jueves, 25 de octubre de 2012

El Romanticismo y Don Juan Tenorio



El Romanticismo y Don Juan Tenorio

Luis Felipe Díaz. Ph. D.
Espa 3212. Literatura Española II
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
©Derechos Reservados

Parte I

Como movimiento literario el Romanticismo surge en Inglaterra y Alemania a finales del siglo XVIII. Durante las primeras décadas del siglo XIX se extiende al resto de Europa y América. En inglés y francés (romantic o romanesque) lo romántico se vincula con lo novelesco, lo ficticio. El término romántico adquiere en el siglo XVIII el valor de lo pintoresco, pero también el significado de "soñador", "fantasioso", "falto de visión realista". Romantic en inglés señala el gusto por las aventuras de los antiguos romances (las novelas de caballería y pastoriles) en oposición a lo novedoso, a lo más moderno. En alemán romatische se utiliza para el mundo caballeresco medieval. Mas a pesar de estas visiones dirigidas al pasado las mismas son índice de mirada hacia lo moderno y su promesa; hacia una nueva relación del sujeto consigo mismo y sus emociones, con una nueva manera de representar la realidad histórico-social, con el arte y su capacidad de fugacidad imaginativa. Pero el arte, en cuanto a su dominio de lo imaginario, reclama también su autonomía de las exigencias de la realidad, comienza a acaparar su territorio diferenciado y a separase de la misma o delinear una nueva relación "objeto-sujeto" (arte/realidad). No es de pasar por alto que con el Romanticismo se quiebra el grand style o el estilo académico todavía clásico (se rompió la continuidad clásica, sus mitos, temas, formas de la antigüedad) que desde la "baja" Edad Media todavía se perseguían en el neoclasicismo del siglo XVIII. 
         Las cuitas del joven Werther (1774) del alemán Johann W. Goethe (1749-1832) le proporciona al vocablo el inicial significado de "pasional" y "exaltado", hasta incluso de relacionarse con el suicidio, y con el deseo de liquidar la pulsión del vivir. Cada vez hay mayor consciencia de la pulsión de muerte que más adelante Sigmund Freud explicará en el siglo XX. Entiéndase que estas clasificaciones, primeramente, nos permiten simplificar la enseñanza en la academia y ofrecer el amplio panorama de la época siguiendo el canon, porque ya en la España renacentista, por ejemplo, se expresa el suicidio apasionado de Melibea en La Celestina (1499), que si lo vemos bien, tendría mucho de romántico. En este aspecto también se podría incluir Don Quijote (1605/1615). Romeo y Julieta (1597) y La Celestina misma (en parte) serían obras iniciales de la construcción de la exaltación romántica y moderna. Tanto el amor como la muerte y el suicidio son construcciones de diversas épocas, pero quizás la del Romanticismo es de las más llamativas y significativas en el desarrollo del arte a partir del siglo XIX. Werther de Goethe fue publicado en lengua hispana (en París) en 1803, pero el Fausto tendría que esperar al 1859. Juan E. Hartzenbush sería quien más se habría de interesar por la traducción en España, de la producción romántica alemana. No hubo un impacto definidor (estrictamente generacional) en España de lo que se reconoce como Romanticismo en otros países, pero sí una gran cantidad de escritores y eventos que corresponden a este movimiento liberal. Después de la Ilustración racionalista y de la revolución francesa tendría que darse una nueva mentalidad y esa es la del Romanticismo y su énfasis en el sentimiento, la nación, el pueblo, la imaginación, lo liberal.
    En Alemania las primeras obras teatrales de Friedrich von Schiller (1759-1851) (Los bandidos, 1782) provocaron gran entusiasmo entre el público, pese a que éste se decepcionó con la revolución francesa al pensar que el pueblo no estaba preparado para la libertad que anhelaba. Friedrich Hölderlin (1770-1843) fue un poeta romántico, de un gran sentido trágico que murió demente. Federico Novalis (1772-1801) es uno de los poetas románticos más importantes de su tiempo con Himnos a la noche (1800) y muy poco reconocido en su tiempo, al igual que Heinrich Heine (1797-1856) (Libro de los cantares, 1827). Nunca antes se había registrado tanto la relación del  artista con lo trágico del existir y el fin del sujeto humano en una sociedad injusta. La literatura gana nuevas dimensiones simbólicas de mayor subjetividad (una construcción psíquica muy del Romanticismo). Todo ello gracias a los alcances de la filosofía Ilustrada y luego de adoptada la negatividad dialéctica (Hegel) y debido a los avances de la burquesía como clase social y sus maneras diferentes de simbolizar y representar la realidad.
         Pero hay diferentes perspectivas en otras personalidades. Primera figura del romanticismo inglés fue el poeta William Blake (1757-1827), e igualmente importante y original fueron William Wordsworth (1770-1850), con Baladas líricas (1798) y Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), precursor del romanticismo. Lord Byron (1788-1824) encarna la imagen del poeta romántico por excelencia por su actitud rebelde (su poema célebre, Don Juan). Esta actitud también fue característica de Percy B. Shelly (1792-1822) y John Keats (1795-1821). Walter Scott (1771-1832) es el gran novelista romántico, sobre todo con Ivanhoe (1825), en donde destaca la Edad Media y su heroicidad. Pese a que hay una vuelta a lo romance de la Edad Media las significaciones son de búsqueda de modernidad. El sitio de Corinto se tradujo y se publicó en prosa en España en 1818 y Don Juan en 1829 (de Byron).
         En Francia, Chateaubriand (1768-1848), con El genio del cristianismo (1802) destaca la belleza y la emoción del medioevo y las atracciones de la naturaleza. En la línea del sentimentalismo cabe mencionar a George Sand (1804-1876) por su defensa de la mujer y por su novela Indiana (1832). Se destaca además Alejandro Dumas (1802-1870) con Los tres Mosqueteros y la muy leída obra El Conde de Montecristo. En la poesía Alphonse de Lamartine (1790-1869) es figura destacada como melancólico, igual el poeta Alfred de Musset  (1810-1857).  Víctor Hugo  (1802-1885) dominó el escenario del segundo tercio del siglo XIX. Su “Prefacio a Cromwell” (1827) presentó un manifiesto del romanticismo francés y en 1831 publica su gran obra Nuestra Señora de París y luego Los miserables (1862). Mme. de Stáel (1766-1817) contribuye mediante sus escritos a determinar las bases teóricas del romanticismo. Rousseau fue tempranamente conocido en España pues ya lo cita Benito Feijóo en Cartas eruditas y curiosas (1752) Pese a que sus obras fueron prohibidas por la Inquisición El contrato social se tradujo en 1799 y Julia o la Nueva Eloísa en 1814.
         En Italia Alejandro Manzoni (1785-1837) publica la romántica y larga novela Los novios en 1827. Giacomo Leopardi (1798-1837) es un poeta de gran fama y prestigio como seguidor de la pasión el dolor y la desesperación. A José Cadalso, con Las noches lúgubres (1790), se le considera precursor del romanticismo en España. Pero para el pensador contemporáneo, Isaiah Berlin, en su libro, Las raíces del romanticismo (1999), la mentalidad romántica comenzó en Alemania y se manifestó en toda Europa entre 1760 y 1830. Emmanuel Kant (1724-1804), pese a su racionalismo riguroso, le parece el padre del romanticismo, por su filosofía moral fundamentada en la libertad humana que lleva al “imperativo categórico” (la decisión suprema del Yo racional, por encima de todo determinismo) (ver a De Paz: 100-103). En Kant lo bello no solo es forma clásica y perfecta sino algo sublime, fundamentado en lo bello como contemplación desinteresada que busca el ser. Georg Hamann (1730-1788) fue el primero en declararle la guerra a la Ilustración (a la “puta” razón”), y quien con su vitalismo místico percibió en la naturaleza y en la historia la voz de Dios. Federico Schiller (1759-1805) vio al “hombre” con la capacidad de elevarse por encima de la naturaleza y moldearla a su “hermosa y libre moral”. Para el también pensador contemporáneo, Esteban Tollinchi “le debemos al romanticismo casi todas las ideas de lo que hoy llamamos modernidad…” (Los trabajos 4). Sobre todo se destaca el Romanticismo en su reacción al clásico racionalismo de la Ilustración y el Neoclasicismo del siglo XVIII. Se expresa un nuevo despliegue del sentimiento individual frente a la razón social que privilegia elites y aristócratas. Los primeros románticos apreciaban el estar vivos en la gracia humana y divina. Tenían la convicción de que "la infelicidad y la injusticia del destino humano no dependían de la pérdida de la gracia originaria [como en el Barroco]; de que no era una consecuencia de una trágica e imborrable mancha de la naturaleza humana. Sino que más bien derivaban de las incongruencias y de las antiguas desigualdades a partir de las cuales generaciones enteras de tiranos y explotadores habían estructurado la sociedad. El hombre, opinaba Rousseau, había fabricado sus propias cadenas; pero los hombres podrían destruirlas" (Alfredo de Paz, La revolución romántica, Madrid: Tecnos, 1992: 37). Mediante el Romanticismo la conciencia humana adquiere cada vez más mayor autonomía y lo respalda la revolución burguesa que ya estaba en marcha.
         A inicios del siglo XIX, los hermanos Guillermo Schlegel (1767-1845) y Federico Schlegel (1759-1805) establecen en Alemania la oposición entre la literatura romántica y neo-clásica del periodo anterior. Consideran básicamente que la literatura moderna y romántica es irónica, no porque diga lo contrario de lo implicado sino porque aspira a lo inalcanzable, a lo que sabe que no puede obtener por ser imposible (lo romántico). Se crea en Alemania la noción de “ironía romántica” en que los analistas se preguntan sobre cómo puede el autor en su obra, que es finita, aspirar a la infinitud del mundo, y cómo puede captar lo trascendente que concierne al ser absoluto.  Se trata de un proceder que capta lo finito del mundo y la inmanencia del ser humano en su condición de sujeto en el simple devenir y lo caótico. Pero todavía en la opción de lo uno o lo otro se privilegia la idea de la trascendencia y la infinitud del ser en el mundo y lo infinito-universal, de desear ir más allá pese las limitaciones que ofrece lo subjetivo. Detrás de todo se encuentra una cultura europea en la cual aún quedan remanentes de las trascendencias aristócratas de lo noble y de raíz medieval y cristiana. La burguesía se va apoderando de los Estados nacionales y va con-formando las conciencias de los sujetos. Para mediados del siglo XIX, en la primera sociedad industrial, ese romanticismo se va transformando luego en el Realismo (pero manteniendo aún así estructuras profundas del antiguo idealismo romántico). Este romanticismo en realidad comienza a declinar con el Vanguardismo radical del siglo XX, porque aún la Generación del 98 en España, retiene en el fondo mucho del neo-romanticismo y de la búsqueda de un Ser trascendental en lo infinito que se obtiene desde lo finito y el trágico ser. El existencialismo vital y unamuniano del siglo XX hereda mucho del subjetivismo romántico y adquieren plenitud filosófica con Jean Paul Sartre en Francia a mediados del siglo XX.
         El Romanticismo no sólo es definido como un fenómeno literario, sino un proceder que se manifiesta en las artes todas y en la sensibilidad general de la cultura a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX. Se trata de toda una época de la nueva Modernidad que toma auge desde fines del siglo XVIII, siguiendo y transformando las ideas de la Ilustración. El racionalismo ilustrado y la belleza serena del neoclasicismo (siglo XVIII) se apoyaban en criterios de autoridad y de normatividad clásicas que fortalecieron preceptos de la Modernidad racional procedente del Renacimiento. Pero la crisis y el proceso que provocan los cambios de fines del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX indican la insuficiencia de ese orden estético racionalista, clasicista y clasista. Se desata luego (con la mentalidad burguesa) una revolución en búsqueda de lo subjetivo, lo irracional y lo imaginativo; lo dado a las pasiones. Se eleva el deseo de ir más allá de lo simplemente racional ya que se entiende que así debe ser el arte. La sensibilidad del sujeto no debe responder a proyectos de orden social aristócrata o incluso al nuevo autoritarismo burgués. Ni demanda tradicional del “antiguo régimen” ni nueva autoridad social burguesa; el artista romántico quiere ser libre y autónomo como su arte y de ahí también sus deseos de originalidad y distanciamiento. La esfera del arte quiere separarse de lo social de manera similar a como el capital se aparta de su materialidad y adquiere dimensión de signo, de símbolo casi virtual. De ahí la fortaleza que, en lo social, adquiere la moneda de papel (y no de metal, como se reconocía desde la Edad Media).
         La nueva Modernidad en esta ocasión les presta atención a la subjetividad, al individuo, a lo finito en lucha con lo infinito. Es una reacción contra la concepción del arte fundamentado en lo clásico y estático de lo bello. Cobra auge la exaltación de la fantasía individual y la inestabilidad del ser en un mundo que puede ser tormentoso e incierto y en el umbral de una época de incertidumbre que va dejando atrás el cultivo de la estabilidad clásica y presta atención a lo más espontáneo de la subjetividad y la individualidad imaginativas y originales. (Don Juan Tenorio, en su rebeldía se acerca en algo a estos aspectos; mas como veremos la obra mantiene un rumbo religioso apegado al pasado autoritario del catolicismo Barroco el siglo XVII, reinterpretado por el siglo XIX). Mucha de esta visión la encuentran los alemanes en Don Quijote, los iniciales admiradores de la búsqueda infinita del héroe caballeresco.
         Pero el emerger del discurso de libertad y el amor románticos en la literatura del siglo XIX deben ser relacionados con varios aspectos socio-culturales clave. En agosto de 1789 la Asamblea Constituyente francesa aprueba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos", y se continúa: "la libertad consiste en poder hacer todo aquello que no dañe a otro". El desarrollo de la Revolución francesa (fines de la segunda mitad del siglo XVIII) sentará las bases jurídicas, políticas e ideológicas en las que se construirá la nueva sociedad burguesa del siglo XIX. La misma se caracteriza por el desarrollo científico y técnico, pero también por nuevos intereses nacionales, políticos que surgen de acuerdo a los nuevos repartimientos y acaparamientos del capital. A la misma vez que se crean nociones discursivas de libertad, también se activan nuevas instituciones de vigilancia (escuelas, hospitales, asilos, cárceles) para manejar al nuevo sujeto “libre” que esa misma sociedad construye (ver Michel Foucault).
         Pero el escritor se siente en necesidad de articular un arte que exprese los deseos de libertad y subjetividad en esa nueva cultura burguesa como depositaria de demandas de búsqueda y de deseos de un algo (un imaginario) que trascienda la tradicional limitación social. En Europa, el siglo XIX se caracteriza por el liberalismo que defiende las libertades personales, divide poderes dentro del Estado, otorga a los ciudadanos el derecho a participar en la vida política y económica (algo comenzado en el racionalismo neoclásico anterior (la Ilustración; si entendemos que las divisiones no son tajantes y simplistas). Se comienza a construir un nuevo concepto de la subjetividad dentro de lo sociedad y la naturaleza.
         El pensamiento romántico, emparentado con el movimiento alemán Sturm und Drang (Tempestad y Empuje), la exaltada defensa del genio artístico, de las licencias poéticas, de la originalidad, del sentimiento, de la subjetividad y libertad artística y de la identificación con la naturaleza), desembocó incluso en nuevos procesos como el nacionalismo, el anarquismo, el socialismo utópico. Todo esto llevará luego al despliegue del marxismo y el positivismo de la segunda mitad del siglo XIX y se puede decir que este largo proceso rinde con sus variantes hasta los años 70 del siglo XX. Mientras que desde el Romanticismo los artistas y filósofos construyen el lenguaje propio de la subjetividad ideal, no son tan conscientes que fuera de este sujeto se están creando instituciones industriales y científicas con nuevos lenguajes (de ahí la aparición de Carlos Darwin y el posterior positivismo cientificista).
         En Europa, el triunfo ideológico del liberalismo nacional durante el siglo XIX va produciendo artistas independientes deseosos de expresar libremente sus sentimientos e ideas. Sus obras están destinadas al público amplio, al pueblo en un nuevo sentido del término (no es el público del teatro religioso y de mentalidad monárquica del Barroco), a todos aquellos receptores capaces de apreciar sus mensajes liberados de las rigideces académicas de la Ilustración o el Neoclasicismo anteriores. En los últimos años del siglo XVIII se produce un cambio en el pensamiento liberal europeo. Se comienza a reconocer que la Razón no resuelve los problemas fundamentales humanos ni da explicación satisfactoria a las dudas crudas que el sujeto encuentra a lo largo de su existencia (es la primera época anti-cartesiana). El individuo racional y abstracto según fue visto en el pasado, no ofrece la única fuente de verdad, por lo que cada uno podrá interpretar desde sí mismo, permitiendo reconocer sus nada racionales pasiones. Se entiende que no importa cómo es el mundo, sino cómo le parece al sujeto lo que ese mundo es desde su óptica individual y pasional (Hamann). Estamos ante la conducta individualista que promulga la burguesía y su nueva visión de la vida dentro del intercambio del capital que tiende a ser espontáneo e impulsivo, en contraste con la concepción menos dinámica de la economía provista por el “antiguo régimen” (el mercantilismo).
         Adquiere sentido así la exaltación suprema del intercambio subjetivo y la importancia del yo individual en la creación literaria. Libertad es la palabra paradigmática destacada por el Romanticismo, y que explica la importancia de la iniciativa personal, de lo espontáneo de los llamados “hombres” (el sujeto, preferimos llamarle hoy) y los pueblos, de las tradiciones nacionales de cada país (el folclor), del individualismo. La literatura adquiere un fuerte matiz subjetivo y libertario y la lucha entre lo personal y las demandas del mundo burgués (la ideología) se tornan cada vez más problemáticas y pasionales.  Se quiere crear una sociedad más libre y menos dominada por los antiguos dogmas de la iglesia y la nobleza de Estado. Ya en el arte y su visión del mundo no son los dioses ni el destino clásicos los dominadores de lo oculto que persigue al individuo, como en la literatura clásica anterior (ver G. Lukács y L. Goldman). Aquello que ata al sujeto se relaciona más con un impedimento a su libertad individual, a su deseo de romper con lo establecido por lo concreto y social y no por alientos míticos o divinos.  Se habla ahora de dialéctica, en que una fuerza crea su propio contrario u oponente en la sociedad. Nos acercamos así a Federico Hegel y Carlos Marx, la lucha de clases y el materialismo dialéctico e histórico. Los marxistas del siglo XIX creerán que la aristocracia misma creó dialécticamente las condiciones para el surgimiento de la burguesía y que ésta provee la aparición del proletariado o la clase trabajadora. Surge para fines del siglo XIX la "revolución industrial" que crea el nuevo movimiento llamado Naturalismo, el cual se fundamenta en el Positivismo y las ideas naturales y de la herencia  (Carlos Darwin, 1809-1882).
            Pero en España las cosas se muestran distintas, pues no se desarrolla para                                                          la primera mitad del siglo XIX una burguesía con el suficiente poder emprendedor para los canales socio-culturales e ideológicos que requerían estas ideas (en cuanto al desempeño de una imaginario social de las clases medias y burguesas) y en lo referente a los modos y medios de producción y comercio. Para finales del siglo XVIII España permanecía como una nación muy atrasada en las ideas progresistas del Romanticismo y muy lejana a ser emuladora del pensamiento liberal como Francia, Alemania, Inglaterra o los Estados Unidos. La cuestión se torna más problemática cuando al comenzar el siglo XIX, el líder francés, Napoleón Bonaparte, invadió a España con su poderoso ejército y agrede el sentimiento nacional de un pueblo regido por una aristocracia y con ideas muy conservadoras en cuanto a las constituyentes modernas. Los hispanos reaccionan y la nación se convierte en el escenario de la Guerra de la Independencia, que termina con la expulsión de los franceses y un gran sentimiento nacional anti-franco (precisamente los proclamadores de las ideas románticas y revolucionarias, pese al imperialismo napoleónico). Esta situación afectó en  la recepción del Romanticismo en España y sus ideas de libertad y democracia, que no llegarán con amplio despliegue hasta los años 30 del siglo XIX.
     Tras esa primera invasión napoleónica varios liberales españoles se reunieron en las Cortes de Cádiz y elaboraron la Constitución de 1812, que concedía mayores derechos y libertades para el pueblo español. Esto ocasionó duros enfrentamientos entre los contrarios a esa Constitución, llamados absolutistas y como era de esperarse integrantes del clero y de la aristocracia. Entre ellos se encontraba el propio rey, Fernando VII, quien gobernaba con un poder totalmente absoluto al pueblo a pesar que durante la invasión napoleónica es el pueblo llano el que se subleva contra Francia, mientras parte de la nobleza huye de España. Pero a pesar de que para 1813 la economía española estaba casi en ruinas, las acciones del rey Fernando estaban también dirigidas a suprimir la burguesía liberal de Cádiz, a bloquear del desarrollo económico que traería el capitalismo más abierto (ver Aguinaga II). Por esa razón la mayor parte de los liberales entre 1814 a 1833 se ven obligados a actuar desde el exilio dadas las persecuciones que sufren en España. Es en 1833 cuando realmente se abre paso al liberalismo y al europeísmo que habían defendido desde Inglaterra, Alcalá Galiano (1789-1865), José María Blanco White (1775-1841), José Joaquín de Mora (1783-1864), entre otros. Pero siguiendo al crítico moderno Ángel del Río podemos decir que 1808 es la fecha que le podemos asignar al surgimiento de una etapa en España que era distinta y que marcaría los inicios del Romanticismo (Blanco Aguinaga, Historia de la literatura española II). 
         Por las anteriores razones, en España el Romanticismo llegó con varios inconvenientes. Se debido principalmente a la batalla entre absolutistas monárquicos y liberales de mentalidad burguesa que fueron exponentes de periodos muy reaccionarios y de otros de apertura a nuevas estructuras conducentes a la modernidad capitalista. De ahí que en España el Romanticismo presente aspectos complejos y algo confusos pues se expresan algunas contradicciones que fluctúan desde la rebeldía y las ideas revolucionarias hasta el apego a la tradición católico-monárquica. Algunos entendieron la libertad política como la restauración de los tradicionales valores ideológicos, patrióticos y religiosos (y en defensa contra los liberales franceses y la apertura a ideas burguesas y capitalistas). No será hasta 1868 que los grupos liberales de la burguesía obtengan el triunfo desde su posición de nueva clase social en España y los liberales recuperen en parte las ideas liberales de Cádiz para crear la primera República (1873). Ya para esta época nos encontramos el Realismo en el arte y nos acercamos al Naturalismo (o el positivismo en lo social y científico) de fines del siglo XIX.
     Muchos hablan de la brevedad del Romanticismo de principios del siglo XIX, que comenzó en general con los perseguidos liberales de 1812 y 1820-23. Fueron ellos quienes se opusieron a la anacrónica nobleza (Fernando VII) que no había tenido rivales significativos desde el Renacimiento. Éstos liberales, con su Romanticismo inicial, a la larga darían apertura a las condiciones socio-culturales que sustituirían el sistema de valores estancados desde el siglo XVI, por otro nuevo sistema de mayor progresismo cultural, más acorde con lo que sucedía en el resto de la Europa moderna de principios del siglo XIX. Por supuesto que muchos románticos de principios de siglo XIX estuvieron presos por ciertos periodos o tuvieron que exiliarse en el extranjero debido a la represión de gobiernos monárquicos e intolerantes (Napoleón I, Fernando VII) y por sostener ideas en en fondo republicanas, nacionalistas e ilustradas ya de apertura a la modernidad que abriría el camino al capitalismo industrial. El "entra y sale" de muchos románticos (a Inglaterra, Alemania y Francia; y de regreso a España) les permitiría adoptar ideas progresistas y liberadoras y traerlas la España de la primera mitad del siglo XIX, que no lograba deshacerse del todo del Antiguo Régimen. No obstante, muchos afrancesados de ideas liberales en España tendrían problemas, cuando Napoleón invade a España en 1808. (Si bien en Francia se dio la revolución popular-burguesa de 1789 no se contaba con el posterior imperialismo napoleónico). Como señalamos, sería mayormente el pueblo en general quienes les darían a los franceses el frente de batalla (además de grupos militarmente de anti-monárquicos en España, cada vez más organizados). Varios españoles conservadores y monárquicos no vieron con agrado la invasión napoleónica, pese a que reconocían con simpatías la cultura racionalista y constitucionalista que acaecería en Francia a partir de su revolución de 1789. Otros esperaban que el Emperador francés trajese a España el espíritu ilustrado y una modernidad ya más europea. No obstante, el pueblo se lanzaría (con el apoyo de la iglesia) con entendimiento de su sentido patriótico a la defensa de su territorio nacional. El pintor Goya dejaría en sus grabados el horror y confusión que significó el enfrentamiento.
     En el levantamiento del 2 de mayo de 1808 el pueblo reacciona contra la invasión napoleónica (1808-1813) pero la Guerra de la Independencia resultaría en favor de Fernando VII. La iglesia católica apoyó al pueblo pero en defensa de los privilegios de las clases dominantes que permitían la tradicional manipulación del pueblo español. Ante la invasión francesa surge el bando de los afrancesados que apoyan a José I de Bonaparte y el de los liberales que también apoyan con reservas a Fernando VII. Había también patriotas absolutistas que apoyaban el regreso de Fernando VII, pues  consideraban que la abdicación fue forzada. Pero, los liberales y la burguesía siguen su inevitable proceso de crecimiento pese a los obstáculos y debilidades, y ello se deja ver definitivamente para fines de la década de sesenta (1868). 
     Los sucesos de la lucha de clases, las ideas liberales y románticas —de monárquicos e iniciales republicanos— dieron suficiente lugar a las proclamas de Cadiz en 1812: supresión de los gremiales, la  libertad de imprenta, desamortización,  supresión de la Inquisición, entrada al ejército independientemente de la clases social, soberanía nacional con una monarquía parlamentaria, división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), sufragio más amplio, derechos ciudadanos. No obstante la presencia de este empuje liberal, de 1808 a 1833 Fernando VII actuaría, pese a sus negociaciones incluso con los liberales menos radicales, ejerciendo sus poderes absolutos y sería el mayor enemigo de los planes de la naciente clase burguesa. El rey gobernaría en una España sumamente dividida, de incluso las "guerrillas apostólicas" que ya para 1826 1827 levantan las armas en lo que se conoce como "Guerra de los Agraviados", provenientes de las zonas campesinas  (catalana, aragonesa, país vasconavarro) dirigidos por curas y que encabezarían el movimiento carlista (1833-39). Los carlistas  apostólicos proclamaban al infante don Carlos como heredero del trono (a quien Austria, Rusia y Prusia daban su apoyo). Pero ya las Cortes de Cádiz de 1812 ofrecían un precedente de tipo de gobierno en que se reunieron libremente clérigos, burgueses, nobles, todo tipo de liberales. Pero Fernando VII, aprovechando las divisiones napoleónicas y apropiándose del patriotismo popular se impuso empleando los criterios de monarca absoluto, sobre todo, cuando en 1814 España finalmente derrota a Napoleón. No sería hasta el enfrentamiento de la revolución burguesa de 1868, que cambiaría significativa y rápidamente la historia de España para acercarse más al proceso de la modernidad (la revolución industrial mayormente) que estaba en plena marcha en el resto de Europa. La reina Isabel (1833-1868), tras el golpe revolucionario huyó de España y se crearon Juntas Revolucionarias que proclamaban un nuevo gobierno contitucional, instando la colaboración popular. Esa revolución septembrina tuvo lugar en el contexto de una crisis debido a la inepta manera en que la Monarquía manipulaba la economía del País (con anacrónica acometida anti-capitalista), ademes de haber perdido el capital de las colonias americanas. Dentro de ese contexto socio-político se expresa el Romanticismo y se habla luego (más para mediados del siglo) de otros movimientos, como el Realismo, el simbolismo, el naturalismo, el modernismo.
     Ya para mediados del siglo XIX se forma en el campo cultural el llamado Realismo con el empuje de las ideas burguesas y liberales, y por varios factores históricos e ideológicos que propiciaron ciertos adelantos culturales. España, sin embargo, se había mostrado algo rezagada de los movimientos al sentido profundo de los movimientos románticos y realistas europeos. Por eso no mostró su fortaleza y atractivo estéticos, debido principalmente a  la incapacidad (lo endeble) de la burguesía de esta nación para alcanzar la fuerza constitucional e industrial que impulsaría el capital simbólico (literario y letrado) necesario para mostrar lo que estaría por venir. Es la burguesía y su manera de entender la cultura lo que en el fondo le confiere sentido al Realismo y hasta el anterior Romanticismo mismo, pero no en su pleno sentido en España. No sería hasta 1870 que la Revolución Industrial haría posible y ofrecería el contexto para el desarrollo de las ideas plenamente liberales, y del género novelesco (que tanto tiene que ver con la defensa de las ideas liberales y burguesas). Pero aún así el liberalismo (tras el Romanticismo y el Realismo) no se afincaría plenamente y como en otros lugares de Europa.
         La burguesía, por su parte, como se señala arriba, es la clase social que le confiere mayor sentido a la modernidad romántica en Europa y su nueva poética y narrativa que evolucionan hacia el Realismo y el Naturalismo (y el simbolismo post-romántico en la poesía) según avanza la sociedad a mediados del siglo XIX. Sería la clase social que habría de formar una urbe de trabajadores y lectores que valorarán la producción letrada (ya en inicios de la comunicación de masas) tanto en periódicos, novelas, folletines, como en el teatro. Mas cabe tener presente que el alto grado de analfabetos todavía para el 1860 se componía por un 85 por ciento de adultos masculinos. De las mujeres ni se diga. Pero ya se preparaba el camino para una sociedad más liberal y la burguesía y sus novelas y periódicos serían clave en el proceso de minorías cultas o semi-cultas de mentalidad más moderna. Se prepararía el territorio para el inicio del democratismo liberal en España y el despliegue de la novelística de las últimas tres décadas del siglo XIX resulta  señal de ello.
         Mariano José Larra (1809-1837), José de Espronceda (1808-1842) y José Zorrilla (1817-1891) fueron las figuras principales en la primera mitad del siglo XIX romántico. Gustavo Adolfo Bécquer, quien nació en Sevilla en 1836 (murió en 1870) fue un gran romántico ya en los tiempos del realismo de mediados del siglo, con Rimas y Leyendas (1871). El Diablo mundo, poema de inspiración filosófica y El estudiante de Salamanca, leyenda lírica, de José de Espronceda, fueron obras muy destacadas en el Romanticismo. Pero el género más cultivado fue el dramático. Importantes fueron La conjuración de Venecia (1834) de F.  Martínez de la Rosa,  Macías (1834) de Mariano J. de Larra, Don Álvaro o la fuerza del sino (1835) del Duque de Rivas. El Trovador (1836) de A. García Gutiérrez, Los amantes de Teruel (1837) de J. E. Hartzenbush. Mas no se debe pasar por alto que Noches Lúgubres, una obra de 1790 de José Cadalso (1741-1782) ha sido considerada también como iniciadora del Romanticismo en España y tal vez en Europa misma.

Parte II. 
Don Juan Tenorio de José Zorrilla y Moral

         En 1844, José Zorrilla nos ofrece una obra curiosamente romántica, reconocida como Don Juan Tenorio, y que se puede considerar de un romanticismo tardío, y conservador en lo ideológico. Se presenta el arquetipo del hombre burlador de toda norma social, presentándose como el mayor violador de las mujeres. Conservador y algo romántico es el drama, pese a sus ambigüedades de contenido (más no en lo estilístico) y en ciertos aspectos de su "modernidad" y dentro de la tímida novedad que nos brinda su estructura profunda. La obra expone una visión de libertinaje y pecado, de romper con la norma establecida (donde curiosamente se expresa lo mejor del lenguaje atrevidamente romántico ya que se trata de conquistar a las mujeres, inicialmente mediante el lenguaje por el lenguaje). Pese a comportarse como el peor violador y criminal en la primera parte del drama, en la segunda parte, sin embargo, vemos cómo a pesar de él mismo, vencen la trascendencia y la salvación mística (aspecto que lleva a una mezcla de lenguaje romántico-ascético, con pugnas de tipo ‘capa y espada’ y con sucesos fantasmales y escatológicos anómalos). A nivel de connotaciones se resalta al principio lo individual relacionado con lo degradado y transgresor, mas luego en la segunda parte se supedita todo a la supremacía de la trascendencia divina más allá de las paradojas y contradicciones humanas que encontrábamos a inicios del drama. No estamos muy lejanos en este sentido a La vida es sueño, la cual ofrece una primera parte relacionada con lo desviado y salvaje y a finales nos presenta una imagen del bien y de la salvación. Se trata primeramente de un narcisismo depredador del Yo, el cual cede luego al narcisismo (no espejístico) que ofrece el gran Otro (el Padre, Dios).
         Bien podemos decir que todo el doble proceder del texto donjuanesco es parte de la España cuasi liberal (si aludimos a la alegoría política), pero muy dogmática aún, católica y de herencia contra-reformista. En verdad la cultura aún obedece el mandato de una ideología monárquico-señorial, privilegiadora del antiguo orden social que se impone desde el siglo XVI y no será hasta el siglo XIX que comience a recibir amagos de ruptura debido al surgimiento de las bases de las ideas burguesas y liberales del Romanticismo. Como sabemos, desde el siglo XVI España no crea del todo las condiciones propias de un Estado propiciador de un significativo desarrollo capitalista como el resto de los países de Europa, y no establece una burguesía con el poder necesario para enfrentarse a la antigua nobleza y establecer estructuras propias. La contrarreforma católica y sus prejuicios antilibertarios fueron determinantes en estos aspectos que seguían la ideología que implantaron los reyes Católicos, durante el Renacimiento. El don Juan (1630) de Tirso de Molina responde a un drama más representativo de esta época que desemboca en el Barroco español. En la obra de Tirso, contrario a la obra de Zorrilla, no se salva el anti-héroe (don Juan), por hereje e insubordinado. El drama es cónsono con los mandatos de la dogmática época del Barroco español y su catolicismo. Se trataba el donjuanismo como el satanismo mismo sin las ambigüedades que encontramos en el don Juan romántico. Ya "El infierno" de la obra de Dante les serviría como lugar común o cronotopía al residuo medieval del Barroco.
         En la literatura moderna (desde el siglo XVIII) se deja ver una lucha en la visión del mundo del sujeto social en pugna ideológica; no en conflicto con una fuerza suprema como la divinidad (como en La vida es sueño, 1635) o un fuerza extraña inmersa en el ser del individuo mismo (como en Don Álvaro o la fuerza del sino). En ese sentido, Don Juan no es estrictamente una obra romántica y burguesa, como la mayoría de las obras del siglo XIX en el resto de la Europa plenamente capitalista y parte ya de la Revolución Industrial. En España preceden a Don Juan una serie de obras muy idealistas y aún no tan burguesas (como las que citamos antes cuando del romanticismo español se trataba). El amor que salva a don Juan es religioso y no romántico en el sentido estricto que exigiría el movimiento literario en cuestión. Don Juan cabe ubicarlo dentro de otro paradigma cultural y otro imaginario que no es necesariamente romántico y liberal que desprende al sujeto de las demandas góticas.
         La concepción estricta de “romántico” comenzó a considerarse en España bastante tarde. Tal retraso se debió, entre varias causas, a las condiciones políticas, a la represión contra los intelectuales liberales y a la censura que la Monarquía absoluta imponía a los liberales y aburguesados incluso para principios del siglo XIX. Téngase en cuenta que desde el Renacimiento mismo (siglos XV y XVI) España no pudo dar paso pleno al capitalismo liberal, y no optó por las condiciones objetivas para la retención de una burguesía y un libre-cambismo comercial y cultural competitivo con el resto de Europa. Estos aspectos son los que no le proporcionaría un incuestionable impulso al sentir romántico y a la subjetividad plenas, como ocurre en el resto de Europa. En Europa se moderniza el cristianismo de aperturas a nuevas subjetividades, con un criterio más firme de las contingencias y que afronta las consecuencias del desafío y la libertad. En general, la trascendencia romántica europea contiene mucho de una ironía moderna que no es tan propia del cristianismo clásico y conservador. Si bien el Romanticismo es un movimiento idealista ya comienza a fijarse en la inmanencia de lo natural y del cuerpo (de ahí el pesimismo, el suicidio, la muerte sin ataduras a la salvación divina). Ninguno de estos aspectos se expresan liberalmente en España, por encima del sentimiento católico ya tan arraigado en toda la cultura del patriarcado aun aristocrático que detenía la mentalidad rousseauniana e incluso kantiana. Ni libre de sentimiento ni libre de la razón calderoniana. Los escritores que se alejaban pese a todo de las imposiciones neoclásicas serían los forzadores del romanticismo en España.
         Muchos de los intelectuales liberales de España tuvieron que emigrar, en 1814, al inicio del reinado de Fernando VII, y  también en 1823, al término del trienio liberal. Pero ello les permitió ponerse en contacto con las corrientes románticas del resto de Europa. También mediante periódicos y publicaciones nacionales empezaron a verse reflejadas las ideas románticas, en forma de noticias, comentarios y polémicas en España. En este aspecto destacada fue la figura de Mariano José de Larra (1809-1837), con sus “artículos de costumbres” y críticas periodísticas, y su drama Macías (1834). Lo más seguro fue su condición bipolar y depresiva, aspecto que lo llevaría finalmente al suicidio, suceso que la tradición ha visto como proceder muy romántico.
         Pero para la primera mitad del siglo XIX comienza inevitablemente a surgir en España una economía y comercio que darán impulso a las ideas liberales de la burguesía del mundo capitalista a pesar del dominio del Antiguo Régimen. Estos adelantos permitirían tertulias y reuniones de los entusiasmados poetas jóvenes, en las que se leían y comentaban las obras románticas extranjeras, las ediciones del Romancero y otras obras medievales y sus sentires pasionales, por parte de editores españoles y extranjeros (indicios estos de un espíritu romántico y burgués). El teatro y el periodismo fueron muy importantes, además de la poesía como género literario de las nuevas metáforas y símbolos de la expresión profunda de la rebelión subjetivista de la Modernidad romántica. El discurso de la narrativa en España, tan importante en el pensamiento burgués, no habría, sin embargo, de madurar hasta fines del siglo XIX, con Pérez Galdós, Pardo Bazán y Clarín (con el Realismo y el Naturalismo). No obstante, se retiene mucho del espíritu romántico burgués en estas novelas, pese incluso a su positivismo naturalista y el materialismo de lo feísta y crudo. Este último aspecto está muy relacionado con una protesta al proceso ideológico de la Revolución Industrial y su creación de desigualdades sociales que montaba la burguesía misma en su proceder más explotador y capitalista. En este tipo de conciencia la concepción del mal donjuanista tomará tintes más sociológicos y menos religiosos.
         La obra Don Juan está muy distante de este último proceso, y su ideología social resulta muy abstracta y subrepticiamente aristócrata en el sentido ideológico profundo. No obstante, resulta algo distinta en su visión del mundo e ideología frente a la obra barroca de Tirso de Molina, El burlador de Sevilla y el convidado de Piedra (1627). Esta es una pieza clásica anterior, pero para algunos críticos más verosímil, consistente consigo misma, incluso para nuestra mirada de hoy día. Pero como veremos, son precisamente las contradicciones y los nuevos acomodos de cuestiones retardatariamente religiosas las que le confieren a la obra de Zorrilla su modernidad romántica tan del agrado del público de la época. La burguesía del siglo XIX quería una obra religiosa pero romántica y no contra-reformista como el Convidado de Piedra (el Don Juan) anterior, del Barroco. Hay en el romanticismo de Zorrilla una exaltación del amor que rinde hasta hoy día (especialmente en el cine contemporáneo). Se trata de cómo el espíritu de libertad y amor rompen toda barrera por mediación de algún tipo de divinidad o fuerza suprema y cómo se rompe con la fuerza demoniaca pre-moderna.
         Los románticos europeos descubren la naturaleza, pero no se trata a veces del paisaje tranquilo, estático, armonioso, bucólico, sino en principio una naturaleza rara, áspera, extraordinaria, violenta. Mares tempestuosos y olas que se rompen golpeando las rocas; cielo gris y nublado, desgarrado por relámpagos; señales del sentir metafórico de una nueva subjetividad y su impetuoso Deseo. Esto es a pesar de que se sueña también con la calma del infinito y la apacibilidad (como desea Don Juan cuando se muestra amable ante la raptada Inés). Este paisaje borrascoso corresponde perfectamente a los sentimientos tumultuosos, al estado de ánimo triste y turbulento de un sujeto inconforme con el mundo burgués y materialista. Esto es lo que vemos en la segunda parte de la obra y no en la primera.  La molestia de Don Juan parece ser más bien con la ideología del “antiguo régimen” aristócrata y sus demandas de corrección social y el echar de menos la apacibilidad mística y serena, la que representa Inés (la cual, amorosamente termina obteniendo como signo que doblega su voluntad). Pero don Juan mismo es de naturaleza turbulenta y de una violencia psicópata, pese a que la crítica no atiende tanto este aspecto enfermizo, ya que en la segunda parte de la obra el personaje se “redime” por su amor a doña Inés (la contrición salva a don Juan). Se trata de un aspecto que precisamente agrada a los críticos católicos y tradicionales, y justifica del valor que el canon le ha conferido a una obra tan idealista y justificadora de la oculta violencia masculina y andronormativa.
         Los románticos ven en la Edad Media una época de fantasía y de sueños, de la vuelta a lo oriental y lo nórdico, de agrado por las expresiones mitológicas. Se exalta la época de caballeros andantes de virtudes heroicas, de trovadores, una época apasionada y aventurera en búsqueda la heroicidad. El autor romántico frecuentemente se inspiraba en las leyendas y héroes medievales (El Cid, los Infantes de Larra, el rey Rodrigo, etc.). Para los alemanes, España representa el símbolo del sentir romántico, mientras en esta nación el romanticismo sería diferente (resistente) al resto de los países de Europa. Esta última poseía lectores de demandas burguesas, mas no así por completo en España, con su diferente mentalidad y aún no tan aburguesada.  Muchos de los escritores de principios de siglo XIX, interesados en este tipo de discurso ya plenamente romántico se ven obligados a reprimir su productividad o emigrar.  Es en este contexto que sólo puede luego surgir un antihéroe pseudo-romántico y anacrónico como don Juan, un anti-héroe necesitado de Dios. Don Juan parece una obra romántica pero es primeramente católica y autoritaria. Se vale sobre todo de lo fantástico para su "verosimilitud".
         De ahí que Don Juan (1844) sea un drama de indicios burgueses, y de final trascendente y aristócrata, pero moldeado para el gusto burgués. El lector-espectador español de cerca de mediados del siglo XIX poseía, en ese sentido, doble consciencia en su entendimiento y expectativas de lo que podría ser el entretenimiento ante una obra de arte (y de la representación del mundo como lo articula un autor). Don Juan, el personaje, es burgués en su rebeldía, y aristócrata en sus reclamos. Quienes veían la obra eran tal vez similares en esta bipolaridad imaginaria expresada desde una España en el umbral de una ideología aristócrata, a una de cambio, más tímidamente liberal y burguesa en sus aspiraciones y posibilidades. Ya una obra como El sí de las niñas de Fernández Moratín en 1790 expresaba algo de este reclamo mediante su protagonista, quien supera sin conflictos todas las demandas de un antiguo régimen de repartimiento de mujeres y quien brinda unas ofertas y garantías que satisfacen los deseos personales e individuales de los sujetos, por encima del antiguo y prohibitivo Poder. El sí de las niñas, no obstante, es simplista, pues carece de la representación de una problemática social profunda y que problematice el poder del Deseo. No escenifica en su mímesis una lucha entre posturas y actantes burgueses y aristócratas. Después de algunas confusiones al final, todo se aclara y resuelve gracias a la buena fe del tío (Padre) protector.
         En Don Juan se considera, y en las obras románticas en general, que el alma femenina se encuentra más cercana a la naturaleza y su pureza más allá de la expresión de la brutalidad masculina (lo cual se considera en la actualidad parte del machismo occidental). En este aspecto de la naturaleza, Don Juan no deja de aspirar a lo sutil, pues doña Inés lo apacigua con su limpidez moral (es aún la idea del cuerpo en busca del alma). No es de olvidar que se trata de actantes y símbolos y no de personalidades reales. Interpretamos signos y semióticas culturales y no necesariamente referencias empíricas. También tanto la obra literaria como el contexto en que se expresa se entienden dentro de concepciones metafóricas de los tiempos nuestros en que interpretamos. La religiosidad católica a que se debe la obra debe igualmente ser vista con análisis crítico que prescinda de la fe como se entiende ésta desde la cultura católica y sus narrativas.
     Bajo estas concepciones debe ser vista también la mujer. El autor romántico expresa sus sentimientos amorosos, describiendo una naturaleza personificada que corresponde al estado de ánimo depositado en la mujer. Se trata de la significación poética de la mujer como objeto supremo del deseo, arquetipo que rinde hasta el siglo XX. Es por ello que la mujer tiende a presentarse como metáfora o metonimia de lo que los hombres piensan que debe ser la Nación y sus ideales proyectos sociales. (Para mediados del siglo XX, en el campo teórico francés y en general, las feministas mismas rompen con estos criterios androcéntricos —ver Simone de Beauvoir (1908-1996, y su famosa obra, El segundo sexo, 1949). En España, una obra naturalista de 1883 como La tribuna de Emilia Pardo Bazán (1851-1921) retiene algunos elementos feministas pero entremezclados con criterios aún reaccionarios y en el fondo androcéntricos. La autora no ve del todo con ironía favorable a su propia protagonista (Amparo), quien en cierta medida es una feminista de la época (y que demuestra irónicamente los adelantados niveles de entendimiento de género de la autora). Tales interpretaciones nos llevan a avaluar construcciones simbólicas y no sujetos referenciales o bajo criterios empíricos.
         Don Juan es una obra arquetípica del machismo y la brutalidad que cede finalmente a la delicadeza del arquetipo de la mujer (como construcción ideológica de los hombres mismos). Esta surge relacionada con la concepción idealista de la naturaleza humana del romanticismo occidental correspondiente a la ansiedad y neurosis de expectativas masculinas. En la acepción binaria hombre/mujer y de la correlación ‘naturaleza turbulenta/naturaleza apacible’, los contrarios representan una otredad demarcadora de la violencia andronormativa, que ocupa la estructura profunda del discurso. La mujer se concibe no por sí misma en cuanto sujeto, sino por su representación (como signo) de la mirada masculina ante la naturaleza y la fe casi como algo natural (incluida la Nación, en la misma). La mujer no vale por sí misma como signo sino por lo que representa para explicar la noción del ideal nacional (cultural) de los hombres. Después de todo al final Don Juan habrá de ceder ante el poderío "erótico" del abrazo de un padre (el Otro de la cultura hetero y andronormativa), (Ver de Julia Kisteva, Historias de amor, México: Siglo XXI, 1997).
         El héroe romántico aparece como un ser misterioso, un rebelde, un seductor, un amante, cuyo amor puede ser no-correspondido. Es perseguido por el destino (la ideología no aceptada, o por Dios). Las pasiones, que en la época del neo-clasicismo están comprimidas en el interior del alma, ahora brotan a la superficie del ser romántico. En su trayectoria vital el sujeto romántico frecuentemente se ve amenazado por la muerte que forma parte del destino trágico, determinista e inescapable. A la mujer (la virgen naturaleza) se le representa como posible mediación salvadora que representa a la cultura cristiana (agape). Se trata de movimientos aún dominados por imaginarios andronormativos e idealistas de la época que depositan la salvación última del alma masculina (aunque sea tan degradada como en don Juan), en lo femenino y la bondad de lo natural (la mujer, Dios). Las mujeres representadas en las obras responden más bien, en este sentido, a simbologías de intereses masculinos y de sus ansiedades ante la posible pérdida del ser o desintegración de la identidad (la muerte que se relaciona con la masculinidad demoniaca, con el más allá de Narciso, que la Nada)). Muchas veces las mujeres ofrecen respuesta a los proyectos sociales de adelanto y progreso de la burguesía en su concepción de las demandas del trabajo, y en otras ocasiones a las rémoras y ataduras que encuentra en el camino ese proyecto. En general, a la mujer moderna se relega a la domesticidad y su decencia familiar y burguesa, que puede salvar incluso al hombre predispuesto a lo degradado de forma enmascarada, como don Juan.  También, por otro lado, se le puede asociar con el mal, la perversidad y la prostitución (el abandono de la domesticidad), como Brígida en Don Juan. O es buena o es mala, o santa o puta, según el binarismo machista de la cultura.
         España no deja de ser distinta al resto de Europa en estos constructos de la concepción del género femenino como signo. Doña Inés, en la obra Don Juan, en este aspecto, resulta un arquetipo en la construcción de esta semiótica androcéntrica y misógina de la cultura en general. No se trata pues de la representación de la mujer en el sentido referencial, sino de un signo cargado de ideología masculina en su producción en cuanto lenguaje y sentido semiológico. El mismo sentido que dice más del travestismo discursivo de los hombres que de las mujeres en sí mismas. Habrá que esperar al siglo XX (en Nada (1944) de Carmen Laforet, por ejemplo) para que la mujer devenga en un significante de intereses distintos a los de los hombres. (Cabe tener en cuenta el discurso de las mujeres de principios del siglo XX, tema no tan estudiado). Podemos notar también que muchas novelistas del siglo XIX (como Emilia Pardo Bazán) pueden escribir con consciencia masculina y androcéntrica.
         En una obra de antecedentes románticos importantes, Don Álvaro o la fuerza del sino (1835) del Duque de Rivas, Leonor y don Álvaro son la pareja protagonista, impulsados por el amor puro. Pero esta vez el tema del drama representa el triunfo del destino trágico sobre el amor. El sino que consta explícitamente en el título de la obra es alusión a la fatalidad que pesa sobre los actos del protagonista y lo conduce a la desesperación final. El amor apasionado y libre siempre es amenazado por la muerte como destino y como lo inevitablemente trágico. Este aspecto hace que las obras de teatro no sean todavía completamente burguesas, pues en esta estructura social la pugna no es entre clases sociales y sus conflictos, sino entre fuerzas anómalas sin una real definición de pugna ideológica concreta. De aquí que el público espectador pueda quedar algo extrañado ante una concepción del sujeto y el devenir que no responden a una época que comienza a ingresar en la pugna que provoca la sociedad capitalista. La mujer tiene incluso menos participación semiótica, como signo de interés significativo, en esta obra. Todavía en una novela tan transgresora como Niebla (1912) de Unamuno, la mujer es presentada como otredad de las ansiedades e inseguridades masculinas. Habrá que esperar a la trilogía trágica de Federico García Lorca (ensayo que se encuentra en este blog) para enfrentar simbologías femeninas más inmersas en la modernidad post-romántica).
         No obstante, la rebeldía de don Juan ofrecerá más sentido de pugna social y verosimilitud para la época en cuanto al mandato familiar se refiere. En el fondo, en la primera parte del drama don Juan desarticula lo romántico, asociándose con lo carnavalesco y degradado del espíritu burgués de búsqueda de libertinaje individual. Representa lo peor del temido carnaval de la pasional y baja condición humana que se sospecha se apodera del sujeto que se presta a la libertad sin Dios. A la larga, luego de señalado el mal al cual se puede ver expuesto el sujeto humano (lo peor, como don Juan) sólo se confía en la espiritualidad, como se entendía en el pasado religioso y que el público burgués, aún católico, acoge con alivio y esperanza. Don Juan será muestra de que es posible la salvación pese a la degradación que podría traer el capitalismo y el "libertinaje" burgués (que él representa como signo). Más allá del narcisismo donjuanesco solo se encuentra la mascarada espejística que violenta la estabilidad del Yo. Solo la aceptación del Otro patriarcal permite la estabilidad de yo y su narcisismo edípico (la represión de la violación de la mujer del otro-Padre).
         Don Juan Tenorio resulta en una versión machista y popular en la literatura española y contrasta con la obra de De Rivas. En el escenario del encuentro entre los dos amantes del drama de Zorrilla se devela lo sutil y suave; mientras que las últimas escenas del drama son en verdad paródicas y tristes, nostálgicas, en cuanto el amor posible que no pudo ser. Resulta difícil creer en esta sutileza de don Juan que señala su amor por Inés. Sólo ella es capaz de apostar por tal amor (según las expectativas masculinas de cómo debe proceder la mujer). Contrariamente al don Juan de Tirso (quien presenta un actante más consistentemente blasfemo), el de Zorrilla se caracteriza más por la maldad contra los hombres y no contra la Divinidad. En verdad es el padre de Ana, quien no respeta la misericordia de Dios, cuando dice: “¿Y que tengo yo, don  Juan,/ con tu salvación que ver?” (2554-55). En esta interrogante el personaje, como se esperaría de un cristiano, falla. En la obra de Tirso, sin embargo, triunfa la justicia divina, con la condena de don Juan; en la obra de Zorrilla vence la misericordia infinita de ese mismo Dios. Son dos épocas distintas con dos demandas (representaciones) diferentes de Dios. Mientras la obra de Zorrilla parece más inspirada en la Buena Nueva de Jesucristo, la obra Barroca de Tirso resulta más de preocupaciones teológicas propias de la contrarreforma del Siglo de Oro, y como tal condena a don Juan al llevarlo a una cena que está muy distante de la cena familiar y cristiana. El Convidado de Piedra de Zorrilla se queda con la mano vacía y no logra atrapar al héroe, rescatado por la romántica heroína y llevado a los cielos para el gusto del público burgués de la época, que el autor quería complacer. Esto la elevaría, en su pragmática (recepción), a una obra sumamente moderna y de sentido irónico que muchos críticos no quisieron aceptar por su sentido tal vez lúdico (irónico). Inés, en este sentido, es en parte una actancia de intervención ante la problemática y el conflicto en la obra y representa la continuidad de una gestión mariana de trascendencia medieval. Es la madre mediadora y salvadora que en el fondo se enfrenta al padre dogmático que no confía en cambios del los tiempos y de los hijos. Pero el autor entiende que debe presentar una obra de un final romántico y de salvación. A finales, el drama no es tanto una alegoría sobre el conflicto del anti-héroe con la autoridad social sino con haber abandonado la divinidad. No estamos todavía ante una obra plenamente burguesa, sino religiosa y de herencia clásica y mítica.
         En el argumento de la primera parte, luego de reconocido el triunfo del anti-héroe en unas degradadas apuestas, éste le dice a don Luis que habrá de quitarle a su prometida, doña Ana de Pantoja, a quien luego seduce, y que además conquistará a una novicia. Don Luis es otro degradado sujeto de la obra, quien cree que luego de su maldad puede regresar a la sociedad tradicional del casamiento. Y al oír el desafío, el Comendador don Gonzalo de Ulloa, padre de Inés (con quien debía casarse don Juan), niega su consentimiento y deshace el matrimonio convenido. Más tarde, don Juan rapta a la joven, pero ambos se expresan su límpido amor en una noche plácidamente romántica (2170-1220). Son las partes de la obra que más interpelan al lector romántico de la época, pues logra metaforizar elementos de la naturaleza en lugares comunes de amor nítidamente romántico. ("Luz de donde el sol la toma,/ hermosísima paloma,/ privada de libertad" (1650-53); "Inés alma de mi alma,/ perpetuo imán de mi vida,/ perla sin concha escondida/ entre las algas del mar;/ garza que nunca del nido/ tender osaste el vuelo,/ el diáfano azul del cielo/ para aprender a cruzar:" (1693-1999). 
     Finalmente, don Luis y don Gonzalo se enfrentan, enfurecidos, en un duelo, a don Juan, quien al vencerlos, huye a Italia. La escena es muy dinámica y del gusto de la agilidad esperada por el público burgués moderno que en gran medida debe estar disfrutando de una comedia de capa y espada en un goce-juego de ver quién es peor moralmente. El autor en el fondo se divierte con su manejo del anacronismo teatral y he aquí el elemento paródico de que hablamos. En este aspecto la obra deja de ser una seria alegoría religiosa y mantiene el elemento moderno de la intriga y comicidad del entretenimiento. Don Juan, en ese sentido, juega con una estructura superficial (para el espectador tradicional) y otra profunda (para un lector más exigente).
         En la segunda parte, el argumento presenta cinco años más tarde a Don Juan de vuelta a Sevilla y visitando el cementerio donde yace Doña Inés, quien murió, naturalmente, de amor. Ha apostado con Dios, por la salvación del alma del Tenorio, antes de morir. (Todos parecen apostar en la obra, pero ninguno lo hace como doña Inés, por algo desvinculado del dinero o algún egoísmo social). De lograr el arrepentimiento del perverso tenorio, los dos se salvarán; de no conseguirlo ambos se condenarán eternamente. La tensión en el argumento y su noción temporal es así también muy moderna. Y finalmente, en el momento en que el espectro del Comendador se dispone a llevarse a Don Juan al infierno (quien, de hecho, ya ha muerto), Doña Inés interviene, logrando que su amado se arrepienta en el umbral del paso al otro mundo. Gana así la apuesta y los dos ascienden al cielo rodeados de ángeles, cantos e imágenes celestiales. Se salva luego de tanta maldad criminal, tal y como se impone la burguesía en el empleo del capital burgués (asociado a lo escatológico, lo degradado, como en don Juan) y a pesar del materialismo que el mismo representa. Don Juan es en tal sentido un significante, de estructura profunda, del mal que podría representar el mundo del intercambio monetario y de la sociedad capitalista (según el subconsciente colectivo y su sentido de culpa ante el placer que le brinda el capital). El goce de don Juan antes de su conversión espiritual, es el del capital y la significación fetichista, y a lo que en el fondo le teme el público católico de la época (al pecado de poseer el capital degradado). Es decir, don Juan goza de los placeres por los placeres mismos (el fetichismo) sin consciencia religiosa de la temporalidad, lo que implica distraerse con la finitud y degradación demoniaca que ofrece el capital y la apuesta (según la moralidad de la época). Para él la ganancia que ofrecen el capital y la apuesta no ofrecen nada que se relacione con la salvación o la condena. Y esta resulta precisamente en la lógica del cristianismo. En este sentido, la apuesta de doña Inés con Dios, respecto de la salvación de don Juan, está desvinculada de lo material del dinero y se relaciona con la tradicional ganancia de la salvación en la que media la fe.
         También, de la condena en el famoso Don Juan de Tirso de Molina del siglo XVII, Zorrilla nos lleva a la salvación por el amor puro que puede proporcionar la mujer como ser de inspiración del Eros espiritual según se concibe en la época y que el autor codifica muy bien para los espectadores del momento. El autor en su representación lleva a don Juan, a pesar de sus pecados, al más noble de los sentimientos, que es el amor que salva pese a todo, gracias a la mujer-signo de abnegación y pureza. Al alcanzar paulatinamente el amor de doña Inés, don Juan se va purificado de su perversa vida y va preparándose para el arrepentimiento y la subsiguiente salvación. El desenlace del drama (la salvación por un amor no material y degradado, contrario al capital) sitúa la obra dentro del gusto romántico al estilo del imaginario español. Este alcance dramático y estético permite al público de la época (de mentalidad andronormativa) sentir una gran simpatía por el protagonista, por su rebeldía y espíritu libre, por su atrevimiento, pero también por su sumisión final que prescinde de lo problemático o ambiguo gracias al poder sublime de Inés. El ganar el favor de la divinidad crea la ganancia ideal de la oferta de la obra al público católico-burgués de la época. Se trata de una salvación donde no media lo social o el capital muy propio de una España católica que rechaza el materialismo que se les viene encima (pues ya para mediados de siglo España se prepara para la "revolución industrial"). La ganancia inevitable del mundo del capital queda en una especie de subconsciente colectivo (ya que no se quiere abandonar el antiguo imaginario de la obtención espiritual). Ya no se trata del tradicional lo uno o lo otro sino de el otro a espaldas del Uno.
         Don Juan Tenorio presenta dos partes bien diferenciadas por el autor, las cuales corresponden a dos mundos muy definidos. A lo carnavalesco del mundo transgresor, por una parte, y al espíritu de contrición, por otra. La primera parte expresa cabalmente un espíritu romántico transgresor y de mascarada. Y la segunda se acoge al espíritu cristiano de contrición de la salvación por el amor puro que se expresa inicialmente en la mujer inmaculada y que no se inmiscuye en la pugna del repartimiento social porque se mantiene distante de éste. Inés no es, por una parte, un signo de intercambio moderno y capitalista; ella pertenece a una tradición del pasado mítico que se requiere preservar (de ahí que esté recluida en un convento casi barroco). Inés ama porque ama, lo cual es una lógica de lo mismo, y no de la alteridad y la otredad en que todos se ven sometidos en esta sociedad pre-burguesa. Tal es lo que la hace diferente y apta para salvar un criminal como don Juan.[1] Ello sólo se entiende como juego escénico que Zorrilla supo manejar adecuadamente, para complacer al público sometido al “antiguo régimen”, pero ya de gustos burgueses en sus expectativas estéticas. La dualidad de la obra corresponde al bipolarismo de la consciencia del receptor de la época y el acercamiento a una transición que trae la dialéctica del capital. Se acepta el capitalismo y su posible degradación en la medida en que permanezca y sea guiado por lo espiritual de la fe tradicional que representa doña Inés (tal es el imaginario social que el autor acoge en esta obra).
         Impera finalmente en el texto la ideología católica de la época y la idea que seducía al público: que el libertinaje se puede sobreponer y alentar, al retenerse aquello a lo que impulsa la fe. El anti-héroe se salva por la fuerza de la fe que le proporciona el “otro” y no por su “obra” en la sociedad (como sería en el protestantismo: salvación por “obra” y no por fe súbita y oportuna). La fe y la salvación de don Juan son más bien obtenidas por la fuerza religiosa de doña Inés como representante genuina de la institución católica y su creencia en el perdón ( mientras otros fallan en creer en la misericordia divina, razón por la cual terminan en el infierno, como el padre de la novicia). Tal sería la interpretación de acuerdo a las nociones religiosas de la época. En ese sentido, insistimos, la obra sigue dominada por la alegoría religiosa que defiende la nación desde tiempos aúreos y contra-reformistas. La na(rra)ción de la sociedad capitalista y burguesa por sí sola (laica y democrática) no es aún posible. Se retiene la religiosidad del imaginario del "antiguo régimen" que mantiene dona Inés.
         El amor también simboliza en el romanticismo lo escisión de lo metafísico, el anhelo de lo que debe ser y no es, la discrepancia entre la idea y la realidad, la desilusión como arquetipo de discordancia entre el mundo exterior y la subjetividad que en el fondo parece degradada. El individuo derrotado por la realidad siempre material (como el dinero) toma esta desgracia como fundamento de su preferencia por la metafísica, esta vez de psicología subjetivista, que podría rescatar de la caída. El llamado hombre nace para padecer al no poder cumplir el deseo y mandato de Dios. El bien es la esperanza perdida si no se sostiene la fe y se trasciende superando la inmanencia del mundo material. Detrás de todo esto se comienza a manifestar la “reificación”, el distanciamiento que le ofrece el sistema capitalista al trabajador (al artista) del producto de su trabajo (el capital, la obra). La sociedad se debe al dinero, y a su inclinación material y degradante, pero manteniendo la creencia de que el materialismo del mismo no es determinante en la vida. En el juego, en la apariencia y la máscara, el creyente quiere y desea retener a la larga la trascendencia y el idealismo. Se trata, después de todo, del resultado de no haberse ingresado por completo en una sociedad capitalista en la cual la problemática sería la lucha de clases y no la de la salvación o condena divinas. En este aspecto la obra es poco o nada moderna, pues antepone el idealismo salvador “medieval” al pragmatismo monetario que compromete al sujeto con las demandas pragmáticas de la existencia en el mundo reificado (materialista), en que el sujeto ha perdido la capacidad trascendente. La condena que podría implicar el capital parece ya algo determinante o al menos condicionante, que no se puede evitar.
         Según Carlos Blanco Aguinaga, Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala, en Historia social de la literatura española (en lengua castellana) (Madrid: Castalia, 1978), José Zorrilla hace su aparición pública ya evidente en circunstancias bien románticas, cuando en el entierro de José Mariano Larra lee emocionadamente un poema (en 1837) ante la tumba de este afamado ícono del romanticismo de la época. Zorrilla estrena en 1844 su obra Don Juan Tenorio, presentando una versión, a la larga “pseudo-romántica”, del Convidado de Piedra (Don Juan) del barroco, de Tirso de Molina. Pero el tono serio, pomposo, paródico y la vez de seriedad en cuanto a la salvación final de un ser perverso (de un juego), han hecho de la obra de Zorrilla la preferida. Tanto resulta así, que era representada todos los primeros de noviembre. Ya a la modernidad tardía actual no le interesa tanto este ritual y repetición de una representación que a las nuevas generaciones no les ofrece ningún sentido.
         Para Francisco Ruiz Ramón, en  Historia del teatro español (Madrid: Alianza Editorial 1967) se trata de una obra en que Zorrilla calca como forma propia de vida la teatralidad a modo de existencia, pues cuando el público aplaude la obra lo que en realidad alaba es su teatralidad, una categoría de personaje hecho teatro (o viceversa), que más allá de su psicología de villano y antihéroe rescatado por la virtud, representa la teatralidad misma y su triunfo (lo artístico). Para este crítico, Zorrilla une con genialidad dos planos que se entrecruzan en sus fronteras: el plano de la sobre-realidad y el plano de la conciencia. (A nuestro entender se trata del comunicar al público una subjetividad y su destino en una forma muy romántica pero a la vez conservadoramente moderna y reaccionaria). El concepto de libertad que a la larga se trasluce en la obra no es ni la libertad o el libertinaje modernos, sino después de todo el libre albedrío del catolicismo y la salvación por fe (mucho de esto ya lo obteníamos en La vida es sueño de Calderón).  Se deja ver en la obra de Tirso la Justicia Divina que condena a Don Juan, y en la obra de Zorrilla, la infinita misericordia del Dios que lo salva. Para el propio Zorrilla los demás donjuanes en Europa son paganos y no merecen que el público vaya a verlos, contrario a su don Juan español que demuestra finalmente la bondad infinita de Dios (también según otro gran crítico y filósofo español, José Ortega y Gasset).
         Para Ricardo Navas Ruiz en El romanticismo español (Madrid: Cátedra, 1990) Don Juan Tenorio ofrece la respuesta cristiana a la tragedia pagana del destino (316). Este mismo autor nos dice también de forma muy cristiana y romántica: “El amor de Inés no es un simple amor de mujer; es un amor de caridad cristiana” (317). Pero hoy día tendemos a pensar que se trata de un mito realizado de manera estética con los signos, símbolos y valores de la época (muy contrarios a la libertad de la mujer y a las “diferencias” adversas a lo logo-normativo, lo que no sigue la misoginia occidental). Se requiere de una mirada más contemporánea, a lo siglo XXI. que atienda la semiótica de la obra.
         Según David Giles, el triunfo de Zorrilla en Don Juan Tenorio, refleja el desarrollo de la “década moderada” de 1844-1854. Se exigía en 1844 la consolidación política y social, y el drama de Zorrilla se escribió en un período que presenció la caída de Espartero, la restauración de la monarquía, la creación de la constitución moderada de Bravo Murillo, el establecimiento de la Guardia Civil y (menos de dos meses después del estreno de Don Juan Tenorio) la subida al poder del General Narváez —en suma— la vuelta al balance, a la estabilidad, al status quo. Algo similar ocurre en la obra finalmente, pues se regresa a la estabilidad para el gusto del público de la época. Triunfa el Don Juan de la segunda parte, quien contrasta con el de la primera sección, más degradado y demoniaco. Es una continuidad y reconsideración del primer don Juan de Tirso de Molina.
         Insistamos hoy, con la crítica más semio-social, que la obra está dispuesta mediante un lenguaje y símbolos que representan horizontes de expectativas sociales. La obra, desde un ángulo, se resiste a ingresar plenamente a la nueva modernidad del siglo XIX y retiene una metafísica y catolicismo antiguos (aún no es parte de una sociedad industrial y científica). En su tímida modernidad, Don Juan ya no interesaría, sin embargo, al mundo tardomoderno que ve el mal que se desborda en la monstruosidad y la perversidad polimorfa, en la que no se busca el Dios Cristiano y creo que ningún dios, como lo hemos entendido hasta la Modernidad del siglo XIX. No es como se desprende, por ejemplo, de las películas contemporáneas en las cuales triunfa casi siempre el bien, pero como fuerza de un amor desinteresado, del sujeto y su lucha por alcanzar la estabilidad en el mundo, y en el cual Dios no interviene ni importa necesariamente (como en Harry Potter o El Señor del anillo). Son nuevas fuerzas en acción, nuevas interpretaciones del Bien. Así será también en muchas de las obras literarias del siglo XX, que si bien siguen en mucho el dios cristiano, lo expanden o reinterpretan con mitos más pluri-míticos en su hibridez (tan del gusto postmoderno).
         No obstante, Don Juan, en su tímida modernidad acude a un Dios más misericordioso que el Dios del contra-reformista Siglo de Oro, y en su primera parte ofrece una movilidad transgresora que sí podría interesar a un lector-espectador más moderno y menos moralista. Sería cuestión de ver esa primera parte como un gran adelanto estético y social antes que la moralización que la obra misma sostiene al final. La primera parte ofrece un juego por el gusto estético de transgresión mundanal muy del agrado moderno. Podemos decir que la salvación final de don Juan es de una modernidad paródica (de una ironía y guiño del autor, muy disimulados o ocultos para el lector (o vidente de la obra en escena) que carece de una mirada con perspectiva).
         Al analizar el significado de la fijación festiva, la obra ofrece una organización de la comedia en equilibrio estético: dos Partes en dos noches; una primera noche de licencia carnavalesca, explícitamente señalada (de “capa y espada”); y una segunda noche (de San Juan), no expresamente señalada pero eminentemente deducible, de signo opuesto, ilustrativo y espiritual. Zorrilla estructura su Don Juan Tenorio sobre las dos noches más destacadas de la tradición popular. Son muestra de las opuestas tendencias de lo humano: la que enseña la fuerza brutal y degradada y la que destaca la búsqueda de una espiritualidad y la salvación final luego de los pecados cometidos contra la humanidad (y contra Dios, ¡si pensamos como cristianos en esto!).
         Muchos olvidan que don Juan es un brutal y repulsivo bellaco que como sujeto es salvado por el cristianismo más idealista de la época, algo que parece complejo pero que puede ser muy equívoco y anti-ético. Se expone primeramente un proceso de animalidad extrema que compromete lo humano con lo degradado y desligado de Dios en una sociedad que se jacta de cristiana. Se alcanza luego el proceso final en que un ser perverso logra salvarse por el amor expresado en una mujer abnegada que es más bien representación de una época que, pese a su romanticismo y creencia en la libertad individual (ya estaba en marcha el materialismo capitalista), quiere seguir creyendo en la salvación divina y en lo transcendental. Se mantiene así un criterio pre-moderno, o no sabemos si lo que realiza la obra es precisamente modernizar este aspecto para el publico del siglo XIX). Si bien se persigue una creencia en la libertad burguesa, progresista, se retienen en algo criterios contra-reformistas y retardatarios. En ese sentido, la obra de Tirso de Molina resulta más consciente de lo que implica moralmente la maldad humana, pues su don Juan no se salva y obtiene lo que se merece, según los criterios del bien y el mal de la época. No obstante, tanto el dios como la salvación de ambas épocas deben ser vistos, por la semiología, como construcciones sociales y no referencias objetivas.
En lo específicamente textual, los elementos teatrales que preparan la inducción señalada, son: a) la inicial y explícita fijación nocturna, que apunta ya, de por sí, a la Noche de San Juan; b) la finalidad y el efecto purificador de toda la Segunda Parte, coincidiendo, así, toda la presencia tradicional del solsticio de verano; c) la elección de esa noche concreta como plazo para la salvación del don Juan; d) la necesaria presencia de ánimas para realizar la trama, factor imprescindible del acontecer sanjuanero; y e) la apoteosis final, justo a la mañana siguiente, muy en la tradición espiritual de la Madrugada de San Juan. La estructura es muy propicia para el lector y vidente teatrales de la época, y resulta muy reconocible y ya de por sí implica una estructura de ascendencias que acomoda la epifanía cristiana, pero inicialmente sometida a la carnavalización y degradación donjuanesca.  La obra representa, además, la paulatina transformación del antihéroe que pasa de un ser demoniaco, de lo más bajo y vil, a un ser que por amor pide salvarse para ascender a lo más elevado en la valoración social: el cielo. Y lo obtiene por fe pura de Inés al final. Como señalé, esto parece tener sentido para el público español que ingresaba en la modernidad, mientras que al actual público postmoderno no suele interesarle nada de esto. De aquí a que el mito donjuanesco retenga su fama pero no la obra en sí misma.
No obstante, quizás sí interese la ambigüedad finalmente en cuanto al momento de la muerte de Don Juan y la articulación del tiempo que maneja Zorrilla en la obra. Ello ha provocado múltiples debates y creo que tiene que ver con que el autor tuvo que enfrentarse en la obra al tiempo en un sentido más acorde con la Modernidad del siglo XIX. Esto es a pesar de todas las justificaciones teológicas que hay de por medio para entender el concepto final de temporalidad (especialmente la muerte) en el drama. Don Juan vence el tiempo burgués monetario y de la máscara de la primera parte y alcanza la noción de temporalidad trascendente que promulga la segunda parte. Tal vez aquí se encuentra la dualidad dramática que se logra para la España pre-moderna. La fama (perdurabilidad en el tiempo moderno) que alcanza la obra le ofrece la razón a Zorrilla. Esto se relaciona también con que el autor sabe que está frente a una obra literaria y no una representación de lo real. La obra es lúdica, es signo y juego literario de una mentalidad que aspira a lo burgués materialista a pesar de que obedece al catolicismo de una antiguo régimen nada lúdico en su visión del mundo. En La vida es sueño de Calderón de la Barca, el protagonista sabe a fines de la obra que no puede recurrir a su “donjuanismo” de cuándo estuvo en la Corte o a finales del texto. Sabe que debe optar por Estrella y no por quien realmente ama, Rosaura. Don Juan sí obtiene su “Rosa-áurea”, pero fuera de la realidad, pues en verdad ya Inés ha muerto. (Aquí se debe tener consciencia del juego con los niveles intertextuales de interpretación). 
La escatología cristiana domina aún el discurso español que para 1844 no está todavía listo para el realismo como, por ejemplo, se comenzaba a dar en Francia, y en Inglaterra. Todavía para 1849 Cecilia Bölh Faber (Fernán Caballero) en obras costumbristas como La familia de Alvareda y La Gaviota, dista mucho de alcanzar complejidad genuinamente realista. En Francia, para 1830 Honorato Balzac comenzaría la Comedia humana y Gustavo Flaubert publicaría en 1856, Madame Bovary, obras ya realistas y superadoras del romanticismo. Estas son piezas literarias en que van desapareciendo los temas religiosos de trascendencias (Barrocas) y dominan los signos de inmanencias y de problemáticas y ambigüedades concretamente sociales.
La aparente e imprecisa acotación de Zorrilla para la Segunda Parte, sugiere abiertamente una identificación sanjuanera. Toda esta parte está exclusivamente dedicada al proceso purificador que conduce a la “anómala” salvación de don Juan. La tesis central, romántico-católica, es el Poder purificador, salvador, del amor femenino de la madre vicaria en una sociedad en que los hombres a la larga (y sin expresarlo abiertamente) fracasan (el dominio Matriarcal tras el Complejo de Edipo, el Imaginario tras el Orden Simbólico). A la larga, se trata de una cultura de un Orden Simbólico adronormativo que deposita en la mujer la responsabilidad de la salvación humana. Se asigna en doña Inés el papel de un ser puro, de invención romántica, parte de un Orden Imaginario. Inés expone, pues un constructo cultural y no una representación de una mujer (romántica) propiamente hablando. La crítica literaria tradicional no se fija tanto en estos aspectos, aunque sí reconoce la parodia que realiza Zorrilla en el texto en cuanto a sus elementos exagerados y que dialogan intertextualmente con el mismo tópico en otras obras donjuanezcas de la época.
         Interviene en Don Juan Tenorio a la larga una alegoría política de la España tímidamente burguesa de la primera mitad del siglo XIX, aún supeditada a los valores monárquico señoriales y sus interpretaciones religiosas (imaginarios sociales) de la salvación, del cuerpo y del Eros. Se presenta una paranoia muy a lo católico-hispano y oportunista, de una cultura que aún no ingresa plenamente en la sociedad capitalista y teme, con noción pre-moderna, a la reificación degradante y demoniaca que podría ofrecer el capital. Pero el “disfrútalo mientras puedas”, el “tan largo me lo fiais” y “Largo el plazo me ponéis” comienzan a tener, en la modernidad burguesa e hispana, sentido, y no chocan finalmente con la salvación divina. Se prepara España así, desde mediados del siglo XIX para el proceso del necesario y aburguesado por-venir. Será el proceso histórico social que se habrá de dar más adelante en la Revolución industrial y su materialismo capitalista.
Con don Juan estamos ante la personalidad más claramente pecaminosa desde la Edad Media, de tendencia a la exhibición narcisista y del despliegue de los deseos e impulsos corporales y carnales sin control social. En la promiscuidad sexual, de liberación del deseo y búsqueda del placer, la obra expresa de por sí un atentado contra el orden establecido universalmente y contra la ley de filiación que asegura la trasmisión de linaje por vía paterna (la obediencia al Complejo de Edipo). En el Romanticismo del siglo XIX, las cosas comenzaron a cambiar un cuanto a la concepción corporal y sexual. La primera parte de la obra nos muestra el poder del ser corporal pero desde la mirada divina. Una vez se abandone esta mirada vigilante del cuerpo, la sociedad se tornará más burguesa y menos temerosa de una materia sin divinidad. Al cuerpo se le relacionará menos con la degradación y la maldad y se le verá como parte de una naturaleza de expresión inevitable y necesaria, que puede ser poética (como se verá más adelante en lo que resta del siglo XIX). No obstante, incluso en las obras realistas del periodo posterior encontramos represión de lo corporal (La regenta (1884), por ejemplo.
Don Juan, por su parte, como sujeto degradado es el signo que ha calado más en el imaginario popular, y ha alcanzando la categoría de mito y permanece en el inconsciente colectivo como el prototipo del transgresor y del seductor. No hay que olvidar que el origen del personaje se remonta al siglo XVII cuando se escribe El burlador de Sevilla (Tirso de Molina) en España y Dom Juan ou le Festin de Pierre (Molière) en Francia. (Estos modelos servirán al “Don Givanni” de Mozart). Para los críticos, además de la obra de Tirso, la gran influencia que le llega a Zorrilla es mediante la obra Las travesuras de Pantoja de Agustín Moreto (1618-1669). No mucho se ha dicho al respecto.
En la sociedad postmoderna y contemporánea los modelos y arquetipos han cambiado y ya Don Juan puede resultar en un prototipo del pasado remoto. En esta ocasión incluso se encuentran mujeres tan dadas a lo degradado como el don Juan antiguo y nuevas versiones que van desde lo serio hasta lo extravagantemente paródico (los galanes del cine hollywoodense y el teatro de Broadway son muestra de ello). Son muchas las versiones paródicas de Dráculas donjuanescos y donjuanescas en el siglo XX, por ejemplo, y la maldad y la degradación del género humano es más cuestión patológica que moral. Ni Descartes, ni Kant; la cuestión parece haberla cerrado Nietzsche, el loco y genial sabio de los postmodernos, quien descarta la salvación divina del horizonte de expectativas humanas. Pero en el hispanismo tradicional, incluso la Generación del 98, personajes como Don Juan  y doña Inés son justificados junto a sus significaciones religiosas para el ethos hispano moderno que sigue siendo religioso.
En cuanto a la figura paterna, su imagen aparece desarticulada ya desde la escena de la hostería a la que acuden los dos padres, a comprobar el rumor sobre la conocida apuesta y la degradación del hijo de la cultura moderna (subterránea y oculta). No se debe pasar por alto que los dos padres descienden al espacio carnavalesco de Don Juan a contemplar el juego de la apuesta y que eso ya los compromete con las máscaras y los ocultamientos de los sujetos en esa sociedad que al parecer está tan degradada como el anti-héroe y en la cual las mujeres están sujetas al intercambio y repartimiento ejercido por los hombres, como lo es el capital burgués y moderno. Don Juan como hombre ejerce su dominio particular de mezclar el amor con la violencia y la apuesta degradada, con el descaro de sujetos que no respetan los límites sociales pero que de por sí ya llevan oculto su repartimiento degradado de signos.  La violencia y el dinero dominan el amor en la primera parte, mientras que en la siguiente no hay libre repartimiento sino designación. Esto resulta así a pesar de la apuesta de Inés por el alma del Tenorio, pues se sabe que el mismo se salvará. De ahí que la asistencia al teatro a ver el drama se repita como un rezo constante realizado por el público de hasta hace poco.
No vemos una imagen maternal tradicional (a menos que se piense en la tonta Abadesa). Tal parece que este espacio está ocupado por la virginal Doña Inés misma. El ámbito materno a la larga lo ocupa el imaginario de la visión mariana de la cultura católica española, visión que es de carácter mítico y católico, y que no sólo responde a lo religioso sino al ethos psico-social, como hemos dicho antes. En una sociedad tan corrupta y dada al carnaval ocultamente pervertido se valora la virginidad de doña Inés en representación del bien, de lo incontaminado en la degrada sociedad de la cual don Juan es el peor actante. Se impone la visión de cómo la mujer puede guardar o llevar a la degradación social y por ello está destinada a salvar o a condenar (lo cual sigue siendo parte de la misoginia universal). Según a la mujer se le puede venerar por cumplir este papel de bien, también se le condena (y cesura) por lo contrario (Brígida y la criada de Ana).
Precisamente la virginidad (la ausencia de lo monetario) es el único objeto de amor válido para que Don Juan pueda iniciar su “cura” (comprendido este término en nuestras concepciones psicológicas contemporáneas, pues en la época la situación se entendía como salvación divina o condena demoniaca). Zorrilla escribió la obra con consciencia socio-religiosa y no con mentalidad clínica y moderna. Por ello el personaje donjuanesco debe ser analizado como un símbolo y no como una persona a quien se le pueden aplicar criterios de conducta real-humana. Don Juan bien podría ser un homosexual reprimido y psicópata (agrede a las mujeres y no entiende el papel social que le corresponde). Cabe entender que el personaje es un símbolo, un signo de la cultura andro-hetero-normativa y, por lo tanto, parte de la psicosis-paranoica colectiva (problemática de la conciencia social) ante el libertinaje y la perversidad que se cree que puede traer la sexualidad sin matrimonio y sin adoptar la concepción cristiana de pecado o la culpa. La “cura” de esa cultura enferma y degradada solo la proporciona la mujer que no se deja penetrar por el capital o lo degradado, a cambio, como doña Inés. Aún en esta cultura el genuino goce del ser humano (sobre todo el de la mujer) no debe ser terrenal, sino el del otro espacio ultra-terrenal de la salvación. El imaginario de la época así lo concebía.
En doña Inés se cumple y se lleva al acto del conflicto edípico. Don Juan, al matar al Comendador, padre de Doña Inés, elimina al padre que le estorba la unión con la vicaria madre. No obstante, habría que ver que, en su estructura profunda, la obra sostiene que este padre, a la larga, resulta tan perverso como don Juan (al principio de la obra también se enmascara). Un vez más vemos cómo se trata de una cultura violenta tanto en los espacios de funcionalidad social abierta (de la que proceden los padres), y de los espacios ocultos de carnavalización y carcajada demoniacas (como los del nocturno don Juan). Como sujeto, el anti-héroe representa descaradamente lo peor de esa sociedad que ya de por sí es ocultamente degradada y que conduce a la perversidad pues está presta históricamente a darse al capital y su tráfico. Y aún en el movimiento literario siguiente, el realismo-naturalismo, los escritores no olvidarán muchos de estos signos (como en La Regenta (1884) de Leopoldo Alas).
Pero si bien la solución final es pre-moderna y trascendente (si leemos la obra en su sentido mimético), en la lectura detenida, el mal, lo donjuanesco y sus espacios ya de por sí representan una cronotopía moderna y sus posibilidades de representar de una manera distinta y atrevida, transgresora. De ahí el éxito de la obra en su escenificación hasta hace poco, pues la misma provoca un ambiguo goce ante lo que se teme (la caída, el pecado, la condena). La recepción formal y pragmática de la obra tiene más sentido que la interpretación mimética y literal. Recuérdese que lo pragmático, más allá de lo semántico y sintáctico del signo, es lo conducente a la reacción ante el mismo, frente a lo que representa don Juan.
Con Zorrilla bien estamos ante un dramaturgo consciente de haber apostado por el peor actante de la sociedad y jugarse la manera de lograr estética y artísticamente su salvación. Es como no dar importancia  al dinero y  a la apuesta desbordada, pues se confía en el refreno de la presencia del ícono del remanente (surplus) religioso que retiene esa sociedad. a la larga el capital será abandonado y se acudirá a la salvación divina.
            Doña Inés aparece junto a su padre como trasmisora del linaje del Comendador. Como se dijo, suponemos que su madre ha muerto, en este drama de hijos únicos, para mayor evidencia del triángulo edípico. La heroína es criada por madres sustitutas, en quienes el padre la ha designado. Sus vigilantes, la Abadesa y Brígida, ofrecen una bipolar disociación de los bienes espirituales y materiales, de norma y trasgresión (como en la obra entera),  de ascetismo y goce perverso que representan la ambigüedad que la sociedad en el fondo ofrece. Brígida ha optado por un amor terrenal y gozoso, sancionado por la Ley del Padre y que al principio causa cierta incertidumbre en doña Inés, quien no está exenta del deseo espontáneo del goce mundanal (la lectura de la carta de don Juan lo demuestra). Pero a la larga, vence la Ley Divina y Patriarcal, que como heroína de la época doña Inés está destinada a cumplir. No es de pasar por alto que ella se siente seducida por Don Juan desde un principio y da muestras iniciales de disfrute amoroso y corporal, lo cual implica la cercanía a la pulsión moderna del cuerpo y de lo que se consideraba en la época como pecado. Esta ambigüedad es muy del gusto de un público moderno, que poseía sensaciones similares, goces en conflicto.
Mas cuando el Comendador comprueba que Don Juan trasgrede la Ley, ya no lo admite como el heredero y como privilegiado de esa misma Ley, la cual es trasunto de la Norma del Padre, del Mandato de Dios Padre. Se le niega a don Juan la posibilidad de trasmisión del linaje y de prestigio social y espiritual en su doble juego (espiritual y monetario). El anti-héroe desobedece primero la mayor ley y usurpa la autoridad, matando la figura patriarcal-real inmediata. Pero no lo logra con el Padre transcendental y supremo en que cree esa cultura. No habría “cura” para don Juan en el mundo social; solo lo salva el imaginario espiritual de la época (que es a su vez parte de las expectativas social-culturales). Su salvación es en ese sentido imaginaria (literaria), y que el público de la época goce de la obra resulta señal del deseo de transgredir o desafiar en algo la cultura del odiado Padre. La obra reclama una España más moderna y menos temerosa del antiguo Patriarca y sus leyes espirituales pre-modernas. No será hasta la Generación del 98, más vanguardista, que podamos encontrar algo de estas transgresiones (sobre todo en Niebla (1914) de Miguel de Unamuno).
Don Juan es un claro ejemplo de un trastorno histriónico y paranoico de la personalidad narcisista. Su fanfarronería en los desafíos, su criminalidad y atrevimiento irrespetuoso, el gusto desbordado por la apuesta y el dinero, le permiten curiosamente ganarse la simpatía y el aplauso de todos. Él es el “otro” que observa cuán mal se puede actuar, apostar y vencer descaradamente. Él es su propio escenario y teatralidad que no sabe que se ve a sí mismo también como pecador (al menos la obra no lo deja reconocer así). En ese aspecto es muy moderno, aunque todavía no hay explícito meta-texto, algo tan característico del último alcance de la Modernidad, como vemos en Niebla (1914) de Unamuno e incluso en obras realistas de fines del siglo anterior).
Tanto don Juan, las figuras patriarcales, como el público, desde la oscuridad, portan la máscara que permiten la entrada en el juego del “otro”, del que observa sin “participar” (voyeur). En el juego se puede vencer o morir, interpretar con risa o llanto.  El creer que es posible observar sin ser observado resulta en un aspecto muy moderno, por cierto. Pero antes de esta diégesis, en la mímesis en cuanto contenido, las amplias conquistas de mujeres, de que se jacta constantemente son síntoma de una depresión y abyección sociales que hacen a don Juan un enemigo del papel que se le asigna al hijo tradicional en la cultura. Y es la inseguridad en la representación que le demanda el propio padre aspecto que lo lleva a que se exprese el imaginario del lado oscuro del “yo”, la otredad neurótica, enfrentado a la cultura simbólica del padre y sin una madre vigilante y reguladora (excepto al final, su novia-madre doña Inés). Tal parece que en esta cultura misógina solo la pureza salvaguardada en la mujer imaginaria, como madre vicaria, parece salvar de este exceso de masculinidad paranoica y compulsiva.
Don Juan se revela voluble, impulsivo, falso, pero, al mismo tiempo, maravillosamente seductor según los preceptos machistas de la época. Es incapaz, al principio, de introspección (de arrepentimiento), y por eso no tiene consciencia de la moral ni religiosa ni laica. En la versión del Barroco no existe salvación-cura para don Juan porque no hay parodia con el mal. Se le condena al infierno donde es llevado de la mano del Comendador, es decir la trasgresión edípica es inflexiblemente sancionada por la Ley del Padre y sólo el fuego del Infierno puede oficiar del deseo degradado. No hay ambigüedad posible como en la obra de Zorrilla, donde sí hay posibilidades salvadoras después de todo mal porque hay tiempo para el juego en el reloj de arena. En la Modernidad del público del siglo XIX, seduce un personaje como don Juan que puede disfrutar de lo prohibido y finalmente salvarse por temor a lo Divino. El espectador-receptor ve en el personaje su “otredad” como goce voyeurista y subliminalmente perverso, puede distanciarse porque saldrá contento y distanciado de la obra leída o representada en un día tan simbólico como el primero de noviembre.
La sociedad decimonónica se encuentra en la adolescencia de un nuevo modelo de sociedad que quiere ejercer tabla rasa de muchos de los valores de la sociedad moderna basada en el absolutismo de un Rey que es trasunto del poder de Dios y que, en cada familia, se encarna en el poder del Padre. Y en esta sociedad adolecentemente romántica, un héroe con una personalidad tan juvenil, como don Juan, tenía que agradar, lo cual resulta parte del subconsciente de la cultura burguesa del siglo XIX. La salvación por amor, y como hemos apuntado antes, un amor virginal, trasunto del amor materno, parece la solución adecuada y justa para aliviar la tensión del yo en el umbral moderno, ante su propia “otredad”  del tráfico monetario y capitalista amenazantes de la sociedad de mediados del siglo.
Resulta curioso leer que, en su momento, la solución que asume Zorrilla fue objeto de controversias en el ámbito teológico, sobre si se justificaba o no la salvación de un recalcitrante pecador como Don Juan. En la época se veía en términos teológicos, pero aquí lo reconocemos en el aspecto ideológico y psico-social y lúdico de la obra consigo misma.  La noción del tiempo en la obra es también compleja y problemática y demarca una nueva época y da avisos de una inaugural mentalidad en que el mal es visto desde el sentir romántico que trasciende aunque sea de manera cómica.[2]
Si bien Don Juan parece creer en la muerte y en los infiernos, como cualquier otro individuo, es su demora, la dilación del juicio divino (el concepto cristiano del tiempo) el objeto de sus problemas y lo que después de todo lo salva para que lo sigamos atendiendo críticamente hoy día. En ese sentido, en el fondo, es un ser muy humano y sin hipocresías, cuyo pasado no le augura necesariamente un futuro igual.  La ideología de la época y tal vez el autor mismo le reprochan (a la vez que celebran inconscientemente) su desdén por la muerte que no es mayor que su amor por la vida carnal, pero cargado de un amor perverso, alejado de los valores de contrición y recogimiento del cristianismo. Don Juan sigue perteneciendo después de todo, por una parte, a la Edad Media y al cristianismo y su concepto de culpa. Con el mismo se presupone que la expresión de lo demoniaco se define desde lo sensual y lo sexual en cuanto libre expresión. Don Juan no parece temer a esto, pero los sujetos de la época sí, aunque gocen subrepticiamente la transgresión. Tal es la dialéctica que define la obra, y que es propia de la época moderna.
                   Don Juan fue el gran anti-héroe romántico y del deseo de libertad personal y quien más se ajusta a este inevitable acercamiento aunque sea desde el temor al mal y justificando la perversidad y la violencia contra los derechos humanos. La conciencia del Yo se forja en el siglo XIX pero con ciertas ansiedades ante lo que podría ser romper con la tradición ideológica. Pero con la obra se prepara la cultura para lo que a fines del siglo XIX será la Revolución Industrial primero, y luego los inicios del psicologismo. Es una época en que resulta difícil la caracterización del sujeto sin contar con la trascendencia, cuando lo que se impondrá prontamente en el contexto será lo óntico, lo darwiniano, lo materialista y positivista (la ciencia del deseo). Ante la imposibilidad de dar despliegue a estos preceptos, Don Juan Tenorio alcanza una subjetividad problemática, pero de ruptura con el paradigma de la subjetividad anterior (la de Quijote y la del don Juan de Tirso; del “antiguo régimen”). El distanciamiento lúdico y paródico del autor ante un nuevo don Juan en el panorama literario ofrece un avance en la Modernidad que le espera a España para la segunda mitad del siglo XIX. Mas no será hasta el siglo XX que se defina mejor el individualismo desde una Modernidad más plena y menos contrariada con el cristianismo de estirpe aún muy rancia. Don Juan toca el individualismo y la subjetividad del ser en el devenir, en el tiempo humano, se acerca a la búsqueda de la conciencia y la personalidad, del Yo en su subjetividad más compleja y dinámica y ante los binarismos de la época, pero de manera irónica y conservadora a la vez.


BIBLIOGRAFÍA

Aguinaga, Carlos, Julio Rodríguez Puértolas e Iris Zavala. Historia social de la literatura española (en lengua castellana) II. Madrid: Ediciones Akal, 2000.

Alborg, Juan Luis. Historia de la literatura española. IV. El Romanticismo. Madrid: Gredos, 1980

Alcolea Alcalá de Henares, Ana. “El don Juan Tenorio de Zorrilla: Entre el carnaval y la cuaresma”. http://hispanismo.es/documentos/0001/alcoleaVIII.pdf.

Alvar, Carlos, José Carlos Mainer y Rosa Navarro. Breve historia de la literatura española. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

Areyano, Ignacio. Diario de Navarra. “Don Juan Tenorio, burlador, valiente…sinverguenza”. http://www.fluvium.org/textos/cultura/cul57.htm

Berlin, Isaiah. Las raíces del romanticismo. Madrid: Taurus, 2000.

Braidotti, Rosi. Metamorphoses. Towards a Materialist Theory of Becoming. Cambridge: Polity Press, 2002

Casalduero, Joaquín. Contribuciones al estudio de Don Juan en el teatro español. Mass.: Smith College, 1938.

Couzens Hoy, David. Critical Resistance. From Postructuralism to Postcritique. Cambridge: MIT Press, 2005.

De Paz, Alfredo. La revolución romántica. Poéticas, estéticas, ideologáas.  Madrid: Tecnos, 1992.

Díaz, Luis Felipe. Modernidad, postmodernidad y tecnocultura actual. San Juan: Publicaciones Gaviota, 2011.

Gies, David. “Don Juan contra don Juan”. AIH. Actas VIIESP. AñoLttp://cvc.cervantes.es.literatura/aih/pdf/0

Foucault, Michel. La arqueología del saber. México: Siglo XXI, 1984.

Golmann, Lucien. The Hidden God.  Laundries: Routledge and Keagan, 1964.

Honour, Hugh. El Romanticismo. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

Hobsbawm, Eric. La era de la revolución. 1789-1848. Buenos Aires: Editorial Planeta, 2007.
 
Kristeva, Julia. Historias de amor. México: Siglo Veintiuno Editores, 1987.

Labaniy, Jo. Spanish Literarure. A Very Short Introduction. Oxford: Oxford University Press, 2010

Lacan, Jacques. Los escritos técnicos de Freud. El Seminario 1. Buenos Aires: Paidós, 1991.

Lukács, Georg. El alma y la formas. Teoría de la novela.  Barcelona: Grojalbo Mandaori, 1974.

Mitchell, Juliet. Psychoanalysis and Femenism. Freud, Laing and Women. New York: Vintage Book, 1975.

Maeztu Ramiro. Don Quijote, Don Juan, La Celestina. Madrid: Austral, 1926.

Navas Ruiz, Ricardo. El romanticismo español. Madrid: Cátedra, 1990.

Peña, Ariano, “Introducción”, Don Juan Tenorio. Madrid: Cátedra 1987.


Ruiz Ramón, Francisco. Historia del teatro español. Madrid: Alianza Editorial, 1967.

Tollinchi, Esteban. Los trabajos de la belleza modernista… 1848-1945. San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2004.

___.  Romanticismo y modernidad. Ideas fundamentales de la cultura del siglo XIX. I y II. San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1989.









[1] Alcolea y Enareshttp://hispanismo.es/documentos/0001/alcolea VIII.pdf). 
[2] http://mural.uv.es/carlole/pecados/lujuria/lujuria.htmlDoña Inés se expone a la otredad que pone en contacto con lo demoniaco y el dinero capitalista mediante la carta de don Juan. Es la mismidad que se ve asaltada por la alteridad de la semiótica que le trae el antihéroe, pero la protagonista se mantiene incólume y triunfa como mujer para el beneplácito de los hombres. Se trata de lo que los hombres esperan de una mujer ideal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario