Reseña a
Mariconerías.
Escritos desde el margen
de Daniel Torres
Luis Felipe Díaz, Ph.D.
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
Presentado en Santo Domingo. República Dominicana
Nada más fácil el pensar cómoda y tranquilamente
que en alguna ocasión se alcanza el punto de llegada, el estado de reposo y
felicidad óptima, que se apaciguan nuestras inquietantes neurosis, traumas y
desesperos. ¿Y cómo se da la partida, ese proceso que nos lleva a emigrar inicialmente,
el proceso de emprender el viaje, y que nos reclama la siempre deseada llegada
a suelo firme y final para estar en paz? Ese suelo final podría ser el añorado, pero el que también, después de todo, y paradójicamente, provoca la
nostalgia y las ansias del regreso. O bien podría ser el nuevo territorio del otro, el que nos invita o nos obliga a olvidar el
pasado, a dejar atrás lo más preciado (o despreciado), y tal vez es la razón de ser en la
existencia misma. Pero el partir puede estar ya relacionado con el regresar, y viceversa. Tal vez
no hay lugares fijos a donde llegar o de donde podamos partir; salir o regresar
es una ilusión. Ya hemos llegado donde ahora estamos y en algún momento partiremos, nos iremos a la larga a otro lugar. Y esto se complica aún más cuando las partidas o llegadas no
son solo externas, visibles, sino intra-síquicas, del invisible Ser interno. Dentro de nosotros mismos ya estamos anclados en algún lugar, y tenemos que salir o no queremos irnos; pero a veces nos votan, nos expulsan, por maricones, por ejemplo.
La filosofía contemporánea nos habla de los
espacios céntricos y anclados del Poder, del logocentrismo o falogocentrismo,
del ámbio de la pertenencia autoproclamada originaria que nos convoca e
interpela a identificarnos con el espacio de lo Unitario, la oficialidad, la
identidad primigenia y el Ser Ideal (lo que consideramos nuestra Patria, o
nuestra Nación y no conviene abandonar porque parece ser el Ser). Pero ese es el mismo espacio unitario
y poderoso cuya propia fuerza y violencia suele expulsarnos hacia las afueras,
hacia las orillas, los márgenes y la otredad, nos hace exiliados, emigrantes ante todo si
somos diferentes y desobedientes. De ahí las fugas, las migraciones, las mutaciones,
los éxodos que han caracterizado siempre a los sujetos menos afortunados de la
humanidad, los que no desean partir del punto fijo inicial, pero tienen que hacerlo. Y cuando se van, desde ese allá se anhela regresar. Ya ha pasado mucho este extraño acontecer, bien siéndose negro, judío, cristiano,
vagabundo, prostituta, emigrante, maricón. Pero también hay migraciones que son voluntarias, bien pensadas y para
encontrase a uno mismo. En este campo migratorio las cosas también son diferentes. Se
puede volver a la Patria (en avión o barco) una vez (in)conformemente abandonada,
pero no se suele abandonar la nueva Patria que se descubre en el viaje del Ser, a lo
auténtico, y sobre todo cuando llegamos al Devenir Mariconil que nos espera porque es nuestro auténtico Sitial. ¿Quién que haya
descubierto que es gay (maricón o
maricona) desea regresar a la anterior falsa identidad (Patria) heterosexual
que lo o la con-formaba?
Porque ser esto último señalado también implica
una severa violencia de expulsión, de rechazo, de diferenciación en la cultura.
Sabemos de la heteronormatividad y agresión de la masculinidad compulsiva,
coactiva y homofóbica de nuestra sociedad. Y por qué no expulsar a ese “otro”, se dice el Poder (el Uno) a sí mismo. Si
total la expulsión y abandono ejercidos hacia el “otro” (al marica) quedará sin
pronunciar, silenciado, closetizado hasta el extremo de la aniquilación anónima.
En el olvido olvidado. Por eso dice Daniel Torres: “Mi vida se hace al contarla
y mi memoria se fija con la escritura; lo que no pongo en palabras sobre papel,
lo borra el tiempo”. Así nos dice, citando a Isabel Allende (41), en el
libro suyo (el de Daniel Torres) de que hablaremos enseguida. Pero adelantemos que para él la escritura salva, es el ulterior espacio de llegada. Estamos ante un bartheano.
Pero muchos sujetos marginales en la historia no
se han dejado dominar por ese otro viaje negador, ese aniquilador proceso del callar (no
emigrar) que augura la expulsión, la tumba, la muerte. El siglo XX ha sido el
de la liberación de los negros y de las mujeres que se han negado a dejar morir
sus identidades. Por ello que los gays
nos animemos ahora —luego del ya lejano Stonewall de fines de los años 60, y
luego de tanto brincoteo discoteril de los años 70, de tanto floripondeo callejero,
de tanto muerto de sida—, a proclamar el espacio del encojonado o la enclitorada, del que
protesta y exige respeto y dignidad en nuestra sociedad, en la cual no se nos
permitió habitar un territorio visible y distinguido que pudiera mostrarnos
publicamente en nuestra identidad (nuestro Ser-Devenir) frente al mundo. No nos permitieron construir la casa o escribir el libro o sembrar el árbol o criar el niño o la niña. Y qué mejor que la escritura
de las mariconerías marginales para mudarnos a ese ámbito nuestro que queremos
reclamar, el que deseamos construir, sembrar, criar. Pero no es como salir del campo boricua e irse al campo de Ohio. No solo
estamos refiriéndonos a un territorio únicamente en lo geográfico o lo mental
(como bien nos deja inferir Daniel Torres), sino también en lo escritural… lo que más
perdura en la memoria a través del tiempo (que también se borra). A más allá de Ohio y Puerto Rico viajarán (si
leen el libro).
El arte siempre ha mostrado de una manera u otra
el territorio de la expresión mariconil, ya desde lo metonímico subliminal y
oculto o bien desde la expresión carcajeante, cínica y carnavalesca. Y no ha
sido hasta recientemente que los gays
más militantes se han adentrado conscientemente en el arte de narrar y poetizar
el vivir y el existencial de su otredad amariconada, y sobre todo, de una
manera menos neurótica y paranoica (como lo inculcaba el heteronormativo mandato
del antiguo patriarca que se burla del hijo expulsado). Tal es el feliz y agraciado caso de Mariconerías. Escritos desde el margen
de Daniel Torres, libro que ha publicado en 2006 Isla Negra Editores. Se trata
de una voz que reclama su territorio de pertenencia vivencial y discursiva, ya
habiendo superado el mandato del silencio, del callar (del miedo a la muerte que, total, siempre habrá de llegar).
Lograr textualizar lo que no podía ni siquiera pronunciarse es ya de por sí una
gran gesta de este escritor nuestro. Y lo realiza mediante la memoria y la poesía,
y lo bilingüe. Siempre él en juego con los dobles espacios, las dobles
sensaciones, los dobles recuerdos, los dobles tiempos. Pero todo para alcanzar
la unidad del Ser en el finito tiempo, en el pasajero devenir.
Dr. Daniel Torres
Nos lleva Torres en Mariconerías a través de su vida desde la memoria de sus ancestros
mismos, lo cual lo relaciona siempre con la emigración, pues al principio lo
que se encuentra es la mudanza, el traslado, en “los orígenes de la raza
misma”, como dice citando a la ya fenecida, errante poeta, Olga Nolla. Curiosa
y enigmáticamente emprende la senda errante así nuestro autor desde una
puertorriqueñidad en crónicas “del no me acuerdo”, ya como adulto que se
esfuerza por rememorar mediante el lenguaje del imaginario materno perdido en
la subconsciencia más que el simbólico y ambiguo padre. “… la memoria es un
origen vasto que se pierde en los orígenes de la raza”, como recuerda que dijo
Olga Nolla. Quizás en tanto viajar, tanto emigrar, tanto cambiar de espacios… retiene
un origen, la raza. Si algo han defendido los emigrantes de todo tipo en los Estados Unidos (los negros, los chicanos), es la raza. ¿Será que ser marica es
asumir una nueva raza?
Tal vez en lo mariconil hay un origen de raza,
de lo cual deberíamos hablar (aunque no podemos aquí ahora). Hay una piel y
alma mariconiles que nos confiere el ser originario y primigenio pero que la
cultura homofóbica nos enseña a no expresar. Y no se trata de raza, entendido
en el sentido literal sino en el metafórico, en el sentido atávico de
pertenencia a un antaño misteriosamente poético que ni los retratos pueden
reconstruir o revelar. De los abuelos de los abuelos de los abuelos; del pasar, emigrar mismo. ¡Por dónde habrán venido, cuánto habrán tenido que sufrir los siempre
migrantes seres humanos, maricones o no! ¡Cuánto habrán gozado también! Advierto
que este es un libro más dado al goce (yo por mi parte tiendo a ser triste). Son tantas las cosas que Daniel Torres nos
puede sugerir con solo articular a través de una “Isla Negra” aquí en la
República, en el pasado “del no me acuerdo”, en los de la vecina Habana. Tal
parece que solo sabe que en el presente hay una nomenclatura de raza, clima y
sicología colectiva que lo persigue (algo como lo que nos decía Pedreira (¿se
lo perdonamos? Sí, porque él goza): “Nuestra geografía humana se pierde en las inclemencias de la
luz que nos quema y nos pinta la piel de café con leche bronceándonos a todos
por más blanquitos que pensemos ser. La luz del trópico siempre se contradice
en el perenne aire acondicionado o en los sótanos de almacenes en centros
comerciales porque nos recuerda al salir y encontrarla de nuevo que somos
animales antillanos al abrigo de su calor constante”. (33). En verdad todo es
pedreriano, poético pero además postmoderno. Allá él, no lo juzguemos… pues lean y
verán que su pasado familiar es un misterio que le han ocultado y comprende
solo tener seguro el clima de su isla y su escritura, lo que siente en sus
gozosos recuerdos; pero lo único que en verdad se tiene es la piel acalorada o
fría, con Eros o con Tanatos, o más bien, con amor o sin amor en San Juan o en Ohio. Son cosas de la fluidez imaginativa de la sensibilidad de los poetas (yo soy un "simple" crítico).
Y hemos visto que de la memoria ex–céntrica se ha
trasladado el hablante de la crónica a un pasado menos lejano en su consciencia
y nos trae al momento del emigrante que regresa a la isla del encanto-espanto,
lo cual lo retrotrae al espacio del mito moderno y educativo representado por
la Universidad de Puerto Rico y a la escritura misma (lo más que le pudo
inicialmente enseñar ese mítico tiempo del saber). Son las memorias típicas del
sujeto de la última mitad del siglo XX, pero que vive compenetrado (refugiado)
en su alta sensibilidad que trasciende toda enseñanza, que se entrega a la
cognoscitividad inicial y luego emigra al sentir). Y se trata de recuperar los padres, el regreso a la
Isla, la iupi, las maestras Baralt, el organizar el álbum familiar. Todo puede
resultar muy extraño, incompleto, fragmentario; mucho dicho y no dicho (así
somos los maricones). Y lo que sí finalmente encuentra es su identidad en una
luz del trópico “que no se parece a nada”. Las experiencias y sensaciones de
admiración y abyección ante ese ícono del proyecto colonial de nuestra
paradójica y contradictoria modernidad isleña se entremezclan y no lo distraen
de que la fálica torre de la universidad no le prohíba rememorar las titis de
la academia nuestra, las distinguidas Luce y Mercedes López Baralt. (Y yo me
digo: pues nada, como siempre, ...los maricas…, cual costumbre…, buscando
a las madres y las titis!) Pero todo se le escapa “como el agua entre los dedos”, nos dice
(37). El poeta siempre tiende a imponerse al ensayista y narrador.
Según se procede en el texto, en el recuento de
los viajes por la isla nuestro cronista de su propiedad vivencial recoge sus aconteceres con rápida
mirada y ofreciéndonos mucho del costumbrismo folklorista y turístico característico
del género que lo ocupa. Pero no se trata sólo de esto pues si no la obra no se
salvaría como tal. La parte “Historias del amor pueril” así nos lo deja saber.
Las primeras miradas mariconiles, lo primeros toqueteos, los primeros besos, y
la primera vez, todo de manera erótica y romántica. El hablante de la obra es un
narrador que nos recuerda incluso en ocasiones a Carlos Fuentes y sus juegos
discursivo-temporales. Pero de manera simple y rápida. Si lo quisiera y si busca el tiempo, puede narrar como los mejores de por allá porque conoce sus técnicas y seducciones discursivas. Todo es cuestión de hacerlo con más calma, más tiempo.
Se trata de cómo a partir de esta ágil
cronotopía textual el memorable hablante da la impresión de abandonar el
discurso plenamente referencial biográfico para mostrarnos su vida más íntima,
como en “Historias del amor pueril”, dije. En esta ocasión el texto obtiene una
migración significativa pues poco a poco nos va ingresando a un mundo novelesco-verídico
e histórico (¿?) (o ficticio tal vez como juego: realidad-ficción) que confiere
a la obra gran atractivo y ambigüedad. No es casual que mencione al escritor Manuel
Ramos Otero. Cita de ese poeta: “Mi camino es el mismo que anduve desde niño,
libertad espaciosa para probar las flores, el cuerpo del amor, los dolores
humanos, los placeres prohibidos que me volvieron hombre y al hombre
permitieron su espejo de poeta”. Pero tal parece que el hablante de Daniel Torres
solo puede darle continuidad a su vida, a su narrativa, por medio de fragmentos, de intertextualidades a veces caprichosas o desconocidas. (Es un reproche mío). Deja que el “otro” que ya conoce hable
por él de manera algo rizomática, vanguardista, en trozos y fragmentos que
no ofrecen las totalizaciones. Ya eso último lo hará en una futura novela. Le toca al
lector darle sentido realista y lineal a esta subterránea mini Rayuela que no se oculta en el texto, pero
que está ahí. Es otro tipo de mariconería. ¡Qué canto de maricón!
Como vemos, no falta la metáfora del camino que
nos refiere primeramente al ámbito de lo biográfico narrativo, y más allá de
ello al devenir. Pero no se tratará de un vivencial como, digamos, del
Arcipreste de Hita, quien termina después de todo atemorizado ante el castigo
de Dios por haberse dado tan humanamente al goce de la “fembra hermosa”, o del
torpe y necio Calisto en su fatal y bien merecida caída de bellaco
irresponsable, o de Lazarillo de Tormes, quien cree medrar en lo social cuando
termina descendiendo por el derrotero de lo "inmoral", o del don Juan, quien culmina siendo salvado por
la aburrida y beatamente tonta doña Inés, o por el infeliz Augusto Pérez que
luego de descubrir a su autor Dios, Don Miguel de Unamuno, se entera de que
será eliminado por el mismo. Eso no le ocurre a este diestro maricón.
Mucho menos este desdoblamiento narrativo del
discurso de Daniel Torres, y para ser menos hispanófilo, se hará eco del
encharcamiento social y literario que caracterizara al criollismo literario
puertorriqueño del siglo XIX o de casi todo el siglo XX. Como tampoco se trata
de las llamaradas de odio e incomprensión que lleva a la fuga hacia el remoto e
inexistente solar del café, o de la famosa carreta que prefiere no tirar hacia
el frente o realizar el “u turn”, de la temerosa vuelta, o de la absurda quema
de las histéricas purificadoras de la Calle del Cristo. Tampoco nos refiere el
texto de Torres en su desdoblamiento discursivo a la crítica pasión de la
trágica y "retrógrada" revolucionaria Antígona Pérez. Pero, pensándolo bien... tal vez tenga un poco de esta última.
Definitivamente en los inaugurales discursos gays y mariconiles se supera mucho del
martirio, la paranoia, el sufrimiento y el gesto suicida característico de
nuestra colonial y machista modernidad. Por eso que al final del libro de
Daniel Torres se encuentre el lector la poiesis,
el arte lírico como expresión definidora de la paradójica y cómica existencia en nuestras
subalternidades tan extrañas pero a la misma vez tan dinámicas y enfrascadas en
un culminante presente de goce, risa (por lo menos de la sonrisa que se ve en su foto).
Pero no ocurre todo ello sin antes enfrentarse
el narrativo y lírico hablante al sufrimiento, a la desilusión, la soledad y el
vacío que trae en esta parte del libro una emigración hacia un otro que ya no
resulta en un espacio geográfico ya imperial o nacional. Se trata de la
emigración hacia el encuentro de la identidad mariconil propia, la cual no deja
de estar exenta de travesías y emigraciones más complejas y extrañas que las
que una vez emprendiera al abandonar su patria-matria, al principio. ¿Cuál es su nueva
patria? Se trata de la migración centrífuga y centrípeta hacia el tortuoso
espacio del Amor y el Deseo. (Creo que el libro pudo haber hurgado más en estos
aspectos, pues podríamos criticarle que es algo lacónico y entrecortado, como
he sugerido antes). Pero tal vez a algunos lectores les agrade esa estrategia
textual.
Pero culminemos con lo que importa. Los poemas a
finales de la obra son muestra de que después de todo triunfa el lenguaje (en
español o inglés), el libro, el testimonio amoroso incluso de ese otro amado que
abandona al protagonista y no le corresponde. Solo le es fiel la literatura, la
poesía que busca en este libro. Es parte de su camino sin terminar, de seguro
nos dará más en lo futuro, en el porvenir. ¡Suerte!
A la larga todos nosotros, heterosexuales y
homosexuales, desnudos, vestidos o travestidos, somos hermosamente los
mismos. Frágiles seres a la larga expulsados
hacia los márgenes de la vida y del amor que nunca llega (aquí se me escapa lo lacaniano). ¿Cuando lo habremos de entender en
nuestras acciones, en nuestro marginal existir? Algo de ello ocurrirá cuando
escribamos un libro. Y eso es lo que realiza Daniel Torres con sus Mariconerías.
Lizza Fernanda (Luis Felipe Díaz)
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