(San
Juan: Ediciones Callejón, 2011)
Por: Luis Felipe Díaz
Departamento
de Estudios Hispánicos
Universidad
de Puerto Rico, Río Piedras
Doce
versiones de soledad (San Juan: Ediciones Callejón, 2012) representa uno de
los mejores libros de relatos que podríamos leer en los últimos años. Esmerado resulta el empeño mediante el cual Janette Becerra ofrece exclusivo relieve a
los contenidos de los relatos, exponiéndonos a historias que sorprenden por
sus personajes anegados en aventuras anómalas, en espera de eventos muchas
veces culminantes en lo menos esperado (o a veces lo más planificado), y que
los retiene o sumerge en la más devastadora soledad. La espera ante lo que
podría deparar el destino los arrastra muchas veces a lo más paralizante y en
otras ocasiones a lo más absurdamente sorprendente. Son personajes que pueden
sufrir las agresiones de la contingente eventualidad, siendo sorprendidos y atravesados
con la saeta que ni siquiera la detiene el sentirse ingenuamente en control y dueños de sí
mismos.
La manera narrativa de manejar los
argumentos, el suspense, las ocultas
intrigas (de las que el lector se entera finalmente) y la forma en que la
autora se mantiene algo fríamente distante de los sucesos de sus personajes —casi
sin intervenir u opinar—, hacen de Becerra una de la mejores escritoras
contemporáneas. Algunos de sus cuentos ya han sido reconocidos mediante
premios en el extranjero, en concursos muy competitivos, lo cual revela sus
altas credenciales como escritora. Y es que se trata de relatos idóneos para
los lectores de la desolada sociedad universal que nos va uniendo/separando cada vez más en
el trágico agrado de reconocer nuestras nociones del absurdo, la ironías, las ilogicidades, los defectos más profundos y sus secretos, las insospechadas
agresiones contra la “otredad”, en fin… las concepciones de soledad del sujeto
en el mundo que, curiosamente, parece más del siglo que acaba de pasar. Con su
dejo de cosmopolitismo, los relatos parecen transitar por las que podrían ser desafortunadas
y solitarias eventualidades del sujeto humano a lo largo de espacios y tiempos
bien delineados en los relatos de una autora muy conocedora del arte literario.
Nada mejor que comenzar Doce versiones de soledad, con uno de
los mejores relatos, “Afición a los terrarios”. Una especie de curioso sujeto constructor
de un terrario tropical (un “teatro natural”), como pequeño dios crea un mundo
que termina alcanzando su autonomía y desarrollando incluso sus propios seres
del mal. Quien nos relata es una especie de científico que decide confeccionar
un pequeño cosmos natural en una bola de cristal. Ese mundito se le va de las
manos por su crecimiento, y que finalmente abandona por aburrimiento. Tras irse
a viajar y observar el mundo, se percata de que su diminuto “tarro de cristal” con
toda su población de seres y acontecimientos inesperados, nada tendrían que
envidiarle a lo visto “a precio de oro” (17) por otros lares. Y al regresar observa
cómo el pequeño cosmos dejado a su destino ha alcanzado una evolución temporal
mucho más rápida; han crecido ciudades e imperios de “puentes colgantes y
rascacielos” y hasta “bibliotecas”. Lo que es una semana para el narrador, para
el hábitat creado resulta en siglos. En las catedrales de ese diminuto mundo
hablan de un dios y los científicos observan el firmamento. Uno de ellos logra
ver al “creador” (al científico) y éste les muestra ciertas “ilustraciones
básicas’ y un “grano de cristal”. Finalmente abandona el experimento y la casa,
para nunca volver. Obviamente se trata de un recordatorio del “dios escondido”,
marchante que no ha regresado, y quien desde la Edad Media, nos dice cierta
teología (en varios libros sagrados, como en el cuento), ha creado nuestro cosmos y ahora nos muestra la lámina del Big
Bang para ocuparnos, según se ha entretenido la narradora escribiendo el
relato finalista en el XXII Premio de Narración breve de la UNED en Madrid en
el año 2001.
“El sastre” también fue ganador del
segundo premio en el IX Premio Internacional del Relato Corto Encarna León,
Ciudad Autónoma de Melilla en España el año 2010. Un tímido y solitario sastre
logra confeccionarle un perfecto traje de bodas a una mujer de la cual en
secreto siempre ha estado enamorado. El sastre es quien único sabe del defecto
en la cadera de la bella mujer, por lo cual se requiere de las mejores
destrezas para crear el traje perfecto que llevará el día de la boda. Además de
ser un relato de original y extraña (uncanny)
belleza que trabaja muy bien la ironía de cómo un ser deforme crea belleza para
otro ser torcido, nos brinda cierta complejidad en su estructura (diégesis). Vemos
cómo una mujer está contando a una amiga, mientras acepta desconocer el final.
Una vez ella misma se acerca al solitario, sufrido y extraño sastre, se entera
de lo ocurrido a niveles casi incomprensibles, para contárnoslo a los lectores.
Alcanza así el relato gran complejidad y añadida belleza formal que ya de por
sí el argumento posee.
“La reconciliación” nos ofrece un
episodio en el cual un personaje ofrece chocolate muy caliente a su hermano,
quien al leer el periódico se percata de que una tal Eugenia, paciente de Alzheimer,
se ha escapado del asilo. Algo ocurrió entre las dos mujeres en un pasado: durante
la niñez Mercedes fue amordazada por Eugenia, quien “se crió entre varones y aprendió
malas mañas” (94). La hacendosa hermana, Mercedes, posee la compulsión de
preparar alimentos muy calientes, los cuales luego dará a Eugenia, una vez se aparece
ésta como si fuera para su casa de enfrente, como cuando era niña, pese a no
vivir ya en ese lugar. Es evidente el oculto placer de Mercedes en llevar a
Eugenia, tal vez como desquite, a ingerir sopa caliente y quemarle el cieno de
la boca. Finalmente la arrastra a un cuarto y todo lo sucedido luego queda fuera
del texto, a la imaginación del lector. Al parecer debe haberla ahogado, no
solo con los alimentos sino que “le sujetó la cintura y se enroscó uno de sus
brazos alrededor del cuello. Y poco a poco la fue arrastrando, lánguida y
pequeña, pasillo adentro” (101). La lucha de signos entre frío y caliente,
afuera y adentro, como castigo de la naturaleza primero, y como manipulación de
Mercedes para perturbar los cuerpos, es patente. Tal parece buscar el
desquitarse de lo ocurrido a ella como víctima de Eugenia, en la niñez: “—Me
amarró a una silla, me metió un trapo en la boca. Me echó lagartijas encima. Cosas
así —sin dejar de frotar” ( 95). Las patologías que pueden haber detrás de todo
lo acontecido no se proporcionan de manera patente en la narración. Habría que descifrarlas
de la significación proporcionada por la lluvia, la constante limpieza, los
alimentos calientes para la garganta… los silencios. Es la espera solitaria y
callada de una misteriosa “reconciliación”, después de todo. Se trata del
relato más interesante desde el punto de
vista de interpretación del texto y del psicoanálisis.
“El regalo” solo lo puede escribir una
mujer que sabe de partos, de los malestares del cuerpo durante ese estado y
otros dolores más perturbadores y la consciencia de todo el sentir femenino,
como el haber tenido un marido infiel. Se entera la protagonista de que el día del
parto cambian su bebé —que parece haber muerto—, por otra niña que ha parido la
amante de su esposo en una camilla aledaña. Así lo sabe luego de su marido haber
muerto. Y mientras recoge las pertenencias de éste, encuentra el retrato de una
bebé desconocida, revelador de todo el suceso y que abona a su ocre destino. Y
al final “Ya sabía con impávida certeza, lo que tenía que hacer” (87). Encontramos
así un final ambiguo propio de un sujeto sumergido en la más penosa soledad y
víctima de un destino sorprendentemente humillante y desolador. Pero todo lo
expresa la narradora con gran tranquilidad, con consciencia de que se trata de destrezas
literarias y no de referencias dramáticas de lo real. Todo parece cuestión de
encontrar el lenguaje más justo y apropiado para representar estas situaciones
ficticias y para mostrar lo ya conocido y tratado en la literatura, pero con un
inaugural perfil discursivo propio de una nueva mirada a la subjetividad humana
y la manera de metaforizarla en su mayor soledad.
“La herencia” trata de un joven
obligado a esperar al cumplimiento de sus sesenta años para obtener la herencia de un padre que
fuera maltratado en la persecución y exilio de un pueblo castigado (como los
judíos ante los nazis alemanes). Vive en la más triste miseria y tacañería para
luego de años finalmente acudir a un banco en el cual encuentra una maleta en
cuyo fondo no encuentra nada. Es la nada
de la herencia que le ha dejado un padre perseguido en una Europa que no le ha ofrecido
nada; y de ahí su herencia, la misma que se deja saber ya desde el epígrafe del
cuento (“En mis hijos quiero reparar el ser hijo de mis padre: y en todo futuro
quiero asimismo reparar este presente”). El protagonista se va finalmente al
cementerio y “le pidió a la madre, con toda la ternura de que era capaz, que se
largara a la mierda.” (71). Muere solo y abandonado en un apartamento.
Finalmente descubrimos que su nombre significaba “aniversario”. El que nunca
celebró en su patética soledad.
“Un pasajero ejemplar” presenta el
colmo de la ejemplaridad de un viajante que no sabe entre lo peor que le
espera: o la ansiedad que provoca el vuelo o el contante parloteo de una
“viejita adorable” (53). El impaciente pasajero queda al final, extenuado en su
asiento, “por fin en un vasto mundo vacío”, hasta que un empelado apresurado
por terminar lo expulse del avión. Todo el cuento es un solo párrafo, dándosele
así gala del palabreo, de signo tras signo, vocablo tras vocablo. Como un
cuento de la vida dicho por un idiota pleno de sonido y furia, significando a
la larga, nada (tal es el epígrafe de una obra de Shakespeare que ofrece la
autora de este relato: Life is a tale
told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing. Una vez más,
los epígrafes tan bien calculados cargan de gran significación para la
comprensión cabal de los relatos.
“Otro emparedado” es el irónico título
del cuento sobre un hombre ya viejo y recluido en un retiro, y quien continúa
siendo un comelón (de emparerados, supongo) quien tuvo un pasado familiar
“feliz”, menos por la desaparición de su hermano durante su niñez. El mismo
nunca fue encontrado ni por la policía ni por los albañiles que estuvieron
trabajando en el área cuando se desvanece el infante. Solo el padre parecía
inmiscuido en asuntos turbios, pero no se ofrecen detalles. Nos enteramos al
final que tras la partida de aquella casa de “felicidad”, se percatarían de que
el hermano, siendo bebé, había sido emparedado (sepultado accidentalmente (¿?)
por los albañiles, entre las paredes de la casa. Mientras tanto el protagonista
termina recluido en un hospital de glotones, como si continuara atragantándose
el hermano que fuera un emparerado. Se trata de uno de los cuentos más
ingeniosos del libro. Si bien algunos relatos confrontan cierta dificultad para
esclarecer o manejar mejor la necesaria ambigüedad del relato, no así mediante
“Otro emparerado”.
“Soledad perfecta” trata precisamente
de la extraña soledad de una joven genial que no logra adaptarse a un mundo en que
todos pensaban y actuaban muy en pequeño, para ella. Trata de ser poeta pero no
logra escribir nada porque “El lenguaje fue incapaz de acometer lo infinito
(118). Su mentalidad de lógica tridimensional que puede ver más allá de la
física y la química, la lleva incluso a despreciar la perfección de la música.
Pide a Dios que la haga ignorante y con un salario miserable e hijos para amar,
pero “Todo le fue negado. Dios era imposible para su razón insobornable” (121).
Luego, tras Soledad perder a su madre, su psiquiatra (quien nos
narra) la rescata de la miseria y la lleva a su hogar. Finalmente, al estar ocupada
atendiendo una teoría sobre la hipertermia, olvida el asado dejado en el horno
y es devorada por las llamas en su “cuna”. La narradora nos dice extrañamente,
como si fuera la propia Soledad quien hablara: “Pero quiero suponer que persiste
ahora en esta crónica, que para nada la importuna, y que encontró al fin la
soledad más perfecta al pie del tiempo. El tiempo, por cierto, es una escalera,
y desciende siempre hacia el fondo de la tierra, donde todo se torna
perfectamente igual”. Es de los pocos relatos en que la narradora se sale de la
mímesis (de la acción), para opinar. Se trata de otro de los cuentos ganadores
de primer permio en Salamanca, en 2009.
“Noche de ronda azul” me parece el más
sinuoso e incompleto de los relatos. Se nos narra la existencia de un joven que
se las pasa de bohemia en un bar llamado “El ocho de blanco”. La narradora,
quien es una letrada (habla de Unamuno y Ortega y Gasset), se queda sin cuento
porque el joven del relato muere en un accidente. El epígrafe de la canción de
Agustín Lara, “Noche de ronda”, es muy alusivo de que en el rondar no ha
variado ni la soledad ni el accidente, menos el destino de un embriagado sin
genuina ocupación en la vida y que pueda tener sentido para el arte.
“A comer” resulta una extraña narración
de un joven mejicano exiliado en Alemania por muchos años. Se ve obligado a
ofrecerle refugio a una joven que le han enviado desde su País, y apenas con que
sobrevivir, cuando él mismo parece estar la miseria. No obstante, ofrece morada
a la joven, se enamora de ella, por lo que piensa pedir su mano. En una ocasión,
“por casualidad”, se encuentra con su despreciado padre, quien lo había abandonado
con su madre (muriendo ésta muy joven) y otros hermanos. Pese a que siempre se
resignó a tener el más humilde empleo, decide superarse haciéndose un gran
cocinero. Observando bien lo que realizaban en la cocina del restaurante, se
esmera en superar todo con su gusto culinario de mejicano. Decide sorprender a
su padre en una cena exquisita y de una vez pedir la mano de su amada (quien ha
dicho que solo se casa por amor). Allí se percata de que todo ha sido una
treta, pues la joven lo rechaza y está al tanto del engaño, solo para conseguir
la residencia legal en extraño País. El padre del burlado cocinero parece haber
calculado el asunto. En cuento presenta algunas rupturas narrativas
inexplicables, difíciles de captar en un género como el del cuento, de
exigencias en la rapidez pero de demandas en cuanto coherencia mimética, de
entendimiento y recepción plenos (algo que se maneja admirablemente en la
mayoría de los relatos). Sobre todo el final es de difícil comprensión, quizá tras
no haberse explicado lo suficiente la psicología del padre y de la amante como
para entender sus extraños cálculos, sobre todo desde la perspectiva del, una
vez más, humillado protagonista. El elemento sorpresivo es de cierta amarga
ironía y soledad que persiguen a los personajes que, aunque no tan comprensibles
en esta ocasión, resulta siempre elemento abordado, incluso de manera apretada en
este relato.
“Mano Santa” me parece mejor relato
pese a que su final no se muestra tan acabado por lo apresurado en el narrar.
Se trata de una joven, algo enloquecida, que visita a su madre en San Juan, y quien
al parecer posee un salón de espiritera que lee las cartas. Con cara de
incrédula la joven no cree nada a la “bruja”, y reclama a finales del relato
ser su hija abandonada en una ocasión, y pide a los demás, al salir, no creer en
nada a la farsante. No enteramos al
final que todo ha sido el montaje de una madre dedicada a la prostitución y
quien prepara todo el escenario, incluso los clientas, para “preferiblemente”
(¿?) hacer creer a su hija que es una hechicera. Se trata de los pocos relatos
escenificados en Puerto Rico, empleando muy bien el proceder populista nuestro.
El encuentro entre la hija y la madre en su papel de espiritera se nos revela
muy bien logrado en su mímesis y oculto perspectivismo narrativo, en cuya
rápida economía obtiene frutos en la esperada recepción.
Uno de los mejores cuentos de todo el
libro me parece “Bloqueo”. En el mismo, bien podríamos decir, a la larga la
autora obtiene el éxito que no obtiene su fracasado personaje. Se trata de un escritor
quien súbitamente se ve encerrado, bloqueado en su habitación al no poder abrir
la puerta ya que la perilla rueda sin responder. Se trata de no encontrar la
salida del mundo que imponen las computadoras, los teléfonos, la electricidad,
toda la modernidad que parece no responder e interrumpir el movimiento
rutinario de un ser dado a la bebida y el constante fumar. Finalmente se le
ocurre romper la única ventana del sótano en que se encuentra, pero aún así no
logra llamar la atención de nadie. Solo logra atraer a un gato y “Ambos
se quedaron mirándose en suspenso unos instantes. Alcanzó a verle las pupilas
luminosas, doradas, antes que la punta de la cola también se metiera en las
sombras’ (185). En verdad, mediante la inclusión de la disfuncionalidad de las
computadoras, este relato resume en mucho las narrativas (novelas, cuentos,
películas) que desde el siglo pasado nos ofrecen la desolación, desesperación,
el absurdo, lo inescapable del mundo que ha creado el sujeto moderno (Twilight Zone). La frustración ante la
incomunicación (y los tropiezos para escribir) alcanza en este singular relato
niveles imprevistos en la literatura puertorriqueña, tanto por el detenido manejo
del suspenso en su trama como en la fluidez del lenguaje a nivel formal del
relato. Debe ser incluido en las antologías de cuentos para nuestros alumnos de
secundaria y de la universidad.
El cuento final titulado “Trece” alude
a una joven que espera su turno de llamada en la oficina de un médico y se ve
obligada a escuchar a un supersticioso que vive en un piso quince que en
realidad considera el piso catorce. No se preocupa porque en realidad la mala
suerte está para los habitantes del nivel catorce que ocupan en verdad el
número trece, rindiendo homenaje a la tan universal superstición de residir en
un piso tal del edificio. Todos los ocupantes del 13 parecen haber sido
víctimas de vidas trágicas, excepto la joven que finalmente se muda al
extranjero tras llevarse del 1403 “la sombra del 13”. (193). El relato perfectamente
confeccionado y con un epígrafe que rinde testimonio de las interpretación que
se le podría dar al cuento y que en sí mismo constituye una narración de la
lógica, la paradoja, del oxímoron. La soledad inicial proviene de los pacientes
que esperan sin tan siquiera leer una revista y que se parecen mucho a los que
no leerán el libro de nadie.
Por eso invito a todos los que viajan solitarios
en las guaguas, en el tren urbano o que esperan en las apiñadas salas de
nuestro país, a leer estos cuentos de Janette Becerra y verse en el espejo de
la irónica y perversa adversidad, la cruel soledad, pero con goce de poder reconocerla y asumirla en la
(in)humanidad y casi bestialidad que últimamente nos caracteriza.
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