Nos relata la desintegración del sueño de la Iglesia Indigenista, y expone testimonialmente los elementos que la llevaron a la destrucción. Sobre todas estas intertextualidades habría que tener en cuenta la mentalidad lascasiana que anima la visión del mundo de la autora y su reconocimiento poscolonial de la historia de América.[23]

Algo parecida resulta la caída final de L’Atlántide y de la clásica Atlantis. La conducta de los habitantes en la Atlantis de Platón deja de seguir a los dioses y los habitantes se apartan y comienzan a actuar con extrañeza. Zeus se enfurece y precipita la caída de la ciudad, culminando todo en la destrucción total provocada por una gigantesca ola. En la novela de Boullosa vemos cómo en L’Atlántide, el lenguaje se suprime para convertirse en una serie de gestos y señas con los cuales los cyborgs se vuelven bestiales; sus labios se tornan semejantes a hocicos y se les describe como “maniquíes anómalos” (290). Tal bestialidad llevará a la colonia a suprimir la memoria y a querer reformar el lenguaje que controla y regula los pensamientos y las acciones de la comunidad, estableciendo un estado de vigilancia policial, incluso del pensamiento, como lo han propuesto algunas obras fantásticas del siglo XX (sobre todo las versiones fílmicas). Se trata de la supresión del humanismo tal y como se le ha entendido desde los clásicos en nuestra cultura letrada moderna. El testimonio adquiere amplio sentido en cuanto conforman, para la voz autoral e implícita, revisitar el pasado, examinar el más cercano presente de nuestro siglo y mostrar las posibilidades del futuro humano, como consecuencia de lo anteriormente ocurrido, y que se advierte mediante la heteroglosia en todos los relatos (ver Alcantar). 

         Bien se puede considerar a Hernando, Estela y Lear como las voces ocultas de Carmen Boullosa misma en muchos aspectos relevantes a la destrucción de la sociedad y la subjetividad misma en la cultura contemporánea. Es por medio de Lear, sobre todo, que nuestra autora plantea la problemática de la amenaza ante la naturaleza que en parte apreciamos (poéticamente) desde el discurso de Hernando y en los testimonios pre-apocalípticos que ya nos deja ver Estela. Esta última (continuando en mucho lo iniciado por Hernando) prosigue la historia humana de devastación, haciendo referencias a la corrupción del gobierno mexicano (el abandono del proyecto liberador y revolucionario) y el racismo a lo largo de siglo XX. A los tres protagonistas les preocupa la historia y su escritura, y ellos mismos son amplios testigos de la desintegración de la consciencia y el cuerpo humanos y su identidad fundamental y primigenia. 

         A la larga, tal parece que la escritora acude a un clisé que propone que el lector ha de salvar el texto. Al final Lear nos dice: “Los tres perteneceremos a tres distintos tiempos, nuestras memorias serán de tres distintas épocas, pero yo conoceré la de Hernando, y Hernando conocerá la mía, y ganaremos un espacio común en el que nos miraremos a los ojos y formaremos una nueva comunidad” (369). La misma autora nos dice a principios de la novela: “Querido lector: […] “Toma tú, lector, a este libro y dale la calidez que no supe encontrarle en el camino. Que nazca en ti y que sea tuya”. Se trata de la niña que acoge Hernando en un momento (limpiándola y dándole de comer), de Estela misma como hija, y de los niños que quisiera salvar Lear (y no comérselos, como lo hacerlos demás) (277).

         Podemos decir, con Holanda Castro e Ileana Alcántar, que la propuesta revisionista de las utopías caídas llevan a una misma conclusión. Y es que el lenguaje termina amenazado, lo que siempre acecha al sujeto es la muerte de la humanidad y, por ende, para la representatividad en y de la Historia. La alternativa que se presenta es pues, la reconciliación, mediante el testimonio, lo que no habla solamente de la literatura, sino del conocimiento que transmite, y de las múltiples posibilidades de perpetuar la memoria o de reivindicar la Historia a través de la palabra oculta y por descubrir. Cabe recalcar que se trata de la memoria y el devenir del “otro”, manteniendo siempre un lenguaje “realista” (que no pierda de perspectiva la intrahistoria) y postvanguardista (de juegos formales) a la misma vez.

Cielos de la tierra ofrece de esa manera un juego de transposiciones autorales, donde los relatos predominantes de Hernando y Lear –cuyo objetivo es recuperar la memoria por medio de la reconstrucción de la historia– aparecen unidos por el hilo narrativo (transicional) de Estela, quien a pesar de ser también personaje-autor, se ve rescata por los discursos de los otros dos. Desde el inicio, Cielos de la tierra, alude al lector y lo previene: “Esta novela no es de autor, sino de autores. En sus páginas hay tres personajes que confiesan confesar, y habemos dos que confesamos haberla escrito” (9). En efecto, luego que la autora dedica su obra, “el segundo que confiesa haberla escrito”, Juan Nepomuceno Rodríguez Álvarez, irrumpe con una “Nota del autor” para reafirmar la premisa de Boullosa. A su vez, Nepomuceno interviene al notar que: “La novela es diálogo y es unidad” (13). Por eso es que Cielos de la Tierra ejemplifica, en su lectura frontal, un dialogismo de sus tres personajes-narradores principales, Lear, Estela y Hernando —recatados a la larga por la autora implícita— y Nepomuceno). Éstos entablan unitariamente (aunque también de manera desparramada) un intercambio de fluir de voces a través del tiempo, el espacio y el lenguaje, teniendo siempre en mente el fenómeno del recuerdo que rescata mediante la memoria y la escritura, la posibilidad de caer en la contingencia del olvido y la desaparición. Pero todo parece también depender de la traducción que finalmente pueda realizar el lector en su capacidad de retener al máximo el poder de la literatura que invita a empelar la reflexión y a reconsiderar la posibilidad que se pueda articular un “cielo” como una burbuja en la tierra. Esa era el inicial imaginario de simulacro que proponía la sociedad colonial con su falsa mística, y luego la indiferencia del pueblo mejicano ante su propia historia y su propuesto final; y luego en el último relato la que alcanza la sociedad tecnológica que Lear nos presenta en la novela con tanta abyección. Hay una implícita referencia al misticismo, al idealismo, a la metafísica, al creer que se puede continuar en una sociedad que impone el significante imperial que conduce a la trampa de la elevación cuando en realidad lleva a lo fantasmal, a la metáfora que la piedra que ya nadie puede detener (según Demetrio, en la novela Los de abajo).

Se reclama, sobre todo, no continuar repitiendo, traduciendo los idiomas (lenguajes) que narran la violencia contra la condición de la humanidad que existe intrínsecamente en el sujeto. El lenguaje de los significantes primigenios, el de los cielos, que imponen los poderes dominantes se encuentran desarticulados por los escritos ocultos del “otro” de la historia, lo que representan precisamente los tres narradores de la novela y sus testimonios ofrecidos al margen y que en verdad rehúyen de la posibilidad de desaparecer más allá de ese margen. En este sentido, estaríamos frente a una escritora derridariana que advierte el último deseo de desafiar el final, el silencio, la escatología, la violencia. Hay una tecnofobia, porque el ocultamiento de la verdad intrínseca del otro ha sido silenciada y ha triunfado la tecno-ciencia, la máquina, y en esta última ocasión el impulso final de imitar y entregarse a las mismas. Se desprende que ha existido una separación entre el saber ontológico y social y el saber científico que ha dominado el mundo actual y del que se sabe muy poco.[24]

En todo este proceso habría que distinguir el sentido de la soledad y su poder de llevar al olvido, junto a la capacidad de reflexionar y percatarse de que se es texto, de que nunca se alcanza el tiempo, que resulta necesario representar un devenir distinto, un texto diferente que muestre la alteridad de la que se forma parte en el quehacer y la convivencia. El escribir un texto de la “diferencia” es un modo de resistencia, una manera de rechazar los lenguajes de la oficialidad (del logocentrismo que lleva al triunfo de la ciencia) y buscar y descubrirse en la expresión del discurso marginal, el que conduce a identificar el crimen cometido contra el “otro”. Cobran valiosa textualidad así varios movimientos y dinámicas del momento, del instante y el devenir mismos. Se expresa la sincronía del presente que capta la duración del devenir (la diacronía que fija la memoria, la historia en cuanto traspasar al otro texto que desplaza y aplaza el olvido, el no lenguaje). Escribir, como el existir mismo, es un acto subversivo de sobrevivencia constante. Es lo que parece implicar Boullosa en su novela.

No es de pasar por alto que la obra la escribe Boullosa en un año en que ha triunfado el capitalismo neo-liberal (el “mundo libre” que sostuvo la “guerra fría” contra la Unión Soviética). Se trata del mundo del desgaste del vanguardismo (Rayuela, Cien Años de soledad), de la caída del socialismo marxista y leninista (ya evidente a mediados de los años 80), del triunfo del capitalismo de Estado dentro del “comunismo” maoísta de China, del triunfo de los intereses del  postcapitalismo globalizador en América Latina y en en el resto del mundo. También se escribe la novela en un momento en que ya resulta abrumador del mundo tecnomediático, de las computadoras, de la era postindustrial y postfordista, de la nueva ciencia médica (DNA), de los conocimientos de lo micro-orgánico y de los macroniveles de la astronomía (dark energyblackholes). Se trata del mundo en que la mente humana, ya sea neokantiana, posmarxista, deconstruccionista, semiológica, parece haber quedado atrás. Las ciencias humanas parecen no percatarse de haber perdido amplio territorio ante el mundo que no pudo controlar la modernidad misma, el de la ciencia, el del dominio irracional de la naturaleza y el de la creación de un capitalismo manipulado por las computadoras. Son dos mundos que se han distanciado y han creado sus propias esferas por separado desde inicios de la modernidad en el siglo XVI y que se encuentran en la actualidad en un intento de diálogo y “interacción comunicativa” (ver Latour y Habermas). Esta obra de Boullosa nos invita a emprender ese diálogo porque de ello depende nuestra sobrevivencia en el planeta.

 

 

 

Bibliografía adicional

 

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Traidor El problema sería el de cuándo un sujeto puede traducir un texto que no contradiga lo que en ese momento de la traducción le está sucediendo. Sí se traduce se debe a que ya esa lengua va hacia el olvido y que hay un destino que obliga a olvidar y traducir. Pero se trata también de cuándo un traductor ha de gestionar un texto que contenga dentro de sí la historia del “otro”. Así el traducir mismo se convierte en un acto necesario de recuperar algo olvidado, algo perdido que necesita reinvindicarse en la nueva historia y su nueva traducción, su nuevo texto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1]  Si bien en la novela que adelante analizamos, Cielos de la tierra, hay ruptura con el Boom y sus intentos de alcanzar una narrativa totalizante, Boullosa todavía presenta una gran alegoría de México (y del imaginario futuro del mundo). Ya para fines del siglo XX encontramos obras que se proponen establecer rupturas con [] el post-boom, pero también en ese periodo encontramos escritores del Boomque muestran interés en aspectos de heterogeneidad, deferendos y adoptan estilos y formas que se suelen identificar con la literatura posterior. Blaustein cree que el Postboom constituye un fenómeno literario de gran heterogeneidad y diversidad literarias que no deja de incluir la coexistencia de tendencias antagónicas y cruzadas. (Ver Blaustein). En esta novela, Boullosa se coloca en un intersticio escritural, pese a que podemos considerarla una escritora de tendencias postmodernas posteriores incluso al Postboom.

[2] Ferraro la entrevista: “Una pregunta que estarás cansada de contestar, ¿te consideras feminista?”. A lo que Boullosa contesta: “Si no hubiese habido feminismo yo no podría llevar la vida que llevo. Soy de una generación privilegiada, en la que otras pelearon por mí. Por ejemplo, mi abuela no podía saltar la cuerda, y de niña no le dejaron ni tocar la cuerda, ni tocar la pelota, todo esto porque era mujer. Un día que uno de sus primos había dejado la cuerda, ella la tomó e intentó saltar (ahora es muy curioso porque el juego de cuerda es como de niña, pero antes una mujer aquí no podía hacer eso). Bueno, pues tomó la cuerda  y la vio su padre, y la azotó dejándola veinticuatro horas encerrada en su cuarto y cuarenta y ocho horas sin poder comer porque había hecho algo que era completamente indecente, que era tocar la cuerda, un juego que no era para mujer. Ella las vio muy negras y apenas pudo salir de la hacienda se volvió terriblemente feminista. Fue maestra de escuela, maestra rural, estuvo contra los católicos, fue de las que quemaron curas, ¡se volvió una radical! Yo no tuve que hacer  nada de eso, porque yo llegué y el mundo estaba dado. Pero sí veo que en otras clases sociales en México las mujeres no pueden hacer… no pueden saltar la cuerda. Entonces obviamente, yo como ciudadana simpatizo con el movimiento feminista y opino, como Octavio Paz, que fue la única revolución que valió la pena del siglo veinte. Pero como escritora, pues no creo en ningún “ismo”, todo lo pongo en entredicho, creo que es el papel de  la literatura, ponerlo todo entre interrogaciones, ponerlo todo entre comillas. No hago proclamas ni respuestas”.

[3] Roland Barthes, Jacques Lacan, Jacques Derrida son parte de la creación del discurso postestructural y postmoderno que desde mediados del siglo XX comienza la ruptura con el pensamiento moderno que mantenía ataduras con las epistemologías de la modernidad e ilustración cartesiana y kantiana. El vanguardismo de los años 20 comienza a lanzar una mirada contraculturalista a esta modernidad que culmina en los pensadores arriba mencionados. Latinoamérica, con sus críticas más actuales, participa ideológicamente desde su discurso postcolonial y subalterno, de estos procesos. Ver mi libro Modernidad, postmodernidad y tecno cultura actual (San Juan: Publicaciones Gaviota, 2013), El principio radical de lo nuevo. Postmodernidad, identidad y novela en América Latina de Julio Ortega (México: Fondo de Cultura Económica, 1997), La filosofía en el debate postmoderno (Costa Rica: Euna, 2002) de Carlos Rojas Osorio, Teorías en debate. Teorías sin disciplina (latinoamericanismo postcolonialidad y globalización en debate), Edición de Santiago Castro Gómez y Eduardo Mendieta (México: Miguel Ángel Porrúa, 1998, http://www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/).

[4] Este nuevo “realismo” establece una ruptura con la narración alegórica de los grandes meta-relatos del Boom. La historia oficial, en el sentido amplio, pierde autoridad y se prefieren las pequeñas narrativas. De ahí que en esta obra de Boullosa haya encuentro conflictivo entre el gran relato, la memoria oficial, y lo que se cuenta desde la cotidiana subjetividad (siendo esto último lo que adquiere frontal valor). Ya con escritores como Roberto Bolaño (1953-2003), se vuelve irrelevante escribir con la convicción bolivariana del Boom. No significa que América Latina haya desaparecido como escenario o centro de interés, pero sí se empieza a percibir con un carácter postcolonial, desprovisto de una identidad fija (nos dice María José Bruña Bragado en “Ética y estética tras el desafío postmoderno en la literatura hispanoamericana”).

[5] El intento de reconstruir la memoria a través de la ficción es una manera de infiltrarse en la historia oficial (la escrita por los vencedores) al ofrecer la versión del sentir personal e individual del sujeto ante los efectos de aquélla. Se trata de reconocer la voz de los vencidos, como la de los indígenas amerindios ante los europeos. “… Las Casas se enfrentaba a Sepúlveda desvelando la parte irracional y violenta de la historia escrita por los españoles en América. […] para ello Las Casas tenía que enfrentarse en poner al día la parte de racionalidad propia de la historia considerada desde el punto de vista de los indios” (de Catherine Chalier, en Mate 20).

[6] Para Donald L. Shaw, La casa de los Espíritus es en el Postboom lo que Cien años de soledad fue para el Boom. (Nueva narrativa hispanoamericana 278). Si bien Allende mantiene las grandes alegorías inmersas en el “realismo mágico” (de manera en ocasiones paródica), no deja de ofrecer un nuevo paradigma escritural más feminista e interesado en los micro-relatos cotidianos. Al neo-barroquismo que tanto éxito editorial les diera a muchos escritores exitosos del Boom, Allende añade elementos de un nuevo tipo de novelar en que al feminismo une un neo-realismo de lo cotidiano que abre nuevos senderos a la narrativa ya más postmoderna (y en la cual no hay tanta nostalgia por una América inmersa en un pasado arcano y misterioso, en espera de descodificación). Definitivamente con Allende hay un distanciamiento de las narrativas de Alejo Carpentier y Lezama Lima y se inicia un giro de cambio en las posturas narrativas, tal y como las acogen García Márquez y Carlos Fuentes, por ejemplo. Muchos han visto La casa de los espíritus como una copia de las obras neo-barrocas del Boom, o como una parodia de las mismas y también como parte del discurso que exige el mercado light de la postmodernidad que se ajusta a la mentalidad mediática. Sin verlo con prejuicios y abyección, tal vez mucho de ello tenga sentido como el proceder inevitable de la escritura en la historia.

[7] La narrativa de Boullosa se inscribe, más específicamente, en el movimiento del postutopismo de las letras mexicanas, donde la literatura tiene la posibilidad nuevamente de fungir como vaso comunicante. Pero, además, podemos ubicar su obra en lo que Linda Hutcheon denomina “metaficción historiográfica”, en la cual historia y ficción se conjugan por medio de la intertextualidad, la autorreflexividad, el problema ontológico, la subjetividad, la parodia y la memoria. Los primeros aspectos tienen que ver con el deseo de reducir la distancia entre pasado y presente, así como re-describir el pasado en un nuevo contexto, al menos el de la coyuntura de cada presente (pasado que crece en función del porvenir). (ver Roberto Sánchez Benítez, Revolución e historia en la novela hispanoamericana 125).

[8]  Hernando ingresa al Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco suplantando a Carlos Ometochtzin, hijo de un pariente influyente de su madre. Esta familia no quiso entregar a su hijo para la educación cristiana que ofrecían los frailes franciscanos. Hernando es un sustituto y sin proponérselo un impostor; es un subalterno otreico dentro de la otredad misma. Esto hace que su voz obtenga mayor relieve en cuanto testimonio de un sujeto en lo más marginal. Y lo que interesa a la autora es precisamente el extremo de la “historia” del otro más relegado y abyecto del Poder, la voz de quien ha sido silenciado y en esta ocasión tiene una oportunidad de advenir al discurso y ser escuchado (el saber de la microhistoria (ver Alcántar 45). Le imponen la represión del lenguaje en el monasterio cuando le dicen a Hernando: “En la palabra que se excede encuentra un resquicio de pecado” (191). El mayor silencio que debe guardar fray Hernando radica en no mencionar que es un sustituto del hijo del padre, el que debió ocupar su lugar desde un principio (188). Desde inicios de la obra vemos cómo el padre abandona a su hijo. Similarmente a finales de la obra, Lear tiene que contemplar cómo los atlántidos se comen los niños (tal vez significándose que Cronos termina devorando su destino, algo similar a lo que vaticina toda la novela).

[9] El testimonio de Estela no ofrece suficientes detalles de un conflicto tan significativo como lo que será el fin de la humanidad tras su ingreso en una carrera hacia la Guerra nuclear. La novela no se detiene a representar una imagen clara de este gran acontecimiento; lo inferimos más bien de lo dicho por Estela. Tal vez sea una reprochable elipsis en la novela. Los otros dos narradores sí nos exponen una errancia y desplazamiento del flaneur, por los espacios abiertos (citadinos) y de clausura que poseen mayor sentido mimético.

[10] Por cyborg entiéndase el proceso en que los humanos van adhiriendo a su cuerpo prótesis que los convierten en máquinas y seres cibernéticos. Películas como Star Wars (1976-2005) y Star Trek (1966-2009exponen representaciones muy llamativas de estos sujetos del futuro. La literatura fantástica y futurista se hace eco de estas representaciones y narrativas para adaptarse a los cambios científicos que se vislumbran desde mediados del siglo XX y que traen transformaciones maquinales a los procesos de la sociedad y la cultura. Ver Donna Haraway en “A Cyborg Manifesto” (1985). La primera edición de Frankestein, The Modern Prometheus de Mary Shelley fue publicada en 1818. Ya se vislumbra que en la canibalización del “hombre” contra sí mismo se impone la máquina que podría destruirlo en su (in)humanidad.

[11] En una ocasión Lear ve lo inútil de la poesía para los atlántidos: “A sus ojos, los versos no tendrían más sentido que el infame de ser creación de los Hombres de la historia” —dice este personaje en una ocasión de reflexión sobre su diferente sentir en el mundo de la burbuja (95). Notamos como el discurso de Hernando es muy poético, algo que se va perdiendo en los otros dos relatos. Ya en la última memoria se ha perdido contacto con la “realidad” tal y como la conocemos incluso hoy día (en esto nuestra autora es seguidora de los que tratan más a fondo las ideas de Jean Baudrillard).

[12] En cierto sentido podemos decir que Bartolomé de las Casas (1474-1566) es el iniciador del pensamiento anticolonialista latinoamericano. Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) es uno de los libros que inicia el pensamiento crítico latinoamericano mediante el cual un sujeto perteneciente al grupo invasor entiende los derechos del subalterno. Hay un pensamiento anticolonial y antiimperial que se despliega luego en el siglo XIX con personalidades como José Martí y Eugenio María de Hostos, y que desemboca en la revolución que pregonan los marxistas y socialistas de los años 70 del siglo XX. El pensamiento postcolonial que inician Edward Said, Himi Bhabha y Gayatri Spivak, tiene sus seguidores con los intelectuales postcoloniales en Latinoamérica a fines del siglo XX (Alberto Moreiras,  Gloria Anzaldúa, Néstor García Canclini, Carlos Rincón, Walter Mignolo, para dar solo algunos nombres). En esta novela Boullosa se alía al pensamiento postcolonial y no anticolonial izquierdista (mayormente socialista, como se pregonaba en los años 60 y 70). Sus críticas a Gabriel García Márquez (que discutimos en este trabajo) son prueba de ello. (Ver Santiago Castro Gómez y Eduardo Mendieta, Teorías sin disciplina…) .

[13] Para David Hume (1711-1776) el llamado hombre es un lobo para el hombre mismo, gestor de una lucha universal que se expresa en la naturaleza, como en la interacción de los átomos. Debido a esta pugna hay un estado de no-derecho y anarquía, de miseria y miedo universal. Se entra en un pacto para producir el orden mediante un Estado, lo que Thomas Hobbes (1588-1679) llama un Leviatán (obra con ese título de 1651). Se concibe un soberano supremo (del colosal monstruo bíblico) que se fundamente en la razón y la seguridad para el pueblo.

[14] Miguel de Unamuno (en En torno al casticismo, 1895), creía en una historia oculta pero activa, que no seguía el pasado de la escritura oficial. Nos dice “… las olas de la historia, con su rumor y su espuma que reverbera el sol, ruedan sobre un mar continuo inmensamente más profundo que la capa que sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca llega el sol” (Madrid: Alianza Editorial, 2000: 41). Todo este pensar podría ser el embrión de lo que luego serán las ideas post-historicistas y post-coloniales. Ver de Keith Jenkins, ¿Por qué la historia?,(México: Fondo de Cultura Económica, 2006).

[15] Las nociones de vigilancia y poder fuoucaultianas  son propias ya de estos escritores, posteriores a los años 80, y la bibliografía del trabajo de Boullosa da cuenta de ello. En la sexualidad que se escenifica en el último testimonio de Lear, hay más interferencia de las ideas de Donna Haraway (antes citada) y de las nuevas subjetividades tal y como las proponen Foucault y Jameson (ver Bibliografía). Boullosa es partícipe de las ideas que ven cómo los imperativos técnicos del siglo XX terminan imponiéndose al “imperativo categórico” kantiano. Como escritora, Boullosa es también una nihilista que con sus criterios del “lobo del hombre” (la maldad intrínseca, animal, en el ser humano), considera que el mundo del símbolo y la metáfora ha sucumbido ante el poder de las máquinas. Esto la compromete, en gran medida, con las teorías humanísticas (éticas) de la modernidad nunca alcanzada. Ver de G. Hottois y otros, Bioética y ciencia (Bogotá: Ediciones El Bosque, 2000) y de Bruno Latour, Nunca fuimos modernos (México: Siglo XXI, 2007).

[16] “Esta recubierto [un cubo] de una materia acuosa que podría haber sido semen o gargajo, y que es probable que no fuera ninguna de esas dos sustancias,” (360). Véase como se con-funden en en cubo el líquido del principio, del Eros primigenio, con lo escatológico de un “gargajo”.

[17] El autor implícito no idealiza al otro, dejándonos saber que la violencia proviene incluso del indio mismo (del otro hacia el otro). En una ocasión un indio que sirve la comida deja vacío el plato del Hernando (197). Ya desde niño Hernando conoce las heridas que dejan las espinas del nopal en su lengua, que lo mantenían sangrando mientras pronunciaba el latín aprendido (195). Sobre ambas violencias nos dice Hernando: “Las puyas y el enojo cantaban a diario en su espíritu. No lo llamaba a la vigilia el armónico canto del gallo sino que despertaba atraído por la luz oscura de la ira. Desgraciadamente no me bastó con la escudilla vacía para conocer su infernal temperamento” (197).

[18] Si relaciona esta novela de Baullosa en su postmodernidad y postcolonialidad, al totalitarismo neoliberal del postcapitalismo y su producción de un sujeto nuevo, algo evidente ya para la primera década del siglo XXI. El neoliberalismo y su recepción en los países marginales (como los de Latinoamérica) representa la aniquilación del sujeto moderno (el que tanto hemos criticado, por sus patologías, los postlacanianos y postmarxistas) para crear un sujeto cada vez más autómata y consumidor, indiferente al desarrollo ideológico y político de la existencia (no vale ya ni emplear el término enajenado). Se trata del sujeto guiado y sujetado al goce solipsista del objeto técnico (de la “razón instrumental”) que se orienta dentro de la mercancía, la cultura de masas y mediática. La literatura, con sus ínfulas de instrumento crítico y metacognitivo es absorbida por este nuevo proceso. No obstante, en esta novela de Boullosa, se sostiene una lucha apreciable por mantener el espacio de la autonomía del arte y el poder del lenguaje.

 

[19] Se nos dice además: “En su fóbico, compulsivo, enfermizo deseo de ir narrando los hechos, Macondo naufraga en una prosperidad de milagro y el narrador García Márquez remodela el pasado y tiene el poder de mirar al futuro. García Márquez es principio y clausura de la narrativa macondiana. Ensalsa la imaginación pero clausura por saturación las anécdotas. … Pero no vimos que tragábamos con nuestra bandera nuestro propio veneno” (204). Recuérdese que Boullosa, como varios escritores contemporáneos, está más interesada en la narrativa de la infrahistoria de la ciudad (civitas) del marginado. Desde esa marginalidad el lector cómplice de la autora ve la intriga del Poder y las maquinaciones de la postcultura contemporánea de “cielos en la tierra”.

[20] Ver trabajo de J. Andrew Brown, Cyborgs in Latin America (New York: Palgrave Macmillan, 2010).

[21] En esa versión oficial, frente a los planteamientos liberacionistas de De Las Casas, Ginés Sepúlveda planteaba: “La primera [justificando la invasión y su ideología imperial] es que siendo por naturaleza siervos los hombres bárbaros [los indios], incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas utilidades, siendo además cosa justa por derecho natural que la materia obedezca a la forma, el cuerpo al alma, el apetito a la razón, los brutos al hombre, la mujer al marido, lo imperfecto a lo perfecto, lo peor a lo mejor, para el bien de todos” (en Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, México: FCE, 1941 (citado de Reyes Mate, págs., 64-65).

[22] Más adelante nos dice el propio Hernando: “Si alguien me sorprendía llorando, y me ofrecía consuelo o pedía explicación, decíale que las lágrimas me habían sobrevenido cuando rezaba por los infortunados de lo que mi imaginación me hubiera dictado (tullidos, enfermos, viudas, heridos, despojados injustamente de su tierras, huérfanos), sin jamás confesar del origen orinal de mi llanto, porque yo mismo, para ese entonces lo había olvidado” (312).

[23] La visión de Boullosa sobre la conquista y colonización resulta muy compatible con la de Tzvetan Todorov en La conquista de América. La cuestión del otro (México: Siglo XXI Editores, 1987.

[24] Para este desequilibrio entre saber filosófico y moderno y el proceder científico-industrial que se fue dando gracias a las tretas de este primer saber, véase el libro Nunca fuimos modernos de Bruno Latour (México:_Siglo / XXI Editores, 2007). Descartes, Kant, por ejemplo, no incorporaron realmente el mundo del objeto (el ámbito del saber científico), a su fenomenología del sujeto cognoscente). El sujeto y su semiofera cyborg que ha dominado el mundo, según nos deja ver Boullosa en esta novela, es el gran Leviatán que antes hemos mencionado. Es decir, se impone una máquina y su agenciación por encima de la voluntad y la inteligencia creadas por el sujeto en su devenir desde el siglo XVI; la Modernidad que no pudo ser más allá de la agenciación de la máquina.