jueves, 29 de noviembre de 2012

Notas a El Coronel no tiene quien le escriba




Violencia y género (psicoanálisis) en El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez


Luis Felipe Díaz
Departamento de Estudios Hispánicos
Universidad de Puerto Rico
Recinto de Río Piedras
 (Derechos Reservados).
Notas y charlas para los cursos Espa 3212 y 4426

Son varias pulsiones o instintos (eróticos, de auto-preservación, de muerte) que se manifiestan desde los impulsos del organismo en lo oral, anal, genital según el modelo freudiano. Cada ser posee su objeto del deseo y de fijación: como el pecho materno, la pulsión escópica (del ver), las heces fecales, la sexualidad. Los mismos nos sirven de signos para reconocer las metáforas que guían al sujeto en su actividad inconsciente en la adultez. Particularmente, el empleo de lo fálico de la última etapa de estas pulsiones —para Jacques Lacan—, proviene de una expresión ligada al Imaginario y al Poder en cuanto al dominio y proceder del sujeto. Esta pulsión y sus implicaciones, más que satisfacción de una demanda o necesidad fisiológicas expresan una búsqueda (codificación) del Deseo del dominio/subordinación en el lenguaje, en la metáfora, en la conducta. El deseo del sujeto se revela desde los signos inmersos en el subconsciente y adoptados desde su con-formación infantil. Estamos ante un aspecto más de carácter simbólico (del significante), en el caso del modo que lo plantea Lacan, que de expresión orgánica o etiología biológica, como en Freud. El deseo subconsciente de un sujeto lo construimos (obtenemos) desde el lenguaje que transmite y lo define. adémas, ese es mayormente el lenguaje de la cultura que lo ha formado desde la madre (Orden Imaginario) y el padre (el Orden Simbólico). Lo que queda fuera es el régimen del Orden Real que organiza el todo mediante su cadena algorítmica y los aspectos formales invisibles que rodean los otros dos órdenes. El Deseo (en su imaginario y simbólico) es con-formado por la invisible presencia del Orden Real, el cual queda fuera del lenguaje de la cultura, pero lo rodea; sobre todo con su mayor expresión y efecto que es la liquidación de Deseo y la irrupción de la Muerte.
Por otra parte, Freud habla de la inversión de la energía psíquica que se transforma en fuerza somática, en aquello que se realiza en lo que hoy entendemos, con Lacan, como el Deseo (una fuerza originariamente sexuada y ulteriormente simbólica, semiológica). Pese a que Lacan tiende a des-biologizar la demanda fisiológica del deseo y de lo pulsional (rompiendo a como lo veía Freud en lo oral y anal) siempre quedan las zonas erógenas como espacios de síntomas de las neurosis del sujeto y que lo marcan en lo deseante y primigenio de su subjetividad (o ser). Pero para Lacan en el fondo-centro de todo parece estar la Falta, lo que se encuentra detrás del deseo, que culmina curiosamente en algo biológico, en la muerte (algo más allá del lenguaje). Antes del final, no obstante, se localiza la ansiedad de castración, el temor de perder el objeto imaginario ofrecido primeramente por la madre mediante metonimias de la manutención placentera (las partes de un todo: la leche, la mirada, el cuido el cuerpo). Esos episodios, convertidos en "objeto", son luego amenazados/disputados en cuanto el sujeto se debe ajustar y con-formar al espacio del Orden Simbólico (metáfora) del Padre y de la cultura patriarcal en que existe.
La biología, el lenguaje (el Real, el Imaginario y el Simbólico), se interpretan desde Eros y Tanatos como lo entienden muchos psicoanalistas (Herbert Marcuse), mediante el Deseo. Aquello que hace sexuado al sujeto vivo lo dirige primeramente al amor reproductivo y simbólico y que está a la larga avocado a la muerte, a lo escatológico, al final del todo (el orden Real). El deseo, en ese sentido, y en términos metafóricos, cobra peculiar significado desde la ansiedad y paranoia constantes de la pérdida de algo imaginariamente adquirido en un pasado. Ese algo se entiende desde su origen/destino que es la Falta, la Nada; el origen y el final. Pero antes de esto de desarrolla una pugna dentro de la cultura y sus demandas, sus satisfacciones y malestares.
Pero aquello que se desea está más allá de lo que posiblemente se puede alcanzar y obtener porque no es una necesidad física sino una demanda simbólica que se relaciona con el deseo del deseo (que lo posee inicialmente, para el imaginario del infante, la madre). De aquí que en el relato “La carta robada” (de Edgar Allan Poe), por ejemplo, el significante (el sentido primigenio, la verdad) no le pertenezca a nadie, sino a una fuerza del significante. Este signo de signos posee su propio espacio más allá de lo humano, pues tiene su ámbito de incumbencia en la langue de la cultura que con-forma ésta y que pertenece a todos pero a nadie en particular. Tal vez el significante de mayor manipulación junto al Deseo, ha de ser la ideología y las formaciones histórico-culturales. Encontramos así el significante emanado de la Falta o la falacia inicial de pensar que la madre posee el Falo o el objeto del deseo. Todo resulta en el deseo que es deseo del deseo del otro, de imitación espejística en lo imaginario que a la larga lleva a la significación de la Nada (la ausencia). El antropólogo René Girard plantea que todo se origina en una ilusión ficticia precedida por la violencia antes de crear lo sagrado (la significación primordial que guía a los sujetos). Al signo le antecede otro significante, y al inicio lo que hay es Vacío; el sentido es una construcción imaginaria que se origina en algún tipo de culpa cultural, una vez se cumple o no el deseo primigenio de satisfacción.
En estos aspectos cabe destacar algo muy particular: La función de control de los impulsos de expulsión anal, la abyección de lo excrementicio, está presente en el sujeto desde el nacimiento y muy relacionado inicialmente con el Eros maternal. El sujeto no se muestra consciente de esa capacidad (como lo es la etapa oral más inmediatamente placentera en el infante, la cual queda fijada en la etapa Imaginaria y maternal). El proceso de la eliminación y abyección no resulta manipulable hasta percatarse el sujeto de cómo el cuerpo pierde algo (el excremento) y también de poseer la capacidad dis-placentera de retenerlo y controlarlo como signo, como lenguaje y juego (lo cual es más deseo que descargue de una necesidad o demanda). En el inconsciente se trata del juego de retención/expulsión de acuerdo a los relatos neuróticos y el deseo inconsciente del sujeto, a la larga, de lo sádico y masoquista en el propio yo o ante el otro con quien se rivaliza. El proceso se relaciona con el placer conocido, por los lacanianos, como parte de la jouissance, que refiere al placer derivado por retener el objeto en un juego que va más allá de la simple demanda o necesidad y como goce último (el saber que al final espera la muerte). Se trata de un goce que se connota en sí mismo y se relaciona con las pulsiones de vida y muerte en su inevitable encuentro en la escritura misma. El lenguaje literario (la metáfora, lo que aquí más nos concierne) es un descargue del inconsciente, y recibido o rechazado por quien lo recibe. El lenguaje más deseado sin embargo, parece no llegar, y si se posee, es un tipo de carta robada (tal vez vacía, o que se resiste a la visibilidad y a la expulsión) que conduce a una frustración de retención/expulsión,la vida/muerte.
En la literatura, como plantearía Roland Barthes, se trataría del disfrute/goce del texto en cuanto texto mismo, de la muerte del referente y su autoría. El signo literario posee su propio espacio de pertenencia significante, no es del autor (pues pertenece a la langue de la cultura global) ni al lector, pues su interpretación es una de tantas que se pierden en la cadena de significantes o las muchas cartas camufladas sobre la mesa para ocultar una de esas cartas. El texto en su discurso refiere una intervención ante lo que regularmente ha sido los órdenes de la lengua de la cultura; el autor como emisor y el lector como receptor ingresan en un dinámico proceso de intercambio que se expresa como fuerza que altera los órdenes que rodean y con-forman al sujeto. En el instante en que el lenguaje intenta obtener distanciamiento del autor y del referente, el mismo se convierte en un instrumento del juego y del goce ya que se está en las fronteras de la vida que podría adquirir el texto como significante, como signo que se vale por sí mismo (que juega con la retención/expulsión). Ya estas ideas sacan a Barthes del Vanguardismo y lo colocan en el estructuralismo de los años 60 del siglo XX que más allá del placer de la lectura ven el goce subconsciente que provoca el texto. Por eso Barthes destaca el instante del placer y del goce que también prevee Lacan en el momento en que el sujeto se transporta del imaginario de la madre y sus significaciones placenteras e ingresa en las del padre, en que debe ceder sus impulsos orales y cobrar consciencia de los deseos anales, de la alimentación y la putrefacción, de la absorción y la repulsión, del Eros y de la violencia inicial y final de Tanatos. Se trata del traspaso a la cultura falogocéntrica, según Kristeva, y del elemento atávico (primitivo) que permanece en las culturas supuestamente civilizadas (Levi-Strauss, Girard).
Para Lacan, el “pequeño objeto a” es el objeto que marca los episodios iniciales del significante del deseo. Es el objeto del deseo que el infante cree retener al ver la medre que va y viene (fort-da), y que se relaciona con la narrativa freudiana del infante observando el carrilete que pende del hilo que atraviesa la cuna y que funge como la presencia metafórica de la ausencia/presencia (retención/expulsión) de la madre. Se trata del fort-da, el aquí/allá; la presencia, la ausencia), el retener/descargar, y lo que inicialmente provoca el sentido de la Falta. Es una actividad que más adelante podría fungir como el excremento que ya se retiene o ya se expulsa cuando el sujeto cree poder controlarlo a gusto, por placer, para privarse/obsequiarse a sí mismo, para auto-complacerse o para creerse que se refrena al otro y su deseo de dominio. Se retiene el dolor (el excremento) para que el otro sufra/goce. Esta imagen, que se repite en nuestras narraciones, se revierten también en el deseo como metáfora y metonimia en el texto, en el placer/displacer (eros-tanatos) en la lectura que realizamos constantemente de la novelas y de otras formas de representación.
Llega un momento en que el infante ha de abandonar el solo dominio del Imaginario materno (la metonimia) e ingresa en la metáfora paterna (el Complejo de Edipo). Cuando el sujeto entra al dominio del Padre (el Nombre-del-Padre) experimenta la llegada como una posible violencia invasiva (se abandona —en parte— la felicidad que se creía obtenida de la madre). Se retiene o se expulsa lo que se posee de acuerdo al nivel de neurosis y paranoia del sujeto en cuanto al suceso del cambio. La pulsión puede conllevar un intento de ir más allá al goce excesivo que puede ser experimentado también como “sufrimiento” martirio gozoso (o como Eros-sufriente). Mediante la retención del objeto del deseo puede haber placer-dolor ante la reacción que se espera del otro. Se retiene el objeto para que el otro sufra; no se expulsa para la propia gratificación del yo.
En la obra de Gabriel García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba (1958), el significante primordial resulta en la carta cual respuesta de la promesa de la revolución. Se trata de lo que el Otro (la cultura oficial y del Patriarca) promete expulsar o no desea expulsar para la satisfacción o displacer de un recipiente (el revolucionario Coronel). La carta resulta en el significante que le daría sentido a la familia y a la existencia misma, pero sin embargo se le mantiene en suspenso, en espera y en la incertidumbre. Pero la espera de la misma lleva a la soledad, al sufrimiento y ulteriormente a la nada y la muerte. Se trataría de la desaparición (la no llegada) de un signo (un texto o discurso) representativo de toda una época que ha culminado y que el autor eleva a nivel ampliamente metafórico en esta paradigmática novela. El Coronel no obtiene el objeto del deseo (la escritura) que le debe su praxis histórica, como descuido, castigo, placer del no ceder que agencia el Poder oficial del Estado, el gobierno que el Coronel mismo ayudó a fundar. Detrás del otro yace lo mismo, la incapacidad de gratificar el Deseo. Se trata de un escenario que se repite, tanto en la psiquis subjetiva como en la historia que domina el Otro en cuanto poder oficial y dominante.
El Coronel espera la carta, como en el acto fort-da primigenio, de la madre metonímica cuya presencia no se acaba de manifestar, lo que una vez tuviera sentido y origen (la promesa revolucionaria), pero no regresa, no acaba de arribar con su carga de significaciones gratificantes (como el prometido seno de la madre). La lancha siempre esperada se convierte en un significante que llega y se va de la isla (fort-da), dejando la desolación, la ausencia, la “falta”; es el signo que se acerca al imaginario (isla-madre) del Coronel y luego se aleja una vez más al Orden Simbólico del afuera, a la cultura del padre impostor (el Otro) (la modernidad afuerina que se forja luego de la revolución). Es la  revolución ya agenciada, que no cumple su promesa, no trae su cargamento primigenio que debe ser inicialmente la carta prometida. Pero se trata de la “carta robada”, como veremos, la cual el Coronel siempre esperará porque lo contrario implicaría aceptar la castración, la pérdida del Falo. 
Pero también existe la insistencia en retener el viril gallo como sustituto de la carta. En esta compleja temporalidad, de (des)espera(ción, puede haber sin embargo, a nivel profundo, una entrega a la aceptación sado-masoquista del sufrimiento, el que es a la larga goce de retener, no lo valioso de la espera, sino lo desechable del fracaso. De ahí el final de la novela y su impactante oferta, “mierda”. Hay un extraño goce en el Coronel, que su mujer no acaba de entender, y del que el lector puede participar (o reflexionar). La obra ha sido escrita, así, con un criterio machista que hoy puede ser rechazado (expulsado... como debe ser). La mierda se expulsa, no se come o consume como se pide a finales de la obra.
El coronel no tiene quien le escriba nos presenta a un soldado retirado en espera de su pensión militar, luego de haber participado en la revolución y finalmente haber firmado una tregua supuestamente favorable para ambas partes. La novela comienza en uno de los tantos (y abyectos) días lluviosos de octubre, de un ex-soldado inmerso en la pobreza con la única esperanza de recibir la carta que le anuncia la esperada pensión, una espera de 15 años. El coronel y su mujer han gastado todos los ahorros y han vendido casi todos los artículos que han podido, de valor en su casa. Sólo les queda como valiosa posesión un gallo heredado del hijo, muerto hace nueve meses antes en una pelea en la gallera. Ese hijo estuvo inmiscuido en políticas subversivas y clandestinas del pueblo (una vez más lo intestino y la Falta de un objeto preciado). Solo que esta vez el hijo representa la presencia de la muerte; tal y como lo podría representar también la carta que no llega (tal vez el  ausente "triunfo", como "triunfo" del pasado, nunca obsequia ni escribe).
La ausencia de café y su búsqueda hasta el fondo del enmohecido recipiente marca ya desde principios de la obra uno de los signos de la Falta. Se trata de la señal del desgaste que provoca la espera y que luego contrasta con la falta de maíz para el gallo (quien para el Coronel posee prioridad en la satisfacción de esa falta). Tanto el coronel como muchos de los jóvenes y niños que lo rodean en el poblado cifran las esperanzas de ver ganar el gallo algún día, como han admirado el triunfo del coronel como signo de una lucha casi mítica ya pasada. En el gallo parece localizarse también un símbolo de la posibilidad de vencer la espera (el goce prometido) y el enfrentarse simbólicamente a la opresión de la no-tan-visible-dictadura que sigue oprimiendo al pueblo. Todo deja de ser también una mascarada de lo que simboliza el circo: “desde el interior de una tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovación de la gallera” (100). Notamos aquí el elemento de “carnavalización” de la cultura, del performance intestino-oral que también están presentes (Mijail Bajtin).
Tenemos pues que lo que se impone es “la falta” en términos lacanianos, le manque á être”): del hijo, del alimento, de la vestimenta, de la salud, de la liberación. Sólo se retiene como signo de pertenencia un gallo que señala el remanente de la muerte del hijo, y por otro lado un signo de la esperanza, de la obtención de alguna carta simbólica, y no sólo para el coronel sino para reconocer la esperanza del pueblo oprimido. El triunfo del gallo se presentaría como la carta que podría llegar.
También tras el velo, la obra destaca como signo a la quejosa (y oprimida) mujer, señal de la presencia materna que carece ya del cuerpo saludable, víctima del hambre impuesta a la larga por el hombre mismo (el marido) y sus luchas y proyectos “fallidos”. Se muestra como rival del gallo pues éste se le presenta cual significante causante de la falta del hijo. Apunta además este gallo a un signo del juego de los hombres (el circo a nivel simbólico), que a la larga lleva a la desoladora espera de la muerte (la violencia). Así se expresa la masculinidad que pretende reemplazar al hijo y a la carta misma mediante el juego. También es el resultado obsesivo de la retención masculina de aquello que no se desea expulsar (el ideal, la esperanza revolucionaria del proyecto masculino fracasado de esa sociedad; el mismo que la esposa tanto desprecia consciente pero calladamente). El Orden Símbólico de la cultura dominante del afuera exige también la expulsión (rendición) del ideal, mientras que el Coronel y su equipo de seguidores proponen la retención del mismo. ¡Qué mejor que el triunfo del gallo para llenar el hueco de la ausencia de la “carta robada”! Sería la única esperanza de dar continuidad a la “carnavalesca” y extraña historia.
Pero a finales de la obra el Coronel cambia las piezas del juego en cuanto a su resolución última de no vender el único signo de pertenencia fálica que posee: el gallo que articula la retención no-intestina (pues es símbolo de narcicismo fálico). Y el signo no sólo le pertenece a él sino de los demás sujetos del pueblo (los remanentes revolucionarios). El gallo es para los hombres el único significante del juego de la lucha y la apuesta. Para la mujer-esposa-madre el asunto se encuentra, sin embargo, más relacionado con “la falta” que acerca a la muerte. Mucho más cuando el gallo ha llevado al mayor sacrificio (el hambre) para mantenerlo vivo y en forma, para la lucha que le espera en el circo que en el fondo representa la gallera (la sociedad en que se vive). Se pretende mantener alimentado al gallo (el ideal fálico) cuando la mujer desfallece de inanición. A finales de la obra, por medio del animal, no obstante, irónicamente logran obtener gratificación alimentaria (lo oral) mediante el maíz que le proporcionan en el pueblo y que ellos consumen como “marota”.
Pero la retención final del gallo implica no vender aquello que el coronel reconoce como su dignidad, el negarse a ingresar en negociación con la modernidad externa que retiene la carta. Se trata de una lógica que su mujer tendrá que entender (y así se espera también del lector). Significativo resulta que en una ocasión el coronel vea a su mujer como “idéntica al hombrecito de la avena Quaker” (81) (signo de modernidad alimentaria, pero comercial). (Del alimentarse con avena Quaker, a comer “mierda”, hay un salto significativo). Son varias las ocasiones en que se asocia la mujer con la muerte pero junto a la inaceptable masculinidad moderna que parece haber triunfado (Quaker). Mas se requiere entender que obtenemos en la obra dos modernidades: la del sistema externo que ha vencido y en verdad carece de la carta, y la del coronel como representativo de la subalternidad también masculina que no cede ante la modernidad afuerina (tal vez la que importa la avena Quaker). Detrás de todo el escenario ese mundo moderno de la avena (la Modernidad afuerina) parece poseer mucho más que una carta!
Mientras tanto, el Coronel ha tenido oculto el “pequeño objeto a”, un significante mantenido inmerso en sus intestinos (y como síntoma de sus malestares que lo conducen constantemente al baño: “En el curso de la semana reventó la flora de sus vísceras” (19), según vemos a lo largo de la obra. Después de todo de ahí procede en parte la “mierda” que le ofrece a su mujer y a los que no creen en su obstinada lucha (incluyendo a los lectores). Se trata del castigo del cuerpo ante la negativa de ingerir el alimento que ofrece el afuera que no envía la carta (pero sí la avena Quaker). Habría que ver la metonimia ideológica en este último producto. Sabemos que la década del 60 es época clave en el convenio militar y comercial de los Estados Unidos de Norteamérica y su imperialismo global, al que América Latina (excepto la revolucionaria, que representa el Coronel) se habrá de entregar.
El autor en su narrativa amplia también crea la imagen del continuo descargue de la naturaleza (como cuerpo) mediante las constantes lluvias y la aparente inundación de hongos. Se trata del “otro” abyecto que ha estado presente también en las luchas intestinas de los hombres en lo social y que el Coronel no logra ahora ocultarle a su mujer finalmente porque ya no queda otro objeto de distracción posible de una naturaleza que fustiga y obliga al encierro intestinal del ser y lo social.
 Nada sobra para vender, excepto el gallo que finalmente no se intercambia y se retiene como signo de aceptación del entrampamiento, pese a la dignidad fálica que el mismo representa. Se trata del signo-falo que los hombres como él y los del pueblo no se muestran dispuestos a entregar, pues prefieren retener la “mierda” intestinal, el significante de lo que se obtendrá después de todo y lo único restante, cual orgullo masculino de no haber perdido en el juego revolucionario y de la masculinidad.
La acepción del signo “mierda’ a finales de la obra es sumamente irónica en su carga semántica de aceptación de la fantasmal muerte por-venir. La literatura de Gabriel García Márquez en su magnanimidad es portadora de esta “carta robada” (la aceptación de un fantasmal signo a pesar del fracaso de la revolución). Se trata de la semiótica que le permite construir su discurso literario incluso en Cien años de soledad (1967) y que resulta de tanto agrado de un público que también parece esperar la llegada de la carta, de la promesa, del Eros. Similarmente ocurre en esa obra de 1967, cuando todos esperan en su soledad descifrar la “carta” de Melquiades, que demarca el fin de todo, incluso de un ciclo de la literatura misma.
La función anal pude representar la noción de pérdida o de retención (fort-da) desde la formación de la subjetividad y el control del cuerpo y lo abyecto en cuanto otredad despreciada (ignorada) ya consciente o inconscientemente. Se expulsa o se retiene lo anal; es un ejercicio que a la larga puede provocar goce y lo practican tanto el Coronel como los funcionarios que dominan finalmente el Estado. El proceso, por su parte, y como ya se ha indicado, se extiende al cuerpo social y la noción de lo ideológicamente expulsable, lo que socialmente requiere ser rechazado por indeseable de acuerdo a lo establecido por algún Poder (el Otro) y sus saberes y fijaciones. O tal vez resulta en lo que debe conservarse por oposición dialéctica y contrariedad al orden establecido o la Ley del Padre (el Otro). Se trata entonces de una medida que el sujeto y la sociedad pueden emplear como recurso de control y manipulación (de obsesión y neurosis) de sus deseos y necesidades desde lo Simbólico  (la sociedad y la cultura) y el Imaginario (lo subjetivo en cuanto deseo). El proceso alcanzará expresión mediante el lenguaje ya metafórico o metonímico que articulará la pugna, el deseo del deseo del otro, o la obtención o negación a la larga del hueco de la nada o la muerte.
Una interpretación menos escatológica y nihilista sería la del temor de enfrentarse al fracaso del proyecto personal y social. Como sabemos, el coronel es parte de una revolución que se quiebra ante el empuje de una imperturbable modernidad que ha avanzado por debajo, por encima y a través de la revolución misma. Muchos en el pueblo se aprovecharon de manera oportunista de la revolución, menos el Coronel, como bien le deja saber su mujer, con una perspectiva más pragmática debido a su contacto con la cotidianeidad del sobrevivir. El goce de los triunfadores y el goce del Coronel son de órdenes distintos, tanto como las dos ideologías contrapuestas. Ejemplo de ello resulta el goce/sufrimiento de Sabas en su enfermedad, en inyectarse constantemente la “sangre” de impostura para poder sobrevivir. Distintas parecen ser las inyecciones que le proporcionan al gallo para fortalecerlo y mantener el ideal vivo “al natural”. Todo en la obra parece relacionarse con los procesos de aceptar o expulsar líquidos que mantienen o aniquilan la existencia, como se podría interpretar también de las constantes lluvias. Tal parece que se trata de una ley cosmogónica transferida al campo de lo social (no obstante, el autor no se interesa tanto por estos recursos tan metafóricos y arquetípicos de esa manera, como lo realiza Juan Rulfo en Pedro Páramo, 1955).
En esta obra de García Márquez, el coronel se enfrenta al significante que nunca llega, la “carta robada”, el signo que le pertenece al Otro y no al sujeto o individuo. Se trata de la ausencia de comunicación que concibe preconscientemente el Coronel y que no habrá de llegar porque el signo revolucionario nunca se cumplió como se revela en la corrupción presente en el poblado, sobre todo mediante las prácticas de Sabas y del alcalde. No existe emisor, ni texto ni receptor para el signo revolucionario; solo se conciben un canal subrepticio y un código oculto en el puro imaginario porque la realidad la maneja oportunistamente el Otro impostor con su goce de la medicina artificial (de los que se han apoderado del capital a nombre de la revolución).
El goce de la pulsión de vida (Eros) y muerte (Tanatos) en este tipo de sociedad se revela dominado por los hombres y sus guerras que no son sólo físicas sino sinuosamente psicológicas e intestinas en su invisibilidad. La mujer resulta entonces en depositaria de la neurosis de las mismas como un eco de la violencia originaria de lo andronormativo. Y esto, teniendo en cuenta que la mujer en esta obra debe ser vista como la construcción semiósica de un escritor talentoso, capaz de captar, pese su androcentrismo, la situación de la mujer como representación de sujeto oprimido doblemente, por la sociedad contra-revolucionaria y por su marido.
Así ocurre con la mujer del anciano y su quijotesca espera. Al tener que atender los asuntos más apremiantes del hogar la anciana parece entender la necesidad de sobrevivir la extrema precariedad de sus vidas. La novela por su parte nos expone a los lectores (cómplices), en casi todo momento narrativo, el punto de vista y la perspectiva del Coronel. Tal es la mirada del autor implícito o tal vez la del propio autor real, quien no creo mantenga distanciamiento irónico ni de su Coronel, del narrador ni del hablante general (enunciante) del discurso de la obra. El autor escribe la obra para que se privilegie la mirada y el sentir del Coronel. Pero podemos inferir el pensar y deseo de la subordinada y otreica mujer por aquello que define principalmente al Coronel. Habría que explorar cuánto hay en este personaje (en el Coronel) como actante privilegiado en la narración que define al autor (implícito) de la obra. Ya la crítica ha señalado que estamos ante un autor machista.
No obstante, en la literatura latinoamericana, Gabriel García Márquez nos muestra en algo que ya la narrativa representa a la mujer de una manera distinta a como lo realizaran los escritores de la primera mitad del siglo XX. La mirada del escritor hacia la mujer suele ser más compleja y en esa representación se trasluce el posible discurso de la misma (aunque el autor conscientemente no lo prevea). Si bien la novela es severamente andronormativa, deja espacio semántico al lector perspicaz para inferir la óptica feminista.
Como sobreviviente a quien no se le cumple la promesa, el Coronel representa una forma de la continuidad de la violencia de confrontación, contra la cual luchó, pero de una manera distinta, más silente y subrepticia. Antes fue la revolución en la cual se realizó una tregua y se quedó en el otorgamiento de una gratificación monetaria o pensión (supuesto contenido de la “carta robada”). En el presente representado en la obra, su hijo Agustín es asesinado por gestionar información clandestina (“la carta robada”), hay un músico muerto, el primero de causa natural en el pueblo; pero todo parece contribuir al clima de violencia contenida y subrepticia y de muerte, no matter what!. La censura imperante, visible por el toque de queda de las once de la noche, por las campanadas del padre de la iglesia, prohibiendo también las películas liberales, por el letrero en la sastrería y su “Prohibido hablar de política”; todo ello en demostración de la continua opresión del Poder. Los ejemplos nada más nos muestran que silentemente inunda el “estado de sitio” (como la constante lluvia), de un pueblo incluso retirado de la civilización moderna, pero que recibe sus reminiscencias en el vaivén de la lancha (la que trae la bárbara civilización y sus signos desde un afuera “desconocido” en el pueblo).
El mundo de los negocios y las constituyentes resultantes de la propia lucha de la sociedad revolucionaria latinoamericana y del Coronel (en el marco ficticio de la novela que nos ocupa) están muy relacionados con el fracaso de la gestión histórica y ficticia (algo que el protagonista no parece aceptar y entender bien o el autor no desea demostrar con suficiente ironía). La atmósfera silente de represión en que se vive es patente pese a los cambios que se están efectuando en la sociedad fuera de ese mundo aislado en que viven los habitantes del pueblo. Se trata de un anticipo del aislamiento y la soledad como cronotopía de lo que luego se verá en Cien años de soledad.
Un ejemplo de los intereses degradados lo encontramos en el abogado (“un negro monumental  sin nada más que los dos colmillos en la mandíbula superior’) , quien dirige el asunto de la pensión del Coronel de manera sinuosa y siniestra. Después de 15 años sigue afirmando que el trámite ha estado en camino y que solo él lo efectuaría apropiadamente, por ser conocedor del tema y de la documentación. Pasarán los años y no cambiará su versión sobre qué ha estado sucediendo a nivel burocrático y del trámite, para que se dé la llegada de la carta con la pensión. Se trata del mundo corrupto, burocrático y degradado (y olvidadizo) que ha quedado luego de la propia revolución en que lucharon los del Coronel, y  quien no tiene ahora quién lo recuerde y le escriba o reconozca su genuina gestión revolucionaria. Le han robado la carta, en el sentido lacaniano, la cual no regresará a su sitio, como en el caso de la reina en el cuento de Allan Poe y que el psicoanalista emplea como ejemplo de que el significante primordial posee su espacio, su sitio, su tiempo.
La carta habrá de llegar a su destinatario, el olvido, que en la novela se demarca por una inútil espera que solo la mujer del Coronel parece reconocer en su plenitud de la significación del sufrimiento corporal y la memoria (Díaz 171-180).
También resulta corrupto el tráfico de intereses con Sabas, un cacique allegado al alcalde, quien ha obtenido la mayoría de sus posesiones tras el alcalde expulsar del pueblo a todos los opuestos a su ideología. Obtiene así las propiedades a muy bajo precio y domina el poblado con sus influencias y manipulaciones corruptas (que dan una idea de lo que ocurre tras bastidores con la carta sin destino del coronel).
Cuando el protagonista intenta venderle el gallo, Sabas simplemente le ofrece 400 pesos, cuando anteriormente había afirmado que el valor del animal podía ascender a 900. Se aprovecha del coronel, quien parece no tener otra salida que vender aquello que más aprecia para complacer a su mujer y sobrevivir. Pero como buen idealista el coronel parece anteponer los ideales a la sobrevivencia del cuerpo y la atención a los aspectos materiales de la existencia. Pero nada parece sustituir esa carta robada que nunca llega (incluyendo la muerte del hijo que funge como significante-carta que la vida les ha hurtado). El hijo, como la carta, no habrá de volver y todos reconocen esa base material de la existencia. No obstante, los domina el idealismo (como a los lectores implícitos de la novela), y esperan junto al Coronel el ideal, la carta, el triunfo final del gallo como signos de imperativo falogocéntrico (ver Julia Kristeva) en el imaginario de todos, en una sociedad con un surplus libidinal de masculinidad, del juego de la violencia que parece atraer a todos mediante la seducción del gallo.
La administración del estado y la nueva corrupción son parte de la abyección del cuerpo social (de la expulsión de lo no deseado).
 Se trata de un sistema social que crea signos de crisis y de síntomas que descargan el mal al cuerpo (de la sociedad, en el fondo). La diabetes, la vejez, los hongos, los males intestinales, los excrementos; todos estos signos pululan en la obra en su estructura semántica y conforman una parte importante de la significación en la obra (son también parte de los signos inconscientes de la misma). De ahí el signo final que interpela a todos, incluidos los lectores. Es preferible la “mierda” a entregar los valores; lo que nos podría parecer hoy un cliché revolucionario de los años sesenta y setenta. No creo que en el mundo postmoderno el lector at large piense así.
El autor crítica frontalmente el gobierno de la época así como su administración y reconoce que todo resulta del mundo revolucionario de los que lucharon, como el coronel.
No solo se trata de “la falta”, por la pensión prometida por esa revolución, que nunca llega (el premio ganado mediante la lucha finalmente negada y no  obtenida), sino también por la opresión a que son sometidos todos los ciudadanos por un gobierno con otro tipo de violencia a la expresada anteriormente, y que provocara la revolución. Pero vemos además tras los bastidores que la conspiración revolucionaria continua. De aquí las esperanzas en mantener viva la hazaña e ideología del coronel, que hasta los niños parecen entender en ese pueblo en que el autor ve aún esperanzas liberadoras.
Como represión y contención o salida de los impulsos liberadores  se ven también obligados a obedecer al toque de queda, a una muy restrictiva censura que parece contener el cuerpo que a la larga termina expulsando su necesidad libertaria de otra manera. Y a las limitaciones de libertad, de las cuales todo el mundo es testigo, podemos sumar otras como la presencia permanente del ejército e irrupción de éste (escena y suceso del casino), así como la necesidad de mantener clandestinamente las noticias significativas debido a la gran desinformación a la cual es sometida la población. Si las cartas revolucionarias siguen siendo escondidas, pues por qué esperar la del Coronel (debe preguntarse el lector). Prueba de ello es la cantidad de revistas y de periódicos que recibe el doctor y la poca información fiable que estos ofrecen sobre el País.
Todo parece llegar menos la carta, cuya ausencia es precisamente la expresión de la nueva opresión (contención también anal) del gobierno, no tan revolucionario y por el cual se había luchado. En este contexto no se premia a gente como el Coronel, pero el discurso novelesco no es dirigido por estos rumbos que ya serían más dados al cinismo. Tal es de esperarse de un autor como García Marques, quien sigue creyendo a su manera en la Revolución Latinoamericana.
La mujer del coronel, una anciana asmática, reprimida de la de ilusión de vivir de una forma distinta, es llevada de manera inconsciente a aceptar su lenta muerte, que ve como próxima (tal vez similar al Coronel, pero, quien prefiere “comer mierda” antes de abdicar a todo un pasado de lucha perdida). La anciana en principio defiende un básico bienestar y el poder vivir lo poco que le queda dignamente. Pero el amor (u obediencia) a su marido, así como el respeto hacia lo que el gallo representa (recuerdo de su fallecido hijo, y que apunta a la revolución tronchada) no privan el que la mujer insista en vender el animal como medida de salvación y sobrevivencia. La esposa parece estar más dispuesta a expulsar, dejar salir los signos imaginarios retenidos inconscientemente en esta cultura de acumulaciones intestinas de los hombres.
Pero ambos personajes en realidad son castrados y detenidos en el tiempo por el recuerdo de la pérdida del hijo y obedecen a un mandato fantasmal (del hijo fenecido a quien pertenecía el animal) y el deseo de ganar en “el juego” social mediante la apuesta en el gallo (tal vez más para conquistar el pueblo con la restitución de una personal dignidad extraviada en la gallera y en la revolución). El hijo pierde una apuesta y el coronel parece haber perdido la suya en el campo revolucionario después de todo. En este mundo se inmiscuye la mujer, en un ámbito de hombres perdedores que prefieren comer “mierda” antes de aceptar su derrota (como medida de mantener una válida dignidad). En la obra se funden ambos significantes (derrota=defensa de la dignidad), que si bien corresponden a campos semánticos y éticos distintos en la novela se ven como sinónimos. Tal defensa es parte del pensamiento liberacionista latinoamericano, incluso de hoy día, y por eso el discurso de la novela sigue teniendo sus adeptos.
Encontramos en ocasiones en la anciana deseos y vitalidad, como en los días que dedica a arreglarse el cabello, cuando intenta sentirse joven o bien arreglada y salir de la casa a las actividades culturales del pueblo. Es mediante ella que vemos la corrupción y equívoco de la iglesia. Desearía plantar rosas en el jardín, pero es castrada por su marido, quien afirma que se las comerían los cerdos.
En contraposición a este aspecto encontramos también la cantidad de veces en las cuales su salud se muestra deprimida, por enfermedad, de envejecimiento y un clima nada propicio (también cargado de agresiones abyectas, como su asma, los hongos, las constantes lluvias y los problemas intestinales del coronel).
A pesar de su deprimente estado de salud, muchas veces demuestra más vitalidad que su marido, cuando lo anima (incluso lo obliga) a salir a buscar el sustento, ya mediante la venta de artículos del hogar (lo que significa la venta de lo más preciado en el pasado doméstico que es el ámbito del dominio de la mujer en esta sociedad).  El reloj toma en este aspecto una singular carga denotativa pues son los propios seguidores del idealismo del coronel quienes que equipan de nueva movilidad a la vieja máquina. Se trata de dos tiempos: el del pasado del coronel y el del mundo moderno, el cual queda un poco fuera de la obra y se nos presenta metonímicamente. En realidad es como si los hombres insistieran junto al Coronel en perseguir un pasado imposible de ignorar, a pesar de la entrada que ha tenido ya la impostora Modernidad que domina a todos en el pueblo. (ver: monografias.com/trabajos11/coron/coron.shtm).
Ciertos críticos afirman que en García Márquez los caracteres masculinos son caprichosos, quiméricos, soñadores, pero después de todo, débiles y descarriados. Los caracteres femeninos contrariamente son fuertes, sensatos y representan un modelo de orden y de estabilidad. El autor diría alguna vez que “mis mujeres son masculinas”. Habría que sopesar su criterio de la masculinidad una vez más en el caso de la esposa de Sabas. No obstante, en esta fortaleza son mujeres sometidas al orden androcéntrico que las oprime y doblega a la obediencia “otreica”. La ironía con la cual las mujeres deben tratar a los hombres es un tipo de apoderamiento del régimen fálico que se requiere para sobrevivir como sujeto en este tipo de violenta sociedad que provocan los hombres y sus obediencias a mandatos revolucionarios que a la larga también son “cartas robadas” forjadas en el deseo del deseo del otro.
La soledad en que se ve envuelto el coronel desde la relación con su esposa adquiere matices ocultamente machistas y propios de valores invisibles e “incuestionables” de la cultura falonormativa. Los esposos se aman, pero eso no disfraza su distanciamiento (el del Coronel) y la contrariada obediencia de ella a los mandatos masculinos. Esto es a pesar de que desde principios de la obra ya se prepara al lector para simpatizar con un hombre que da el todo por su mujer al ofrecerle el único café disponible. Pero a la larga vemos en esa misma obra que se trata de un mundo de revoluciones y cambios organizados por los hombres y de los cuales las mujeres no han participado excepto como obedientes seguidoras y bordadoras que (como en el mito) deben tejer y destejer para esperar a los hombres. Significativa es la escena en que ella crea una rotura en las medias a la medida del coronel para tener que complacerlo en su compulsión a lo inútil, la espera de lo que no llega. Solo la miseria, la muerte parece ser la carta (el hueco) que llega a todos pese al comportamiento de ella como una Penélope.
No obstante, el coronel se ve enfrentado con la realidad cruda día a día, y su inútil espera (la “carta robada”) es reconocida y tolerada por su mujer. Si bien ella reconoce que no vendrá la carta, como muchos en el pueblo, sin embargo parece solidarizarse con el amado coronel. Escuetas expresiones como: “…Y tú te estás muriendo de hambre —dijo la mujer—. Para que te convenzas que la dignidad no se come” (p. 26), la ausencia de alimento y el descargue escatológico (excremental) del mismo son significativos y se relaciona también con lo ideológico: “Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección y de todo eso nos queda un hijo —prosiguió ella—. Nada más que un hijo muerto” (p. 26). Se trata de la escatología última y de expresiones que representan la gran carga que supone el seguir existiendo de falsos anhelos, como parecen tener los que siguen al coronel y a su machismo quijotesco que la crítica ha celebrado tanto. De aquí que la obra reclame un lector igualmente resiliente ante los embates de la existencia. El patriarca rebelde demanda que se sostenga el ideal revolucionario (tendría a Fidel Castro como mayor actancia dialógica).
         “Estoy dispuesta a acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa”, dijo la mujer en una ocasión. “Su voz empezó a oscurecerse de cólera. ‘Estoy hasta la coronilla de resignación y dignidad’.” (p. 26). Incluso la crítica se torna machista cuando Joaquín Marco indica que “el idealismo quijotesco del Coronel debe convencer al materialismo de su esposa”. Pero no creo que se trata de materialismo sino de sobrevivencia fundamental, como la que exige la esposa. Tal parece que no hay reconciliación de los opuestos, pues tampoco se trata, de rechazar de plano la importancia de la defensa de la dignidad que sostiene el Coronel. Pero tal parece que en este aspecto no hay ironía ni negociaciones intermedias o distintas por parte del autor (y sus lectores que parecen inclinarse a la leyenda revolucionaria latinoamericana que representa el protagonista-héroe y que el autor ha planificado muy bien en la recepción del texto).
         En el gallo y en la angustiante espera de la carta radica el optimismo del Coronel (irónico optimismo pues en la estructura profunda de la obra sabemos que el personaje reconoce que la carta no habrá de llegar nunca). La carta, el gallo y el hijo muerto se convierten en campos semánticos de esperanza: “Quince años de espera habían agudizado su intuición. El gallo había agudizado su intuición”. A partir de estos tres significantes se constituyen las perspectivas del protagonista y de la novela. En gran medida, su esposa y compañera, ha queda fuera de los primeros dos, menos del hijo muerto, quien fallece de manera misteriosa pero relacionada con toda la intriga ideológica de la obra.
Termina diciendo su mujer : “toda una vida comiendo tierra para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo”. El animal es ya no sólo un actante sino símbolo de la resistencia en forma pasiva del coronel y de las abyecciones de ella, de su forma sutil de protestar frente a lo que sabe que son más que signos de sus vidas, sino símbolos del todo de la vida en general. Así la obra trasluce una significación del ethos y la manera de ser del Latinoamericano.
La libertad, la autonomía esperada por él y por todo el pueblo se convierten a la larga y dentro de esta perspectiva en signos en desusos e inútiles. Detrás de todo está el hambre por el que pasan y en el que se inscribe el gallo, precarias condiciones a las que también se adscriben muchos en el pueblo, que esperan (como el coronel, la carta) la victoria del animal en un encuentro de peleas y luchas, de juegos de los hombres (que el autor no parece advertir muy bien en cuanto simbologías delatadoras de falacias heteronormativas).
Mucho cambiaría, de ganar el gallo, parecen creer los hombres, menos la mujer (y los lectores). El Coronel, agobiado por su situación de hambre parece finalmente decidido a vender el gallo. Pero al traerlo de su entrenamiento en las galleras, el pueblo lo aplaude, hasta la nuevas generaciones de niños. Se trata a la larga, de un performance, como el del circo del pueblo. Detrás de todo parece estar la carnavalización de la cultura que después de todo se ésta obligada a asumir como medida también de sobrevivencia
La soledad y espera del coronel se atiene a una solidaridad popular, lo cual es señal de un lector implícito que lee desde el campo de expectativas del coronel y del autor García Márquez. Para algunos críticos, la victoria del gallo representaría el triunfo del pueblo en conjunto, figurativamente hablando. Aún cuando esa lucha sea todavía una espera más, el pueblo parece estar  preparándose para algo distinto, que los rescatará de su encapsulamiento y aislamiento. En ello, sin embargo, no se cuenta con la perspectiva de la sufrida y abyecta mujer, esposa del coronel (la mujer no puede aún hablar en estas novelas de García Márquez, ni en el mundo del lector que se tiene en mente, el pequeño burgués de la modernidad del boom de masculinidad revolucionaria. (Enma Huamán. Velazcohttp://departamentodeliteratura.blogspot.com/p/el-coronel-no-tiene-quien-le-escriba-la.htm).

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