Ideología y sexualidad en Felices
días tío Sergio
de Magali García Ramis
Luis
Felipe Díaz. Ph. D.
Departamento
de Estudios Hispánicos
Universidad
de Puerto Rico
Río
Piedras
(Este estudio apareció
inicialmente en la Revista de Estudios
Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico (1994); luego en Modernidad literaria puertorriqueña (2005)
de Ediciones Isla Negra (San Juan). Esta versión está parcialmente re-editada y mejor
pensada).
Magali García Ramis parece atender uno de los
señalamientos fundamentales que hace Julia Kristeva (y otras feministas como
Rossi Braidotti, por ejemplo) en cuanto al discurso literario de la mujer
dentro de la cultura androcéntrica y heteronormativa. Tras toda la complejidad teórica se advierte cómo básicamente las mujeres
escriben de dos maneras, nos dice Kristeva, no de tan manera binaria como a primera vista parece. Producen libros altamente
compensatorios y sustitutivos de lo que debe ser la familia (como la autobiografía, el romance, las historias o fantasías sobre la unidad familiar), o
proceden, por otra parte, como escritoras histéricas, bichas apegadas a los
síntomas del cuerpo y a su desequilibrado ritmo.[1] Se
les concibe ya piadosas como la Virgen María o como seres histéricos guiados
por los síntomas del cuerpo conducentes a la transgresión neurótica. A través de los
siglos modernos, especialmente en siglo XX, las cosas se han complicado y no
cabe verlas así de bipolarizadas (Kristeva misma lo entiende así). Resulta de ese modo sobre todo con la mentalidad
vanguardista de los años 20 y la de los radicales postvanguardistas de los años 70. Hay mucho de perspectivismo e
ironía en todo esto del discurso y proceder de la mujer en el siglo XX ya sumergida en la compleja modernidad. Gran cautela debemos
también mantener los que criticamos por más feministas que seamos. Aunque algunos somos gays, seguimos siendo hombres, varones, inevitablemente comprometidos con
ese campo semántico del androcentrismo compulsivo y manipulador.
De particular interés resulta la visión de lo que ha sido la representación y visión de la mujer en Puerto Rico, según se
nos revela mediante Magali García Ramis (n. 1946) en su celebrada novela Felices días Tío Sergio de 1986.[2] Se trata de una obra que ofrece un gran avance en la cultura letrada puertorriqueña mayormente
dominada por los hombres. Desde la Generación del 30, con Julia de Burgos (1914-1953) al frente (un poco antes habría que tener en mente a María Luisa Capetillo, 1899-1920, entre otras), se expresan importantes sentires de protestas feministas. Pero es en verdad en los años 70 cuando implosiona decididamente el discurso feminista
puertorriqueño (Rosario Ferré, Olga Nolla, Angela María Dávila, y muchas otras).
Mediante la protagonista del relato (Lidia), García Ramis nos expone lo que podría considerarse como un gran esfuerzo de superación ante una sociedad altamente opresiva, equívoca y desequilibrada, neuróticamente dominada por el Orden Simbólico (andronormativo) de la cultura masculina y patriarcal, muy particularmente en una cultura colonial y sumamente subalterna.[3] Éste es precisamente el orden que construye el tipo de escritura masculina, denunciado por Kristeva y que Magali expone muy conscientemente al escribir una novela que problematiza la orientación de la mujer, desde su identidad de género, en el mundo colonial puertorriqueño (esto es pese al alcance no del todo reflexivo de la protagonista, como veremos).
Mediante la protagonista del relato (Lidia), García Ramis nos expone lo que podría considerarse como un gran esfuerzo de superación ante una sociedad altamente opresiva, equívoca y desequilibrada, neuróticamente dominada por el Orden Simbólico (andronormativo) de la cultura masculina y patriarcal, muy particularmente en una cultura colonial y sumamente subalterna.[3] Éste es precisamente el orden que construye el tipo de escritura masculina, denunciado por Kristeva y que Magali expone muy conscientemente al escribir una novela que problematiza la orientación de la mujer, desde su identidad de género, en el mundo colonial puertorriqueño (esto es pese al alcance no del todo reflexivo de la protagonista, como veremos).
Se esmera García Ramis, además, en
alcanzar un nuevo espacio significativo de reconocimiento de la vida tanto a nivel del Orden Simbólico de la cultura como del Orden Imaginario de la
integridad del ser.[4]
Tan esmerada superación no significa, de ninguna manera, que a niveles
sumamente profundos las significaciones de la obra no dejen de estar sumergidas
en ciertas ambigüedades e incertidumbres. Por ejemplo: luego de haber superado, a
nivel imaginario, el problemático mundo que síquica e ideológicamente hostiga a
la protagonista Lidia, y al tío Sergio también, queda en ella el deseo de
encontrar la explicación de una gran Falta, de algo que permanece sin explicar. No obstante, la protagonista termina comprendiendo no sólo
el equívoco y desequilibrio de la cultura dominante de la cultura patriarcal,
sino también la incompleta y la, en parte, trunca y marginal disidencia
representada por el tío Sergio que tanto ama. De ahí que el deseo de superación
no sólo se exprese ante la cultura dominante del Simbólico masculino que oprime
tanto a la heroína como al tío, sino que se revele también frente al temeroso y
distanciado proceder de este último ante esa cultura. Entendemos que tal vez Lidia tenga mucho de gay, subconscientemente, y se prepara para un mundo en que la defensa de la sexualidad diferenciada exige una militancia distinta a la del tío. Pero de esto último no se hace referencia abiertamente en la novela,
aunque queda sugerido. Se requiere analizar con gran cautela pues tal parece que la autora no quizo de ninguna manera enterar en los problemas de la consciencia de la protagonista en cuanto a su identidad sexual.
Bien podemos decir que el deseo de
superación de un mundo degradado y de falsos valores permanece en la obra en lo
incierto y en la ambigüedad. La lucha frente a las (no tan viejas) estructuras
y valores que han regido la existencia del sujeto en la cultura no se presentan
en la obra como algo culminado. Las expresiones de una cultura enajenada de sí
misma, y que tanto termina repudiando y despreciando la heroína, a finales de
la obra no han sido derrotadas y mucho menos aparecen cercanas a ser
sustituidas. Porque no se trata tan sólo de una superación ideológica y
cultural, sino también de alcanzar nuevos procesos conducentes a reconstruir la
sique a nivel amplio, sobre todo en lo relacionado al Eros de la mujer y del
hombre mismo en la sociedad. Son alcances que tío Sergio no pudo reclamar, si
consideramos que representa aspectos que Lidia parece terminar repudiado, ya
adulta, en lo de un orden cultural alienante y opresor que se nutre
precisamente de las fallas y vulnerabilidades del personaje mismo (el tío que se
esconde), y no permite la expresión plena de las posibilidades de su ser. Felices días Tío Sergio es, en ese
sentido, mucho más que una novela feminista, pues se esmera en delinear el
perfil de un nuevo sujeto de la cultura nacional puertorriqueña, que pueda ser
más frontal y que entienda que la liberación política y la sexualidad deben ir unidas.
Cabría preguntarse también si Lidia es ese nuevo sujeto capaz de realizar ese cambio. Como vemos a finales de la
obra, ya para tío Sergio no hay remedio cuando lo sorprende la muerte en el
anonimato y el escondite.
Mas habría que considerar detenida y
cautelosamente la importancia que posee la figura de Sergio en esta obra. A
nivel profundo en la lectura, el personaje se nos revela a la larga como un
significante que, proveniente desde lo distante, viene desde el afuera y vendrá a colocar a Lidia en contacto con una
otredad[5]
cargada de significaciones muy diferentes a las de la represiva, intolerante y
antipática cultura de las tías y los otros adultos que la educan. Tío Sergio representa, por
una parte, el otro sutilmente rechazado y marginado por los familiares y
adultos, mientras que, por otra, deviene en un sujeto de gran importancia para
los niños al ofrecer precisamente gratificaciones y valores contrarios al
proceder de la represiva madre, y de los demás adultos. En ese mundo de valores de adultos anquilosados, la niña se encuentra asediada y hostigada
por prejuicios y equívocos que no le permiten expresar libremente su ser. “Así
nos iban educando —nos afirma— con una mezcla de conceptos científicos y
religiosos, verdaderos y falsos, liberales y conservadores, producto de miedos
y prejuicios o de sus conocimientos y convicciones, que nos tomó una vida
reorganizar y clasificar” (28).
Y para ofrecer una perspectiva de la
desacertada ideología de este mundo, la novelista acude al contexto histórico
de la cultura puertorriqueña para señalarnos el escenario que se conoce ya a
partir de la mentalidad estadolibrista y muñosista de la década del 50. Esta
sociedad y sus valores sirven de trasfondo ideológico a la simbología
representada en la novela. Se trata del contexto cuya ideología habrá de retener
el enajenado sujeto de la modernidad neocolonial[6] (todo
visto a través de las personas adultas que rodean a la niña) con sus errados
modos de separar lo moral de lo inmoral, lo celestial de lo demoniaco, lo
política y sexualmente aceptable de lo supuestamente repudiable. Se proyectan
así los contornos de una sociedad colonial que nos viene de los años 40 y 50,
que antes de ser auténtica y creativa, anima a la niña a retener e imitar los modelos
y valores de los grupos más conservadores de las sociedades del pasado (muy
conservadora). Los conflictos que comienzan a acarrear este mundo de la
modernidad colonial e industrial de los años 50 se evidencian, por ejemplo, en
la pugna entre el nuevo entretenimiento que proporcionan la televisión y la
tradicional costumbre de rezar el rosario todas las noches (tradición de tipo rural). Pero frente a la
lucha que se cifra entre lo conservador y lo novedoso, incluso el severo
tradicionalismo de la madre sucumbe ante la modernidad y la tele. Al respecto
nos dice la niña: “Poco a poco se fue interesando en los programas de aventuras
como la Ley del Revólver y Los Intocables y todos los de policía, y el rosario
se fue rezagando a que cada quien lo rezara por la noche por su cuenta”. (27).
Será este súbito cambio hacia las nuevas demandas y estímulos de la modernidad
estadolibrista de los años 50 el que habrá de producir en las personas que
rodean a la niña una severa confusión de valores y de criterios ideológicos. En
ese proceso de cambio se habrán de desorientar, además, los patrones de una
cultura todavía no tan distanciada de los valores tradicionales del pasado
rural (como el rezar de esa singular manera), pero sí bastante cercana al
“orden” de la modernidad, dominada en la nueva ocasión por los inaugurales
instrumentales intrasíquicos de manipulación ideológico-subliminal, como la
televisión (que llevan a otra forma de rezo: la mirada enajenada que comienza a adorar lo televisivo). Frente a
estos procesos se encuentra una cultura de adultos formados dentro de los
patrones de una sociedad agraria y católica que para los años 50 se ve afectada
por abruptos procesos de industrialización.[7]
Muy bien reconoce la narradora los confusos resultados de esa nueva sociedad
que se empeña en imponer sus dicotómicos modos de entender las significaciones
y valoraciones del mundo. Al respecto, nos dice:
Estaba implícito en la Vida misma, que había un Bien y un Mal, y si
se dijera abiertamente o de soslayo, sabíamos que a toda acción, persona e idea
se le pasaba juicio en nuestra familia a la luz de ese Bien y ese Mal. Del lado
del Bien estaban la religión Católica, Apostólica y Romana, el Papa, Los
Estados Unidos, los americanos (...). Del lado del Mal estaban los comunistas,
los ateos, los masones, los protestantes, los nazis (...). (28)
El contexto y los procesos de concienciación y
aprendizaje por los cuales pasa la protagonista nos indican que no estamos ya
frente a una obra en que personajes y eventos se muestran como fuerzas rivales
que internamente organizan el texto desde los contenidos más obvios. El agente
adverso que domina en la obra es más bien una estructura ideológica (el Orden
Simbólico de la cultura patriarcal dominante) que controla y subyuga a la cultura y al sujeto inquieto e
inconforme (como Lidia). Frente a esa situación lo que parece importar no es
derrocar lo ya establecido por la cultura o el orden establecido, sino dotar al
sujeto del saber necesario (de un nuevo imaginario) para defender la sique de los
saqueos posibles de la cultura perturbadora del pasado patriarcal. Por eso que los críticos consideran la
novela como una obra de aprendizaje. Habría que ver si el aprendizaje ulterior de adoptar una imperiosa política
sexual se cumple en la obra.
El dominante y conservador mundo, la
protagonista parece finalmente superarlo en parte a través de una mayor depuración
ideológica y una nueva y prometedora moral, luego de incursionar en algo por el
vetusto y "clandestino" mundo de tío Sergio. Desde este nuevo entendimiento, y por lo
poco que se logra saber de él, Lidia narra lo acontecido según vemos en la
obra. También desde esa etapa final de superación —que como notamos también
pretende ser sexual—, Lidia relata los acontecimientos de un mundo que poco a
poco ella ha aprendido a reconocer en todo su equívoco proceder y en toda su oculta
crueldad, sobre todo con el tío. Sólo cabe destacar un momento ambiguo en la
novela en que la protagonista, al parecer, no logra superar el mundo que narra, al ser incapaz de entender cabalmente una de sus significaciones (muy
relacionada, de hecho, con el título de la novela y las connotaciones amplias
de ésta). Se trata del instante en que el tío baila con Mamá Sara la triste y
nostálgica danza. Da la impresión de ser un tono musical que
logra atraer a dos sujetos opuestos de la pasada cultura puertorriqueña (la
tradicional madre y al radical hijo homosexual) y de unirlos a pesar de sus diferencias. Ese tono cancioneril de la cultura tradicional logra refrenarlos en la
posible confrontación a que podrían llegar como polos opuestos en esta
sociedad. El baile implica un ritual de acercamiento y aceptación).
Al negar la invitación a bailar que le hace el tío, tal vez
Lidia rechaza el continuar la paradójica relación que ha establecido esa
cultura patriarcal de quererse y repudiarse a la vez, de ser alegres cuando en
realidad se sienten tristes, de seguir una tradición familiar que en verdad ella no
comprende (p. 121). Se trata, en lo referente a la madre y al tío, de un
momento de tregua en la lucha familiar, en la cual se unen las diferencias de lo
masculino y lo femenino, de lo progresista y lo tradicional. Resulta ser el instante en que
la niña por impulso no está dispuesta a aceptar ni logra entender.[8] El
acto del baile de estos adultos representa, además, el momento en que dos
sujetos tan distintos, como el tío y la madre, vienen a inevitablemente unirse mediante la memoria de la cultura musical de antaño ("no volverán jamás, felices días de amor..."). La protagonista no logra
entender el acontecimiento, al parecer, a nivel simbólico; la autora (implícita)
de la obra, parece que sí.
Pero volvamos a ámbitos interpretativos
menos ambiguos. Tío Sergio es, ante todo, quien habrá de mostrarle a la niña,
en oposición al mundo de los adultos, a reconocer de una manera más auténtica
la posición que como ser humano se debe tomar frente al mundo, y a identificar sin
reparos aquello que debe ser rechazado y reemplazado por ser imposición de
falsos valores. Esto permite al tío llevar a la protagonista a ubicarse en
un sitial más pleno con su deseo,[9] y
entablar un vínculo más íntimo con la creatividad y con lo que podría guiarla a
un enfrentamiento con la cultura falócrata y opresiva que ha dominado a los adultos.
Al ponerla en disposición de reconocer que las significaciones válidas son
precisamente las contrarias a las que le enseña el prejuiciado y desatinado
mundo de su familia, Sergio se revela como un ser diferente y contrario a lo
que define el mundo (el simbólico) de la cultura dominante por la que tan
fanáticamente abogan los adultos en general. Posee amplio sentido, así, el que
la identidad de Sergio (un independentista y homosexual) se presente como lo
más peligroso y subversivo ante los valores dominantes y más establecidos de la
sociedad. Cabe destacar, no obstante, el que su presencia cobre singular
prominencia en un mundo que se distingue por la ausencia de sujetos masculinos
con amoroso control. Y al no estar presentes estos agentes de dominio masculino, habrán
de ser las mujeres quienes defiendan con mayor ahínco las significaciones más
arraigadas de esa cultura masculina y falócrata. Se trata,
por lo tanto, de mujeres que habrán internalizado un poder cultural en el cual
se prescinde de la presencia del sujeto masculino, pues éste ya domina desde
los espacios invisibles, como efectivamente el poder y la ideología adquieren supremacía
en la sociedad en general[10].
Y esos poderes adquiridos por la madre y la tías, la niña aprende por impulso a repudiarlos y reemplazarlos. A partir de su rechazo a la torpeza del poder
ya masculino o femenino que rige la cultura se comprende por otra parte la fascinación y
encantamiento de la niña con la sensibilidad y sutileza del tío. Sergio logra despertar en la protagonista el deseo por un Significante
de significantes diverso, aquello que en la cultura los individuos suelen
desear pero de manera inconsciente (y que en el fondo no logran obtener). A
nivel inicial, la protagonista (y la novelista) están en la búsqueda de una
expresión cultural de orden diverso, relacionada con una práctica social y
humana más auténticas, con una política comprometida y menos contradictoria, y
con un placer más genuino por el arte. Y ya a un nivel de mayor profundidad en
esta búsqueda, el tío inspira algo más allá de lo ideológico y cultural, pues
se revela como un signo de proyección ulterior que la niña no podrá alcanzar por
sugerir un deseo sin objeto preciso e identificable. Lidia habrá de quedar a la
larga con la noción de una falta profunda en su siquis,[11] y
con la impresión de una ausencia de representación “fálica” con la cual se
pueda sustituir el simbólico androcentrismo de una cultura dominante que, para
ella, ha fracasado en su proyecto humano (a ello haré referencia a finales de
este trabajo). En el aspecto de una falta significante, véase que tras su
incursión por los sectores de la cultura diferenciada a que la expone el tío,
la niña descubre que “Cuando uno aprende algo, de primera intención, siente
como si hubiera perdido algo” (136). La noción de haber llegado a una senda
final que augura cierta incertidumbre ante lo desconocido que se avecina, es
aquí patente y rinde cuentas de la sutil noción de desamparo que, más allá de
la impresión de logro, se percibe en la estructura profunda de la novela.
Quizás esto se deba a la desaparición del padre, luego de haber castrado
simbólicamente a los sujetos en la cultura, y al fracaso del tío, figura que se
supone sustituya al padre, pero que solo ofrece su castrante desaparición final.
El problema que queda es, ¿cómo la niña podrá apoderarse de una estructura
fálica (un significante de organización social) que la guíe en la cultura y la
historia? ¿Será el significante clitórico que algunas feministas reclaman? En
la novela, Lidia no nos permite como personaje, como actante o símbolo, continuar
este tipo de discusión, porque la autora no lo ha querido así (de manera
consciente o inconscientemente la autora no continúa su discurso). El personaje no ofrece referencias de sexualidad profunda para una acción futura o continuidad de lo iniciado pr el tío. Mas un novelista lanza su obra y no tiene en mente cómo el crítico la hubiese deseado escribir o interpretar. El
crítico, por su parte, debe analizar la semiosis del texto, prescindiendo sus
gustos o deseos. Siempre he creído que a quien no le guste como un autor nos presenta su obra, que escriba una que le plazca.
Aún así, los señalamientos anteriores
nos permiten afirmar que la figura de tío Sergio no es tan lineal ni
transparente, sino sumamente problemática y ambigua. Se advierte que su acción
política y su enfrentamiento con la familia habrán de estar refrenados por el
temor a revelar su verdad más íntima, es decir, su homosexualidad. Si bien
podemos decir que el tío se acerca a una praxis liberadora y de concienciación política
que lo podría capacitar para enfrentarse a la alienación social del mundo,
también podemos indicar que tal proceder queda refrenado en el espacio de lo
personal e intrasubjetivo (en la sexualidad). Esta limitación precisamente lo
hace sumamente vulnerable a los prejuicios sexuales del mundo en que vive. Véase
que, más allá de sus contundentes respuestas de rechazo a la enajenación y el
desajuste político con que educan a los niños, se distingue, sin embargo, el
que en ningún momento Sergio aluda a su condición sexual (que practica más
libremente fuera de Puerto Rico y por eso el que emigrara en una ocasión).
En fin, resulta significativo que la
ideología del tío carezca de una consciente política sexual (en su momento (en los años 50 y los 60, no existía tal proceder en Puerto Rico). Pese a su
gran capacidad de transgresión ideológica y social, no es capaz de reconocer
cómo el poder dominante transfiere la misma intolerancia ideológica a su
identidad sexual. Conviene advertir, sin embargo, que esta singular situación
nos ubica más allá del horizonte de reconocimiento de que pueda ser capaz la
generación que representa Sergio, por lo que la explicación del fenómeno no la
encontramos en el texto sino en la historia. La novelista, bien podríamos
decir, nos refiere aquí al poco sentido disidente (represión) de la generación
de independentistas y nacionalistas (de los años 50 y 60), representados en
este caso por Sergio, en lo referente a su limitada capacidad para reconocer
que la problemática del mundo no se limita a lo ideológico y que abarca también
la identidad sexual (el Eros) de los sujetos en la sociedad. Estamos, pues,
ante la mayor crítica de la autora a la particular acción ideológica que desde
los años 50 caracterizara a los sectores más radicales del país. Mucha lucha
política dirigida hacia el afuera; poca consciencia de las luchas transgresoras
que deben provenir del adentro (de la subjetividad y la psiquis). Tiene sentido
así el que casi a finales de la obra Lidia le reproche al tío el no haber
cumplido cabalmente su papel de educador. Veamos:
¿Acaso no sabías que también eras responsable de continuar lo que
habías comenzado con nosotros, nuestra complicidad, nuestro despertar, nuestro
atisbo de lucha por la identidad? ¿O es que tú no tienes clara tu identidad y
nos lo escondiste? Uno no puede llegar así a la vida de la gente, a prenderle
ideas y sentimientos, y de pronto apagarlos e irse. Y eso hiciste tú . (141)
Estos reproches al tío, como
representante de la cultura subversiva puertorriqueña, nos proponen que Felices días es también una novela de
crítica a la cultura radical y nacionalista de la modernidad y a la cultura
liberal muñosista, ya autonomista o asimilista, que se dieran a partir de los
años 50. Nos sugieren los reproches, además, que si bien la protagonista se
separa del Otro patriarcal y falocéntrico de la cultura dominante, que se
desarrolla a partir de la cultura muñosista, también se distancia, aunque con
una ironía muy diferente, de la idiosincracia que ofrece el otro de la cultura nacionalista e
independentista, vista aquí a través del tío Sergio.[12]
Se vislumbra así la búsqueda de una tercera alternativa cultural que se centra
en la mejor consciencia de la Lidia ya adulta como sujeto capaz de superar las
dicotomías y ansiedades de la modernidad tanto populista como nacionalista. La
Lidia adulta, sin embargo, no es capaz de hacer referencia a su identidad
sexual y esto es mucho del problema de la novela. ¿No se dio cuenta la autora
de este aspecto? ¿Por qué Lidia no es representada como un signo de consciente subversión sexual?
Cabe reconocer, pues, que pese a afirmar
los valores ideológicos del tío Sergio, la novela denuncia, sin embargo, su
falta de concienciación sexual. Porque no se trata sólo de la búsqueda de una
educación conceptual sino más bien de ponderación y de aprehensión del sentido
de lo corporal y su sexualidad. Mas no por ello podemos decir que el intento comunicativo del
tío quede del todo frustrado, pues es él quien inicia a la niña en el
reconocimiento de sí misma, y quien la conduce a cobrar meta-cognición en una
cultura en la cual los individuos son manipulados precisamente por la
enajenación y la alienación que propician la modernidad de la sociedad colonial dominante. Conviene destacar aquí, no obstante, que pese a esta toma de
consciencia, resulta muy peculiar el que la niña ya adulta tampoco haga
referencia a su identidad sexual, y ello a pesar de que podríamos sospechar que
su identidad es similar a la del tío.
Pero si bien la protagonista-adulta no
alude a su sexualidad, su aventura auto-educativa la lleva a un estadio de
mayor reconocimiento de su “otredad”, que la que posee el tío Sergio. De ahí
que no debamos esperar que a través ella no se repita la incompleta acción de
tío Sergio. Al parecer, la enunciante total de la obra espera, en este aspecto,
la complicidad de un lector capaz de reconocer que su liberación, además de
política, ha sido profundamente sexual (en ello estriba la razón de ser de la
novela, en el fondo preocupada por la ineludible relación entre política y
sexualidad, entre mente y cuerpo, tal y como lo entiende la postmodernidad[13]).
Bien podemos decir que domina finalmente en el discurso de la novela, la
subversión desde el clandestinaje de la conciencia, desde la complicidad que
ofrece el irónico silencio (muy parecido al estilo de los gay “closeteros” y
lacónicos de la Isla). Y ello tal vez debido a que la autora del discurso
novelesco, al igual que el tío Sergio y la protagonista, se encuentra aún en un
contexto represivo que no tolera discursos auténticos y abiertos, por lo que
recurre a un distanciamiento irónico que pretende pasar casi desapercibido y
que es poco delatador. (Entiéndase que la cultura gay en Puerto Rico aún para
la primera mitad de la década del 80 está poco organizada y visible). ( Y si es
que debemos contar que quien articula aquí no cayó también en la misma “trampa”
del poco hablar sobre el asunto gay cuando presentó este trabajo por primera
vez a principios de los 90, en un momento en que casi nadie se atrevía a hablar
del asunto en ninguna parte en la Isla). Con razón muchos me hablaron de mi
atrevimiento cuando yo no sabía de qué carajo estaban hablando.
A nivel amplio, la novela se muestra
estructurada a partir del deseo de romper con lo establecido, de transgredir la
ley y la norma. De ahí que la llegada del tío Sergio divida la historia en un
antes y un después, permitiéndole a la protagonista comprender que su instinto
de rebeldía tiene razón de ser, pues se justifica ante un mundo cargado de
miedos, mitos y falsa ideología.
Así más o menos es como recuerdo la víspera de su llegada; —nos dice—
escondida, como siempre habría de ser, huyéndole al castigo de la leyes que iba
rompiendo una tras otra, sin proponérmelo, sobando gatos y creciendo en miedos,
en el miedo de tantas cosas antes de que él llegara. (p. 28)
Pero incluso antes de la aparición del tío
Sergio, la niña se había dispuesto a romper con la regla moral de mayor
envergadura: esto es, la prohibición de ciertas indagaciones sexuales. Tómese
como ejemplo la ocasión en que desobedece a la madre y se acerca a la Margara,
pese al terror que le han inculcado de la posibilidad de contagiarse con algo
desconocido y peligroso (3). Evidente se muestra además este deseo de
transgresión, al decirnos a principios de la novela: “retábamos al mundo, al
buen gusto y a la familia”. Este placer ante la conducta desafiante resulta en
aspecto que la lleva a fijarse en el modo en que se posa su madre: “se paraba
en un sólo pie, con el otro puesto en la rodilla del que la sostenía”. Y no se
trata de la simple observación de un gesto corporal, pues la niña lo habrá de
imitar, impulsada por su deseo de exposición subversiva del cuerpo, y atraída
sobre todo por la falta de femineidad que, según lo señalan las tías Elena y
Sara F., tal expresión conlleva (p. 1). Mas no debemos pasar por alto esta
peculiar y subconsciente transgresión de la madre, por cuanto la misma viene a
resaltar en parte la inquietud que hay en la familia por la ausencia de una
visible figura paterna que ocupe el centro. Se destaca en esto el lamento de la
protagonista cuando dice: “no había ningún hombre que estableciera su ritmo de
vida y su modo de varón junto a nosotros”(12). Esta ausencia de una patente
figura paternal nos lleva a reconocer una vez más, pues, que la novela nos
presenta un desacertado mundo dominado, desde la ausencia por el Orden
Simbólico, de una sociedad cuyas significaciones falócratas funcionan desde el
inconsciente, de manera invisible y sumamente abstractas, problemáticas e
ideologizadas. Y pese a este reconocimiento de la falacia patriarcal, la figura
de un padre directriz ideal, ausente en el texto, es algo añorada. En ese
sentido, la protagonista, por su parte, y desde su identidad diferenciada,
tendrá que reconocer y superar la problemática del mundo sin un padre ideal que
la medie y guíe. Tío Sergio, como sabemos, fungirá como la figura masculina con
posibilidades de sustituir al padre —situación esta que se encuentra con el
inconveniente del que los adultos lo rechacen por su conducta otreica de
nacionalista y de homosexual (menos mal que no es travesti). Como sabemos, al
final de cuentas la niña habrá aceptado tanto la disidencia sexual como la resistencia
política que le inspira el tío, incluso mediante sus tímidos actos.
Esta situación nos sugiere que con
García Ramis estamos frente a una inaugural representante de la inteligencia
letrada que comienza a expulsar de su horizonte de expectativas
socio-culturales necesidad significativa de un patriarca por cuanto es éste
mismo quien en un pasado (no novelizado en la obra) ha creado la crisis de la
cultura. Esta novela de García Ramis marca el deceso definitivo del patriarca
simbólico de la cultura nacional, tal y como ya lo vamos viendo en la obra de
Marqués, Díaz Valcárcel, Rodríguez Juliá y Rosario Ferré.[14]
Y luego de la muerte del antiguo
patriarca sólo queda prestarle atención a aquellos agentes de la “otredad” que
desdicen y contradicen el contradictorio y conflictivo Orden Simbólico
organizado y legado por el patriarcado: a los disidentes nacionalistas, los
homosexuales, las prostitutas, los sujetos irreverentes ante el orden
tradicional. El tío, figura arquetípica según el sicoanálisis en la sustitución
de la figura del padre, viene a llenar en parte este vacío, pero de una manera
muy problemática, pues su subversión más allá de traspasar de manera consciente
lo político, se encuentra también con una inconsciente y compulsiva
transgresión del orden sexual, que es tal vez lo menos tolerado por la cultura
falócrata que ha heredado, y dentro de la cual queda atrapado hasta llegar a la
tumba. Así fue en la historia, pero en el contexto actual las cosas han
cambiado gracias a la militancia feminista y gay de las últimas décadas.
Nuestra protagonista se encuentra, pues,
en la intuitiva búsqueda de un significante superior, nuevo y distinto al
simbólico androcentrismo de esa cultura, un símbolo que confiera sentido más
significativo y humano a la vida y que le permita reconstruir un mundo en
desequilibrio y crisis que ha legado el padre. Por esa razón, la protagonista
ya adulta habrá de comprender la dualidad y conflicto en la que se encontraba
inmerso su tío. Se compadece del ser que en una ocasión pudo estar, como ella
misma dice: “Devolviendo a la compañía los tomos que no vendió de su abominable
Colección de Hombres Ilustres Washington nunca dijo una mentira”, “ordenado
esas pasteurizadas versiones a medias de la historia”, mientras que por otra
parte se identifica con el tío que lee al subversivo poeta español Miguel
Hernández (“mientras bajo el brazo llevaba, doliente, sabiéndose incompleto, un
poemario de Miguel Hernández?” (6). Este recuerdo de la protagonista adulta, en
que antepone el lenguaje poético tan preciado por el tío, al falso lenguaje del
patriarcado despótico, nos indica que ya desde un principio la niña Lidia se ha
sentido plenamente identificada con el amplio y diferenciado imaginario que el
tío representa. Bien intuye que con el rechazo a los signos convencionales de
la cultura, el tío propone modos alternativos a la manera de ser que le imponen
la madre y las tías, quienes aparecen, como señalamos, dominadas por la
implícita ley patriarcal de una sociedad en crisis pero imprudente.
Desde su aparición Sergio somete a los
niños a nuevas experiencias y modos diferentes de concebir la realidad. Mucho
más profunda y humana viene a ser su manera de ponerlos en contacto con el
mundo al tomar en consideración el ámbito de la muerte. Es de advertirse cómo
su llegada coincide con la tristeza de los niños ante la desaparición del gato
Daruel. Sorprendidos y entusiasmados quedan éstos cuando el tío les sugiere la
celebración de un entierro simbólico, in
absentia, para el desaparecido gato. Son ingresados así los infantes en lo
que podemos concebir como un nuevo espacio del imaginario, en el cual
logran experimentar las cosas sin su
referencialidad inmediata, donde las sensaciones y el cuerpo son sometidos al
misterio y al ritual. Son expuestos de esa forma a una nueva relación con la
ausencia y la muerte, que más adelante le servirá a la niña para entender
incluso la desaparición y la posterior muerte del propio tío Sergio.
Con su ritualizado proceder, Sergio enseña a
los niños, más allá de la indiferencia y dejadez que caracteriza a la cultura
dominante ante las relaciones profundas y sentimentales, a entablar un contacto
más íntimo con lo sagrado de la vida al rendirle privilegio y continuidad al
cuerpo amado, tras la muerte. Al respecto de este ritual véase cómo, en la
recepción posterior al funeral del gato, tío Sergio les hizo comer las
galletitas en forma de gato, para luego brindar por el ausentado felino, y ello
como muestra de un ceremonioso proceder con exigencias de mayor solemnidad ante
los miembros de la comunidad.
Entonces
empezó a contarnos de cómo algunos salvajes se comían a los jefes de otras
tribus y a los misioneros para adquirir sabiduría y su fuerza; nos dijo que era
algo simbólico y muy antiguo el que nos comiésemos las galletitas como si
estuviésemos metiéndonos por dentro todo lo que queríamos a Daruel. (23)
Esta manera de ritualizar el cuerpo, la
muerte, la ausencia, lo sagrado y lo simbólico también habrá de guardar una
relación muy estrecha con el modo en que los niños aprenderán a concebir el
simbolismo del arte y la cultura. Se trata de prácticas que les permitirán
diferenciarse notablemente de los modos cursis e inauténticos de comprender que
ofrecen la educación y las instituciones dominantes, y que les capacita para
apreciar con mayor autenticidad de las expresiones del arte y la cultura, de
una manera muy contraria a como lo realiza la sociedad tradicional
(específicamente la tía Ele, quien más que interesada en el arte lo está en el
hecho de que éste procede de Francia (p.
19-21).
Estas situaciones y eventos distinguen a
Sergio como un sujeto muy distinto al que dispone la tradición cultural
masculina, y quien se podría posar como figura sustitutiva ante la ausencia del
padre. Pero ya desde un principio tío Sergio representa una severa amenaza al
orden falócrata de la cultura dominante, sobre todo por su insistencia en
cultivar un nuevo y atractivo imaginario que resulta altamente llamativo para
los niños por contrastar con el despótico y prejuiciado mundo de los adultos.
Mas conviene insistir en que la protagonista articula su relato novelesco ya
desde la capacidad de una adulta que ha trascendido no sólo muchos de los
escollos de la ideología y los valores de la cultura dominante, sino también
los obstáculos de la incompleta disidencia del tío. Su esfuerzo, es ese
sentido, se deposita en la necesidad de alcanzar una reorganización conceptual
del simbólico de la cultura así como de reconsiderar el aspecto emotivo-sexual
que limita a la postura disidente del tío. Si bien en la tradición histórica
isleña esta capacidad y potencial disidentes y revolucionarios ante la cultura
oficial y dominante se le ha adjudicado al nacionalismo y al independentismo,
no así a los sujetos cuyas prácticas subversivas se cifran en la identidad y
liberación sexuales. Por lo general, la sexualidad aparece en la literatura
anterior a esta obra de García Ramis, alienada (en el inconsciente) de la
política y la ideología en relación con la sexualidad. Quizá estemos aquí ante
una ineludible dialogicidad con el discurso de René Marqués, sobre todo si
reconocemos en algunas de las obras de este autor (anteriores a La mirada) una soslayada y latente
expresión homosexual que se presenta como alternativa al simbólico de la
cultura dominante, aunque ello no sea de manera consciente. La enunciante
(hablante) de Felices días, por su
parte, no lleva hasta mayores límites la importancia de la sexualidad en lo que
podría ser una re-organización del Orden Simbólico de la cultura, aunque sí
posee una consciencia e inquietud más agudas que la mayoría de los novelistas
anteriores sobre estos aspectos. Tal vez la novelista espera que se
sobreentienda que la Lidia adulta de las últimas páginas de la novela articula
desde un no explicitado entendimiento de lo gay-lésbico (algo maternal)
Las consideraciones sobre la
sexualidad nos señalan que en esta novela no basta sólo destacar las
diferencias ideológicas y axiológicas, como en otras obras de la literatura
puertorriqueña, sino que cabe también advertir la singular relevancia que
adquiere la representación de una problemática tan singular como es la del
género. Evidente resulta, en este aspecto, el obsesivo deseo y la lucha de la
protagonista por comprender el mundo desde la particular perspectiva de una
mujer que no sólo se resiste a aceptar las imposiciones de la cultura masculina
tradicional sino las de las propias mujeres que la rodean. Tomemos simplemente
como ejemplo de ello la ironía con que la protagonista relata el momento en que
le ofrecen un libro para comprender mejor su primera menstruación:
La misma noche que Mami nos dio los libros, después de hacernos
prometer que no nos los prestaríamos porque era “lectura individual y privada”,
nos intercambiamos los libros y nos encerramos cada uno en su cuarto a tratar
de entender qué era todo eso sucio y malo que el sexo traía, todo el dolor de
la humanidad, todo el sufrimiento del parir que Dios dio como castigo a la
mujer por haber tentado a Adán, toda la responsabilidad que implicaba la gracia
divina del sacramento del matrimonio, (...) Pero en ningún lugar decía cómo era
que uno hacía el amor (86-87).
Se evidencia en este fragmento el
proceso mediante el cual la niña va descubriendo los signos de una sociedad
capaz de hacerla diferente y designarla como mujer de acuerdo con los intereses
de una cultura que privilegia lo masculino y todas sus equívocas y alienadas
nociones conceptuales y corporales. Se trata precisamente de la cultura hetero-androcéntrica
que la va convirtiendo en un “otro” desplazado y suplementario, de manera
similar como lo ha hecho con Sergio. (¿Cómo la adulta Lidia se habrá de
convertir en una otredad?, es algo que no se nos relata en la obra; quizás
debamos esperar las próximas narraciones de la autora para saber el destino de
este actante-personaje). Como todo sujeto de esa sociedad, inicialmente la niña
habrá de internalizar el simbólico de la cultura masculina por el proceso de
diferenciación de signos corporales con efecto intra-síquico:
De
pronto, todos los calzoncillos que colgaban en los patios y galerías eran
motivo de interés para mí, —nos dice— porque ahí estaba la forma de los
hombres. Todos los calzoncillos jockey tenían el molde de los hombres. Todos,
hasta los de Andrés y tío Sergio. (pp. 87-88)
Mas adviértase que el momento de mayor
reconocimiento de esta diferenciación que la cultura ejerce hacia su cuerpo se
revela a través de la conducta de su hermano. En una ocasión, en ánimo de
desquite, Lidia pretende sorprenderlo advirtiéndole que sabe de sus prácticas
de masturbación. Ante la amenaza que podría ofrecer la niña, y al pretender
ésta participar del simbólico masculino, el hermano le indica:
Mira, yo soy un hombre, ¿ves? Los curas son hombres. Ellos entienden.
Yo le puedo decir que compré libros de sexo y hasta que me masturbé, y me dicen
que cuántas veces y me mandan unos padre nuestros y credos y ave marías y me
perdonan. En cambio tú... (...) Tú eres una mujer y no se supone que hagas
nada. Las mujeres tienen que ser limpias. Tú nunca te vas a conseguir novio,
nunca te vas a poder casar si no eres limpia. Al padre no le va a gustar que
sepas de sexo o mires revistas o hagas nada. Capaz que se lo dice a Mami y tía
Ele (89).
La reflexión de Lidia ante estas palabras es
inmediata:
Y mi
mundo se cayó. Andrés me estaba haciendo un favor al decirme todo esto, y era
cierto. Los varones, porque tenían el “lobo por dentro” como decía Sara F.,
cometían faltas a la pureza pero no podían evitarlo. En cambio las mujeres éramos
sólo viciosas porque Dios sí nos había dado la fuerza y la gracia divina para
aguantar la tentación ya que no éramos como los hombres, no teníamos la
urgencia del lobo por dentro. Yo, era una viciosa. No quería decírmelo a mí
misma pero eso era lo que yo era (89-90).
Mas si bien podemos leer con ironía
estos juicios (pues Lidia sabe que está muy distante de ser viciosa y sucia),
debemos también advertir su reconocimiento de cómo la cultura es capaz de
marginar a aquellos que se salen de la norma. De esa manera lo entendemos
cuando nos dice: “Yo excomulgada de la Gracia Divina, lo sabía, yo para siempre
fuera de los buenos, de los JUSTOS, de los LIMPIOS, de los CATÓLICOS, de mi
FAMILIA. Yo en liga entonces y quizás para siempre con los parias, los
distintos ¿con el Tío Sergio? ¿Le habría pasado algo así a él?” (90). Bien ha
entendido finalmente la adolescente Lidia que la cultura del simbólico
masculino y patriarcal fragmenta, margina (castra), y establece la diferencia
de la mujer en un plano de subordinación. Reconoce, además, la capacidad de la
sociedad dominante para someter la mujer a un proceso de castración simbólica
tanto ante la cultura en general como frente a los varones. Importa advertir,
no obstante, que la niña ha aceptado de una manera muy irónica el Complejo de
Edipo y el Complejo de Castración a los cuales la cultura del simbólico
patriarcal también somete a los varones para alcanzar la sumisión y la
obediencia. Se muestra Lidia, así, muy contraria al tío, quien ha sido
doblegado por estos dos complejos culturales, al improductivo y temeroso
silencio.
Más adelante, a través de los episodios
de violencia provocados por la cultura de dominio masculino, la niña tiene la
oportunidad de mostrarse a sí misma lo arbitrario de su rol subordinado. Al
relatarnos la airosa defensa que realiza ante la violencia iniciática de los
demás estudiantes varones frente al hermano, se percata de que su posición de
mujer subordinada a la cultura masculina es más compleja de lo que pensaba.
Luego de la frustrante reacción del humillado hermano la protagonista nos dice:
Nos
quedamos demasiados sucios, pero sí callados. Caminamos de regreso a casa, yo
asustada. Andrés humillado. Si yo hubiese sido su hermano menor, seguro estaría
orgulloso de mí. Hubiésemos sido como los Hermanos Villalobos, los Hermanos
Solís frente al mundo. Pero ¿a qué adolescente le podía gustar que su hermana
menor le ayudara a pelear contra sus compañeros de clase? Era vergonzoso y sin
embargo, era bueno que sólo a él no hubiesen logrado bajarle los pantalones.
(95-96)
Nuestra heroína, además de sufrir el pleno
descubrimiento de no ser a la usanza de los varones (deseo de masculinidad que
habrá de reprimir), tendrá que tolerar, aunque con rabia, el castigo (entiéndase,
la castración) al que la someten. No entiende todavía las diferencias de género
y sexualidad que no son necesariamente lo mismo. Y será Sergio quien una vez
más saldrá a solidarizarse con ella, compadeciéndola con ternura y compasión.
Ante el hecho, nos dice la niña misma: “Y yo me eché a llorar con mucha
vergüenza porque en mi familia no se lloraba y para ese tipo de ternura, yo no
tenía defensas” (99). En esta ocasión si logra unir su cuerpo y sentimientos a
los del tío.
Singular resulta el que todas estas
inseguridades dan base al inmenso deseo de Lidia por abandonar la etapa de lo
que le parece una insegura y frágil niñez y por alcanzar cierta seguridad que
cree reconocer en la adultez. Al respecto nos dice: “(...) si algo ansiábamos
mi hermano y yo era poder responder a los regaños y consejos, acabar de ser
grandes y alejarnos para siempre de la vida que llevábamos” (2). Más adelante
asegura: “mientras sentía unas ganas terribles de llorar, de acabar de crecer,
de irme de allí” (5). Mas pese a este conflicto con la niñez, podemos decir que
hay tensión dialéctica en el discurso total de la obra, pues se evidencia en la
creación de la novela una necesidad de retrotraerse a la niñez en búsqueda de
explicaciones válidas que puedan arrojar luz sobre el origen del desajustado
mundo de los adultos y de esa sociedad patriarcal. De ahí el ansioso deseo de
aprehensión de un sujeto infantil que pueda revelar de manera metafórica y
metonímica la problemática de la cultura nacional. Pero a pesar de esta búsqueda
de los orígenes, no debemos pasar por alto el que se trasluzca en la obra un
ambiguo resentimiento ante el pasado y la niñez, que si nos fijamos en el
título de la novela, parece imponerse después de todo. Bien podemos advertir el
sutil dejo de irónica nostalgia en un título en que se menciona una felicidad
que sólo existió en el fugaz momento de un baile que la niña no pudo entender
cabalmente. En ello —me parece— hay más ruptura y malestar que continuidad y
nostalgia. Me paree que la danza en el fondo es un baile que propicia la
obediencia de la mujer al compás del hombre y su coqueteo; algo que la niña,
como futura lésbica, y casi por instinto, no se dispuso a obedecer.
En esta búsqueda de procesos que podrían
dar parte de la infancia, cobra singular importancia la praxis corporal,
específicamente en la semiosis del olfato: “y su olor, sobre todo yo insisto en
su olor”, —nos dice la narradora refiriéndose al tío (80). Cuando colocan
aparte la ropa de Sergio, la niña señala: “En la primera oportunidad que tuve,
yo levanté la tapa del hamper de la
ropa de Tío Sergio y olí y olí tratando de establecer una diferencia entre su
ropa y la nuestra y lo único que conseguí fue identificar claramente y para
siempre su olor, porque los de todos los demás estaban mezclados” (85). Y luego
de sorprenderse de encontrar a Sergio y Micaela en la cama, la niña dice: “Me
acerqué y toqué las sábanas, miré afuera, no fuera a venir nadie y me acosté en
la cama. Traté de oler la almohada, pero sólo olía a aguas de lilas, (...)” (132).
Significativo resulta este placer obtenido a través del olfato, pues como Lidia
misma señala, éste ha organizado muchas de las significaciones de sus espacios
y experiencias más vitales. Así nos lo evidencia cuando dice:
Quiero que entiendas que cuando tú llegaste, yo quería identificar
claramente los olores que más me gustaban, que llenaban las necesidades más
mías, que ordenaban mi vida: el de las crayolas, de mi niñez y mis estudios; el
del culantro, de la vida familiar; y el de pólvora de los fulminantes de mis
juegos y de los cohetes de fiestas de navidad. Entonces me empezó a gustar el
tuyo, y fue a la par con el de los libros, sobre todos de los libros de arte, y
nunca los he podido separar. (137)
Finalmente, al lamentarse por la partida del tío,
la protagonista se aqueja de que incluso le coarten el placer del olfato que la
une él: “Pero cuando te fuiste limpiaron tu cuarto y no dejaron trazo de tu
olor” (137). No obstante, y después de toda esta violencia y opresión del
mundo, incluso contra su sentido femenino (contra su cuerpo y su olfato), no
logran eliminar la profunda dimensión simbólica e intrasíquica que para Lidia
ha adquirido la figura del tío. Sergio habrá de quedar fijo en la memoria como
ocurriera con el gato que en ausencia fuera ritualizado, convirtiéndose así en
mito y símbolo capaz, mediante la memoria, de conferir significado y
continuidad, desde su muerte, a la existencia. Y es precisamente al estar
ausente en cuerpo, luego de haber provocado representaciones y estímulos tan intra-subjetivos,
que Sergio adquiere un gran potencial para representar el significante ausente
buscado por la niña, pero ya dentro de un orden simbólico muy superior que
pueda sustituir el androcentrismo de la cultura dominante. Sobre esta búsqueda
de un significante fálico véase que en una ocasión se pregunta: “¿Era pecado
darse cuenta de que entre las piernas de todos los hombres colgaban sus sus sus
Andrés decía bicho, Mami decía pipí, las tías decían “eso”, Mamá Sara “el
pajarito.” Tío Sergio nunca lo mencionaba” (p. 88). Y en este aspecto, más allá
de las significaciones conscientes de la obra, cabe destacar cómo la diferencia
que marca al tío en su constitución sexual (es decir: la ausencia de un
lenguaje, pues “nunca lo mencionaba”) lo lleva esta vez a convertirse en
significante a-fálico del deseo de la niña. Resulta aún más sorprendente la
peculiaridad de esta situación que lo propone como un poder diferente al del
simbólico de la cultura dominante, cuando vemos que la niña se percata en una
ocasión del fallido intento de su tío en relacionarse sexualmente con Micaela
(131-133). Por nuestra parte cabe señalar que, más allá de los celos que la
relación del tío con Micaela le provoca, estamos aquí ante un nivel
subconsciente en que Lidia descubre la falta de potencia y acción fálica del
tío en el mundo heterosexual con las mujeres[15].
Mas este reconocimiento de la privación en el tío, que se compara con la falta
de ella misma tal y como se la atribuye la cultura masculina (no se olvide el
diálogo con el hermano) no la lleva necesariamente a la frustración o al trauma
incapacitante, por cuanto en el fondo ha reconocido que su tío es de una
constitución sexual distinta a la de la cultura dominante que tanto desprecia.
Ciertamente hay confusión inicial al ver que su objeto del deseo carece del
fetiche fálico que le permitiría activar aunque fuera imaginariamente sus
deseos incestuosos y alcanzar algún tipo de satisfacción en la cultura
disidente. Pero más adelante habrá de desplazar su eros hacia acciones y actividades
sublimadas de diversa índole simbólica y creativa. De ahí que el poder
alcanzado por ella finalmente, se manifieste a través de la escritura y el
dominio del ser obtenido por medio de la palabra y el arte. Tiene sentido así
que casi a finales de la obra la narradora señale:
... y
te recordé con ese cariño de antes y te recordé con Micaela, levantándote de
unas sábanas mojadas, muerto en la niebla como el Rey Arturo, y, a diferencia
de él, vencido sin haber tenido ganas de luchar, vencido y yéndote, dejando
atrás un mito, y recordé aún más fuertemente el día que bailaste con Mamá una
danza, al son de antes de que “no volverán jamás felices días de amor” y
aguantando las ganas de llorar y descubriendo que yo todavía seguiría por la
vida, comencé a desbordarme en ti en un español incierto y auténtico y agarré
papel y pluma para empezar esta carta que comenzó “Felices días, Tío Sergio,
Felices Días... (150).
Vemos, pues
que el fracaso sexual (según la visión heterosexual) del tío, en esta experiencia
que relata la joven Lidia, está relacionado en parte con la canción triste-feliz que
baila con la madre, y que la niña no logra entender como ritual tan extraño,
que me parece cuestión más bien generacional y muy de un pasado cuando “solo
ellos se entienden”. Por eso cabe entender la reacción de Lidia en su incapacidad de aceptar esa manera de inter-relacionarse en el pasado. Tal parece
que se trata de un código comunicativo que la generación pasada logra manejar para
unir sus cuerpos (sus conciencias), para ser felices y amarse, pese a tanta incertidumbre y
confusión. Los conceptos de lo gay y lo homosexual, a partir de los años 90, han cambiado y tal vez
esto nos incapacita para entender mucha de la “ingenua” semiótica de la recepción
de la novela (la perteneciente a
las anteriores generaciones que leen la obra y la alaban sin consciencia y las exigencias críticas de la política gay o queer).[16] Se trata de una generación anterior a los 90, acostumbrados a articular lo gay desde unos lenguajes del pasado que hoy no deseamos
seguir, sobre todo el lenguaje de “los entendidos”, "los tapaítos", los que no se hacen obvios, que
pueden silenciarse, ser invisibles o
estar siempre escondidos en el closet. Total… ya implique que fuera del closet
no nos esperan muy buenas cosas que digamos (pero esto es material para otro ensayo). Y también, que total… ya las
Lidias actuales se cantan lesbianas sin traumas silenciadores y aparecen fuera del closet, creando nuevos modos de ser en la cultura, especialmente a principios de este siglo.
Finalmente, más allá de la irónica felicidad, por
medio de lo estético y la escritura, la protagonista alcanza de una manera más
significativa en su momento histórico, el lenguaje de lo prohibido y la transgresión que lleva al placer
creativo, para iniciar así el proceso de subvertir el Simbólico androcéntrico y
despótico de la cultura y recuperar la otra senda mediante el Imaginario, lo que
había con sus parcas palabras y tímidas acciones impulsado tío Sergio (se logra cierto relleno de ese hueco de la Falta mediante el Poder del novelar). Se trata del triunfo de la muerte del gato y de la de Sergio mismo, por medio del arte del lenguaje y la literatura que en el mito del arte supera la muerte mediante la memoria. El
significante primordial ausente que se ha estado buscando y no se logra
alcanzar es precisamente el que permite la escritura y el arte; en fin, ese
significante comienza a ser construido mediante el triunfo que propone la
aparición de la novela misma en una cultura tan homofóbicamente represiva. El “Orden
Simbólico” de la Metáfora Patriarcal no espera otros lenguajes, solo el su monólogo.
Pero no todo es determinante y prohibitivo para el arte y su arcana y poderosa metonimia del
femenino matriarcal y su libertad inmersa en el Orden Imaginario de la cultura misma. La novela quiere ser, y lo es, esperanzadora para confrontar esa Falta que no solo es de Lidia, tío Sergio, de lo puertorriqueño, sino de la vida humana en general.
NOTAS
[1] Julia Kristeva, “Interview-1974”, m/f, p. 166, 1981. Ver un recuento de
las principales voces del movimiento feminista en mi libro Modernidad, postmodernidad y tecno cultura actual (San Juan:
Gaviota, 2011). Un libro que problematiza de manera sumamente compleja y
responsable estas cuestiones de género es Metamorphoses.
Towards a Materialist Theory of Becoming de Rosi Braidotti (Cambridge:
Polity Press, 2002).
[2] Magali García Ramis. Felices días Tío Sergio. Río Piedras:
Editorial Antillana, 1986. En lo sucesivo, las citas referentes a este texto
que aparezcan en nuestro trabajo pertenecerán a esta primera edición. Entre los
trabajos críticos sobre esta novela empleados en mi primer momento crítico, véase de Juan Gelpí, “René Marqués y Magali
García Ramis: dos acercamientos a la novela de aprendizaje”, en Literatura y paternalismo en Puerto Rico,
Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993, pp. 78-102; de Alvin Joaquín
Figueroa, “Feminismo, homosexualidad e identidad política: el lenguaje del otro
en Felices días tío Sergio”, La Torre, Año V, Núm. 20, Revista de la
Universidad de Puerto Rico, oct.-dic, 1991, pp. 499-505; Eliseo R. Colón Zayas,
“Reseña”, La Torre (nueva época)
I.I., 1987, pp. 165-170; Aurea María Sotomayor, “Si un nombre convoca un
mundo..., Felices días, tío Sergio en
la narrativa puertorriqueña contemporánea”,
Revista Iberoamericana, Universidad de Pittsburg, pp. 317-327.
[3] El concepto “simbólico” no posee en
nuestro trabajo la acepción que regularmente suele tener a partir de la
retórica tradicional. Se relaciona más bien con lo que llamamos, siguiendo a
Jacques Lacan, el Orden Simbólico, o el Otro de la cultura patriarcal (el
Nombre-del-Padre). (Sobre esto último véase la nota que sigue). En lo
relacionado al paternalismo y el patriarcado en la cultura nacional
puertorriqueña véase el libro de Juan Gelpí,
Literatura y paternalismo en Puerto Rico, Editorial de la Universidad de
Puerto Rico, 1993. No obstante, Gelpí habla de paternalismo y yo me
refiero al patriarcado, que no son necesariamente lo mismo, pero que tampoco
son conceptos muy incompatibles.
[4] Sigo al sicoanalista
Jacques Lacan, de la tradición estructuralista que propone el Orden Imaginario,
el Orden Simbólico (el Nombre-del-Padre) y el Orden Real como significantes
primordiales que organizan y estructuran al sujeto en la cultura. Trátase de
tres Significantes que funcionan como archivos ocultos e invisibles que a la
larga "hablan" por el sujeto y le confieren (des)orden y (des)organización.
Del Orden Simbólico se entiende que el sujeto resulta organizado por el lenguaje o la lengua que adopta
convencionalmente de la cultura (el Otro, lo falocéntrico, el mandato del
Padre). El discurso del yo tendrá que organizarse desde el significante-Otro de
la cultura (del Simbólico que se ha organizado en la historia fuera del
sujeto), y no desde el ego consciente de saber ilusoriamente engañoso y de
proceder voluntarista que propone la tradicional sicología del ego. El genuino
discurso no emana del yo sino del Otro, del inconsciente que ha asimilado e
internalizado la ley y el orden de la cultura patriarcal. Ese inconsciente, que
se estructura “como un lenguaje”, es reprimido (o desconocido) tal y como el significante se
separa y se aliena del significado. A partir de ese espacio represor o
gramática del inconsciente se expresará en diversos modos simbólicos,
metonímicos y metafóricos (tropológicos en general), el Orden Simbólico (el
Nombre-del-Padre) y el Orden Imaginario (más relacionado con la madre, o lo
anterior al orden del padre). Lacan concibe inicialmente cómo a partir de la
estructuración orgánica (el Orden Real), y de su relación con la madre, el
infante desarrolla su sentido yoico-narcisista y primario (el Imaginario). Todo
infante ha de pasar por la etapa (pre)espejística en la que solamente es capaz
de estar en contacto desarticulado con los fenómenos externos a través de la
mirada, el oído y el gusto, y con muy poca capacidad propiamente cognoscitiva
por encontrarse todavía en la etapa pre-verbal. Este es el estadio que prepara
para situarse plenamente en el Orden Imaginario, cuando el infante carece de
coordinación física por los primeros seis meses, pese a sus algo desarrolladas
capacidades visuales. En esta etapa pre-espejística se encuentra, además, la
fantasía o sueño fragmentarios que va creando el infante a raíz de las
caricias, la voz y la manutención que ofrece la madre. La búsqueda de una
felicidad más amplia y total aparece en la etapa ya propiamente espejística
subsiguiente (de seis a dieciocho meses). Se alcanza así la etapa del espejo en
la cual se establece el deseo por la unidad, encontrándose ésta en la imagen
que el infante crea de sí mismo al "observar" mentalmente su propia
imagen. Mas entiéndase que antes de este estadio (más bien proceso) la niña (o
niño) se ha instalado como parte o extensión del cuerpo de la madre (el Orden
Real, lo que queda fuera del Imaginario y del Simbólico y no se ha nombrado).
Será más adelante que comience a ingresar plenamente en el Orden Imaginario que
lo o la relaciona con el campo de la fantasía y las imágenes, a pesar de que su
organismo desea permanecer apegado a la madre. Pero el emerger de su imago surge precisamente en el instante
en que la madre se va distanciando del infante, razón por la cual éste se ve
paulatinamente obligado a independizarse y a cobrar consciencia del no-yo y,
por consecuencia, a construir una imagen del yo (recuérdese la metáfora del fort-da empleada por Freud). El
arquetipo de esta fase es la del niño frente al espejo fascinado con su propia
imagen como se plantea en el mito clásico de Narciso. De ahí que el Orden
Imaginario se relacione con la fascinación visual, la conducta pre-verbal y el
deseo de permanecer apegado al seno de la madre y la fantasía. El niño o niña,
que ha sentido su cuerpo como parte de la felicidad materna, al reconocerse,
comienza a ingresar en el orden del lenguaje y del símbolo. De ese estadio
inicial pasará a acomodarse al lenguaje del Otro, obligado a reprimir el
archivo de las significaciones placenteras adquiridas de su relación inicial
con la madre. Esta última queda primordialmente vinculada, en ese sentido, al
imaginario; el padre se relaciona más con el simbólico. Véase de Jacques Lacan,
Escritos I y II, Siglo XXI Editores:
México, 1971. Y también del mismo autor:
Los escritos técnicos de Freud (Lacan: El Seminario), Ediciones Paidós,
Buenos Aires, 1981. Para una exégesis del sicoanálisis lacaniano y sus
ramificaciones véase el trabajo de Madan Sarup, Jacques Lacan, University of Toronto Press, 1992. También véanse
los siguientes trabajos: Anika Lemaire, Jacques
Lacan, Routledge and Kegan Paul, 1977; Carlos Guevara, El Edipo o la constitución de la subjetividad a través del lenguaje y la comunicación.
Desde Lacan hasta Vygotsky, Río Piedras: Editorial de la Universidad de
Puerto Rico, 1989; Jonathan Scott Lee, Jacques
Lacan, Amherst: The University of
Massachusetts Press, 1990.
[5]Desde la perspectiva lacaniana la
denegación, el relegar a los márgenes, puede ser muestra de la existencia de un
otro del cual el sujeto de la oficialidad mantiene su distancia y diferencia.
El sujeto es construido por un Orden Simbólico (el Otro) que a su vez le crea
nociones de lo afirmativo (lo aceptable) y lo negativo (lo inaceptable), y en
este último se crea el “otro”, lo que está en las afueras de lo originario y
“normal”. En materia sicoanalítica muchas veces el sujeto experimenta el
inconsciente como el discurso del Otro, es decir, el inconsciente es el Otro.
En ese sentido, la ley masculina, la cultura falocéntrica que se desprende del
Otro (lo que se forma a espaldas del sujeto y con-forma su conducta),
establecen y definen la otredad, siendo ésta, en lo que aquí nos concierne, la
sexualidad diferente a la masculina heterosexista: la femenina, la homosexual,
por ejemplo. De aquí que el Otro deba ser entendido de doble manera: como
sistema de relaciones socio-culturales, significantes e implícitas, que dominan
al sujeto y que se filtran en éste a través de la lengua (el Orden Simbólico),
y como una estructura síquica que se ha infiltrado en el inconsciente del
sujeto para organizarlo y regularlo tanto de manera imaginaria como simbólica.
Se trata de una combinación dialéctica, pues lo que aparece en el interior de
la consciencia (el otro) es producido y organizado en el exterior por la
cultura (el Otro). Ver obras de Lacan antes citadas. Tío Sergio es uno de los
sujetos más otreicos de esta cultura, al representar la diferencia (la
homosexualidad, el nacionalismo) que la misma sociedad crea inadvertidamente a
pesar de repudiarla. Por otra parte, en los tiempos de tío Sergio esas dos
situaciones, la política y la sexual, no se mezclaban en la disidencia
política, y mucho menos, los hombres; lo realizaban las mujeres feministas.
[6]Para algunos
teorizantes contemporáneos la modernidad se define a partir de la epistemología
cartesiana que propone un nuevo sujeto racional (androcéntrico y
heterocentrista), y que concibe la consciencia y el cuerpo del sujeto
controlados por una razón guiada por una serie de dualismos generados a partir
de las nociones de ruptura y separaciones entre el sujeto y el objeto
(cuerpo/mente, materia/espíritu, razón/emoción, masculinidad/femineidad,
sexualidad/política). Para muchos teóricos, Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre
se posan como los mayores visionarios de la modernidad al criticar la
subjetividad distanciada y absorbida por el pensamiento desprendido del cuerpo
y del mundo. Según ellos, este mundo pre-existe al sujeto y no puede ser
conscientemente manipulado o definido, mas sin él no podemos existir. Esta
noción del sujeto lleva a los críticos de la postmodernidad a rechazar la
epistemología de la Ilustración moderna (ver a M. Foucault) que desembocó en
las metodologías del racionalismo y el empirismo que privilegian las
contradictoriamente las trascendencias (la verdad secular), y conduce a buscar
la razón cartesiano-kantiana del ser trascendente. Los postmodernos, por el
contrario, bajo sospecha, buscan actualmente la irracionalidad y culminan
muchas veces en nociones irónicas, paródicas y nihilistas como rechazo a lo
primeramente explicado. La nueva era de la informática, la alta tecnología, el
consumismo y las economías globales y transnacionales que se generan a partir
de la década del los años 60 y 70 en el siglo XX, vienen a culminar con el periodo
de la modernidad que se había iniciado desde el Renacimiento. Desde ese
entonces se comienzan a formar las alternativas postmodernas que van desde las
que siguen siendo algo racionalistas hasta las más nihilistas y paradójicas
(incluso ven las aporías). En lo referente a la cultura puertorriqueña, el
periodo de la sociedad liberal y populista estadolibristas de los años 50
vendría a cumplir el estadio conducente a la cúspide de la modernidad ya
iniciada desde mediados del siglo XIX con la cultura hacendado señorial, y que
en los años 80 del siglo XX se ve en una crisis (la que en parte atrapa la
novela). Sobre este aspecto véase el libro Del
nacionalismo al populismo. Cultura y política en Puerto Rico, antología de
ensayos editada por Silvia Álvarez-Curbelo y María Elena Rodríguez Castro (Río
Piedras: Ediciones Huracán, 1993). Sobre el tema de la modernidad y la
postmodernidad véase el libro editado por Patricia Waugh, Postmodernism. A Reader, New York: Routledge, Chapman and Hall,
1992. También el libro editado por Tomas Docherty, Postmodernism. A Reader, New York: Columbia University Press, 1993.
Mi último libro, Modernidad,
postmodernidad y tecno cultura actual (San Juan: Publicaciones Gaviota,
2011) explica muchas de estas cuestiones teóricas.
[7] En
estos aspectos nuestra novelista es innovadora y perspicaz porque para crear su
obra no se vale solo de la crítica a las duras ideologías elitistas e
intelectuales del pasado, sino que se fija en los nuevos procesos de la cultura
contemporánea, post-fordista, que forman al sujeto dentro de la cultura de
masas y de cambios comerciales y tecnológicos (la cultura pop). En ese sentido,
la novela es creada teniendo los “estudios culturales” en mente. Es seguidora
de Manuel Ramos Otero y Luis Rafael Sánchez, quienes reconocen en algo estos
aspectos que le permiten ironizar incluso las ideologías fuertemente
izquierdistas del pasado (como las que persigue Pedro Juan Soto en su novela Ardiente suelo, fría estación (1961),
una de las obras más conservadoras de los años 60, que tuvo muchos ávidos y
entusiastas lectores.
[8] La negativa de la niña a aceptar la
invitación de tío Sergio a bailar tal vez se deba a su confusión de ver cómo
los opuestos se funden, pues para ella su tío y su abuela representan signos
muy diversos y diferenciados. No puede entender la niña cómo dos categorías tan
opuestas pueden hacer una tregua para entregarse a un ritual del cuerpo tan
reconciliador. De ahí que no entienda cómo les puede gustar tanto una danza con
una letra tan triste. En este sentido, en el momento del baile, la niña se
niega a aceptar la alianza y la tregua que han mantenido a la larga juntos, sin
necesidad de acudir a la violencia finalmente destructora, a dos grupos tan
distintos como los que su abuela y tío que representan la oficialidad y la
disidencia oculta. En la unión de estos dos se da el elemento homogeneizador
que ha mantenido la cultura nacional, "la gran familia
puertorriqueña", a pesar de las diferencias de sus grupos (conservadores,
liberales y radicales). La niña, por su parte, no parece dispuesta a aceptar
esa práctica y por ello huye del escenario del baile sumamente confundida. En
lo referente a la música, más adelante, luego que se ha marchado el tío, Lidia,
ya con conciencia ideológica y cultural más clara, rechaza la música europea y
las melodías norteamericanas y opta por escuchar las canciones de WKVM (149), a
pesar de que le han señalado que la música popular es de sirvientas. Tal vez en
el momento en que la madre y Sergio bailan, la niña no ha reconocido que allí
se estaba manifestando una expresión de tregua, de paz y armonía de una cultura
de fondo popular, como lo demuestra la unión de la música y la letra de las
danzas. Este desconocimiento de la protagonista no es necesariamente aplicable
al autor (implícito) de la obra. El hecho de que esta última haya titulado la
novela a partir de este acontecimiento señala su reconocimiento, aunque sea
intuitivo, de la interpretación antes señalada.
[9]De acuerdo a Lacan en el desarrollo
del ideal del yo del sujeto y sus construcciones sociales (el Simbólico) se
crea una tensión. Si bien el sujeto asimila las nociones simbólicas del entorno
social no abandona muchas de sus formaciones pre-edípicas que se dan en la
etapa del espejo y en la etapa pre-verbal. El primer objeto del deseo que se
obtiene en estas últimas etapas pre-edípicas y pre-espejísticas se adquiere a
través de la relación del infante con la madre. Con anterioridad al ingreso a
los símbolos del lenguaje, el infante ha creado un deseo de permanencia en el
espacio de la felicidad materna que no le permite aún distinguir su separación
real de la madre, como tampoco le permite reconocer que ella es, en verdad,
parte de ese afuera del padre y del poder social (del Orden Simbólico). Por
ello que a la larga, el único espacio que puede asegurar la unidad, la
permanencia y la armonía es el de la adhesión al imaginario que marca la
ruptura con el malestar de lo simbólico (el padre, la cultura) y con lo real
(lo orgánico y biológico). El sujeto se ve, no obstante, en una etapa posterior
al Imaginario, y para acomodarse al lenguaje del Otro, es obligado a reprimir
el archivo de las significaciones placenteras adquiridas de su relación inicial
con la madre. Esta última queda primordialmente vinculada, en ese sentido, al
imaginario; el padre se relaciona más con el simbólico. De ahí que, luego de la
“etapa del espejo”, y ya asimilada la ley del padre a través del Complejo de
Edipo y el Complejo de Castración, el sujeto humano se conciba como un ser
escindido o dividido. El sujeto queda así con el Deseo de obtener una metáfora
y/o una metonimia del pasado imaginario, que nunca podrá recuperar ni
satisfacer con objeto alguno del Orden Simbólico. Esta manera de ver el Deseo
supera las nociones de los sicoanalistas freudianos más tradicionalistas para
quienes ese objeto del deseo recae en la posesión del poder fálico que le
confiere la cultura. Para algunas sicoanalistas feministas, por otra parte, ese
Deseo es apaciguado con la presencia del niño que a partir del parto funciona
para la mujer como substituto del objeto fálico. Para otras feministas ese
Deseo es una construcción altamente simbólica que no debe ser confundida con el
pene, y que la mujer puede adquirir de manera similar al hombre. Sobre estos
aspectos véase: Juliet Mitchell, “Freud and Lacan: Psychoanalytic Theories of
Sexual Difference”, Women: The Longest
Revolution, London: Virago, 1984, pp. 248-77; Hélène Cixous, “The Laugh of
the Medusa”, New French Feminisms,
pp. 259-60; Luce Irigaray, This Sex Which
Is Not One, Ithaca: Cornell University Press, 1985; Juliet Michell y
Jacqueline Rose, Femenine Sexuality.
Jacques Lacan and the école freudienne, New York: W. W. Norton and Company,
1982.
[10] Los sujetos son construcciones sociales y son
interpelados principalmente por las significaciones dominantes y más
conservadores de ese entorno socio-cultural, las cuales proceden de un orden
con nociones simbólicas y arquetípicas del deber ser, del pasado y del destino,
del bien y del mal, e incluso de lo que es la sexualidad (lo masculino y lo
femenino); de ello trata la ideología. Estos procesos de construcción e
interpelación del sujeto ocurren en ausencia, por cuanto transcurren por medio
de estructuras simbólicas, lingüísticas y discursivas en general, de las cuales
el individuo no es plenamente consciente, ingresan en él/ella por medio de
significantes (estructuras formales) inconscientes y pre-conscientes. Y más
allá de los individuos, el Sujeto organizador del discurso ideológico de la
cultura es precisamente el Orden Simbólico de que hemos hablado, el Otro que
organiza y dirige desde el invisible inconsciente empleando valores y
concepciones fundamentadas en criterios y proposiciones de dominio masculino.
De ahí que se señale que la ideología esté dominada por los valores falocéntricos
y patriarcales que se imponen desde el Simbólico de la cultura de manera
implícita e invisible. La sexualidad, en ese sentido, más allá de lo biológico
es también una construcción ideológica y cultural. La cultura patriarcal y
falócrata define la identidad sexual de acuerdo con sus criterios de lo natural
y normal. Véase de Louis Althusser, Essays
on Ideology, Verso: London, 1984 y de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Towards a
Radical Democratic Politics, Verso: London, 1985.
[11] Para Lacan, la mujer cobra consciencia inicial de
su "falta" (manque à etre)
al notar la ausencia del falo como significante de poder. Cuando el infante
comienza a abandonar su relación de unidad imaginaria con la madre se ve
obligado a ingresar en el espacio del padre (el Nombre-del-Padre). Esto obliga
al infante a ponerse en contacto con la ley y la prohibición que se simbolizan
a través del falo como significante de poder. Si bien, por una parte, el falo
como significante separa de la noción de felicidad unitaria con la madre,
proporciona al sujeto, por otra, del lenguaje necesario para funcionar en la
cultura (el simbólico), ya que el padre y su falocentrismo se presentan como
los creadores de esta cultura. Esta cultura falocéntrica lleva al sujeto a
perder el cuerpo de la madre y a sentir su falta y a ocuparse de construcciones
de simbolización e individuación. La falta queda en el inconsciente, llevando a
ambos sexos a la represión del imaginario y todo lo que desafíe el orden falócrata.
A pesar de que el género masculino posee el pene, éste, al igual que la mujer,
está subordinado al falo simbólico como significante de poder que castra y
coarta del imaginario y de las significaciones que se pudieron dar en la etapa
pre-edípica. La expresión del imaginario materno es en este sentido un acto
subversivo tanto en el hombre como en la mujer, pese a que el imaginario
femenino podría ser de orden diverso. Kristeva es quizás la mayor exponente de
estas ideas post-lacanianas (Desire in
Language, Oxford: Basil Blackwell,
1980). Son muy confusas, pero me veo obligado a exponerlas aquí y
simplificarlas.
[12] Este aspecto ha sido señalado por Juan Gelpí en
nota al calce en su libro ya citado en la nota No. 2: “Sin declalarlo de manera
explícita crítica, la novela de García Ramis se distancia del paternalismo que
forma parte tanto del nacionalismo puertorriqueño como del populismo muñocista”
(p. 96). Muchos de mis análisis al patriarcado puertorriqueño ya han sido
ampliamente analizados desde el paternalismo mentado por J. G. Gelpí en su libro.
[13] El término postmodernidad ha sido acuñado en las
últimas tres o cuatro décadas. Sus teóricos se han ocupado, ante todo, de
aspectos metacognitivos y sumamente reflexivos, y de crear una epistemología anti-cartesiana
que rompa con los modelos racionalistas que colocan al sujeto en un ilusorio
control de sus deseos (voluntarismo) y lo separan del objeto de reflexión o
acción. De aquí que la postmodernidad insista, siguiendo a Nietzsche, en un
sujeto construido por nociones simbólicas y lingüísticas (de poder y saber) que
comprenden tanto la ideología como la sexualidad. Sus teóricos hablan de la
caída o deconstrucción de los metarrelatos racionalistas y universalistas de la
Ilustración que dominan las mentalidades desde Descartes y Kant hasta los
positivistas del siglo XIX. Insisten en que la crisis de las metanarrativas de
la modernidad comienza con Marx y Freud, principalmente. En la actualidad,
Jean-François Lyotard y Michel Foucault rechazan las teorías totalizantes del
mundo moderno (que pretenden ofrecer conocimiento de aspectos totalizantes de
la experiencia cognoscitiva humana), y le prestan más atención a la voces del otro (marginales y suplementarias), que
son excluidas precisamente por estas filosofías que se ubican en lo
supuestamente originario y causal de las totalizaciones de las meta-narrativas
modernas. La postmodernidad se ocupa más del cuerpo, el deseo, la locura, la
marginalidad. Magali García Ramis, en su
intento de ver la problemática del sujeto nacional desde la perspectiva de la
“otredad” (la mujer, los homosexuales, las madres solteras, los disidentes) se
acerca en muchos aspectos a lo que podría ser una escritora de la
postmodernidad (más bien tardomodernidad) junto a Rosario Ferré, Luis Rafael
Sánchez, Ana Lidia Vega, Manuel Ramos Otero, Juan Antonio Ramos, Edgardo
Rodríguez Juliá, entre otros. García Ramis (y mucho más M. Ramos Otero) posee
un interesante alcance crítico en cuestiones de la sexualidad que impone el
mundo tardomoderno. Sobre las teorías del debate modernidad-postmodernidad
véase de Jürgen Habermas, The
Philosophical Discourses of Modernity, Oxford: Polity, 1987; de Jean
François Lyotard, The Postmodern
Condition, Manchester University Press, 1985. Ver síntesis en mi libro Modernidad… antes citado.
[14] Ver mi libro La na(rra)ción
en la literatura puertorriqueña (San Juan: Ediciones Huracán, 2008): “La
modernidad literaria de medio siglo. De la Generación del 30 a los años 60” e
“Inscripción del discurso literario de los años 70”.
[15] Este significante fálico no debe ser confundido
con el pene ni con la noción de envidia del pene que caracteriza a la mujer
según los freudianos más conservadores. Para los lacanianos tanto la mujer como
el hombre se encuentran atrapados en una estructura ausente, de deseo, por el
falo que representa la estructura de poder del Orden Simbólico de la cultura.
Esta noción es posterior a las ideas freudianas más convencionales que marcan y
distinguen a la mujer dentro del
masoquismo, la envidia del pene, los celos, el ego débil, etc. Sobre
esto, Juliet Mitchell plantea en su libro Psicoanálisis
y feminismo (Harmondsworth: Penguin, 1974) que lo presentado por el
discurso freudiano (y luego lacaniano) es más bien un análisis de la situación
de la mujer y no una justificación del poder patriarcal. El freudismo, visto
dentro de la teorías del discurso, no tiene por qué contradecir la visión
lacaniana de que el sujeto ingresa en un Orden Simbólico que estructura su
lenguaje y significaciones sociales, siendo esto a su vez lo que le brinda una
posición al sujeto dentro del orden de ese simbólico, ya que fuera de él lo que
se encuentra es la sicosis. Los rasgos que definen a la mujer en este orden son
consecuencia de su subordinación (la cual también “sufre” el hombre) a la ley
fálica del simbólico masculino y no un atributo natural psico-biológico como
muchos androcentristas y misóginos suelen creer o sugerir. Mas a pesar de que
el falo se distingue del pene, éste viene en un inicio a identificar al niño, por
cuanto es un significante visible de diferenciación. Así, el significante
inicial (biológico) pasa a convertirse en una estructura simbólica (“prestigio”
de posesión del pene) por pura arbitrariedad y convencionalismo cultural y no
por imposición de la naturaleza. El falo pasa a ser un significante
representativo del prestigio y del privilegio masculinos que le confieren, a la
cultura patriarcal, una noción de dominio. Es esta cultura falócrata la que se
encarga de simbolizar a la mujer como un “otro”, desde su posición de dominio.
La falta que pueda sentir la mujer, no se debe al descubrimiento de la ausencia
de pene en su cuerpo, sino al reconocimiento de la falsa ideología del
simbólico masculino; no es en tal sentido un descubrimiento de la falta de pene
a nivel corporal como creen algunos freudianos. Para Juliet Mitchell, la labor
de las feministas es la de subvertir esta ficción y buscar un orden no
patrocéntrico. Para feministas como Hélène Cixous y Luce Irigaray la sexualidad
femenina no está centrada en el falo sino en la vagina, el clítoris, los
labios, los senos; espacios éstos de la sexualidad que se relacionan con la
etapa pre-simbólica y pre-edípica (igual que para Julia Kristeva) y se vinculan
más a la madre, con quien la niña guarda una relación distinta a la que posee
con el varón. Cixous e Irigaray ven el cuerpo como el lugar de la especificidad
de la femineidad, por cuanto éste es constituido libidinalmente antes de la
entrada al lenguaje y a la ley del padre fundamentados en el logocentrismo que
separa y diferencia. Ver obras antes citadas de estas dos teóricas. Importante
en la explicación y clarificación de este debate son el libro de Elizabeth
Crosz, A Feminist Introduction,
(London: Routlege, 1990) y el de Calvin Thomas, Male Matters (Chicago:
University of Illinois Press, 1996). Ver resumen en mi citado libro, Modernidad…
[16] Para estas cuestiones de lecturas más problemáticas (en el bien
sentido crítico) e inquisitivas en estos aspectos, que la mía, ver el estudio
de Lawrance-Stokes La Fountain y las notas, comentarios y nombres de críticos
relevantes que proporciona. Su trabajo se titula “Tomboy, Tamtrums and Queer
Infatuations: Reading Lesbianism in Magali García Ramis’s Felices días, tío Sergio”. En Tortilleras.
Hispanic and USA Latina Lesbian Expression. Edited by Lourdes Torres e
Imaculada Pertusa. Temple University Press, Philadelphia, 2003. http://docs.google.com/a/onelinkpr.net/viewer?a=v&pid=gmail&attid=0.1&thid=1374751cdf640578&mt=application/pdf&url=http:/.
En ese trabajo, las debates y notas de Larry,
destaca nombres y su ensayos como los de Daniel Torres, Liza Sánchez González,
Agnes I. Lugo, Namir Matos, Luz María Umpierre, Frances Negrón Muntaner. Por mi
parte, cuando escribí el trabajo por primera vez sabía que la cosa era
complicada en cuestiones de lesbianismo y quise ser “políticamente correcto”, y
respetuoso con la autora; en un país como Puerto Rico. Conozco muy bien, como Lizza Fernanda, las
lesbianas de discotecas y bares (a quienes les recomendé la obra y lo
apreciaron mucho) pero no sabía como reaccionarían l@s intelectuales, especialmente
de EUA; ese es otro mundo, con otros “juegos del lenguaje” y otras expectativas
críticas. Por eso, y más, fui cauteloso y no me arrepiento. Magali García Ramis
cumplió con su trabajo como novelista lo más espontánea y cabalmente que pudo
haberlo realizado. La novela es un ícono que le gente sigue leyendo
independientemente de lo que opinemos los críticos con las obsesiones genéricas de nuestros tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario