Luis
Felipe Díaz/ Liza Fernanda, Ph. D.
Departamento
de Estudios Hispánicos
Universidad
de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras
Son
tres las historias que nos presenta Yolanda Arroyo Pizarro en las Negras. El título impone ya desde un
principio la “l” minúscula, seguida de la “N” mayúscula, implicando que incluso el
orden gramatical no subordinará el actante principal en su narrar, que son: las Negras. Se nos advierte con ello, además, la primordial supremacía y relieve que la autora desea ofrecer a ese sujeto tan subordinado y
marginado en la historia, por la letra, por la palabra de los cronistas e
historiadores oficiales. Pero esta vez no se saldrán con la suya —se nos parece decir—, en el privilegio al Orden Gramatical de la cultura andronormativa nuestra (“las”
es simple referencia genérico-gramatical pero vacía del genuino Género; porque la importancia
radica en “Negras”, ese signo de raza y color de piel, y de vivencias tan singulares, sobre todo el lenguaje del dolor corporal). También puede haber mucho de ironía en que se designe a esa raza por su color. Porque es el hombre blanco quien la ha nombrado despectivamente, con la creencia en su superioridad axiológica (el bien). Se revela el tono irónico de la autora porque sí vemos que esta vez quien quiere hablar es la mujer..."negra" (pero libremente mala, desobediente).
La
portada misma, con unas simples letras blancas que se leen arriba, es seguida por la
impresionante foto de una mujer de raza negra en la proyección de una imagen correspondiente
al gusto por lo africanista, y no por lo comercial moderno que, como sabemos,
ha solido apoderarse de la iconografía de la negritud. Pero ni el fondo negro incluso supera la piel marrón del Ser que anima mediante su asomo, mediante su faz, los cuentos en toda su
significación de la diferencia, del impresionante poderío iconográfico que lleva a exponer esa “otredad”, del ser más oprimido en
la historia nuestra, la mujer Negra. Luego de repetida la espectacular foto en
la segunda página, se nos expone la marginal iconografía de un friso, no
griego, sino de la cultura africana, y los epígrafes siguientes nos ofrecen una
gran advertencia. Se trata de cómo los historiadores han dejado la negritud
fuera del lenguaje, de la memoria (pero estamos en momentos en Puerto Rico cuando una nueva promoción escritural se niega a continuar en la invisibilidad y
la borradura). El dolor, el sufrimiento, el ser en carne viva de esa primera
mujer que fue arrancada de su hábitat natural habrá de prevalecer como (intra)historia.
De ahí el estilo, en general, transparente y de crudo neo-realismo de
los relatos. El laconismo y minimalismo del modo de relatar no opaca
necesariamente la densidad y profundidad del sentir, de la experiencia que no
ha sido anteriormente narrada o reconocida, y que la autora busca. Se trata de
un lenguaje dado a opacar su estructura significante y formal (la ley del
hombre y su violenta gramática que esconde los genuinos significados de la "otredad", de la mujer, de la esclava). Y resulta así porque tras la trasparencia feminista se ofrece relieve al
sentido del cuerpo de la mujer oprimida, el genuino referente del contar la historia retenida e incluso desconocida (la que solo puede articular esa mujer-hablante de los cuentos). En
ese sentido, no solo se trata de una nueva antropología de la mujer negra, sino
del deseo de superar estructuras de dominio falocrático de la cultura
esclavista que perdura en sus diversas maneras en la historia. Mediante un nuevo modo de
narrar y de pensar se recupera e impone el sentir de la negritud y lo
particularmente pertinente a la mujer en su devenir más opresivo y expulsado al
espacio más marginal (casi olvidado), el ser objeto de la esclavitud. Quizás por eso la autora se remonta al origen, al principio en que la mujer vivía en su armonía atávica y ancestral en la selva africana, y de cómo fue arrancada de ese suelo para ser encadenada y sometida a una nueva y dolorosa experiencia que cambiaría todo su exitir. Los cuentos pretenden en ese sentido ponernos en contacto con ese inicio, en la recuperación de la memoria y del grito del cuerpo y su diferenciado performance.
En
esa escritura que viene a llenar el vacío dejado por el discurso de la historia
se imponen las lecturas implícitas de varios libros precisamente de
historia y antropología que ha realizado la escritora, pero para inferir de
ellos cuál pudo ser el sentir de la raza y el género sufriente en su tachadura.
El desafío resulta en cómo narrar lo que ha quedado borrado por los maestros
del tiempo, cómo contar la esclavitud de una raza y cómo expresar el sufrimiento
de la mujer dentro del proceso que ha pretendido opacarla (como muestra de una
violación más). Se trata de presentar varias muestras de las silenciadas
injusticias y esclavitudes, de violaciones y genocidios realizados por el
blanco en el mundo moderno, el ámbito movido por el robo del capital mediante el
“otro” bajo su dominio. Tal y como es visto en los frisos, que aparecen en los
epígrafes, y una mujer al lado de la otra, hombro con hombro, las negras se
enfrentan a un mundo nuevo para ellas, no sólo en lo avistado en el entorno
natural y cultural sino en el castigo recibido en la piel, en el cuerpo, en el centro mismo del ser.
Estamos entonces ante el retorno del gran “otro”, no en cuanto a lo subconsciente de los
psicoanalistas, sino en lo referente el emerger a la existencia de aquella a
quien se le ha negado el derecho a tal, en el devenir de la libertad tan
necesaria para el cumplimiento, al menos primordial, de lo humano. Mas
claramente no se deja ver la inhumanidad del Otro imperial que “descubre”,
roba, viola y mata.
Así se lo advierten los primeros epígrafes, a los historiadores que han dejado fuera
las injusticias ante las esclavas, y el desafío de ellas, a la tachadura y la invisibilidad. Sabemos que ya en siglo XX se han encargado las mujeres, los trabajadores y los gays de reclamar su historia, su propio decir (su discurso) desde
su más cercana y genuina otredad. Arroyo Pizarro no es la escritora de la
mismidad en el mundo identitario en que solo se proclama la belleza o grandeza
ignorada de la otra, de la opresión. Lo que pretende es presentar tras el velo
del clamor, la agresión contestataria asumida por la mujer negra ante las violaciones
y agresiones mismas del blanco. Por eso que en las Negras se va presentando de manera casi silenciosa y sutil la
acometividad de esa mujer que parece mantener contacto con los secretos de la
naturaleza para agredir al Poder y su Otro, para desafiarlo incluso más allá de
la muerte.
En
la primera narración la protagonista Wanwe nos presenta el momento de
iniciación de las Negras en su ambiente selvático, en el cual es asaltada por el rapto del blanco quien la
extrae de su ambiente natural y la coloca en una barcaza hombro con hombro,
para esclavizarla luego de ser marcada como no-humana. La joven nos presenta
una historia de los rituales selváticos de la mujer en su iniciación para la
adultez y el juego del destino. En vez del devenir, al ubicada hombro a hombro
a su ser amado, como había practicado en el ritual, es colocada hombro con hombro a
otra esclava en una pequeña región del amplio barco que las carga como ganado a
América. Irónico resulta el juego entre casado y cazado, casarse y ser cazado y
terminar con “Las manos encadenadas” (26), para tronchar la felicidad. Solo
queda la luna “que puede ser fácilmente una rana” (51), demostrando nuestra cuentista, con su sentido metafórico, la presencia de transformaciones del espacio y
las mutaciones del tiempo, del final de una leyenda natural y el comienzo de
otra del impuesto ingreso al dolor. Se trata de los nuevos sonidos que le auguran un tiempo
diferente. Por eso entiende la
protagonista que las estrellas también encadenadas en el oscuro cielo no son
las culpables del destierro-destino de las Negras. Lo que queda en el abajo del
que observa, es el vómito, el dolor, los sollozos, el pitillo, las sirenas del
barco que la conducen a un nuevo vibrar. Debemos preguntarnos porqué la autora
no continúa y profundiza en este viaje metafórico que conecta el sentir de su
personaje con su entorno. Y mucho más, mediante estos manejos metafóricos que, pese a su
simpleza, ofrecen un gran despliegue trans-narrativo a sus cuentos.
Vemos a la narradora también en juego con una intertextualidad vinculante a Palés
Matos, en cuyos poemas de Tuntún de pasa
y grifería, los dioses de la selva parecen abandonar a los negros (“No
hacen acto de presencia Orín, Olódumáre, Babá, Iyá”, desaparecen, “no más
nacimiento, vida muerte” (55), se nos dice en el mítico primer relato de este
libro de Yolanda Arroyo. Y se pregunta Wanwe “cuándo volveremos a ser libres
para el uréore”, para el tiempo del placer del cuerpo a cuerpo, del hombro con hombre (56). Pero vemos cómo lo
que le espera es la ruta de la nave del capitán blanco y que una mujer rebelde
tras ser lanzada al mar, solo regrese con el cuerpo partido por los tiburones. El
tiempo y su leyenda han cambiado y solo le queda “gritar asfixiada y llorosa el
nombre de mamá” (59). Se trata de la retención al menos del origen, de lo
primigenio, de la etapa del imaginario materno que confiere inicio y
continuidad al todo una vez retenida. Es precisamente lo que le permite ahora a
la cuentista su labor. Algo des-dicha queda la historia con el penúltimo relato
en que la mujer-madre-partera se ve llevada a aniquilar el cuerpo fruto del
parto como medida de evitar el dolor y la inhumanidad. Todo queda para que el
lector comprenda, si lo desea; o para verse llevado también a condenarla y
sacrificarla.
“Matronas”
es el segundo relato y parece casi una continuidad de la historia ya contada, lo que confiere al relato un toque novelesco. Se trata del testimonio de una mujer
rebelde en su negativa a adoptar abierta y dócilmente los mandatos, las
costumbres, el lenguaje del amo. Y como máxima expresión de esa rebeldía se resiste a
asistir el nacimiento de los infantes en el mundo de la esclavitud. “Yo bostezo
y hago juramento, por las deidades de los vientos de las que dudo ya, que si
soy capturada nuevamente, las habré de cobrar con los niños” (77). Y así lo
hace, no entrega los infantes a la esclavitud. Es declarada entonces “Negra Sediciosa e
Insurrecta”. Y vemos cómo es visitada en la prisión por un fraile en quien parece encontrar
un sujeto capaz de comunicarle con cierta humanidad, pese a la diferencia de los lenguajes. Aún así se pregunta sobre
la violencia del dios cristiano, ante Petro, quien nos recuerda un cronista que
como otros frailes están escribiendo sobre los eventos de los atropellos, sin
ser amigos de la Corona (Tal vez una alusión a los Fray Bartolomé de las
Casas de la época). Le deja saber al fraile que prefiere morir a ser usada como
un animal, a que los hombres penetren sin permiso, en su cuerpo. Por eso
aprende a fingir, a hacerse curandera, yerbatera, sobadora, comadrona. Y luego será perseguida por fugarse, y por rebelde; sentenciada a morir en la horca. Viene a nuestra mente así lo de la
mujer partida por el tiburón a inicios de la obra.
Con
agilidad la narradora nos ha contado estos acontecimientos en progresiones y
retrospecciones narrativas bien manejadas y ofreciéndole a la voz de la
protagonista un sitial de cronista de la “otredad” narrativa: malvada, criminal
ante los ojos del blanco. La manera en que se nos relata el momento de la
tortura de muerte es similarmente diestro y una vez más podemos decir que la
autora pudo haberle cedido mayor tiempo, más lenguaje, explicación y extensión
a lo relatado. Mas no sabemos si la cortedad
expresiva se deba a un efecto narrativo, puesto que los paradigmas de lecturas
y su horizonte de expectativas han variado desde principios de este siglo. El género narrativo habrá de evolucionar.
Como Wanwe no es católica no tiene por qué
confesarse y aún así dice no poseer pecado cuando es llevada a ser rapada antes
de la horca. En su dialecto confiesa sus pecados: “Los ahogo en el balde de
recolectar placentas, padrecito. Presiono sus negras gargantitas con mis dedos
y los sofoco. O los ahorco con sus cordones umbilicales,…” (93). Pero todos guardan silencio, y dice
finalmente, antes de hacerse alusión a los ojos rosados (¿?): “Soy una faringe que
se ahoga; luna, energía. coraje, eternidad” (95). Una vez más, la autora
abandona lo narrativo y acude a lo poético-mítico.
Finalmente en “Saeta”, la autora opta por una alternativa fantástica y
poética. Se trata de un relato en sus inicios muy diestro en cuanto mostrar
escenas sexuales, pero sin el propósito de alcanzar vestigios de erotismo, pues
de trata de violaciones. La autora recarga una vez más en un tema muy pertinente a
la mujer como lo es la de la doble esclavitud: la social y la sexual. Las
esclavas, continuamente, tras el trabajo impuesto, son violadas. Aprovecha la
autora el manejo de la metáfora de la herida, de la penetración que hiere como
la saeta.
Inicialmente
se presenta la muerte de un perro del amo, tal vez víctima de una flecha
lanzada al azar al bosque, y el animal que muere gracias al divertimiento mismo
del blanco cazador. El animal resulta en
víctima de una flecha de las lanzadas por los del bando de su propio bando, pero para regresar como un bumerang. Aquí la autora maneja una narración de efectos fantásticos y
míticos, ya que infiere que la abusada y violada heroína del cuento, tras
morir, desde el bosque posee la capacidad de lanzar una saeta que se incrusta
en la frente de Georgino, el amo. Wanwe se había apoderado al principio, del
cabezal de la flecha incrustado en el cuerpo del perro, y con la misma se defiende luego al ser
violada por varios hombres de la hacienda. Pero al ser éstos sorprendidos por
el amo y ser golpeados por el mismo,
como parte del carnaval de atropellos que se propinan también mutuamente los
blancos en su embriaguez, también golpea a Wanwe hasta causarle la muerte. Hay
alusión en el relato a las mujeres guerreras del la rememorada África y de ahí lo
legendario del final.
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Me dice en Facebook, Yolanda Arroyo Pizarro, luego de yo haber publicado la reseña: "Mil gracias, me encantó. Lo voy a compartir. Yo creo que la mayoria que piensa que en "Saeta" la negra muere, es quizás porque en el fondo creen en lo mistico. Creo que pequé de creer que entenderían el ateísmo del narrador, entonces por eso pensé que la mayoría pensaría como yo, que ella no muere, que es declarada muerta por error como en tantos casos. Como no creo en lo mágico místico, ni en resurreciones o encarnaciones, mi lógica me hizo creer que otros ateos como yo entenderían que la estimulacion de la lluvia y el movimiento del cuerpo la reanimaron, pero agonizaba, no "estaba muerta. Por eso se recupera y se venga".
Le respondo: "Es un episodio de lenguaje muy simbólico y por eso se presta a otras interpretaciones que no estaban en la mente de la creadora. A mí me gustó mucho esa imagen final de tanto poder metafórico y de cierta ambigüedad! Así es la literatura. Y los críticos a veces no interpretamos bien y la autora tiene derecho a aclarar. Que los lectores nos digan qué interpretaron. Gracias."
Más adelante Yolanda Arroyo Pizarro señala: "Sobre los Ojos rosados de Fray Petro en las Negras:
Algunas personas albinas comúnmente poseen el color rosado o rojo en sus ojos es porque se transparentan los vasos sanguíneos, lo que vemos es el color de los vasos con sangre en su interior. Esto pudiera ser lo que le sucedía a Petro. Otra razón física para sus ojos rosados es la enfermedad venérea Clamidia Tracomatis que puede causar inflamación del recto y de la conjuntiva del ojo produciendo los llamados “ojos rosados”. La bacteria puede también infectar la garganta cuando se mantiene sexo oral con un compañero(a) infectado(a). En las Negras, también hay una metaforización del rosado “queer” para tratar de identificar la “dualidad” de Petro (¿es afeminado, es hermafrodita?) sobre todo cuando Ndizi dice: “Le cuento que en mi aldea, los niños que nacen como él, y con los ojos de su color, son adorados y se les entregan a ellos y a sus padres regalos hasta que acumulan una pequeña riqueza. De grandes, son cortejados por los guerreros más valerosos del recinto y luego dados en matrimonio a los merecedores. Las primeras y segundas esposas de los guerreros colaboran en la selección.”.
La Dra. Carmen Centeno Añeses apunta:"Sí, es cierto. Es un libro conmovedor y fundado en la investigación para vertirla en una prosa que es poética. Creo que lo voy a dar el semestre que viene a mis estudiantes.
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