Publicado por Luis Felipe Díaz
en Ediciones Huracán (San Juan: 2001)
En los ensayos de este libro se identifica la na(rra)ción como construcción retórica mediante la cual quedan impresas las huellas tropológicas (metafóricas y alegóricas, principalmente) que marcan la ansiedad del letrado puertorriqueño en su deseo de representar la nación. La realización cabal de ese deseo es perseguido como mandato subliminal e imaginario desde el romántico y criollista siglo XIX. Luego la invasión de 1898 forja en la conciencia del escritor puertorriqueño el trauma de su lucha por superar un nuevo contexto marcado por el tránsito colonial que le impone el Otro imperial e invasor. También ese trauma y la imposición de una agresiva transculturación de ese Otro desarticula el proyecto del letrado en cuanto concebir la modernidad desde un proceder nacional autóctono y guiado por lo hacendado isleño y su feliz noción imaginaria de "la gran familia puertorriqueña". A la angustia de este ya acuñado fracaso en su gestión nacional, se impone esta vez ante el letrado, ya inmerso en la moderna ciudad, un abrumador presente postmoderno que le impide aún más continuar el proyecto de construcción patria iniciado en el pasado, incluso antes de la invasión colonial del 98.
En esta ocasión, ya para mediados de los años 80 del siglo XX, los sorpresivos procesos de agenciación postcapitalista y tecnoglobalizada le ofrecen al escritor aún (post)na(rra)cional, el amplio desierto de una imprevista y ardua trayectoria tecno-mediática y de construcción de un sujeto cibernético y ubicuamente glocalizado en otros sorpresivos y desconocidos lugares. Mas a pesar de todo, los más jóvenes creadores de nuestros tiempos no han dejado de articular, con decidido empeño, acometedores discursos de afirmación trans-identitaria, glocal y fugaz a la vez. No se trata necesariamente de la na(rra)ción como se entendía en la modernidad colonial de los siglos XIX y XX. Muchos escritores de esos dos siglos lograron crear muy admirables piezas literarias que trascendían lo rudamente político-social (lo representable del colonial contexto) y se esmeraron en articular lo artístico y estético muy por encima del singular mandato na(rra)cional y subalterno. Estaría por verse cuáles son las obras postmodernas (o las no necesariamente "clasificables" dentro de este término) que en nuestros tiempos logran trascender la aún más poderosa fuerza (des)nacionalizada y tardocolonizadora del tecno-encharcamiento socio-cultural, y cómo habrán de lograr el acercarse-distanciarse (con la ironía requerida) de esas nuevas inercias ("charcas") para, mediante su diferenciado arte, proclamar piezas que se puedan considerar altamente literarias.
Luis Felipe Díaz persigue en su libro, desde un principio, lo que considera el relato nacional, desde El Gíbaro de Manuel Alonso (1849) hasta muchas de las obras más actuales de escritores postmodernos. Mediante las ideas postestructuralistas considera que partiendo de la inmanencia del texto literario se puede reconocer la historia cultural como relato-signo que se construye y (re)crea tanto desde categorías de clase como de género. Para ello concibe el sujeto humano en su constitución discursiva, en su impulso deseante y sujeción al Poder y a las ideologías del habitus y la semiosfera que lo con-forman. Antes de ver el devenir humano en la cultura, como fenómeno temporal objetivo, lo reconoce mediante la textualización o narración (metáfora) que la cultura misma y los letrados le han proporcionado a través de la historia moderna.
Se considera que la particular historia de la cultura puertorriqueña se revela mediatizada por la condición colonial y por la peculiar personalidad colectiva que tal identidad confiere para las letras y para el proceder más allá de lo reconocido como consciente. En una comunidad intelectual como la puertorriqueña, donde se persigue con tanta ansiedad una identidad y un destino nacionales "sin resolver", el relato na(rra)cional —la temporalidad que deviene en escritura— merece la detenida atención que se le presta en este libro.
En los últimos dos capítulos Díaz reconoce a dos generaciones o "promociones temporales" que se encuentran con los turbulentos procesos de cambios y mutaciones de una cultura radical y vanguardista de los años 70. Se presenta una postcultura literaria que desde los años 90 más o menos se enfrenta no sólo a la desaparición de su identidad na(rra)cional sino a la deconstrucción y hasta desvanecimiento del sujeto y del arte mismo.
Luis Felipe Díaz nació en 1950 en Aguas Buenas, Puerto Rico. Obtuvo un doctorado en Letras Hispánicas en la Universidad de Minnesota (1983) y es actualmente Catedrático de Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Se caracteriza también por ser un militante y transgénero gay, que mantiene en la frontalidad de su devenir, la labor intelectual.
En esta ocasión, ya para mediados de los años 80 del siglo XX, los sorpresivos procesos de agenciación postcapitalista y tecnoglobalizada le ofrecen al escritor aún (post)na(rra)cional, el amplio desierto de una imprevista y ardua trayectoria tecno-mediática y de construcción de un sujeto cibernético y ubicuamente glocalizado en otros sorpresivos y desconocidos lugares. Mas a pesar de todo, los más jóvenes creadores de nuestros tiempos no han dejado de articular, con decidido empeño, acometedores discursos de afirmación trans-identitaria, glocal y fugaz a la vez. No se trata necesariamente de la na(rra)ción como se entendía en la modernidad colonial de los siglos XIX y XX. Muchos escritores de esos dos siglos lograron crear muy admirables piezas literarias que trascendían lo rudamente político-social (lo representable del colonial contexto) y se esmeraron en articular lo artístico y estético muy por encima del singular mandato na(rra)cional y subalterno. Estaría por verse cuáles son las obras postmodernas (o las no necesariamente "clasificables" dentro de este término) que en nuestros tiempos logran trascender la aún más poderosa fuerza (des)nacionalizada y tardocolonizadora del tecno-encharcamiento socio-cultural, y cómo habrán de lograr el acercarse-distanciarse (con la ironía requerida) de esas nuevas inercias ("charcas") para, mediante su diferenciado arte, proclamar piezas que se puedan considerar altamente literarias.
Luis Felipe Díaz persigue en su libro, desde un principio, lo que considera el relato nacional, desde El Gíbaro de Manuel Alonso (1849) hasta muchas de las obras más actuales de escritores postmodernos. Mediante las ideas postestructuralistas considera que partiendo de la inmanencia del texto literario se puede reconocer la historia cultural como relato-signo que se construye y (re)crea tanto desde categorías de clase como de género. Para ello concibe el sujeto humano en su constitución discursiva, en su impulso deseante y sujeción al Poder y a las ideologías del habitus y la semiosfera que lo con-forman. Antes de ver el devenir humano en la cultura, como fenómeno temporal objetivo, lo reconoce mediante la textualización o narración (metáfora) que la cultura misma y los letrados le han proporcionado a través de la historia moderna.
Se considera que la particular historia de la cultura puertorriqueña se revela mediatizada por la condición colonial y por la peculiar personalidad colectiva que tal identidad confiere para las letras y para el proceder más allá de lo reconocido como consciente. En una comunidad intelectual como la puertorriqueña, donde se persigue con tanta ansiedad una identidad y un destino nacionales "sin resolver", el relato na(rra)cional —la temporalidad que deviene en escritura— merece la detenida atención que se le presta en este libro.
En los últimos dos capítulos Díaz reconoce a dos generaciones o "promociones temporales" que se encuentran con los turbulentos procesos de cambios y mutaciones de una cultura radical y vanguardista de los años 70. Se presenta una postcultura literaria que desde los años 90 más o menos se enfrenta no sólo a la desaparición de su identidad na(rra)cional sino a la deconstrucción y hasta desvanecimiento del sujeto y del arte mismo.
Luis Felipe Díaz nació en 1950 en Aguas Buenas, Puerto Rico. Obtuvo un doctorado en Letras Hispánicas en la Universidad de Minnesota (1983) y es actualmente Catedrático de Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Se caracteriza también por ser un militante y transgénero gay, que mantiene en la frontalidad de su devenir, la labor intelectual.
Dr. Luis F. Díaz como Lizza Fernanda
Ver: https://rubiscamacho.com/2014/02/04/la-narracion-en-la-literatura-puertorriquena-luis-felipe-diaz/
Introducción
a La na(rra)ción
en la literatura
puertorriqueña
(Todos derechos
reservados a Ediciones Huracán y Luis Felipe Díaz)
Las ideas postestructuralistas nos han llevado a considerar que desde el
texto literario podemos reconocer la historia cultural como relato que se
construye y (re)crea tanto desde categorías de clase como de género. Estas
ideas nos convocan además a distinguir el sujeto humano en su constitución
discursiva, en su impulso deseante y sujeción al poder y a las ideologías. Concebimos
así a actantes inmersos en semiosferas culturales y habitus que demarcan la significación de sus actos en el tiempo.[1]
Pero el devenir humano en la cultura, antes que presentársenos como fenómeno
temporal-objetivo (la realidad en sí misma en su transcurrir), nos resulta aprehensible mediante
la textualización o narración (la metáfora) que le podamos adjudicar o que la
cultura misma nos ha proporcionado para interpretarla. Junto a ello tendríamos que advertir que la
historia de nuestra particular cultura puertorriqueña se nos revela mediatizada
por lo que consideramos nuestra condición colonial y la peculiar personalidad
colectiva que tal identidad nos confiere para las letras (la representación). De aquí que, en una
comunidad intelectual como la que nos constituye, donde se persigue con tanta
pasión una identidad y destino nacionales “sin resolver”, el relato
na(rra)cional (la temporalidad que deviene en escritura nacional) merezca
detenida atención. Somos un mini-relato dentro de un gran relato o meta-narrativa (lo cual nos une a las culturas imperiales y dominantes, pero en cuanto subalternos de esos relatos.
En los ensayos de este libro identificamos la na(rra)ción
como construcción retórica en la cual quedan impresas las huellas tropológicas
(metafóricas y alegóricas, principalmente) desde las cuales podemos rastrear la
concepción de identidad nacional y patria de quienes la demarcan y persiguen.
También definimos esa na(rra)ción por el modo en que se imagina y se relata el
papel asignado al sujeto humano dentro de los procesos psico-sociales en el
ámbito subalterno. Como concepto amplio, lo na(rra)cional encierra las tablas
primordiales de las aspiraciones y deseos de la sociedad letrada, desde la
fundacional modernidad decimonónica hasta la tardomodernidad de nuestros días.
La manera de concebir y narrar la imaginaria y anhelada nación se desplaza así
en un amplio y dinámico paradigma que rinde hasta nuestro tiempo. Y puesto que
en la actualidad ese relato na(rra)cional sufre su más severo proceso
desarticulador (debido al avance de la antinacional postmodernidad),[2] se
requiere, pues, discutir la manera en que la identidad y la cultura han ido
adquiriendo, en las sociedades colonizadas y subalternas, contornos muy particulares
y específicos.
El pensamiento postmoderno nos advierte cómo la cultura
letrada occidental ha previsto la historia como proceso tras el alcance de
algún tipo de progreso material y espiritual (Derrida/Lyotard). De ahí entendemos lo
na(rra)cional como el relato que se va constituyendo a partir del raciocinio
discursivo que provoca el ideal nacional y su proceso en el devenir (Fanon/Memi/Bhabha). Se trata
del criterio que ha animado especialmente a la burguesía ilustrada como
agenciadora de la modernidad racionalista (Foucault). Una vez asume el poder, esa
burguesía crea las condiciones para organizar y dirigir la sociedad mediante
los dictados de la razón, el control del capital, del Estado y la Nación. Pero
no ha sido esta optimista concepción modernizadora la que ha dirigido
razonablemente la sociedad a lo largo del siglo XX (Jameson). Los destructores e
inhumanos resultados de las guerras nacionales e imperiales, con su
orquestación del genocidio, el fascismo, las bombas nucleares y químicas, con
la destrucción irreparable de los recursos naturales, sólo han mostrado el
patente fracaso de la “racionalista” y soberbia modernidad (Chomsky). De ahí que en la
actualidad mantengamos distancia irónica de todo ese proceso y de la manera de
concebirlo y articularlo. Mucho más cuando se trata del proceder de los países
imperiales ante los coloniales y, ante todo, sobre el modo de reaccionar de
estos últimos.
Específicamente, mediante el pensamiento de Jean-François
Lyotard (La condición postmoderna),
se reconoce cómo la cultura letrada occidental, siguiendo la racionalidad moderna,
ha previsto la historia como desarrollo, evolución y alcance de un progreso
material y ético (los “grandes meta-relatos”)[3].
Se trataría de un superior estadio que llevaría a algún tipo de trascendencia
dentro de la nación y su historia, sin tener tanto en cuenta las contingencias
y lo impredecible del tiempo que desarticulan cualquier proyecto
socio-cultural (Deleuze). La incredulidad hacia estos meta-relatos de las culturas
dominantes (europeas) y sus logros ha llevado esta vez a otros teóricos
postcoloniales (Edward Said/Homi Bhabha, por ejemplo) a reconocer el modo en
que mediante esos relatos se arroja una carga de imposiciones semánticas hacia
las periferias socio-culturales —víctimas de Estados imperiales como Europa y
Estados Unidos— y mostrándolas cual otredad y marginalidad (Spivak/Kristeva) en requerimiento de
ser “perfeccionada” y/o “salvada” de la barbarie y el retraso. Irónico resulta
que este supuesto retraso cultural del colonizado, contraste con la destrucción
y genocidio agenciados por los amos imperiales.
Pero aspectos característicos del discurso imperial también
pueden ser reconocidos en los colonos de aspiraciones dominantes que se
encuentran en los ámbitos coloniales mismos y en las propias periferias. Los
coloniales subordinados al poder imperial, pero en cierto control de las
colonias, suelen percibir al otro que le es más subalterno (el otro del otro), desde sus proyectos
de dominio en la práctica histórica. Sabemos que a la larga el criollo
dominante es seguidor (aunque sea a nivel formal) de las ideas y prácticas del
colonizador blanco en el poder, y que se considera diferente al indio, al
mestizo o al negro... a quien reconozca como inferior. El colonizado en busca de dominio, en su
deseo de obtener el poder, adopta representaciones mentales que en el fondo
imitan las del colonizador, independientemente de que quiera liberarse de éste.
En tal sentido, y ya tratándose de un juego mimético (Girard), para el historiador
actual el pasado no existe con independencia de la representación (en el
sentido textual y tropológico). El subalterno que se propone dominar en la
colonia, en su reclamo de libertad, podría estar imitando (representando)
patrones opresivos del colonizador mismo. En tal sentido, y paradójicamente,
los modelos del subordinado son aquellos de quien lo mantiene en esa posición.
Así, en la práctica histórica lo que anima en su lucha al colonizado que
pretende ser dominante es el subrepticio performance
en que imita en su saber y deseos de poder al opresor (en general, el blanco
europeo o norteamericano). Sería necesario, no obstante, advertir en qué medida
el colonizado ilustrado se va constituyendo en sujeto que cobra conciencia del
imperativo mimético y se aparta del mismo creando esferas autónomas de acción
discursiva.
La crítica letrada de la modernidad colonial tiende a alabar
y reivindicar la proeza del sujeto colonizado que se enfrenta al poder
colonizador y extranjerizante. No se suele percatar esta crítica plenamente de
que ese sujeto, en su gestión descolonizadora y diferenciadora, con sus
nociones de poder y saber, en su reacción y deseo, resulta ser un emulador
(copia) del colonizador mismo y de sus arbitrarios y autoritarios proyectos de
control. Debemos entender que en nuestros espacios subalternos y coloniales, la
identidad (persiguiendo la lógica postestructuralista) no sólo se define por la
fuerza que la niega, y a la cual se resiste. En el desafío ante la oficialidad
se filtra el deseo de sustitución y mímesis (imitación) de esa misma
oficialidad. Es por ello que en este trabajo no se sigue a los analistas de la
cultura letrada que distinguen y reivindican al sujeto colonizado en la gesta
de concienciación de su propia y subyugada condición y que se enfrasca en una
frontal lucha de liberación nacional. No se pretende enunciar desde la
perspectiva del deseo liberador del colonizado sino a través (y no
necesariamente en contra) de su discurso. Tal es lo que me propongo realizar
también frente a críticos canónicos tan notables como Francisco Manrique
Cabrera y Josefina Rivera de Álvarez y sus libros: Historia de la literatura puertorriqueña, del primero, y Literatura puertorriqueña: su proceso en el
tiempo, de la segunda.[4]
Dos teóricos de los estudios postcoloniales, Gayatri
Chakravorty Spivak y Homi K. Bhabha han perseguido, de manera crítica, las
ideas de Michel Foucault y Jacques Derrida. Apuntan que la identidad debe ser
vista de manera relacional, como un signo que funciona dentro de un sistema de
diferencias y oposiciones en el cual no se alcanza un otro puro, originario o
esencial. No resulta así ni en el discurso del Poder ni en el discurso del otro
subalterno que suele ser copia de una copia.[5] El
discurso de la lucha del subalterno letrado, con expectativas de dominio y
control en las colonias, no es necesariamente superior, en su eticidad, al del
sujeto imperial. Descubrimos una transversalidad en el devenir que rompe con los discursos binarios tanto del colonizador como del subalterno.
Hoy día, la condición de colonial de conciencia dominante, en
la lucha por alcanzar el poder, también la podemos definir por la significación
metafórica que alcanza en el juego mimético o de diferenciación que no
prescinde necesariamente de la fuerza a la cual se enfrenta. Y la fuerza
mimética, en su disposición de crear una copia, nos remite a que el acto, en el
devenir, no existe con independencia de su representación identitaria y
respecto de esa copia. Las representaciones, en ese sentido, se deben a una
copia o discurso anterior que, a la larga, se remite a un origen que se presume
como natural e incuestionable. En las sociedades modernas un sujeto dominante
pretende alcanzar la definición de su identidad como metáfora espejística de
los modelos de poder creados por las culturas patricias y sus nociones de la
virtual familia nacional. En ese sentido, el crítico literario (quien también
representa) debe actuar con ironía y suspicacia deconstruccionista ante la
historia y sus diversos lenguajes en juego, pues en los orígenes lo que se
encuentra a la larga es una copia o construcción.[6]
Por ello, para el historiador actual, el pasado no existe con independencia de
su representación (la de un entonces y la de ahora). E irónica y
paradójicamente, esa representación puede perseguir los modelos de los cuales
pretende liberarse. He aquí mucho de la lógica de los postmodernos y
postestructuralistas más “radicales”. No me refiero en lo postmoderno a un manifiesto cultural de una época (como los de los vanguardistas y los post-vanguardistas) sino a un periodo histórico que reciben comienza a mediados de siglo XX y a un modelo de análisis asistido por el post-estructuralismo.
Estas consideraciones que prestan
mayor atención al discurso y su adopción metafórica de la historia nos llevan a
entender el concepto de lo generacional de una manera distinta al
convencional. Lo generacional nos impone
la consideración codificadora del discurso de unos sujetos en el devenir. No se
trata de considerar a las generaciones con características discursivas y
segmentos fijos asignados desde las fechas de nacimiento de autores en
particular, sino como grupos sujetos a flujos simbólicos e imaginarios en los
cuales se moldean los discursos dentro de alternancias temporales filtradas en
los umbrales de las segmentaciones del devenir. De ahí que lo generacional no
se manifieste de manera fija y estable, sino como fluctuaciones y cambios
simbólicos e imaginarios, como flujos ideológicos dentro de los cuales cabe la
ambigüedad y lo incierto y el que se asimilen unos valores y estilos nuevos y
se retengan otros. Por simbólico cultural, entiéndase la herencia e imposición
de significaciones (implícitas y explícitas) de la cultura, y por imaginario,
las expresiones deseantes de los sujetos en su capacidad de oponerse o afiliarse
a las imposiciones de esa misma cultura (el Otro Simbólico). En nuestro libro,
perseguiremos la obsesión narracional que se expresa desde el siglo XIX, y cómo
en sus variantes estilísticas a lo largo de dos siglos la misma se relaciona
con el desarrollo de la modernidad.
En estos procesos la identidad de
los sujetos transmuta, porque no se debe a una sola codificación temporal (por
más prolongada que sea), sino a diversos y amplios procesos en tensiones
producto del roce entre ideologías grupales. Las constantes crisis del fluir
histórico y los compromisos de los sujetos inmersos en las mismas, conduce que
éstos se aferren a concepciones ya estables o adversas al Poder, y se ocupen de
articular proyectos o algún tipo de respuesta, consciente o inconsciente, ante
esas crisis. En este dinámico proceso, las características periódicas y
discursivas se revelan en umbrales de rupturas, reveladores de nuevos estilos
de expresión ante un amplio paradigma, en el cual no se rompe necesariamente
con los mandatos profundos y medulares del Otro dominante[7] en la creación del gran relato
familiar del mundo moderno. Si bien, hablar de lo generacional implica
preferiblemente resaltar y definir los discursos y estilos de grupos en la
historia —antes que destacar a individuos y sus mentalidades conscientes en un
devenir inmediato—, habría que tener presente un Otro más amplio que resulta
ser la suma de un gran proyecto de demandas miméticas. Se trata de la
imitación-repetición de un falogocentrismo, cuya lógica yace por encima de
respuestas individuales e inmediatas en la cultura. Todo lo anterior resulta
válido teniendo en cuenta que la expresión poética resulta, en general, de
impulsos y deseos de ruptura y disidencias cada vez más animados a transgredir
los familiares ordenamientos de la modernidad y su logocentrismo. Nos creemos
instalados en ese momento posthistórico capaz de deconstruir ese amplio relato
(aunque ello nos ate a nuevas y desconocidas demandas discursivas).
Recientemente pensadores culturales nuestros han empleado las
ideas postmodernas y postestructuralistas, antes señaladas, para desarticular
lo que ha sido el canon nacional de la cultura puertorriqueña. No obstante,
contario a la práctica crítica de algunos postmodernos en Puerto Rico, quisiera
respetar el proceder de nuestros letrados coloniales en sus anhelos liberadores
y construcciones discursivas, independientemente de las críticas que les
podemos lanzar hoy día. Requerida es la cautela precisamente cuando en nuestros
tiempos echamos de menos proyectos de significativa emancipación humana y
social. Y sobre todo, cuando no creemos en la praxis histórica tras la
deconstrucción que muy cómodos realizamos desde nuestros espacios postmodernos
tan controlados por un capitalismo depredador. Nos
encontramos en tiempos de contracción, retraimiento y pérdida de confianza en
las esperanzas que nos había ofrecido el letrado tradicional desde el siglo
XIX. Tal actitud nos conduce a poseer expectativas inciertas, e incertidumbres
que si bien nos cargan de sentimiento nihilista no deben paralizarnos y
llevarnos a perder la perspectiva ética de un pasado que nos ha formado, que
nos pertenece y que requiere ser transformado con responsabilidad creadora.
Creo que esto último fue lo que también quisieron los modernos nacionales que
ahora tanto criticamos.
Desde los años 70 del siglo que acaba de terminar, varios
historiadores culturales e intelectuales en general han definido el trabajo en
la hacienda como paradigma organizador de los iniciales moldeamientos del
perfil de la puertorriqueñidad dentro de contornos clasistas durante el siglo
XIX. En tal contexto, y a partir de los mandatos de ese espacio de
organización, y su capacidad de proponer lo deseable y el ejercicio del poder,
el letrado colonial se perfila como parte de grupos sociales creadores de
constructos de exigida identidad patricia que ingresan en los convencionales
binarismos ideológicos provenientes del registro occidentalista.
Además, durante el siglo XIX la Isla fue adquiriendo una
importante transformación: la economía de la producción agrícola fue
acrecentándose dentro del trabajo en las haciendas, de tipo señorial (aunque
hasta la década del '70 también de tipo esclavista). Pero todo este proceso se
dio bajo un duro régimen colonial agenciado desde España y por comerciantes
prestamistas con motivaciones y fines distintos a los narracionales. Más
adelante, este paradigma se altera notablemente con la invasión norteamericana,
que junto a su modernidad, trae consigo la problemática de un agresivo coloniaje
militarista y una producción (al principio básicamente cañera) dominada por una
burguesía ausente que desplaza la antigua clase hacendada. Esta última, en
quien estaba depositada la esperanza de hegemonía del poder en la colonia,
retuvo en mucho, y tras el paso del tiempo, antiguas visiones del mundo y su
señorío colonial del siglo XIX. Pero para la década del 30 (del siglo XX), se
registraron altas notas definidoras del proceder puertorriqueñista de grupos
culturales que, al cobrar conciencia nacional (sin un Estado que los apoyara),
organizan las mediaciones discursivas y de acción política conducentes a la
recuperación de la imaginaria hacienda decimonónica. Para esa época de los
treinta los grupos de trabajo en la sociedad civil se encontraban sometidos a
la producción extranjera y su capitalismo, y un dominio militar que los
distraería cada vez más de las aspiraciones anticolonialistas.
No obstante, la retórica de definición identitaria de los
letrados treintistas en lo socio-cultural sería fundamental en cuanto logró
proveer los registros ideológicos que, por su fortaleza e interpelación
na(rra)cional, para muchos rinden incluso hasta hoy día. Pero el proyecto
treintista de definición de identidad isleña (el más liberal, como el de
Antonio S. Pedreira, y también el más radical, de Juan Antonio Corretjer, quien
sigue a Pedro Albizu Campos) tendrá sus decisivos tropiezos para la década del
50 y sus nuevas invasiones financieras en la ciudad colonial. Aún para esa
época muchos escritores importantes continuarán aferrados al imaginario
señorial y no se mostrarán dispuestos a abandonarlo. Es aquí donde encontramos
que los literatos nuestros viven sus experiencias y las representan desde la
ideología y constructos de una clase (grupo) social anterior que ya ha perdido
control en el juego pragmático de construcción de la modernidad instrumental
que realizan los coloniales dominantes junto a los imperiales.
Para la década del 50, en el contexto social, se va dejando a
un lado la producción anclada en la producción agrícola, y se intensifica
—guiada por el Estado colonial cada vez más organizado— la creación del espacio
citadino y de producción para la industria, la banca y el consumo masivo. En
este nuevo periodo los poderes coloniales internos, más allá de los deseos
patricios y nacionales de los letrados, definen e imponen el proyecto
económico, político y social estadolibrista que va dejando atrás el ámbito de
la hacienda y sus concepciones telúricas y campesinas. Trae consigo, este nuevo
periodo liberal, una construcción pseudo-narracional que, pese a su relativo
progresismo modernizador, por su ambigüedad y contradicciones de sujeción
frente a la metrópolis, entra a su vez en una crisis evidente para la década
del 70. El discurso de ideología neocolonial de los dirigentes liberales de los
cincuenta no es capaz de ofrecerle una metáfora de acción cultural aceptable a
los letrados y artistas (atados aún al telurismo treintista) que se consideran
responsables del discurso y destino narracionales. Por esa razón, continuarán
nutriéndose de la poética de un pasado arraigado en la imaginaria hacienda y su
arcádica ruralía.
De los años 40 a los 70 los letrados se enfrentaron
decididamente a las (falaces) promesas de progreso y liberación del proyecto
instrumental y modernizador (el estadolibrista principalmente). Sobre todo, en
cuanto este proyecto sostenía demasiadas ataduras coloniales con los magnos
intereses económicos de los Estados Unidos. Esos artistas y letrados
mantuvieron las esperanzas de alcanzar un orden nacional y familiar afiliado al
ideal telúrico-criollista —en el cual se rechaza en general la modernidad
citadina— que se concibiera incluso desde el siglo XIX. No obstante, ya para
fines de los años 60 y principios de los 70, los escritores se mostrarán más
conscientes del caduco proyecto treintista y su imaginaria restauración de la
hacienda nacional, y no tendrán más remedio que atender el nuevo proceder
urbano que imponía la subordinación colonial ya no tan sólo política sino de
raíz económica. De ahí que los jóvenes artistas se dispongan a apoderarse de la
ciudad proletaria mediante la lucha realizada dentro del postvanguardismo
aliado a lo diferenciado y otreico en el sentido social. Es en esta nueva
gestión cultural que se define la Generación del ’70 y su acometida ideológica
y estética.
Mas hoy día, especialmente a partir de los años 80, tanto las
demandas del proyecto liberal estadolibrista, como las de sus opositores
nacionales y socialistas, implosionan frente a los aconteceres postcoloniales y
los mandatos tecnoglobalizadores que se nos vienen encima y que nos interpelan
y construyen de una manera muy distinta. Se impone, en esta ocasión, los
mandatos de una sociedad tecnoinformática e hiperconsumista que, sin dejar de
mantener los viejos anclajes coloniales, se ve sometida a la globalización y
sus nuevos y agresivos agenciamientos del capitalismo tardío y sus distintas
maneras de territorializar la cultura. Si bien la colonia ingresó en una nueva
fase de su desarrollo con el discurso liberal muñosista, en la actualidad el
mismo agudiza su crisis y construye una nueva gestión, que podemos llamar
postcolonial. No se trata del fin de la sujeción política de tipo colonial,
sino de que la misma ingresa en una nueva fase de consecuencias transformadoras
inesperadas.
Este trabajo mismo es parte de una crítica que, mientras no
se alía al proyecto liberal-colonial, tampoco se propone ofrecer continuidad a
la obediencia na(rra)cional moderna. Me anima aquí el describir y deconstruir
el proceso simbolizador del proyecto na(rra)cional que a lo largo de dos siglos
ha creado la alegoría de la gran familia nacional en el espacio del trabajo y
de conflictos sociales en Puerto Rico. Creo no poder oponerme a que los modos
posmodernos y postestructurales de ver, con sus nuevos prejuicios, obsesiones y
obediencias, intercepten mis criterios. De igual manera, no estaré exento de
mantener anclajes setentistas. No existe un metatexto que sea capaz de
presentarse como el Texto de los textos.
En el primer capítulo, “Ideología y discurso en El gíbaro de Manuel Alonso”, me he
propuesto insertar la obra de Manuel A. Alonso dentro de su contexto
discursivo. Propongo ver esa obra dentro del inaugural proyecto cultural amplio
de construcción del ideal proto-nacional que se desarrolla bajo la égida
simbólica del horizonte de expectativas de la clase hacendada y criolla. Alonso
(como sujeto estructural de la escritura, y no en el sentido biográfico) se
acoge a una ideología liberal que absorbe el sentido amplio de un proyecto
ilustrado y romántico. En su discurso se concibe al jíbaro como otredad en
requerimiento de ser incorporada a las expectativas de construcción social del
hacendado. Cual sujeto otreico, y como construcción metafórica, el jíbaro
responde más a una visión de clase social que a lo que se podría concebir como
un sujeto propiamente referencial. La crítica tradicional ha defendido y reivindicado
los modos alonsianos de representación, tomándolos como parte indiscutible de
la fundación de la realidad puertorriqueña, sin plena conciencia de que se
trata de metáforas y símbolos que dicen más de quien los crea que de aquello
que se proponen tratar (del jíbaro).[8]
En el siguiente capítulo (“El discurso liberal de Tapia y
Rivera, Hostos y Zeno Gandía”) propongo cómo para la última mitad del siglo XIX
se materializan la condiciones socio-culturales que llevan a Alejandro Tapia y
Rivera, Eugenio María de Hostos y Manuel Zeno Gandía a concebir y articular una
versión crítica frente al discurso alonsiano (y al de la mayoría de los letrados
de su tiempo). Para estos tres letrados no se trata sólo de la creación de una
feliz cultura criolla dirigida por el hacendado. De ahí que los mandatos
socio-culturales de la clase hacendada sean problematizados en el discurso de
Alejandro Tapia y Rivera y Eugenio María de Hostos, y que adquieran un espesor
crítico y dialéctico para fines del siglo XIX, tal y como se refleja en una
novela como La charca de Zeno Gandía.[9]
En el capítulo sobre el vanguardismo (“El vanguardismo
puertorriqueño”) me he propuesto discutir cómo los cambios del capitalismo al
filo de los siglos XIX y XX ofrecen nuevas condiciones estructurales para la
creación de una conciencia poética que cruza los umbrales del modernismo y el
vanguardismo de los años 20. Sobre todo, el ingreso a la ciudad y su modernidad
ofrece significativos estímulos para la creación de una nueva estética que
tendrá mucho que ver con la posterior modernidad neocriolla y con el desafío
narracional de la Generación del 30.[10]
No será hasta las décadas del 60 y el 70 que los escritores se enfrenten, con
ánimo disidente y transformador, a los postulados y expectativas del absorbente
discurso de esa generación. La ruptura, sin embargo, no es total, pues los sesentistas y setentistas continúan creyendo en la modernidad
radical y socialista que en gran medida se hereda de los postulados iniciados
por los treintistas (como se verá en el capítulo dedicado a esa generación).
En el capítulo
siguiente, “La modernidad literaria de medio siglo. De la Generación del 30 a los
años 60”, me ocupo de perseguir el discurso que para mediados del siglo XX
caracterizó a los escritores nacionales. Distingo cómo los treintistas
codificaron los signos identitarios fundamentales del nuevo discurso de defensa
narracional, el mismo que continúa siendo seminal en las producciones
literarias de los años cincuenta y sesenta. Pero será precisamente este baluarte
de defensa narracional el que no les permitirá enfrentarse apropiadamente a la
nueva modernidad comercial de la ciudad colonial que se impone para mediados
del siglo XX. Se trata, además, de un periodo en el cual se comienza a
abandonar la vía de una cultura fundamentada en lo agrario y se ingresa en lo
que será la modernidad desarrollista, industrializada y comercial que cobra
prominencia con el proyecto liberal muñosista de los años 50 y 60. Uno de los
mayores problemas del discurso literario narracional radica en su resistencia a
aceptar los procesos culturales impuestos por el ingreso a la ciudad
neocolonial y capitalista que trae la nueva relación económico-social con los
Estados Unidos (incluyéndose en ello la servidumbre militar). La Generación del
70, desde una perspectiva antielitista, anticanónica y anticapitalista romperá
en mucho con la renuencia a aceptar el mundo citadino y sus performances. Esa generación presentará,
además, un nuevo manifiesto escritural y estético que rinde hasta hoy día, pese
a la crítica y los reproches de los analistas postmodernos.
En el capítulo sobre la Generación del 70 (“Inscripción del
discurso literario puertorriqueño de los años 70”) me ocupo de caracterizar esa
promoción de escritores en cuanto a su significado discursivo de amplia ruptura
y en su constitución ideológica. Tomo en cuenta la ruptura que se establece con
el canon narracional y las nuevas disidencias que traen el discurso literario e
ideológico que he llamado postvanguardista. He considerado dos gestiones de esa
generación de escritores. Una que responde más bien al llamado de ruptura
setentista, y otra que se expresa más a partir de los años 80 y, que sin dejar
de continuar una ambigua disidencia ante el canon narracional, se comienza a
enfrentar a las transiciones que trae la tardomodernidad. Se trata de una
segunda gestión de escritores en enfrentamiento consigo mismos, con una conciencia
metahistórica, sentido paródico de intertextualidad e inmersos en la crisis de la caída de los
grandes metarrelatos modernos. Se advierten los vestigios de una gran
transición discursiva e histórica que se asoma a los amplios cambios culturales
del fin de milenio.[11]
En el ensayo final (“Escritura postmoderna en Puerto Rico”)
expongo el proceso de transición conducente a la condición postmoderna.
Reconozco que la ruptura no es necesariamente tajante, pues en ciertos aspectos
se retienen ademanes escriturales propios del transvanguardismo setentista y
sus disidencias, pese a que muchos escritores creen establecer una ruptura
definitiva con el discurso narracional. No obstante, ciertos discursos van
mostrando un nuevo perfil escritural que más allá de la parodia y la crítica al
discurso anterior se esmera en articular una estética que —por su sincretismo,
hibridez y tremendismo discursivos, por su desafío a todo un epistema cultural
moderno— se puede considerar una nueva gestión o generación cultural. Sin
embargo, no queda muy en claro cuál es su aportación a una nueva estética
distinta, tal vez por su criterio mismo de jugar con las formas literarias del
pasado, por no proponer un proyecto de movilidad futura y fundamentarse
principalmente en la negación de todo un paradigma moderno, anterior. Tal vez
lo nuevo, ese concepto tan moderno, sea lo que menos les interese, y ello nada
más comienza a poner a prueba la crítica que se fundamenta en lo originario y
la novedad que creíamos fundamentada en lo na(rra)cional.
[1] Por
“semiosfera” Yuri Lotman entiende un sistema coherente de información (de
semiosis) que en un momento determinado rodea y constituye simbólicamente a un
sujeto humano. Ver Semiótica de la
cultura y el texto, Madrid; Cátedra,
1996. “Habitus”, para Pierre Bourdieu, es un sistema de valoraciones adquiridas
por un sujeto, ofreciéndole éstas un campo de “capital cultural” que avala las
categorías culturales que le permiten procesar decisiones en el mundo. Ver Sociología y cultura, México; Editorial
Grijalbo, 1990.
[2] Varios críticos, a partir de las décadas del 60 y el 70 (Jacques
Derrida, Julia Kristeva, Gianni Vattimo, Jean François Lyotard, Fredric
Jameson, Jean Baudrillard, Andreas Huyssen), señalan los rasgos que definen una
nueva época postmoderna en el campo del pensamiento social, cultural y
artístico. Entre esos nuevos rasgos destacan: la separación entre el arte de la
alta cultura y la cultura popular o de masas, el eclecticismo y mezcla de
códigos y estilos, la supremacía de la literatura (la metáfora) sobre la
filosofía y la historia, la parodia, el pastiche, lo lúdico e irónico y
paradójico, el cinismo, la superficialidad, lo kitsch, el desinterés en la
originalidad y el gusto por las copias y los simulacros, la repetición, la pérdida
de interés por el sentido totalizador del pasado histórico, gusto por lo
otreico, diferenciado y escatológico, el reconocimiento de los significantes
sin ordenamientos de causa y efecto, gusto por lo fractal, contingente y
rizomático. Todo esto contrasta con las nociones modernas de búsqueda de
libertad y autonomía, del arte aureático y sublime, de la defensa del yo en el
sentido cartesiano-kantiano, del arte de trascendencias y en búsqueda de
verdades supremas, del héroe lukacsiano y socialista en búsqueda de valores
auténticos. Los modos moderno y postmoderno de concebir la realidad se
relacionan con el paso de una sociedad que madura desde el Renacimiento y rinde
hasta el arte de la alta modernidad de la primera mitad del siglo XX y de las
vanguardias. Así resulta hasta surgir otra sociedad que comienza a vislumbrarse
a partir del postfordismo, del tecno capitalismo y la globalización, elementos
estos formados ya para las décadas del 60 y 70 del siglo XX.
[3] De este
autor: The Postmodern Condition. A Report
on Knowledge, Manchester University Press, 1979 (trad. al esp.: La condición postmoderna, Madrid:
Cátedra, 1989).
[4] Ángel
Quintero y José Luis González participan de una perspectiva más compleja. Se
dan perfecta cuenta de cómo desde el siglo XIX el sujeto blanco y burgués
expone una literatura que suele desplazar al otro trabajador y/o negro, pero no
se percatan de que tanto aquél como éstos son sujetos construidos primeramente
mediante la metáfora y el lenguaje. El sujeto hablante se representa a sí mismo
(sin conciencia de que existe una lengua de la cultura, un orden simbólico que
lo lleva a tal) a la vez que representa al otro, ya sea desplazándolo u
omitiéndolo. Para González, en la pugna del uno y del otro debe llegarse a un
acuerdo de democracia socialista. Véase su “Literatura e identidad nacional en
Puerto Rico”, en El país de cuatro pisos,
Río Piedras, Editorial Huracán, 1980. De Quintero véase la nota núm. X del
segundo capítulo de este libro.
[5] De Spivak: “Can the Subaltern Speak?”,
Gary Nelson y Lawrence Grossberg, Marxism
and Interpretation of Culture, Bloomington: University of Illinois Press,
1988: 271-312; de Bhabha: “Introduction: Narrating the Nation” y
“DissemiNation: Time, Narrative, and the Margins of the Modern Nation”, Nation and Narration (Ed.), London/New
York; Routledge, 1990: 1-7 y 291-322.
[6] Ver de Hayden
White, Metahistory, Baltimore: Johns
Hopkins University Press, 1973; Metahistoria,
Trad. de Stella Mastrangelo (México: FCE, 1992). Y también de White, Tropics of Discourse, Baltimore: Jonhs
Hopkins University Press, 1978.
[7] Por Otro
dominante se entiende el orden simbólico e imaginario de imposiciones
culturales preconscientes que movilizan al sujeto en la historia. El logos
occidentalista, asistido por la mirada masculina, se reconoce por su manera
binaria de establecer las relaciones de poder, saber y eros para entender la
identidad y movilidad del sujeto en la cultura (la gran familia nacional). En
el pensamiento antifundacionalista derridariano se propone la deconstrucción
del principio u origen privilegiado en la cultura, el cual se revela escindido
por un remanente, una suplementariedad y diferencia. Ver las notas 24 del
primer capítulo, la 20 del capítulo 5 y la 2 del capítulo final. Para una
problematización de estos conceptos dentro de los nuevos modos de historiar,
véase ¿Por qué la historia? Ética y
postmodernidad, de Keith Jenkins (México: Fondo de Cultura Económica,
2006); Trad. del inglés: Why History.
Ethics and Postmodernity (London: Routledge, 1999).
[8] Ya desde mi
llegada a la Universidad de Puerto Rico (1987) había estado gestando estas
ideas. Véase la revista O-Clip, Cuaderno
del Seminario Federico de Onís del Departamento de Estudios Hispánicos de la
Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río
Piedras, Año III, Núm. 3, pp. 37-52, 1993.
[9] La versión
inicial apareció en la Revista de
Estudios Hispánicos de la Facultad de Humanidades de la Universidad de
Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, Año XXIX, Núms. 1 y 2, 2002, pp. 49-69.
Ver: https://rubiscamacho.com/2014/02/04/la-narracion-en-la-literatura-puertorriquena-luis-felipe-diaz/
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