Luego lo escuché en una conferencia sobre los espejos, y el cuento del negrito melodía, de Jose Luis González. Un análisis lacaniano pero que, extrañamente, le daba un valor añadido al texto del escritor boricua porque la teoría servía como guía de lectura, no como demostración de complejidad intelectual del conferenciante. Pensé, “el arrogante ese es un tipo lúcido”, así que comencé a respetar su trabajo aunque al conferenciante no lo invitaría ni a un café.
Cuando tuve oportunidad de dialogar con Luis Felipe Díaz pude comprobar no sólo su inteligencia, sino su compromiso con la literatura y su pasión por el estudio constante. Y puedo decir que he aprendido y continúo aprendiendo con su trabajo. Por ejemplo su libro Semiótica, Psicoanálisis y Postmodernidad (Plaza Mayor, 1998) presenta tres ensayos donde expone claramente lo que otros farfullan con aspavientos de pavo real. De ese libro disfruté mucho el segundo ensayo en el que expone el debate generado por el análisis de Lacan sobre el cuento La carta robada, de Edgar Allan Poe y, además, discute los argumentos más importantes de las feministas y de los analistas que atienden aspectos referentes a la homosexualidad en el contexto del pensamiento postlacaniano de los años recientes. Como soy un lacaniano del séptimo día, me interesa particularmente este ensayo.
Claro, el doctor Díaz a publicado otros libros: Modernidad literaria puertorriqueña (Isla Negra, 2006), La na(rra)ción en la literatura puertorriqueña (Huracán, 2008)
El libro que me ocupa ahora es un gran libro. Creo que establece un diálogo muy rico con otros textos de los que son nuestros críticos más importantes como Juan Gelpí, Rubén Ríos, Rafael Bernabe, por mencionar un trío. Presenta una visión de esos cuatro ejes metáforicos que el título señala, el proceso de representación de la charca, el infante, el velorio y la mirada en el espejo nacional.
En ese sentido hay aquí una saludable ciencia de la literatura, entendiendo por esto una búsqueda de las regularidades y extracción de principios de la literatura, de los textos, y no fuera de ella. Todos los capítulos del libro se fundamentan en una teoría acerca de la naturaleza de la literatura y después a una conceptualización que permite crear enunciados verificables en los textos citados.
Veo aquí ese tipo de acercamiento teórico que evita el atomismo monográfico, que descarta la ordenación histórica esencialmente extrínseca y rechaza el carácter meramente acumulativo e inorgánico de los saberes. Hay un hilo argumentativo lleno de sugerencias, por supuesto, porque se trata de metáforas, entendidas como tal, como la comparación viva y suplantadora de lo comparado.
De este modo se dialoga también, por supuesto, con los historiadores de nuestra literatura, como Francisco Manrique Cabrera (Historia de la literatura puertorriqueña, 1957) y Josefina Rivera de Alvarez (Literatura puertorriqueña, su proceso en el tiempo, 1982) que han reivindicado la gestión ideológica del letrado en su lucha anticolonial. Díaz se percata de las contradicciones del discurso literario letrado, e indaga más a fondo en los fundamentos de los conceptos culturales e ideológicos empleados por la crítica tradicional. Eso, de suyo, sería suficiente para convertir este libro en lectura importante. Sin embargo, hay valores añadidos. El autor no olvida la producción lírica. Y eso es digno de encomio, sino de aplauso. Un crítico literario que coloca el discurso lírico en el mismo umbral de pertinencia que la narrativa es cosa rara. Además, en este libro se le muestra atención a escritores posteriores a la llamada generación del ’70, pero no como mero catálogo de nombres sino en qué medida el trabajo de Pedro Cabiya, Carlos Pabón, Dinorah Cortés, o Rafael Acevedo (no pido excusas por la autopromoción) se inscriben en esa red metafórica que nace en el siglo XIX y hoy se reformula de manera dinámica mostrando coincidencias, rechazos, giros dialécticos.
Por eso, porque admiro el trabajo intelectual de Luis Felipe Díaz me sentí honrado con su invitación a presentar en sociedad el libro de marras. Pero además, y ahora hablo desde el corazón, yo he aprendido a admirar al militante que, a través de su personaje, alter ego, otra cara de la luna, Lizza Fernanda, problematiza en la práctica el propio discurso monológico y autoritario de la marginalidad. Yo admiro a Lizza Fernanda por su valor. Y es que es demasiado frecuente entre escritores e intelectuales ese mecanismo de defensa que Zizek, parafraseando a Lacan, llama atenuación. El lo explica de manera muy sencilla: la atenuación es constatar un hecho de la realidad y acto seguido disociar eso mismo que se ha constatado de cualquier consecuencia en la práctica. Está llena la viña de los señores de cobardes y trepadores cultísimos.
Los trepadores, escritores de éxito, y los backstabbing bitches son figuras entrañables colocados al lado de su inconsecuencia abismal. Por mi parte, me quito el sombrero ante Lizza Fernanda porque es una representación de la valentía de asumir el displacer, fuera de la banalidad y el delirio narcisista. Luis Felipe Díaz firma este libro, pero el autor ha decidido asumir a Lizza Fernanda como su forma de relacionarse con el mundo. Acá entre nos, Lizza es tan inteligente y lúcida como Luis Felipe Díaz, pero mucho más simpática.
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