viernes, 6 de abril de 2012

"En el fondo del caño hay un negrito" de José L. González






Ensayo de Luis Felipe Díaz en Modernidad literaria puertorriqueña. San Juan: Isla Negra Editores, 2005. (Agotado). 



"En el fondo del caño hay un negrito" de José Luis González: Una lectura sicoanalítica



                   

                                                   

Con todo lo enfático que pueda ser, el título de "En el fondo del caño hay un negrito" resulta insuficiente para anticiparnos el trágico drama que llevará a la más penosa criatura a la pantanosa profundidad.[1] Será luego de sumergirnos en la corta pero densa lectura del relato que nos quede el mortificante recuerdo de un ser que desde la profundidad del caño parece reclamar el rescate. No obstante, y aunque la recuperación del niño no pueda ser ya realizada, nos sentimos complacidos de que como lectores se nos haya advertido sobre el yacimiento de ese significante racial (el niño) sumergido en tan (in)deseable y marginal profundidad. De tal tipo de lectura podría dar testimonio el agrado evidenciado por los lectores, quienes luego de haberse enterado del más triste suceso, expresan con placidez el haber reconocido en el drama del niño mucho de su propia imagen no sólo personal sino colectiva y nacional a la misma vez. Este singular narcisismo que provoca la recepción del relato  nos señala que el lector es llevado, a través del proceder del niño, a contemplar las coincidencias de su identidad personal con la poética marginal de la puertorriqueñidad, que connota el niño y su drama. Como veremos, tal reconocimiento del ser nacional no sólo se realiza por medio de la proyección temática del cuento sino también mediante la sico-recepción que impone su atractivo formal y estructural.[2] El relato se convierte, en ese sentido, en espejo que invita a contemplarnos en él y, así, sumergirnos en un proceso ritualizador de la identidad nacional y cultural y sus simbólicos espejos.

En lo referente al aspecto de reconocernos en el relato, debemos tener presente antes de nada que en la conducta narcisista la imagen que podría obtener un individuo de sí mismo le resulta muy atractiva, pues advierte en el plácido reflejo su propio e imaginario ser. Y ya por relacionarse de una manera tan directa con lo especular y el imaginario, este relato de José Luis González nos ofrece, en ese sentido, una proyección muy atractiva y significativa que, más allá de lo mostrado en el contenido, nos sugiere el fenómeno del reflejo en la creación literaria misma. De ahí que lo singularmente importante en este relato sea el proceso de recepción espejística de un sujeto (el niño, el autor, el lector) que, más allá de contemplar un objeto distanciado, sin plena conciencia de ello, se ve y se busca (se crea) a sí mismo en la otredad observada en el afuera. El niño se contempla en el otro niño del reflejo; el autor y el lector se observan en el relato, con las posibilidades de también reconocer un otro. Se nos presenta así una alegoría especular que nos revela el más ferviente deseo del ser nacional puertorriqueño esmerado en contemplar (y en salvaguardar) en el reflejo de la creación literaria misma (en el imaginario) su más obsesiva identidad cultural que lo separa del orden simbólico de la cultura moderna y colonial que se entrega a los mandatos de la Ley del Padre Simbólico. Hay un proyecto de trabajo en el allá afuera, al cual el padre se tendrá que entregar, contrario al niño que se va en la búsqueda de su propia imagen y ser.

Pero antes de sumergirnos en el relato conviene ubicarnos al lado de la consciente emisión del cuento, para advertir inicialmente el empeño de José Luis González en captar la estructura del mito de Narciso en la conciencia nacional puertorriqueña y transmitirlo en su vertiente más poética y literaria.[3] Mas no se trata de una simple transferencia del arquetipo clásico del narcisismo a la cultura puertorriqueña. Se trata más bien de una recreación artística de la peculiar estructura del mito de Narciso, coincidente en este caso con el proceso cultural puertorriqueño en una vertiente histórica y cultural muy precisa. La extraordinaria conciencia ideológica de José Luis González lo llevó a nutrirse de las significaciones del proceso histórico-cultural puertorriqueño de la década de finales del cuarenta y principios del cincuenta para la creación de este cuento.[4] Fue el momento histórico en que se evidenciaba el traspaso de un periodo cultural de orden agrario y rural a uno de tipo industrial y urbano, a un nuevo espejo patriarcal. En ese traspaso, el sujeto letrado de la escritura nacional hace un paro momentáneo para contemplarse en su movilidad histórica y en su identidad cultural. Tal y como se contemplan los personajes unos a los otros, José Luis González permite que el lector se vea en el espejo del cuento que refleja la cultura en que vive, tanto a nivel consciente como inconsciente. El cuento nos lleva al trabajo en el muelle, con el padre, mientras se ahoga el infante nacional que llevamos adentro.

Pero aplacemos para más adelante el aspecto de las correlaciones históricas y consideremos, primeramente, tanto el mito como el aspecto sicoanalítico que sirven de base a este relato. Para el sicoanálisis contemporáneo (el que parte de Sigmund Freud y continúa en Jacques Lacan) el narcisismo hace referencia, básicamente, a la conducta de un sujeto que observa complacientemente su propia imagen, expresando así un exclusivo e indecible amor por sí mismo.[5] Tal concepción se inspira en una simplificación moderna del mito de Narciso. Se nos relata en éste cómo Narciso, al ver la belleza de un joven, reflejada en las aguas (su propia imagen), se lanza en la búsqueda de sí mismo, quedando como señal del fallido intento, la flor que lleva el nombre del caído ser. Y ya en su acepción más clásica y extensa el mito distingue a Narciso como hijo de la ninfa Liríope y del dios fluvial Céfiro.[6] En una ocasión Liríope se presenta ante el adivino Tiresias para conocer el destino de su hijo. Sorprendentemente Tiresias le responde: "Narciso vivirá hasta la edad madura con tal de que nunca se conozca a sí mismo". Otras versiones dan como respuesta del augur: "tu hijo llegará a edad avanzada si no se da cuenta jamás de su belleza". Una de las versiones del mito destaca la participación, por otra parte, de la ninfa llamada Eco, quien sólo podía activar su voz para repetir voces ajenas. En una ocasión en que Narciso sale a cazar ciervos, Eco lo sigue a hurtadillas con el deseo de conversar con él, pero sin poder hablarle primero dada su peculiar incapacidad. Y al lograrlo finalmente le hace proposiciones amorosas a Narciso, pero sólo para recibir su rechazo. Otro enamorado de Narciso era Amenio, quien al ser también rechazado por Narciso se mata, e implora venganza a los dioses. El pedido de Amenio es escuchado por Artemisa, diosa de la venganza, quien condena a Narciso a no consumar su amor y a adorar su reflejo en el agua. En esa misma versión del mito, Eco escucha los lamentos de Narciso, prisionero de su propia imagen en la fuente, y repite textualmente sus lamentos.  Conmovida, la ninfa se clava una daga en el pecho y su sangre empapa la tierra de donde nace la blanca flor del narciso con su corolario rojo. Como podemos ver, pese a que son varias las versiones del mito, cabe distinguir invariablemente en la mayoría de ellas la capacidad de un sujeto para reconocer su propia imagen y para aceptar o rechazar la otredad. Y entendiéndase que en el caso del narcisismo esta otredad refiere paradójicamente a la mismedad, y de ahí lo del eco y la imagen de sí mismo. El yo que se observa en el otro se observa a sí mismo en esa imaginaria identidad. A partir de este reconocimiento del irónico encuentro de la otredad se estructura la relación del mito de Narciso con el relato "En el fondo del caño hay un negrito". 

El sicoanálisis contemporáneo reconoce cómo, al despreciar el amor de sus seguidores, Narciso vive para sí mismo, ama únicamente su imagen pero sólo para confundir irónicamente lo mismo con lo otro.[7] La conducta erótica de Narciso implica a la larga la resistencia a despegarse de la madre y a negarse a aceptar la separación del emergente yo y el primitivo ello. Tan singular proceder lo conduce a ingresar (o regresar) a lo imaginario y al sueño, y a desear inconscientemente la muerte. Pero quizás sean el eros y su contrapartida, la violencia (vinculada al deseo de muerte),[8] los dos aspectos de mayor importancia en el narcisismo. De relevancia resulta también, como se verá hacia finales de nuestro trabajo, que tanto para el mito como para el sicoanálisis, mediante su muerte, Narciso continúa viviendo por medio del simbolismo (mito) de la flor que lleva su nombre. La muerte se propone así como ritual oficiador del sacrificio del yo, mas no como acto destructivo, sino cual evento que propicia el ingreso al simbolismo y a la feliz inmortalidad que ofrece la constante presencia del arte (de la flor). En el cuento que aquí nos ocupa, el título mismo queda, al igual que la flor en el mito, como señal y recordatorio de haberse realizado allí un evento trágico y profundamente poético, que el relato nos pide recordar y recrear tal y como se repite el mito.
Pero, como es de esperarse, en esta narración José Luis González estructura el mito de Narciso de manera muy particular. Acudamos al texto para distinguir su especificidad. En la perpectiva frontal del relato nuestro autor coloca primeramente la situación en que se encuentran los padres del niño y las circunstancias sociales que los arropa, para luego exponer en el trasfondo el drama narcisista del negrito Melodía. En esta estructuración el autor destaca, además, y manteniendo siempre como eje la situación del niño, otros dos dramas muy singularmente relacionados. Se trata de la peculiar relación del padre con el mundo del trabajo, y del proceder de las dos mujeres que observan a los negros desde la parte más seca y privilegiada del arrabal. Quedan así insertados en el cuento una serie de micro-relatos que nos refieren primeramente a la actividad especular del infante, al particular drama de los padres del niño, y luego a la actitud de la colectividad que contempla desde afuera. La inter-relación de estos micro-relatos nos proporciona un mejor entendimiento de la situación del negrito y de las significaciones profundas (sico-semánticas) del cuento. Nos refieren estos micro-relatos también a la situación de sujetos que, contrariamene al niño, contemplan un otro en el afuera, cuando ese otro está de alguna manera relacionado con lo que ocurre en sus adentros, en su propia construcción narcisista. En ese sentido, el niño es el único con capacidad de observarse a sí mismo y encontrar un escape que lo separe de "la ley del padre" y su entrega al mundo moderno.
La primera sección del relato nos ofrece la perpectiva de la miserable situación de los padres, no sin antes, en el párrafo inicial, presentarse ya la acción primordial que le brinda la dinámica a todo el cuento: esto es, el negrito Melodía contempla su imagen en el agua. En lo que sigue a esta primera parte, el narrador aprovecha la particular situación de los padres para enlazarla a la actitud que en la distancia asume el mundo afuerino de "Automóviles, guaguas y camiones". Será hacia ese espacio de las máquinas (metonimia de lo que podríamos considerar el mundo capitalino-capitalista, o la nueva modernidad) que se dirigirá el padre en busca del capital para el sustento de su familia.
La siguiente sección se divide en tres segmentos. En el primero se nos presenta por segunda vez al negrito Melodía en su gesta narcisista. En el segmento que procede aparece el micro-relato de "Dos mujeres" que presencian con cierta actitud piadosa el drama de los recien llegados negros. Más adelante, el tercer segmento nos refiere al padre de Melodía ya en su regreso al humilde hogar, luego de un día de jornada. Y finalizando el relato, la tercera sección nos expone brevemente la caída de Melodía en la profundidad de las aguas. Adviértase cómo en todas las secciones y sus segmentos se destaca sucesivamente el sentir (el eros) de un sujeto que observa una otredad; primeramente el niño, luego el padre, más adelante de la colectividad y por último las mujeres. Todos ellos observan una otredad de la cual obtienen una sensación ya sea de amor o de inconsciente rechazo o violencia. Del niño y de las mujeres se desprende el amor; del padre y de la colectividad, la subliminal violencia.
El narrador inicia la primera parte del relato ofreciendo la perspectiva sicológica de los padres y del niño, para proyectar luego la dimensión sociológica del mundo capitalino de aquellos que observan desde las afueras del arrabal. Más adelante ese mismo narrador nos proyecta el sentir piadoso del mundo jíbaro, representado por las dos mujeres, quienes también observan desde las colindancias del arrabal. La violencia proveniente del afuera social es presenciada y sentida por el padre, mientras que el drama del acontecer en lo interno del hogar del niño es observado con piedad a distancia por las mujeres. Mas lo que realmente conviene distinguir es cómo el autor y su narrador observan, desde la perspectiva que les ofrece la autoría narrativa, el drama de todos los agentes que ocupan su relato. Desde este punto de vista y perspectiva se nos ofrece lo que se podría considerar como el opinar oculto del autor, y es ahí donde podemos ubicar las significaciones amplias y totalizantes de este cuento de José L. González. Habría que tener presente más adelante, en lo referente a esta amplia proyección de las significaciones, si el relato se convierte en espacio espejístico (meta-escenario) en el cual el autor se reconoce a sí mismo en su acto creativo, tal y como les ocurre tanto al niño, al verse reflejado en las aguas, como al lector al identificarse con el drama especular del niño Melodía.
El cuento comienza ofreciendo una perspectiva del acontecer familiar, específicamente el de la peculiar relación de los padres de Melodía. Al iniciar la narración dentro de esa vertiente, el autor destaca una constante en el relato vinculada al mito de Narciso. Se trata del eros como fuerza que define la sicología profunda del individuo. Junto a este tema del eros, el autor impondrá, además, signos de temporalidad y ambientación espacial. Y se trata de lo siguiente: temprano en la mañana el niño Melodía se mira en el fondo del caño, mientras sus padres, que acaban de despertar, se disponen a iniciar las faenas mañaneras. El despertar y la mirada (actos especulares) se convierten inmediatamente en acciones de una gran significación simbólica. El evento clave del primer párrafo (el mirar del niño hacia el agua abajo) resulta en paradigma seguido por el despertar de los padres y por las peculiares miradas de la mujer al marido. El aspecto de la mirada de los padres se enlaza así al drama y a la tragedia del niño que se contempla en las aguas. Si el niño se mira con agrado en el agua, los padres se contemplan con extraña peculiaridad el uno al otro. ¿Y qué relación podría poseer el mirarse de los padres, el uno al otro, con la acción del niño contemplándose en las aguas? Habría que distinguir primeramente que contrario al agrado que siente el niño al verse en el agua, la mirada de los padres conlleva nociones de desagrado y ruptura. Veámos: 

La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con ojos de susto. El hombre se rió. Todas las mañanas era igual: la mujer despertaba con aquella cara de susto que a él le provocaba una gracia sin maldad.  La primera vez que él le vió aquella cara de susto a la mujer no fue en un despertar, sino la noche en que se acostaron juntos por primera vez.

Como se ha señalado, el acto de la mirada y lo especular, es decir, la capacidad que pueda poseer un sujeto para concebirse frente al reflejo, posee amplia significación para entender el tema del eros en este cuento. Sabemos ya desde el primer párrafo que la mirada del niño se relaciona con el peculiar atractivo y placer (el eros) que encuentra en la imagen que observa. Mas en contraste con la placidez que obtiene el infante de sí mismo, resalta ahora el malestar que sienten los padres al descubrirse insatisfechos uno frente al otro en sus chocantes miradas.
Pero advirtamos cómo, además de en lo visual, también en el sentido de lo palatal se expresa la insatisfacción en el sentir del niño. Sobre esto, luego del grito represivo que el padre le dirige al niño (“-Mire, eche p’adentro! diantre ‘e muchacho disinquieto!”), nos dice el narrador: "se quedó en silencio en un rincón, chupándose un dedito porque tenía hambre". Estas alusiones al frustrado paladar aparecen igualmente enlazadas a la carestía de alimento que encuentran los padres esa mañana. De ahí que, una vez más, la falta de estímulo del paladar y la ausencia de placer y satisfacción nos remitan al eros del malestar y la ruptura manifiestas en los padres a través de la mirada:

pero se interrumpió cuando vio que la mujer empezaba a poner aquella otra cara, la cara que a él no le hacía gracia y que ella sólo ponía cuando él le hacía preguntas como ésa. La primera vez que le vió aquella cara a la mujer fue la noche que regresó a la casa borracho y deseoso de ella y se le fue encima pero la borrachera no le dejó hacer nada. Quizá por eso a él no le gustaba verle aquella cara a la mujer.

Debemos distinguir, pues, cómo la insatisfacción ya de lo visual, palatal o sexual ocasiona ruptura y malestar, y se relaciona de manera subrepticia con la violencia que se encuentra en la otredad contemplada. Muy significativo resulta, en este mismo segmento, que el autor vincule el malestar que acosa al matrimonio, a la violencia que igualmente se desprende del sector social que observa desde afuera. Para ello la narración nos lleva a un nuevo micro-relato en el cual, rebazándose ya el nivel sicológico de lo individual y familiar, se atiende el aspecto sociológico. El relato nos refiere esta vez a las miradas provenientes (a la otredad) de los que observan desde las afueras del hogar.[9] Nos sorprende ahora que el padre, quien ha sido sujeto en control del escenario que le rodea, se convierta esta vez en objeto de extrañeza y desprecio para aquellos que le observan desde las afueras del arrabal:

Luego miró hacia arriba, hacia el puente y la carretera. Automóviles, guaguas, y camiones pasaban en un desfile interminable. El hombre sintiendo, viendo cómo desde casi todos los vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de aquel brazo de mar: el "caño" sobre cuyas márgenes pantanosas había ido creciendo hacía años el arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a mirar la casucha cuando el automóvil, la guagua o el camión, llegaba a la mitad del puente, y después seguía mirando, volteando gradualmente la cabeza hasta que el automóvil, o la guagua o el camión, tomaba la curva allá adelante. El hombre sonrió. Y después murmuró: - ¡Pendejos!

Ya en los dos eventos hasta aquí considerados (la mirada de desprecio y el rechazo de la esposa y de la colectividad), hemos podido advertir cómo la figura paterna se encuentra constantemente con la mirada agresiva del otro (la violencia en sí misma), quien desde el afuera lo contempla. Primeramente el padre de Melodía se topa con la agresiva mirada de la esposa y luego con la de quienes desde de las guaguas y automóviles los miran anclados en el arrabal. Esta vez el padre, ahora reconocido como "hombre", profiere, como respuesta a la mirada de extrañeza del otro, un lexema cargado de violencia: "pendejos". Mas ni aún antes de esto el padre se había mostrado como simple víctima, pues ya él mismo se había presentado algo poseído de un subliminal impulso de violencia verbal si consideramos que a principios del relato le gritaba al niño: "-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre 'e muchacho disinquieto!". No obstante, el aspecto que nos debe interesar aquí es que tales palabras de amonestación, concebidas dentro de la teoría sicoanalítica, inician al infante de manera agresiva y paranoica en el ingreso al dominio del Nombre-del-padre (o el complejo de Edipo). El padre del niño se ve acosado a su vez por las demandas del mundo moderno que lo impulsan a separarse de la familia y a unirse a la nueva Ley que impone el mundo del trabajo capitalino. Sobre ello hablaremos más adelante. Lo que sí debemos distinguir ahora es la agresión verbal y visual característica del mundo familiar y social que rodea a la figura del padre y la notable manera en que tal proceder contrasta con la agradable atmósfera que el niño descubre, por otra parte, en la imaginaria y especular visión de sí mismo. Así nos lo indica el primer segmento de la sección número 2 cuando nos dice:

La segunda vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue poco después del mediodía, cuando volvió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia abajo. Esta  vez el negrito en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía había sonreído primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya. Entonces hizo así con la manita, y desde el fondo del caño el otro negrito le hizo así con la manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le pareció también  que desde allá abajo llegaba el sonido de otra risa. La madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de hojas de guanábana ya estaba listo.

Distíngase aquí el principio de placer alcanzado por medio de la risa espontánea que no se puede reprimir y que contrasta con la risa provocada por el susto y el miedo paranoico en el caso de la conducta especular de los padres a principios del relato. Mientras en los fragmentos anteriormente discutidos, lo especular, sonoro y oral era índice del eros de ruptura, rechazo y violencia, aquí el deseo del infante señala unidad y encuentro armonioso con el otro de sí mismo. Se desprende igualmente del fragmento que se acaba de citar, la cercanía del niño a lo armonioso si nos fijamos en la constante repetición del nombre Melodía, con las alusiones connotativas que tal nombre ofrece a lo relacionado con el placer de lo sonoro y del arte. Adviértase también, en lo referente al sonido, cómo a inicios del cuento el intento que llevaba al infante a contemplarse en las aguas era interrumpido por la violenta sonoridad de la voz del padre. Mas ahora, como vemos en lo citado, el sonido se relaciona con el llamado de la madre, quien se apresta a proveerle alimento al infante. Considerados de esa manera, inferimos que los vínculos de ambos acontecimientos son de claro corte sicoanalítico. Mientras el padre representa el principio del trabajo, la violencia (paranoica) y el malestar sonoro, la madre significa para el niño la aceptación, el amor y la sonoridad armoniosa que se asocia con la sonrisa del otro niño en el fondo del caño. Se comprende así, en lo referente a la figura del padre, que muy distante está Melodía de ingresar en el consabido complejo de Edipo y su autoridad patriarcal.[10] De esa negativa a aceptar el ámbito del dominio del padre resultará el interés del cuentista en fijar el niño en la etapa narcisista del surgimiento del yo que es anterior al interés por el padre y lo que éste representa (el trabajo, el Poder, la violencia). En la teoría sicoanalítica, esta etapa corresponde muy bien al estadio pre-verbal en que el infante aparece todavía con grandes vínculos a la madre (al imaginario) y muy distante de haber asimilado todo el simbolismo que implica el desarrollo del ego y mucho menos de lo edípico, del Nombre-del-Padre y de las relaciones que ello posee con las demandas que se le imponen al infante, de asimilar el poder dominante y patriarcal (falócrata) en la cultura que subyuga a los sujetos y los controla dentro de ordenamientos de obediencia.[11]
En esta segunda sección del relato que estamos discutiendo, además de revelarse la dimensión sicológica del niño, también cobra importancia el aspecto de lo sociológico a través del sentir de la colectividad femenina que contempla desde las afueras el lamentable drama familiar. Luego del breve episodio del niño observándose en las aguas, el autor cambia la perspectiva y nos presenta a "Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en la tierra firme". Advertimos ahora que si bien el aspecto especular del narcisismo y de la apropiación del yo han sido importantes en el cuento, también lo es el de la posesión de la tierra. Se establecen así asociaciones del dominio de la tierra con la identidad del yo, con la pertenencia a la madre y a la (madre)patria. No es de olvidar que ya el título del cuento nos ha avisado que se trata de la pertenencia y permanencia del símbolo del niño en la espacialidad más escatológica y marginal, ese espacio (el caño) —no exactamente cristalino ni terrestre— del que todos pretenden alejarse y al que nadie quisiera llegar (la otredad más marginal). Los padres del niño, quienes viven en el arrabal que se erige sobre el pantanoso "caño" se han visto obligados a vivir en ese área marginal, distantes de la "seguridad" que ofrece la tierra firme. De esa manera, los negros del arrabal aparecen como los seres más distantes y marginales del símbolo de la tierra-madre más cercana a la eguridad del imaginario de los blancos). Las dos mujeres, por su parte, en representación del sentir del jíbaro blanco ante la situación de los negros, observan el drama del destierro y, a pesar de su solapado prejuicio, se apiadan, desde "la parte máh sequita", de la desgracia de los negros. El proponer el apacible sentir femenino  (y sus vínculos con la tierra) como contrapartida de la violencia del mundo moderno queimpone las mudanzas se hace, una vez más, patente.
En este segmento referente al sentir de las mujeres, el cuento continúa dentro de la secuencia de un sujeto que contempla su otredad, esta vez desde el afuera.  Pero en este evento de las dos mujeres las relaciones no son de violencia de clases o conflicto racial como en el caso de los hombres que observaban al padre del niño desde los automóviles. Se trata de dos mujeres representantes del símbolo materno, que se apiadan de la llegada y "caída" de los "negroh arrimaoh". Las dos mujeres aparecen, a su vez, en marcado contraste con los hombres capitalinos del agresivo mundo de guaguas y camiones, quienes miran con desprecio a los del arrabal. Mas la tendencia tanto de las mujeres como de los que miran desde los automóviles es la de ubicarse cada vez más en el afuera de la marginalidad, en lo que sería para el sicoanálisis la espacialidad del Poder del mundo patriarcal y del complejo de Edipo (el padre de Melodía, pese a ser un sujeto marginal, a la larga tendrá que entregarse a ese mundo a través de su necesidad de trabajo). La movilidad del niño —y del cuentista a un nivel más profundo— será, por el contrario, la de buscar el adentro, el ámbito que se asocia a lo interno del (pre)yo y al narcisismo, para alejarse precisamente de las afueras del poder patriarcal que provoca la mirada paranoica y violenta hacia el otro. Ese espacio que separa del Poder y el padre es el de la diferencia y la marginalidad que lleva al caño como metonimia de lo femenino y la muerte. Es el espacio de la mirada placentera que lleva al otro silencioso (sin el lenguaje del padre) que se reconoce en el agua y su (pre)natal recibimiento.
Cabe destacar, una vez más, que, frente a las significaciones de violencia emergentes del ámbito de lo paterno, se posan las relaciones del eros de la piedad y la ternura que caracterizan a las dos mujeres y sus afinidades con el simbolismo de la tierra-madre. Este privilegio brindado en el cuento al eros maternal se distingue aún más al destacarse la solidaridad de las mujeres, quienes ofrecen a la madre las hojas de guanábana para alimentar al infante y gratificar su demanda palatal (aunque las demandas del niño son ya mucho mayores que el simple alivio oral). La alusión a la Virgen a finales del fragmento viene a ofrecer mayor énfasis a esta privilegiada noción de la piedad maternal que satisface un deseo que más allá de lo biológico o social es mítico. Se trata a la larga del deseo de pertenencia a un orden de mayor significación que el del padre y la sociedad capitalina, y que sólo se podrá encontrar en lo más escatológico de la diferencia y la marginalidad.
Luego de estas consideraciones simbólicas referentes a la presencia de lo femenino en el drama del niño, en el último segmento de esta sección II se alude una vez más al padre ya en su regreso del trabajo al hogar. A finales de la primera sección se nos había relatado cómo el padre del niño se dirigía hacia ese mundo de la carretera y del ruido de los automóviles que le acosara. Ahora, a finales de esta última sección advertimos que se trata del mundo de los "muelles", de la mercancía y del trabajo. Se sugiere con ello la partida del padre hacia el mundo del capital para ganar el sustento de su familia, como también de su inevitable entrega a ese espacio de la oficialidad afuerina y modernizadora que, según vimos al principio del relato, le tratara con extraña violencia subliminal y paranoica del trabajo (el nuevo orden patriarcal del capital). El padre ha tenido, en tal sentido, que reprimir su deseo agresivo contra ese mundo que denominara de "Pendejos", y entregársele, tal y como en el relato sicoanalítico el hijo se rinde ante el padre, aceptando su poder y ley y rindiéndose a la castración. Si bien el niño, como hemos visto, se resiste a ingresar en los espacios de la obediencia y del complejo de Edipo, el padre, sin embargo, debe entregarse a ese orden a un nivel más amplio. De esa entrega surge lo que tanto lo diferencia del niño, pues éste se caracteriza por su negativa a ingresar en los espacios afuerinos. Además, en extremo diferente a la mirada paranoica del padre hacia su esposa es la relación de atracción del niño hacia su propia imagen, que carece de sentido de persecusión, sino más bien de seducción. El padre de Melodía, sin embargo, y llevado por la necesidad de sostener su familia, termina rindiéndose al dominio del Poder que impone el complejo de Edipo que ya ha dominado al mundo del trabajo capitalista, a esos espacios de la centralidad y oficialidad que demarcan la diferencia del arrabal en toda su otredad.[12] Muy contraria resultará, sin embargo, la acción del negrito Melodía al entregarse al otro que ve en el reflejo y que representa todo lo contrario a lo que la cultura de la oficialidad falocéntrica demanda. En ese sentido, el acto de Melodía es transgresor y diferenciador, pues lleva al extremo contrario de lo exigido por la oficialidad y el poder masculino del trabajo. De esta subversión participa el autor en su escritura y el lector en el placer que le provoca la lectura.
Interesante nos debe resultar ahora la gratificación que siente el padre por primera vez. Al regresar del trabajo en los muelles, el cansancio en su espalda le es confortado por el sonido de las monedas que palpa con placer en el fondo de su bolsillo:

Al atardecer, el hombre estaba cansado. Le dolía la espalda. Pero venía palpando las monedas en el fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cual era un vellón,  cuál de diez, cuál de peseta.

La ausencia de placer que anteriormente experimentara en la relación matrimonial esta vez sí la obtiene de las monedas que le proporciona el mundo del trabajo. Más se trata de un residuo monetario "en el fondo del bolsillo", sintagma este que podría contraponerse con el ya aludido en el título, "en el fondo del caño". Del contraste de ambos sintagmas emerge la sugerida e irónica asociación entre la pérdida final del niño en el silencio profundo del caño, y la ruidosa ganancia monetaria en la superficie. La ironía en ese sentido es clara: mientras el padre gana el capital para el sustento del niño, lo pierde en el fondo del caño. Ya el narrador nos ha advertido que al partir el padre hacia el mundo del trabajo "el ruido de los automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha" (subrayado suplido). El rechazo al ruido (al lenguaje) de la moderna sociedad capitalista resulta patente y contrasta con la alusión a la placidez sonora del nombre del niño (Melodía) y con el silencio que podría encontrar en el fondo del caño y en la muerte. 
En la sección final (la III) asistimos al drama de la caída de Melodía al fondo del caño. Su vespertina caída —cuya connotación apunta el descenso a la penumbra del inconsciente—, junto a la tardanza del padre, nos señalan similarmente el rechazo a los violentos espacios del poder y el sonoro capital. Tanto la tardanza del padre como la caída del niño indican específicamente el rechazo a la violencia que ejerce el sujeto dominante (el mundo moderno del capital) hacia la otredad. Pero más allá de la mímesis de la obra, el ingreso de Melodía a la profundidad del caño se presenta como diégesis del destino narrativo que le ha deparado el cuentista y como medida de repudio al mundo del complejo de Edipo y a la sociedad capitalista.[13] Es el cuentista mismo quien a la larga escoge lo escatológico de la profundidad del caño y rechaza el ruidoso simbolismo monetario (también escatológico) de la sociedad capitalista. De ahí que la única alternativa de Melodía (y del autor) sea la búsqueda hacia lo más recondito del interior que compromete con lo más inconsciente y diferente, con la otredad escatológica más lejana al ruido y más cercana a la melodía. Se busca así el espacio de la superación imaginaria (alcanzada a través de la muerte simbólica) por cuanto ésta sería la única que llevaría a romper con la sociedad capitalista. Se busca un nuevo imaginario no comprometido con el ruido del capital.
Para algunos lectores la caída del negrito podría aludir a la catástrofe, a la pérdida, al suicidio y la ruptura total. Tal interpretación nos limitaría, sin embargo, a una lectura que obvia las implicaciones simbólicas y profundas del relato.[14] El no considerar tal nivel profundo en la interpretación implicaría malograr la lectura narcisista (imaginaria y de aceptación) del cuento, que el autor pretende precisamente obtener del lector. Y para adentrarnos en tales consideraciones del simbolismo del acto de la caída del negrito habría que entender el concepto básico del narcisismo que el cuentista parece muy bien perseguir en su relato. Se requiere junto a ello, además, captar el mito que concibe la creación literaria como espacio muy distintivo en el que se salvaguarda la dignidad y defensa del arte por encima de las imposiciones de la realidad del mundo del capital.
 Entiéndase que al considerar aquí el narcisismo no se hace referencia a una emoción egoísta y negativa (patológica, autística) que enajena de lo externo y de la realidad, y cuyas implicaciones puedan ser de estancamiento o desviación.[15] De lo que se trata es de reconocer en el narcisismo una fijación en lo interno-imaginario que aquí en el cuento que nos ocupa adquiere sentido por sus implicaciones de rechazo a la violencia oblicua del Otro del mundo externo (al Orden Simbólico) que domina los actos conscientes e inconscientes del padre y de la cultura dominante en general.[16] Se infiere de ahí que mientras los padres se encuentran atrapados por el mundo de la alteridad y la violencia (reconocido a través de sus miradas que no se encuentran en lo placentero), el niño, como se entiende en el sicoanálisis, busca inconscientemente la identidad y la armonía con una imagen o metáfora contraria a la del Nombre-del-padre y del Orden Simbólico de la cultura falócrata y patriarcal. Como hemos visto, en el deseo de buscarse, los padres terminan extrañándose y distanciándose en la alteridad y otredad de sus imágenes. El negrito, entendiendo que sus acciones son trasunto de los deseos del autor, al retrotraerse y verse de manera armoniosa en la otredad de su imagen se lanza inconscientemente a la búsqueda de su mismedad, para evitar la contradicción y enajenación en que han caído sus padres y para no comprometerse con el mundo capitalista del afuera que ha sido precisamente el que ha formado la paranoica conciencia y el trunco deseo de los padres. Contrario a lo considerado por los padres y los demás sujetos en el relato, para el infante la verdad parece no estar en el afuera sino en el adentro, en el lado opuesto a lo impuesto por el Orden Simbólico de la cultura. Ese mundo del afuera se encuentra controlado por la ruptura y la violencia, sacudido por la lucha racial y el conflicto clases. Es un mundo carente de una erótica armoniosa, incapaz de instalar al individuo en contacto consigo mismo y en equilibrio con la otredad que se podría encontrar a través de la mirada. El impulsivo rechazo del niño a ese mundo de la violencia y el capital adquiere entonces sentido y nos refiere al sentir más profundo de la ideología y visión estética del autor que también desea desprenderse de esas significaciones que ofrece el mundo capitalista del desarrollismo muñocista de los años 50. Dentro del contexto simbólico que ofrece ese mundo se escribe el cuento y es a él al cual el relato alude ulteriormente. Si a algo se niega firmemente José Luis Gonzáles, como negro socialista e independentista, es a aceptar las construcciones otreicas que impone la mirada racista y violenta del poder estadolibrista y sus mandatos castrantes y carentes del encuentro con una genuina otredad.
Para el discurso ya propiamente sicoanalítico, en el estadio narcisista todo infante ha de pasar por la etapa (pre)espejística en la que solamente es capaz de explorar desarticuladamente lo externo con la mirada, el oído y el sentido palatal, y con muy poca capacidad conceptual por encontrarse todavía en la etapa propiamente pre-verbal.[17] En esta etapa el infante se encuentra instalado en lo que se concibe como el Orden Imaginario[18] que se relaciona con el campo de la fantasía y las imágenes, y donde se desea permanecer apegado a la madre. Mas este deseo surge precisamente en el instante en que la madre se va distanciando del infante y en el momento en que éste ha ido independizándose y cobrando conciencia del no-yo y consecuentemente del yo. El arquetipo de esta etapa es la del niño frente al espejo, fascinado con su propia imagen y en la etapa inicial de reconocimiento del cuerpo del yo. De ahí que el Orden Imaginario se relacione con la fascinación visual, la conducta pre-verbal y el deseo de permanecer apegado al seno de la madre. El infante siente su cuerpo como parte de la felicidad materna, la cual no concibe como otredad sino como una extensión de él mismo. Esta sensación es muy contraria a la que habrá de recibir más adelante del cuerpo de la Otredad que ha relacionado con el padre y el complejo de Edipo, y la violencia (represión) que esta representación patriarcal le sugiere. El deseo de permanencia en el espacio de la felicidad materna no le permite al infante, sin embargo, distinguir su separación real de la madre como tampoco reconocer que ella es, en verdad, parte de ese afuera del padre y del poder social. Por ello que a la larga, y ya no sólo en la teoría sicoanalítica sino en lo referente también al negrito Melodía, el único espacio que puede asegurar la unidad, la permanencia y la armonía es el de la regresión al imaginario que marca la ruptura (la muerte) con lo simbólico de la cultura. Y el imaginario (ese estadio del infante que no ha ingresado todavía en las imposiciones de lo patriarcal) resulta precisamente en el lugar común más deseado por el arte y la literatura, puesto que es éste instante o estadio el que le confiere verdadero sentido al deseo de superar el tiempo y la historia dominados por el Poder del Nombre-del-padre y el trabajo capitalista. El artista, en tal sentido, y en su deseo de no comprometerse con el poder y la oficialidad del Orden Simbólico, ve seducida su labor, al igual que el niño, por la regresión que le llevaría a encontrar una diferente felicidad en el Imaginario, en el espacio alterno a las imposiciones realistas de la cultura.
Siguiendo la teoría sicoanalítica, adviértase que en el estadio conducente al Orden Imaginario, el infante carece de coordinación física por los primeros seis meses pese a sus algo desarrolladas capacidades visuales. Esta experiencia pre-espejística aparece localizada por el sicoanálisis en la fantasía o sueño fragmentarios (en lo imaginario) que obtiene el infante a raíz de las caricias, la voz y la manutención que ofrece la madre. La búsqueda de una felicidad más amplia y total aparece en la etapa ya propiamente espejística subsiguiente (de seis a dieciocho meses), la cual establece el deseo por la unidad, que se encuentra en la imagen en que mentalmente el niño ha aprendido a proyectar la unidad de su yo a partir de la diferenciación respecto de la madre. Es justamente en este momento de abandono del imaginario que ofrece la madre y del posterior acercamiento al ingreso a lo simbólico del padre donde se encuentra, desde el punto de vista sicológico, el niño de "En el fondo del caño...". Como hemos señalado, tanto el niño como el cuentista se resisten a abandonar el Imaginario y a ingresar plenamente en el Orden Simbólico que definen al padre y al Poder del capital.
En realidad, desde ese punto de vista, todo individuo ha de pasar en el desarrollo de su personalidad  por la etapa espejística que crea la noción básica de su yo (espacio céntrico) y de la otredad a partir de la relación con lo materno. Luego de esta etapa narcisista inicial todo infante debe comenzar a conceptualizar y simbolizar a partir de su ego ya formado y diferenciado del no-yo. De ahí que los impulsos primarios de ese yo que en realidad desea permanecer junto a la madre, tengan que ser posteriormente postergados a la Ley del padre para ingresar en lo que se entiende como el complejo de Edipo y la ley de castración y la cultura  falogocéntrica. En el relato, movido más por la inspiración poética que por demandas de lo verosímil-real, José Luis González propone la necesidad de permanecer en la etapa narcisista como medida de protección de la alienación que representa el ingreso en el Orden Simbólico de la sociedad y la historia dominadas por el racismo y el clasismo y por la alienante actividad capitalista. González coloca al niño en la transición del ser cercano a abandonar su constitución narcisista (el reconocimiento del yo incorporado a la demanda social). El abandonar su constitución narcisista y entrar en el complejo de castración que le impone el padre (la cultura dominante) significaría el unirse inevitablemente a la violenta dinámica del mundo capitalista y a las patologías subliminales (como el recismo y el clasismo) que han dominado a los demás sujetos en el cuento. Por esa razón nuestro autor retrotrae el niño al narcisismo primario para no inmiscuirlo en el mundo de la violenta otredad del Complejo de Edipo y la castración (la misma que ya ha sufrido el padre del niño). Y ello porque el proceso de crecimiento que lleva a la socialización es el que impone a los individuos la inconsciente hostilidad (paranoia) del uno hacia el otro (como ya ha ocurrido con los padres) y hacia los que se encuentran en la marginalidad. Se trata del sujeto en todo su deseo subconsciente de hostilidad hacia la otredad. Esa es la característica fundamental y el modo de proceder del sistema capitalista que margina a los negros en las afueras de la ciudad, en el arrabal y en la otredad. Subliminal es también la hostilidad de aquellos que desde la carretera (espacio de la modernidad) miran a los negros sumergidos en el arrabal y es parte de la paranoia inmersa en los integrantes de ese tipo de sociedad clasista y racista.
Los padres del negrito Melodía, como todo sujeto adulto, han pasado ya por la etapa espejística y han internalizado la etapa del Nombre-del-Padre y por lo tanto la pertenencia y obediencia al Orden Simbólico de la cultura patriarcal. De ahí su pérdida de la identidad imaginaria y su identificación con una otredad (con una mirada) que sólo puede ofrecerles un trunco e insatisfecho eros que los lleva a un subrepticio e inconsciente (patológico) deseo de violencia y agresión hacia el otro. Melodía, no obstante, con su caída  que marca el rechazo al mundo que lo rodea, interrumpe ese ciclo para regresar al espacio de origen, anterior a toda entrega a la Ley tanto paterna como social. Mas el eros original que lo retrotraería al imaginario maternal que ofrece satisfacción al yo, sólo podrá encontrarlo esta vez en lo más subordinado y marginal, en las aguas del caño que se asocian con el imaginario del arquetipo femenino anterior a la madre real y que se relaciona más con el Deseo fantasioso y la muerte. La movilidad regresiva del niño queda así asociada a la labor de su creador, quien ha preferido refugiarse en un espacio imaginario (el de la imagen literaria) la cual le permite distanciarse y superar el mundo de la violencia y de las imposiciones de la ideología monetaria del Orden Simbólico dominado por el ruidoso lenguaje de la sociedad capitalina. Frente al sonido de las monedas en el fondo del bolsillo y ante el ruido del los automóviles y los camiones de la ciudad el autor prefiere, como el niño, el silencio, la melodía de "la muerte" (espacio alterno a la ruidosa vida capitalista) que ofrece el fondo del caño.
Tomado así en consideración, el acto de Melodía se nos revela como el deseo del autor por ingresar al espacio originario de la imagen (anterior a la corrupción de la realidad sexual y social) y por encontrar el ámbito que define al signo literario capaz de contemplarse y concebirse a sí mismo por encima de las imposiciones de la realidad. Desde ese lugar del imaginario poético el autor podrá divisar y rechazar la Otredad de la sociedad y la historia que inadvertidamente se han entregado sin consciencia de ello, como el padre de Melodía, al placer sádico y al eros sonoro del capital. El Orden Simbólico que domina a los individuos y la historia es visto en el relato, de ese modo, desde la inteligibilidad imaginaria en que se ha resguardado la conciencia del artista. Y por ubicarse en la marginalidad escatológica de la negritud y el caño, ese imaginario logra desprenderse de las contradicciones creadas por el poder absorbente y centralizador del Orden Simbólico y la oficialidad contraria a la otredad. Como vemos en el cuento, todos, menos el negrito Melodía, pretenden alejarse de la zona marginal del caño (aquí la representación del niño es trasunto del autor). Si bien todos los demás pesonajes alienadamente buscan al otro (como los padres en sus miradas que no se encuentran plenamente), también son incapaces de verse a sí mismos y de reconocerse siendo parte de la oficialidad fálica de la cultura dominante y patriarcal. Así, para el autor y su personaje, el caño significa la entrada liberadora a un eros y una política de orden diverso a la cultura falócrata del poder oficial y la violencia.
Entendemos de esa manera que la sociedad afuerina del capitalismo y el poder patriarcal se convierte en el centro de la oficialidad y del trabajo, y es el lugar al cual todos los individuos deben ingresar. Tal sociedad, al estar constituida y organizada por el Orden Simbólico, impone a los individuos la perspectiva de ver despectiva y violentamente lo que concibe como la marginalidad y el afuera (el arrabal, la pobreza, los negros; en un nivel más profundo, la mujer y la madre). El sujeto es proyectado así dentro de una perspectiva clasista y racista que exige un proceder violento hacia una otredad y diferencia (el arrabal) creadas por las propias contradicciones de la centralidad que fabrica el Poder de la modernidad.
Podamos decir, a partir de estos señalamientos, que el cuentista no ha presentado su relato desde esa perspectiva del poder falócrata y oficial (espacio del padre). La perspectiva de su saber, de su ética y su eros se ubica más bien en la espacialidad marginal del oprimido y el otro. Al colocarse inicialmente en las zonas del caño y la negritud, Ganzález nos presenta las afueras del mundo capitalista como una otredad carente de un genuino eros familiar. El acto de Melodía nos resulta en tal sentido, en una acción superadora que propone el deseo por cobrar conciencia del propio ser y negar las zonas del placer fundamentado en el capital (las monedas en el fondo del bolsillo). Después de todo, la caída en el caño es acto que le lleva a traspasar simbólicamente la muerte para ingresar en el espacio de la memoria y la imaginación, es decir, en el espacio de la escritura y del arte. Mediante tal proceder narrativo el artista ha alcanzado una estética y una eticidad de orden muy diferente al exigido desde el afuera por la historia de las clases dominantes del mundo de los automóviles a que hace referencia el relato. Distanciado de ese mundo, en las páginas del libro, en el espacio de la diferencia imaginaria se retiene latente la identidad de la poética del niño (el sentimiento nacional del oprimido) en suspenso y en espera del rescate. En ese espacio queda instalado el narcisismo del letrado puertorriqueño (y sus receptores) que mediante su despego ante el poder oficial y dominante se mantiene al margen, en posición otreica, en espera de la llegada-rescate de un significante primigeniamente deseado pero sin alcanzar.
  Al interpretarlo de ese modo reconocemos cómo José L. González nos propone en su relato la creación de un nuevo sujeto, diferenciado de la figura del padre, y más a tono con la necesaria liberación del eros del arte (con Narciso). El padre, al ser devorado por el poder oficial, no logra superar el complejo de Edipo y representa a los individuos que en esa sociedad se encuentren alienados de su verdadero ser, de su propia imagen y de su cuerpo. Lo que se revela en la mirada de ese ser alienado es la imagen de la otredad cargada de violencia, pues ha perdido el ideal narcisista de su yo y de su mismedad como mediaciones necesarias para guiar su yo, su propia corporeidad y conciencia, y para superar la sociedad del capital que invita a la enajenación del sonido monetario. El arte, en ese sentido, en su constitución de signo con conciencia de sí mismo como imagen, se propone como el espacio idóneo para refugiarse (tal vez para combatir) del discurso dominante de la cultura alienada y ofuzcada con la moneda. Por ello que el arte se conciba como práctica narcisista que libera al individuo de la alienación social, y que le dota de un eros que se basta a sí mismo y le coloca en un orden simbólico de privilegio, muy distinto al del padre y la sociedad.






Notas

[1] Me refiero aquí al verbo "haber" que se asocia con el perpetuo "estar" de la flor de Narciso en el agua como señal del estado permanente de un acontecimiento de orden mítico que requiere ser recordado (ritualizado) por medio de la continua narración. Este cuento del escritor dominicano-puertorriqueño, José Luis González  (1926-1995), surge por primera vez (?) en la revista Asomante (Vol. VI, No. 3, 1950).  Luego aparece como relato inicial de su libro de cuentos En este lado (México: Los presentes, 1954). Curioso resulta que en esta versión el niño se llama Macarín. Más adelante el niño también aparece con el nombre de Macarín en la Antología del cuento puertorriqueño de Cesáreo Rosa Nieves (San Juan: Editorial Campos, 1959, Vol. 2, pp. 415-419). En Cuentos puertorriqueños de hoy de René Marqués (San Juan: Club del Libro, 1959, pp. 83-88) el infante aparece con el nombre de Melodía. Este nombre parece más apropiado en cuanto asocia con la música; aspecto auditivo éste que se asocia con lo clásico de la flor de narciso (lo visual-clásico).

[2] Como ocurre en las narraciones de gran conciencia de su condición formal, este cuento ofrece la proyección de sí mismo como portador de aquello que se encuentra en su contenido. De ahí que el narcisismo emitido dentro del relato se encuentre en el acto de recepción, en la lectura (en el afuera). Después de todo el cuento lleva al lector a sumergirse en el relato mismo y a inmiscuirse en su condición de lector narcisista capaz de reconocerse a sí mismo mediante la mirada amorosa. Se trata de la lectura-conducta contraria al afuera de la sociedad capitalista en que se encuentra un sujeto con una mirada mediante la cual no logra encontrarse a sí mismo en su otredad. De ese temor a perderse en el otro surge la paranoia y la violencia subliminal contra ese mismo otro. En el otro que se mira, y no encuentra una carga de reconocimiento de sí mismo, Jacques Lacan ve la alienación; para Rene Girard, el temor surge al reconocerse el posible ataque (agresión o violencia) del otro. Vemos finalmente que ese otro es el niño mismo, que al lanzarse en su propia búsqueda evita la violencia y une la melodía a la belleza de la flor en una sociedad que desea salir del "fondo del caño".

[3] Aquí establecemos la necesaria relación entre la capacidad creativa y la cultura como proceso portador de su propio discurso y como estructura que demanda ciertas producciones textuales. En tal sentido la aparición de este relato no es fortuito sino más bien una necesidad y demanda de la cultura y su historia. Según el individuo debe soñar para lograr estabilidad en su vida, la cultura debe acudir al imaginario de la literatura para representar su ser en el tiempo (Heidegger). La situación sería análoga al individuo y su capacidad onírica considerada como demanda necesaria e inconsciente de lo que le ocurre en la vigilia de la vida real. Así, el discurso literario, al igual que el sueño (discurso onírico), resulta en una construcción metonímica de la realidad consciente. Estos aspectos son considerados por Paul Ricoeur (Freud: una intepretación de la cultura, Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1970) y por Hernán Vidal (Sentido y práctica de la crítica literaria socio-histórica: Panfleto para la proposición de una arqueología acotada, Minneapolis: Ideologies and Literatures, 1984). Tratándose de la consideración del discurso creativo como alegoría de los procesos histórico-culturales véase de Fredric Jameson, The Political Unconscious (New York, Cornell University Press, 1981) y The Ideologies of Theory. Essays (Vols. I y II), Minneapolis: University of Minnesota Press, 1988.

[4] Como consecuencia del triunfo del Partido Popular Democrático y del poder alcanzado por sus constituyentes como grupo con capacidades hegemónicas en la cultura puertorriqueña de las décadas del cuarenta y el cincuenta surge un nuevo proyecto social que lleva a urbanizar, modernizar e industrializar el país. Este proyecto que comienza en el área capitalina, viene a demandar una nueva fuerza de trabajo, que resulta en una migración hacia San Juan tanto de jíbaros blancos del centro de la isla como de negros costeños, en búsqueda de empleos. Se crea, como consecuencia del clasista repartimiento de tierras y del exceso poblacional que ofrecen estos grupos migratorios, del surgimiento de los arrabales capitalinos y adyacentes, en los terrenos más pantanosos y menos solicitados por las clases más privilegiadas. Nuestro cuento cobra sentido ideológico dentro de tal reconocimiento del proceso histórico de las aludidas décadas. En este trabajo permanecemos, no obstante, dentro de los márgenes semántico-estructurales del análisis, pero teniendo presente, aunque no se haga mención explícita de ello, una lectura que posee como base el proceso histórico dentro del cual surge el relato. Nuestro análisis antes que sociológico es semántico-estructural y psicoanalítico.

[5] Ha sido la crítica sicoanalítica ya más estructuralista y formalista la que se ha ocupado de la particular concepción del narcisismo que en nuestro trabajo ofrecemos. Véase de Jean Laplanche y Jean Bertrand Pontalis, Diccionario de psicoanálisis, Editorial Labor, S. A., 1974; de Goerges Bastín, Diccionario de psicología sexual, Barcelona: Editorial Herder, 1972; de James F. Masterson, The Search for the Real Self ("Portrait of the Narcisssist"), New York: The Free Press, 1988). También resultan importantes de Igor A. Caruso, Narcisismo y socialización (Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1975) y de Aiban Hagelin, Narcisismo. Mito y teoría en la obra de Freud (Buenos Aires: Ediciones Kargieman, 1985). La obra más importante en los estudios estructuralistas del sicoanálisis es la de Jacques Lacan, Escritos; especialmente el ensayo "El estadio del espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia psicioanalítica", (Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1971). El tema del narcisismo adquiere significativa importancia a partir del texto de Sigmund Freud, Introducción al narcisismo (1914). Exégeta de gran importancia del discurso lacaniano es Anthony Wilden, especialmente con su ensayo "Lacan and the Discourse of the Other", con notas y comentarios, en Speech and Language in Psychoanalysis (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1981). También Ellie Ragland-Sullivan en Jacques Lacan and the Philosophy of Psychoanalysis (Chicago: University of Illinois Press, 1987).

[6] Sobre el mito de Narciso véase de L. Deudi, Prontuario de mitología griega (Barcelona: Ediciones Zeus, 1965); y de R. Graves, Los mitos griegos (Buenos Aires: Editorial Lozada, 1958). De Herbert Marcuse, Eros y civilización (Barcelona: Editorial Seix Barral, 1968). Según sus teorías cuando el sujeto (y la cultura) logra representarse en el devenir (en el tiempo), alcanza un estadio avanzado de su existencia "siente" que los coloca en el umbral de la calidad del "Imaginario" y la entrada meta-cognoscitiva en el Orden Simbólico".

[7] En el sicoanálisis lacaniano el concepto del otro (l'autre) se relaciona con la construccción imaginaria que crea el infante a partir de su moi en el estadio del espejo. De ahí surgirá la manera en que el sujeto se concebirá y se presentará a sí mismo. Se trata de la reflexión o proyección del ego en el imaginario del sujeto. El Otro ("l'Autre") es el lugar en que la lengua se constituye y se relaciona desde otra parte con la estructura inconsciente que funciona como significante del Orden Simbólico ("el inconsciente está estructurado como un lenguaje", para Lacan) y como estructura organizadora del lenguaje de lo que se podría concebir como el inconsciente del sujeto que responde a las demandas e imposiciones más implícitas de la cultura ("el inconsciente es el discurso del Otro", también nos dice Lacan). Este discurso del inconsciente (formado por el Otro) aparece separado, reprimido, por el sujeto, quien responde muchas veces con síntomas que señalan su neurosis frente a éste. Se trata de la estructura relacionada y procedente del Orden Simbólico de la cultura que organiza la "lengua" y el inconsciente de los individuos y la sociedad. La madre es quien, para el infante, inicialmente ocupa la posición del otro de la etapa imagianaria porque es de ella que emana la satisfacción de las demandas primeras. Más adelante al apartarse de la madre de su infante, surge el proceso del complejo de castración cuando éste descubre que aquélla no está completa, que existe una falta en la misma. Véase Speech and Language in Psychoanalysis de Jacques Lacan (traducción, notas y comentarios de Anthony Wilden (The Johns Hopkins University Press, 1981). Se encuentra entonces en la obra de Lacan una separación entre el otro minúsculo y el mayúsculo; el Otro del lenguaje y el inconsciente (“El inconsciente es el discurso del Otro”) y el otro especular de la identificación con las personas de manera imaginaria.

[8] Eros es el impulso o estructura del deseo que permite a los individuos la construcción de la cultura, pero ese impulso no puede ser llevado a sus extremos ya que tales individuos deben reprimir y sublimar el pleno potencial del principio del placer para ajustarse al principio de la realidad (el trabajo) que tiende a exigir una actividad desexualizada. Por ello los impulsos se tornan agresivos y destructivos (Eros versus Tanatos). Véase El yo y el ello y El malestar de la cultura de Sigmund Freud; así como Eros y civilización de Herbert Marcuse, libro del que obtengo mayormente mi concepción del eros.

[9] Se trata de una irónica otredad ya que más adelante el padre se entregará inevitablemente a ese mundo afuerino de la violencia y el dinero (espacio del Otro), obteniendo de ello beneficio y placer por medio de las monedas. Así, el padre aparece a la larga dominado por la hostilidad del mundo afuerino que lleva a la subrepticia (inconsciente) violencia y ruptura. Tanto la sociedad como el padre se proponen como la estructura inconsciente que el autor (utilizando al niño como mediación) se niega a adoptar. Se trata, como se verá más adelante en el texto, del arte en búsqueda de una espacialidad especular de orden muy distinto. Para los lacanianos el origen de la violencia en el sujeto humano aparece en el episodio del reconocimiento jubiloso (affairement jubilatoire) que marca la placentera unidad con la propia imagen, y más adelante en el reconocimiento paranoico (connaissance paranoiaque) que distingue la frustración ante la imagen escindida que provoca el temor a la pérdida y a la ausencia (de la madre principalmente). El primer reconocimiento está más cercano al imaginario que ofrece la madre, y el segundo se relaciona con la transición que lleva al orden simbólico del padre, y es el que lleva a la agresividad debida al temor de perder la unión placentera al inicial imaginario materno.

[10] Con "el complejo de Edipo" se designa una estructura de la conducta emotiva que lleva al sujeto a rivalizar con el progenitor del mismo sexo, y a reclamar un amor exclusivo del sexo opuesto (aunque en el caso de las niñas se habla del "complejo de Electra"). Se trata de un proceso en la evolución de la sicología del infante, que se da entre los 4 a los 7 años de edad. Específicamente en el caso del varón, éste se muestra, pese a su sentimiento agresivo, gentil hacia el padre (ante la amenaza de ser castrado) para aplazar su deseo por la hembra, que inicialmente lo provee la madre. Se trata, en términos ya menos freudianos y más lacanianos, de una castración simbólica en la cual el infante debe desistir de su apego al imaginario y a las significaciones que le ofrece la madre y aceptar las imposiciones del Nombre-del-Padre (el-No(mbre)-del-Padre) y de la entrada a las demandas de la cultura y el Otro (el ingreso inconsciente al falocratismo cultural). De no ser así se entraría en el ámbito de la sicosis. En el caso del desarrollo de la cultura, vista análogamente a la manera en que se desenvuelve el sujeto, el complejo de Edipo se refiere al momento en que se reprime el odio y la violencia hacia una estructura de poder (el padre de la cultura) y se le acepta para evitar la violencia y la destrucción. Es el momento en que se acepta el falocratismo de la cultura en contra (en negación "violenta") de las "marginales" significaciones femeninas del mundo de la madre y del imaginario. Véase Totem y tabú de Sigmund Freud, y el citado libro de Herbert Marcuse. También, y sobre todo, La violencia y lo sagrado (Johns Hopkins University Press, 1972) y The Scapegoat (Johns Hopkins University Press, 1986), ambos textos de René Girard.  A la larga, el padre de Melodía es el esclavo que puede repetir la violencia del amo; interpretación esta de tipo hegeliano-lacaniana, pues el autor de la obra (González) es un socialista que cree en la utopía de un padre-poder no violento. Para que el Poder no sea violento debe aceptar su otredad femenina.

[11] Para escapar la poderosa relación imaginaria con la madre y para permitir que el sujeto se constituya como tal en lo real es esencial que el niño se una al Nombre-del-Padre (Nom-du-Père) o a la metáfora paterna que está más allá de lo imaginario, en el Orden Simbólico, según Lacán (obras antes citadas). Se trata de ingresar a la ley del sistema lingüístico-cultural (la lengua) de la sociedad dominante (del Orden Simbólico y la castración simbólica). Se ingresa también al "significante del Falo" que representa simbólica, y no biológicamente, la separación de la atapa narcisista de la fusión con lo materno. Aceptar el (No)mbre-del-Padre es acatar la subordinación a un orden simbólico paterno-social, e implicaría también abandonar la relación imaginaria con la madre y el ser objeto de su deseo. El concepto de lo materno es construido durante la etapa pre-espejística y ya propiamente espejística y es parte integrante del yo narcisista; mientras que el padre es internalizado en una etapa posterior (que lleva al complejo de Edipo) como estructura simbólica que establece los límites y la ley falócratas.  De aquí que el padre sea temido y a la vez emulado, que se relacione con la diferencia mientras que la madre se asocie a lo narcisista. En nuestro relato la voz del padre (nada melódica) es la que nombra violentamente al negrito imponiéndole ingresar en el Orden Simbólico de la Ley patriarcal. Adviértase que mientras el padre llama "violentamente" al niño ("-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre 'e muchacho disinquieto!") la sociedad del trabajo y la moneda igualmente, y por su parte, reclaman con hostilidad al padre y lo llevan, mediante la necesidad del trabajo, a ingresar en su dominio violento. El niño, contrario a lo que normalmente ocurre en el desarrollo del individuo (aplicando el sicoanálisis), de manera indirecta rechaza el ingreso en el ámbito del dominio del lenguaje del padre (que a la larga es el de la sociedad de la moneda) para irse (regresar) en busca del significante maternal (el imaginario que cree ver en la superficie del agua) que es el objeto inicial, no problemático, del deseo. Se trata, como veremos más adelante en nuestro análisis, del autor en franco rechazo por medio del arte, del Nombre-del-Padre, del Orden Simbólico y de la cultura falócrata y dominante. Se requiere entender cómo por su parte González rechaza en el cuento esta entrada al Orden Simbólico del plano ideológico que domina al padre, a quien contempla con cierto distanciamiento irónico. El interés de nuestro autor se deposita más bien en el deseo de ingresar a un nuevo espacio imaginario que es el del arte, en el que ingresa simbólicamente el negrito. Hay una propuesta en el cuento en que el infante debe encontrar amorosamente su otredad con la madre, el padre y el lector; y el padre por su parte con los demás trabajadores solidarios y la nueva sociedad en general. El autor escribe bajo la utopía de que esta sociedad será alguna vez socialista. Sobre el aspecto del Nombre-del-Padre y su significado para el análisis de la cultura véase "Lacan and the Discourse of the Other" en Speech and Language in Psychoanalysis (Jacques Lacan), traducción notas y cometarios de Anthony Wilden (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1981).

[12] Véase nota No. 9. Ver además de Jacques Lacan, Escritos I, especialmente "El estadio del espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica" (México: Siglo XXI, 1971) y Lacan: El Seminario. Los escritos técnicos de Freud I, texto establecido por Jacques-Allain Miller (Buenos Aires: Ediciones Paidós, 1981).

[13] Habría que preguntarse por qué el niño se sumerge en el fondo del caño. La contestación no está en el niño puesto que éste no posee racionalidad o actúa de acuerdo a ella. El deseo transgresor del autor lo sumerge en el fondo del caño para adentrarse en el inconsciente de lo femenino y buscar una estabilidad que no se encuentra en el afuera, en el mundo conflictivo del padre y de la sociedad capitalista de las guaguas y los automóviles. El niño se va en la búsqueda del otro en el fondo escatológico, y el autor se va al encuentro de sí mismo y del arte. Para el niño, en ese sentido, la muerte podría ser liberadora y llevaría al encuentro de un orden armónico y melodioso perdido en las profundidades del ser. Se trata a la larga de la negativa de José Luis González a ingresar en la modernidad que impone la sociedad capitalista y al temor a ser castrado por ésta. Antes que progresión, González prefiere felizmente la regresión (sin las connotaciones peyorativas y estereotipadas de este último término).

[14] Con esta alusión al simbolismo no nos referimos al Orden Simbólico lacaniano antes señalado.  Más bien nos referimos a que la lectura no debe ser ejercida a un simple nivel literal, sino que se debe alcanzar un segundo orden de significado o de connotación.

[15] El narcisismo ha sido visto por los seguidores freudianos de la escuela inglesa y americana como un aspecto negativo y enajenante de la conducta humana que aleja del alcance de un yo saludable. En la sicología lacaniana el narcisismo se percibe, sin embargo, como una consecuencia “natural” del efecto de experimentar la otredad como extensión del yo para así vislumbrar la necesaria unidad del ser. En este sentido la concepción narcisista de González, por estar inspirada en la intuición poética y artística, está a tono con Lacán al prescindirse del aspecto patológico y enfermizo que la siquiatría le adjudica a este fenómeno del desarrollo de la personalidad del sujeto. No se trata obviamente aquí de una influencia del sicoanalista francés ya que es poco probable que el escritor puertorriqueño lo conociera para finales de la década del cuarenta o la de principios del cincuenta. El narcismo es una estructura de la conducta humana que puede ser aprehendida de la realidad misma y no necesariamente de la lectura de los textos de Freud o Lacan. Resulta probable, no obstante, que J. L. González estuviese al tanto de las teorías freudianas sobre la sicología humana.

[16] El Orden Simbólico se relaciona con los códigos organizadores de la estructura profunda (inconsciente) de los sistemas sociales y culturales. El lenguaje pertenece a este orden y es a través del mismo que el sujeto puede representar deseos y sentimientos y es dentro y mediante él que es representado y constituido. Lévi-Strauss sugiere que las leyes sociales que regulan los lazos matrimoniales son estructuradas de manera similar al  lenguaje.  El sujeto que está por ser ya tiene un lugar en el lenguaje, es situado en una red de símbolos inconscientes que organizan y estructuran su psique. No obstante, el Orden Simbólico no se encuentra necesariamente en el afuera. Se trata de una construcción mental que el individuo obtiene desde su entorno. En nuestro relato, el padre del niño tiene que aceptar el Orden Simbólico de la sociedad capitalista-capitalina puesto que ya ha internalizado dentro de una concatenación la noción de un Poder que es el Nombre-del-Padre, lo cual le predispone con aquel orden.

[17] La etapa espejística refiere al evento ocurrido entre los seis y dieciocho meses en que el infante comienza a reconocer su imagen en el espejo; lo cual equivale a decir que es una etapa en la que comienza a desarrollar su ego y a diferenciar su yo del no-yo. Tal evento alude al drama en que el niño se reconoce en el espejo y se fascina con su propia imagen. En esta fase el infante comienza a tener contacto con su corporeidad (que asocia con la de la madre) para tomarla como objeto de su deseo. Para el 1934  Lacán ingresó a la Société Psychanalytique de Paris y en el año 1936 presentó su trabajo sobre la etapa del espejo al Congreso Internacional de Psicoanálisis en Mareibad. El contenido de su pensamiento sobre la etapa del espejo se presentó en la Encyclopédie Française de 1938.  En su Escritos (1966) aparece una versión revisada presentada en el Congreso Internacional de Psicoanálisis de Zurich (1949).

[18] El sicoanálisis lacaniano nos habla de los órdenes Imaginario, Simbólico y Real. El Orden Imaginario trata del campo de las fantasías y las imágenes. Se inicia en la etapa del espejo y se extiende hacia la adultez. El Orden Simbólico se refiere a la esfera de los sistemas simbólicos incluyendo los culturales. El lenguaje pertenece a este orden y es éste el que construye las significaciones que gobiernan al sujeto en la cultura a través de la intenalización del Otro. El Orden Real trata del dominio fuera de la conciencia del sujeto y fuera del Orden Simbólico, es lo que el lenguaje no ha nombrado pero que, sin embargo, afecta al sujeto. Véase "Discurso de Roma" (1953) de Jacques Lacan; The Language of the Self de Anthony Wilden (Johns Hopkins Press, 1968); y Jacques Lacan and the Philosophy of Psychoanalysis de Ellie Ragland-Sullivan (University of Illinois Press, 1987). Ver Elementos para una enciclopedia del psicoanálisis. El aporte freudiano. Dirección de Pierre Kaufmann (Buenos Aires: Paidós, 1996).




José Luis González (1926-1995)




1 comentario:

  1. Verdaderamente este análisis es uno muy profundo con una perspectiva literaria de índoloe psicológica. Este cuento tiene una multitud de ángulos para ser analizado y nos ofrece siempre una alternativa para indagar en la mente literaria de este gran escritor dominicano-puertorriqueño. Gracias por tan buen analisis literario de la narrativa de José Luis González.

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