en la literatura puertorriqueña.
Primer Premio Nacional del Pen Club de Puerto Rico, 2012
Tercer Premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña, 2012
Primer Premio Nacional del Pen Club de Puerto Rico, 2012
Tercer Premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña, 2012
(San Juan: Isla
Negra Editores, 2011). Derechos plenamente reservados a la mencionada Editorial.
Para que la filosofía no responda simplemente a una pedantería, a un esnobismo, yo creo que ha de nacer de las catástrofes personales. Es decir, a todos algún día nos pasa una cosa que nos convierte en folósofos: la muerte de una persona amada, el fracaso de un proyecto personal, la derrota de una esperanza política. [...] Una pesadilla nos ayuda a pensar, entonces ocurre a la filosofía el que está estremecido por algún fracaso, por una derrota, por un horror.
La aventura del pensamiento de Fernando Savater
La seriedad moderna más profunda debe exponerse a través de la ironía.
Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman
Prólogo
El
infante nacional tal vez ha sido el más formidable signo de enfrentamiento a
los deseos y anhelos de la dialéctica entre la vida y la muerte. Se traduce en
la metáfora que nos señala las muchas veces endebles esperanzas depositadas en
las aspiraciones de alcanzar un futuro mejor y de estabilidad colectiva y
personal. Así resulta el porvenir que
concibió Pedreira en su pedido de trascender el insularismo y mantener cautela
ante la civilización material que imponía el otro imperial. Esa fue similarmente
la interpretación y noción de defensa y protección que persiguieron muchos de
los liberales más o menos autonomistas de los años 50, pese a sus equívocos y
contradicciones coloniales que no les permitieron ni siquiera sospechar del
complejo mundo tecnoglobalizado que se les venía encima, al cedérsele paso a la
industria bancaria y comercial (la nueva charca). Y ese sería también el mundo
que seguiría imponiendo el otro imperial de una manera menos directa y lineal,
como la acostumbrada confrontación en la primera mitad del siglo XX, la cual
era más de tipo abiertamente político. El encuentro entre ambas fuerzas se
expresa a partir de los años 50 de una forma más transversal y sinuosa y
conducente a imprevistas esferas culturales que transforman nuestra
convencional manera de ser en la colonia y de representar en el arte.
No
obstante, desde los años 70 la literatura puertorriqueña ha tendido a superar
muchos de los clásicos mandatos del pasado nacional tan defendidos por los
letrados más radicales desde los años 30 y 40. Eran esos los mandatos
culturales de liberación nacional que los comprometían con antiguos y caducos
imaginarios, y los temores a la charca nacional y al ahogamiento del
ícono-infante de la cultura. Pero en sus ímpetus de ruptura amplia con el
pasado, los setentistas comenzaron a escaparse a espacios e imaginarios más
privados y menos dependientes del monolítico y hegemónico reflejo del afuerino
discurso nacional y sus temores. Ese discurso del pasado en general los
mantenía dentro de una ideología dominada por el monológico ordenamiento
nacional y el reflejo ideal de lo mismo en un ámbito aún guiado por leyes de la
naturaleza y del raciocinio demasiado moderno y anticolonial, y que aún era
parte de la fase de desarrollo social de tipo campesino-hacendado. No obstante,
al encontrarse inmersos en la más dinámica y compleja ciudad colonial y sus
conductas los setentistas tuvieron que enfrentarse a energías y fuerzas
marcadas por la desequilibrada diferencia, la heterogeneidad y lo múltiple.
Nuevas charcas virtuales y nuevos velorios del infante vendrían a reflejarse en
el espejo de una realidad socio-cultural ya no tan nacional. Y esto a pesar de
las insistencias de los setentistas en paradójicamente perseguir el radicalismo
comprometido aún con antiguos mandatos de liberación y hegemonía nacionales. Se
concebía que con el radicalismo moderno (el socialismo, principalmente) se
podrían superar los escollos de esa misma modernidad en su faz más conservadora
y colonial.
Mas
en nuestros tiempos la mentalidad postmoderna se ha propuesto decididamente a
romper con el reflejo del espejo moderno, a articular otras versiones de
crítica al pasado y reflexionar sobre un presente que ha transmutado la
sociedad y la cultura. El artista se enfrenta esta vez a un mundo que se torna
cada vez más inaccesible, por su velocidad y movilidad desterritorializada, y
por su ruptura con los antiguos modelos del pensar moderno (ya radical o
conservador) tan anclados en los binarismos que hasta hoy nos persiguen y que
pretendemos deconstruir. Las paranoias de ahogamientos del infante y los
narcisismos modernos se ven en esta ocasión tardomoderna transmutados por
nuevos procesos que ya se vislumbran en la literatura misma desde los años 60
del siglo XX. Nos ahogamos ahora en una cultura de signos, toda la clásica
familia nacional parece haber muerto y la imagen que vemos de nosotros mismos
parece ser una remendada copia o virtual simulacro de lo que fuera la familia o
la nación.
Por
nuestra parte, y a pesar de la critica deconstruccionista a que sometemos el discurso
del pasado, también mantenemos cautela frente al proceso (texto) cultural que
se nos viene encima. En ello estriba paradójicamente la prueba: nos enfrentamos
a momentos de bifurcación del pensamiento tradicional moderno. Ello ha surgido
como consecuencia de una postmodernidad tecnomediática y globalizadora de
nuevas demandas cronotópicas y de imposición de miradas ensimismadas en las
pantallas de la seducción repetitiva y en la pasarela del constante desfile de
una multiplicidad (que en el fondo parece circular dentro de los retazos de
nuevas construcciones que tal vez son más de lo mismo, pero cada vez con mayor
desgaste). La búsqueda de una poética nacional se ha trastocado con el fracaso
de una modernidad que ha quedado sepultada por una tecnocultura que no ofrece
margen a las trascendencias y búsquedas de simbologías profundas del ser y de
la cultura en cuanto a inquietud profunda en el devenir. Si el artista en los
tiempos postmodernos desea mantener algún tipo de integridad personal y
narracional tiene frente a sí una seria y ardua tarea que realizar. Si bien
tendría que rechazar los caducos ordenamientos del pasado narracional también
debe enfrentarse a las imposiciones deshumanizantes de un presente nada idóneo
para el arte y sus demandas de superación y continuidad con los mayores
alcances de la clásica modernidad y sus reclamos de dignidad y justicia. Se
trata de antiguas y de nuevas charcas que el sujeto infante (nuestra crítica
misma) debe mirar en el amplio espejo de un pasado cuyo presente es el ahora de
cómo concebimos el devenir con capacidad crítica, ya nihilista o esperanzadora,
o de una mezcla de sentimientos encontrados y ambiguos. Aquello que debe
prevalecer a la larga, independientemente de las esperanzas o desánimos, debe
ser el análisis crítico y esmerado, dispuesto a afrontar los nuevos retos
teóricos y a respetar el pasado.
Mas
en nuestra historia, y en ausencia de un Estado con la capacidad de apoyar un
proyecto nacional, la izquierda letrada no descartó lo que entendió como el
llamado histórico de cumplir ansiosamente con el papel de simbolizar y de
narrar la imaginaria nación (o el proyecto colectivo que nos anima en esta
Isla), sobre todo por medio de la literatura. Según se avanza en el proceso
colonial puertorriqueño del siglo XX, el artista letrado ha sido llevado
primeramente a presentar un discurso no en primera instancia contra una
metrópoli colonial y un extranjero inmersos en su territorio, sino antes contra
el subalterno mismo en control de la administración y agenciamiento de la
colonia. Y ya en nuestro presente, el artista no sólo se enfrenta al poder
colonial en lo político-jurídico, sino esta vez tiene ante sí las
infiltraciones del imperialismo tecnoglobal y su capitalismo postindustrial
instalado en lugares distintos a los acostumbrados a ver en nuestros espejos.
Los
literatos y letrados desde los años 30, en general, han presentado una imagen
del pueblo, del otro nacional, que suele responder primeramente a sus
prejuicios, valoraciones y desesperaciones ideológicas ante el avance no solo
del coloniaje político sino del capitalismo en su peor expresión ante el
subalterno. De esa manera había sido ya patente desde La charca de Manuel Zeno Gandía e Insularismo de Antonio S. Pedreira y la imagen que las mismas exponen
en cuanto a la preservación de nuestra identidad. Así es hasta los esfuerzos de
interpretaciones más perspicaces y tardomodernas que ahora se presentan con
mayor consciencia del fenómeno cultural y que antes que verticalidad ideológica
exploran la horizontalidad múltiple e híbrida de la cultura. La ansiedad del
narrar cultural como estructura fundamental que ha animado el discurso
literario es la que en este libro perseguimos con una visión más o menos
cronológica y con consciencia de que en algún momento contemporáneo esa
estructura cultural se ve desarticulada y quebrada (anacronizada). No sin
olvidar que nuestras críticas mismas se pueden encontrar comprometidas de
antemano con los lenguajes de lo criticado y de que somos parte de rupturas
epistémicas pero también de continuidades en nuestros modos de metaforizar y
narrar la realidad cultural. Y aún más cuando se torna algo difícil identificar
obras muy contemporáneas que se equiparen o acerquen en la calidad estética a
muchas de las obras que el canon literario continuamente ha calibrado, y con
razón, como las mejores piezas representativas de su momento. ¿Quién puede
negar la suprema calidad ensayística de Insularismo
y la inigualable majestuosidad estética de Los
soles truncos, pese a sus ya inaceptables criterios ideológicos?
Se
reconoce en las interpretaciones de los ensayos que aquí ofrecemos que las
culturas se crean a sí mismas al articular y montar historias y narraciones
mediante las maneras de entender su pasado. Como sabemos, este proceder puede
ser manipulado por grupos y elites que mi(s)tifican los discursos para sus
propios intereses y criterios y para alcanzar o vindicarse en el poder
interpretativo y en la historia. Un discurso utópico en ese sentido puede
funcionar como una ideología mistificadora en tanto justifica el dominio y la
opresión de un hoy en nombre de una liberación futura. Entendemos sin embargo
que la mejor literatura posee una capacidad extraordinaria de oposición y
transgresión de lo establecido por los poderes dominantes y sus narraciones. De
ahí que se requiera cautela cuando se trata de valorar un acervo tan importante
como lo es la literatura, sea moderna o postmoderna. No obstante, los críticos
contemporáneos no debemos abandonar la cautela y suspicacia ante las duras ideologías
del pasado y sus reacciones contra lo que se consideraba adverso y equívoco a
la identidad personal y colectiva. Nuestras nociones de amenazas y paranoias
son ahora otras, tienden a ser más líquidas, más débiles, más indiferentes a
los reclamos ontológicos y metafísicos. Nuestras charcas, velorios y espejos se
han transmutado.
Los
teóricos poscoloniales,[1]
por su parte, han presentado una crítica a las ideas anticolonialistas de los
años sesenta y setenta que tanto cargaron a las inteligencias letradas de
optimismo respecto de liberaciones y adelantos en la historia. En esos años se
defendió un tipo de acción y discurso que presentaba una ruptura revolucionaria
con el sistema capitalista de dominación colonial. Se sostenía que de esa
manera se fortalecía la identidad nacional de los pueblos colonizados y se
podría alcanzar una sociedad sin antagonismos de clase y que cumpliera con las
promesas éticas e ideológicas de la modernidad más racional y humanista. Estos
anticolonialistas de los 70 se oponían a las estructuras opresivas que habían
impedido al llamado Tercer Mundo realizar (imitar) el proyecto de la modernidad
fundamentado en la utopía del progreso. No obstante, pese a lo revolucionario
de sus intentos no se interrogaron sobre el estatus epistemológico de su propio
discurso y la genuina pragmática y performatividad de sus acciones. No
entendieron que un lenguaje revolucionario no implicaba la ejecución de una
respuesta de acción igualmente revolucionaria. Mucho menos que sus críticas
después de todo se articularon principalmente a partir de miradas propias de la
modernidad europea radical que desde el siglo XIX han perseguido la
emancipación nacional de los pueblos, pero desde pensamientos que llevaban a
acciones autoritarias y patriarcales e imitadoras de las tendencias de poderes
y saberes de dominio propios de la misma modernidad europeizante y opresora. La
continua dependencia económica, el enriquecimiento de minorías, el
empobrecimiento de la mayoría de la población, la eliminación rampante de los
desposeídos, eran considerados desviaciones de la modernidad que podrían ser
corregidas a través de la revolución y la toma del poder por parte de los
sectores populares. Serían éstos —y no la burguesía— quienes se convertirían en
el genuino sujeto de la historia, los encargados de llevar adelante el proyecto
de humanización de la sociedad y hacerlo realidad en las naciones colonizadas
(Santiago Gómez). Pero el capitalismo avanzado ya tenía otros planes, mandatos
y mutaciones en el mundo de fines de siglo XX cada vez más tecnológico y
globalizado y de inaugurales poderes tecno-mediáticos que les aseguraba nuevos
dominios y sorpresivos modos de colonizar. No obstante, estamos en momentos en
que tanto los artistas letrados como los críticos se muestran reacios a
reconsiderar estos modos de entender la cultura y la historia. Actualmente en
el espejo de varios lectores no hay aún espacio para deconstruir el pasado de
las duras ideologías ni para reconocer el más amplio horizonte de tecnocultura
globalizada que nos exige la nueva reflexión que aquí tratamos de impulsar.
Tanto la literatura como su crítica se encuentran en este umbral de resistencia
y carece de los lenguajes que se requieren para enfrentar los nuevos procesos
socio-culturales que en el presente momento nos mudan de piel.
En los países imperiales, fue con la idea de Nación que se
adelantó la agenciación del Estado liberal y éste se hizo, a su vez, nacional
dentro de su propio mundo de dominio y no necesariamente en el de sus
periferias o colonias. Mas el colonizado no dejó de perseguir el concepto de
ciudadanía, empleando en un principio mediadores simbólicos como la
nación-tierra-madre, entre un orden social culturalmente fragmentado y una
maquinaria estatal cuyo funcionamiento remitía a la organicidad simbólica de la
autoridad protectora del padre. Pero en las colonias como Puerto Rico la nación
no fue el único instrumento a través del cual las masas pudieron representarse
y hacer psíquicamente pertinente la irrupción del estado en sus vidas. La
protección económica y la seguridad social que podía ofrecer la autoridad del
estado imperial era rechazada por el letrado nacional pero no así
necesariamente por las masas que tendrían que responder a la razón instrumental
que traía el colonizador con su capitalismo avanzado y abrumadoramente
dominante mediante sus seducciones y mitos desde principios del siglo XX. El
concepto-sentimiento de nación que durante casi todo el siglo XX se mantuvo
para el letrado como el significante-guía de lucha, terminó, en los tiempos
tardomodernos y globalizados, viéndose asediado por severos problemas,
contradicciones y pérdida de su poder interpelador. De aquí que muchos
escritores postmodernos no respondan al imaginario de los historiadores
modernos de la cultura y la literatura. Las nociones de charcas, espacios
familiares y los espejos del actual y joven escritor puertorriqueño tienden a
transmutarse al tener que incorporar nuevas semiosferas culturales y noveles
subjetividades que no responden a antiguos paradigmas, y que incluso alteran
los discursos a nivel de sus contenidos y de la forma.
Dentro de esta perspectiva socio-histórica y la entramada
maquinaria de significaciones, la cultura se reconoce —en este trabajo que aquí
presentamos—, como la compleja red simbólica e imaginaria a través de la cual
las sociedades consiguen dotarse de elementos de significación ante las
actitudes y procederes de los individuos en su proyección intersubjetiva y
transideológica. Sabemos ya desde la década del 70 que no sólo se trata de la
cultura de elites sino de la participación de la cultura de masas y del pueblo
llano en estos procesos. Junto a ello también habría que tener presente que el
capitalismo tecnoglobalizado ha destacado instrumentos de interacción
comunicativa y cultural como los medios masivos y sus mensajes y narrativas que
no necesariamente reclaman el pensamiento crítico y reflexivo de los letrados,
ni parecen dejar margen a la creación de simbologías profundas y
significativas. Desde los años 60 y 70 el literato ha ido cobrando cada vez
mayor conciencia de la inserción de estos últimos aspectos en sus propuestas
literarias y búsquedas de respuestas y reacciones significativas ante las
perturbaciones y turbulencias del postmundo que ahora los acosa y absorbe.
Seguimos en ese sentido a Yuri Lotman,[2] para quien el texto se concibe como un espacio semiótico en el
interior del cual los lenguajes interactúan, se interfieren y se auto-organizan
jerárquicamente como si fuera en el texto de la cultura misma. Puesto que la
dimensión del signo por sí solo no es aceptable —como han señalado los
semiólogos—, la cultura en su totalidad puede ser considerada como un amplio
texto que el crítico advierte de acuerdo a sus posicionamientos de clase y
género. Pero como advierte el mismo Lotman, la cultura es un texto
complejamente organizado que se descompone en jerarquías de textos en contigüidad
unos con otros y que forman complejas tramas de discursos en relaciones de
intertextualidad y reflexión y no de manera tan consciente con respecto a los
constructos culturales del pasado y sus ideologías. Hay intertextualidad tanto
en la literatura como en la cultura misma.
Y entiéndase todo esto sin dejar de considerar que somos parte, en
nuestras reflexiones culturales, como argumenta Baudrillard desde su
radicalismo extremo, del fin de la linealidad y del fin del fin mismo en cuento
a nuestra lectura del Texto.[3] En esta perspectiva, el futuro, como se concebía, ya no puede
existir. Pero si ya no hay futuro, tampoco hay fin. Por lo tanto ni siquiera se
trata del fin de la historia sino del fin del texto en la historia. ¿Cuál es el
nuevo Texto? Tal vez aún estamos en Macondo descifrando el texto que nos narró,
cuando allá afuera se cristalizan nuevos textos y noveles lecturas, de las
cuales no participamos como lectores ni mucho menos como autores.
Seguimos, no obstante, en espacios y tiempos dónde y cuándo la
explotación, la dominación, la “infección” mediática y el consumismo alienador
sumergen lo que queda del sujeto (tal y como hasta ahora lo hemos entendido) en
la liquidez anestésica y paralizadora de sus procedimientos y demandas. Mas
este último aspecto antes que tomarlo con abyección habría que entenderlo como
proceso que requiere ser antes que nada analizado independientemente que se le
acepte o repudie. La literatura es cónsona con la capacidad metafórica de
enfrentamiento a los lenguajes y símbolos más establecidos, cosificados,
impertinentes y anacrónicos. No tenemos porque creer que la postmodernidad
habrá de borrar por completo el papel transgresor y subversivo del arte, el
cual sigue proviniendo, agraciada y principalmente, de impulsos libidinales y
transgresores.
Pero hemos ingresado en circunstancias en las cuales la
intensificación de los múltiples procesos comunicativos ofrecen una semiosfera
dentro de la cual los sectores reflexivos en la sociedad, y con ellos los
literatos, se ven llevados a asumir gestiones y posicionamientos que fácilmente
pueden conducir a situaciones desesperanzadoras en cuanto a la cultura y al
arte mismos. La extensión globalizadora del sistema económico capitalista
transnacional —que sigue siendo colonial y explotador— ha transmutado el mundo
y al artista letrado en sus reacciones. El artista, acostumbrado a los
instrumentales conceptuales y epistémicos que le proporcionaba la modernidad,
se le hace cada vez más difícil asumir efectivos y llamativos modos de
representación. El arte, como es entendido desde la modernidad, ha sido
usurpado y colonizado por los medios técnicos y sus diferentes gestiones y
fines culturales. En ese contexto, incluso los artistas más reflexivos no
logran resistirse a la invitación a desfilar por la pasarela tecnomediática y
consumista y su coqueteo horizontal. Y esto resulta así pese a que las nociones
de un arte dirigido a contribuir significativamente en el proceso de cohesión
social y personal no parecen ser compatibles con nuevos modos de control
político y panóptico conectados a las nuevas tecnologías cibernéticas con unas
expectativas cada vez más globalizadoras y homogeneizadoras dentro de la
postcultura. En concreto, los nuevos poderes económicos ejercidos por la tríada
norteamericana, europea y japonesa, han generado una abrumadora e irrefrenable
usurpación de las autonomías locales de las entidades artísticas y del artista
mismo. Se explica así el cuantitativo deslizamiento de los núcleos de toma de
decisiones artísticas hacia nuevos centros de poder simbólico e imaginario,
constituidos por la grandes corporaciones multinacionales y sus redes
tecnomediáticas que se diseminan por el mundo.
Estos procesos además de postcolonizar al sujeto supeditan la posible
autonomía diferenciadora de la cultura reflexiva misma que tanto poder
expresivo había ejercido y del que se había jactado tanto en la modernidad
letrada.
Se presenta de esa manera, en este mundo finisecular, una tensión
entre tendencias centrípetas globalizadoras y entre reacciones centrífugas
situadas a nivel local y en las posibles subjetividades en resistencia. En este
nuevo reino de lo fugaz y lo transitorio, de la pérdida de la centralidad y la
opacidad crecientes de las nuevas formas de control social, se monta el
escenario que disuelve y se hace líquido respecto del punto de referencia
moderno fundamentado en diversas razones duras y territorializadas. Es por ello
que se está ahora a favor de una racionalidad más débil de la que que formó al
arte moderno y que tiene que vérselas con una conformación técnica,
comunicativa e informática no necesariamente fundamentada en la letra del logos
metafísico. Desde esta “sombría” perspectiva, es evidente que los grandes
relatos historiográficos modernos (en los cuales se ha escudado
tradicionalmente la literatura) van dejando de tener sentido y pertinencia. La
historia padece de esa manera el impacto irreparable de una profunda crisis de
comprensión del mundo que nos dejara una razón no tan razonable. La literatura
más avanzada se ve obligada ahora a extraer metáforas de esta crisis, a crear
nuevas miradas capaces de reconocer los inaugurales multi-espejos del mundo que
se nos viene encima y nos transmuta en el simbolizar y el comprender.
Mas en el campo de la metacrítica debemos afrontar la crisis del
representacionismo con un criterio más complejo en lo referente a la relación
entre lenguaje y realidad, impulsados, sobre todo por el "giro
lingüístico" y los criterios falogocentristas de la sospecha que nos han
legado los deconstruccionistas. Nuestra concepción de la realidad como producto
cultural no debe estar guiada, como en la modernidad, por criterios
apriorísticos al proceso social de creación imaginaria y simbólica. Se debe
atender un discurso que se multiplica en la inconmensurabilidad de las
prácticas socio-culturales que las generan y donde el sujeto no se cristalice
mediante la disolución del otro en lo mismo, sino en el gesto que permite
éticamente que el otro se manifieste en lo que es en su derecho dialógico y
heteroglósico. El pensamiento deja, pues, de ser un neutralizador absoluto de
la diferencia en la unidad, para operar como organizador
(fenomenológico-hermenéutico) del diálogo infinito con el otro como lo proponen
Hans G. Gadamer y Emmanuel Levinas.[4] Siguiendo la ya tan conocida óptica deconstruccionista y
semiológica de Jaques Derrida y Umberto Eco se deben someter los textos a
procesos subjetivos inmersos en la variabilidad de amplios factores que exigen
una interpretación abierta e irónica, comprendida dentro del intercambio
dialógico e intertextual, a una co-creación que no depende sólo del autor sino
del lector receptor, ambos inmersos en deseos, poderes y saberes en continuo
conflicto y contingencia. Se somete así el discurso al extrañamiento de una
realidad discursiva que adquiere tensión mediante "juegos del
lenguaje", en actos débiles pero concretos y glocalizados. Se trata de una
semiótica de la "transdiscursividad" que adopte modos de
interpelación de lo desconocido y lo nuevo, respetando los mayores avances de
la comprensión ideológica anticapitalista propia de la modernidad radical (como
lo propone J. Habermas) y que tolere y amplie el pensamiento postcolonial
(Moreiras). [5]
[1] Santiago Gómez Gómez y Eduardo Mendieta, editores. Teorías sin disciplina
(latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate). (10 estudios). http://www.ensayistas.org/critica/teoria/intercultural.htm.
[2] Iuri Lotman, La semiosfera. Semiótica de la cultura del texto, Madrid: Cátedra, 1996. Jorge Lozano, Cristina Peña Marín, Gonzalo
Abril, Análisis del discurso. Hacia una
semiótica de la interacción textual, Madrid: Cátedra, 1997.
[4] Emmanuel Levinas, Totalidad
e infinito, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2006; Hans Georg Gadamer, Verdad y método I y II, Salamanca: Ediciones Sígueme, 1977.
[5] Juan Jacinto Muñoz Rangel, “De la crítica estructuralista a la
disolución de la estética, el lenguaje y la realidad”, Espéculo, Universidad Complutense de Madrid. URL http://www.ucm.es/info/especulo/numero10/estruct1.html.
Rafael Vidal Jiménez, “La historia y la postmodernidad” (1999), Espéculo, Universidad Complutense de
Madrid. http://ucm.es/info/especulo/numero13/finhisto.html.
Carlos Fajardo Fajardo, “El abismo presentido. Cartografías de la sensibilidad
de fin de siglo” (1999), UCM. http://www.es/info/ especulo/numero13/cfajardo.html. Carlos Fajardo Fajardo, “Hacia un milenio que amenaza”, Especulo. UCM.
http://www.es/info/especulo/numero14/milenio.html. Jorge Lozano, “Cultura y explosión en la obra de Yuri Lotman”, Espéculo. UCM. http://www.ews/info/especulo/numero11/lotman2.html. Rafael Vidal Jiménez, “Nacionalismo y globalización. Delocalización
simbólica del espacio social”, Especulo,
UCM. http://www.ucm.es/info/especulo/numero11/nacional.html. Carlos Fajardo Fajardo, “El gusto estético en la sociedad
postindustria”, Espéculo. UCM. http://www.ucm.es/especulo/numero21/gusto_es.html. Ramón Pérez Parejo, (2004). “La crisis de la autoría: desde la muerte
del autor al renacimiento de anonimia en Internet”, Espéculo. UCM. http://www.ecm.es/info/especulo/numero26/crisisau.hyml.
Casi todos los ganadores (menos yo)
INDICE
Prólogo: "De charcas, espejos, velorios e infantes en la literatura puertorriqueña
La literatura puertorriqueña explicada a los niños
Inicios y desarrollo del discurso literario y cultural
El pueblo invadido y la transición cultural de principios del siglo XX
El Vanguardismo y la Generación del 30
Del Neocriollismo de los años 40 a la literatura urbana de los años 50 y 60
La modernidad literaria de mediados del siglo XX y la Generación del 70
Nuevos rumbos culturales en los umbrales del milenio
De La charca al ciber texto
La mirada cultural puertorriqueña en el fondo del espejo
La pérdida de la poética del infante nacional
Dos primeros premios: Rosalina Perales y Juan Pablo Canino (y yo)
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