Dr. Rafael Aragunde, Catedrático, Recinto Metro de la Universidad
Interamericana, Escuela de Educación y Profesiones de la Conducta
Crítica a Modernidad, postmodernidad y tecnocultura actual
de Luis Felipe Díaz (San Juan: Gaviota, 2001)
Naturalmente, una aseveración de
esta naturaleza ya resulta ser un reto para el lector. Las primeras oraciones,
ya sabemos, se quedan para siempre con nosotros. “En el medio del camino de
nuestra vida”; “Canta oh Diosa la cólera del pélida aquileo”; “En un lugar de
la Mancha de cuyo nombre”; “Todas las familias felices se parecen entre sí; las
infelices son desgraciadas en su propia manera”.
Desde luego, se trata de un libro
que se propone mucho, pero mucho de verdad. En sus cuarenta secciones muestra
Luis Felipe Díaz que se ha familiarizado con los pensadores y movimientos
teóricos más importantes de la llamada cultura occidental. Parte de Descartes,
se podría decir que olvidando sintomáticamente y como lo hace cierta tradición,
a Francis Bacon, hasta llegar a Baudrillard, Paul Virilio y Eduardo Mendieta.
Luis Felipe Díaz “reclama al lector
una lectura moderna”, dice él mismo, “de ciertas teorías muy contemporáneas y
postmodernas”. Sigue diciéndonos que le ofrece al lector “un texto escrito para
ser entendido por medio de la racionalidad que nos ha formado, sobre todo,
desde la Ilustración. Y esto es a pesar de que el contenido de esta exposición
refiere precisamente al pensamiento que deconstruye y se enfrenta al saber
ilustrado”. Y añade que se trata de “un trabajo escrito con la intención de
provocar el entendimiento de los inestables criterios postmodernos, pero en la
medida de lo posible, dentro de lo preciso y estable que ofrecen los modos
modernos de explicar la complejidad cultural” (11).
¿Cómo debemos entender este
planteamiento? Se podría ver como una invitación a leer “modernamente” las
expresiones de algunos de los pensadores identificados como postmodernos, de
alguna forma mostrando cierta tolerancia cortés por argumentos que desde tal
posición parecerán necesariamente incoherentes, pero no desde “un pensamiento
que deconstruye y se enfrenta al saber ilustrado” con “inestables criterios” (11).
Volvemos a ver la misma tensión,
aunque no la misma respuesta, cuando hacia el final del libro escriba que “el
sujeto autónomo y moderno, autoconsciente, crítico y de voluntad
transformadora, viene a ser interceptado entonces por un yo inmediatista, repleto,
saturado de información que prescinde de la comunicación intersubjetiva y
analítica”. En este caso, según adelantamos, responde que ante esto “se
desploma el argumento de Habermas” (422), que debemos suponer que representa
algo de aquella “racionalidad que nos ha formado” de las primeras páginas del
libro (11).
Es esta tensión la que le da vida
al texto, me atrevo a decir. De la obra, digo de la obra y no de conversaciones
que uno tiene con él, pues de la obra no se colige cuál es la posición de LFD
en torno al postmodernismo, porque si por un lado indica que “lo postmoderno se
entiende como una perspectiva crítica (un manifiesto) que se asume ante lo que
se considera la caduca y anacrónica cultura moderna y su racionalidad” (10),
por el otro también escribe sobre “una nueva era, la cual muchos han insistido
en llamar postmoderna” (28). Parece tener en mente a F. Jameson y su ensayo El
posmodernismo o la lógica del capitalismo avanzado cuando
señala que “es un proceso que indudablemente nos afectará de manera similar a
que el Renacimiento afectó a los que vivenciaron el último estadio del
Medioevo” (15). Acercarse a capítulos importantes de la reflexión occidental,
sin reflejar esta tensión entre lo que podría ser el reconocimiento de una
etapa histórica y una manera de concebir la realidad, sería perder de vista uno
de los debates más importantes de finales de siglo veinte y comienzos del
veintiuno.
A través de la mayor parte del
recorrido que hace de la tradición conceptual occidental LFD logra proyectarse
ante el lector como un narrador que no se identifica con una escuela en
particular, pero cada cierto tiempo hace expresiones que parecen mostrar que sí
tiene sus favoritos y esto ocurre sobre todo con aquellos pensadores
descendientes de Saussure y su Curso de lingüística general que
proclaman que “no hay nada fuera del texto” (8). Desde la introducción ya
escribe que “nos interesa primordialmente el sujeto y el lenguaje ante la
cultura (la realidad) que los ordena y dirige en el devenir de continuidades y
también de rupturas. Al así exponerlo primeramente consideramos que para los
estudiosos más influyentes en las ramas del saber de las últimas décadas la
realidad se presenta como fenómeno antes que nada aprehensible mediante la
mediación que ofrecen los signos del lenguaje. No se puede conocer lo real y
los histórico (el devenir) si no es a través de la capacidad de simbolizar de
nuestra conciencia” (7 y 8). Y más adelante añade que “no se trata de que no
exista el referente real sino que éste aparece siempre agenciado desde nuestra
consciencia discursiva (lingüística)” (8). Cubre todas las bases, por decirlo
de esta forma, pero LF le presta atención especialmente a lo que se conoce como
semiótica. Por cierto, sobre esto muestra un peritaje extraordinario (93) que
se le tiene que celebrar.
Desde la primera sección, “Inicios
de la Modernidad”, LFD hace un esfuerzo por atender tanto la dinámica
histórica, social, económica y política como la del mismo pensamiento. No
pierde de vista eventos concretos como el “amplio desarrollo del capitalismo
industrial”, la tecnología, la circulación de libros, pero no olvida los
esfuerzos del pensamiento que pugna, como dice él, por alcanzar su autonomía
(24). Pronto se encuentra con Descartes, a quien le atribuye la zapata de “los
modos de pensar y razonar de la modernidad” (26). Allí, según lo hará en otros
lados, no se abstiene de remitirse a pensadores más cercanos a nuestra época
para poner en su sitio a quien explica, si tiene a mano una crítica específica.
A Descartes pues lo confrontará en lo que respecta a su pretensión de
constituirse “a sí mismo separado del objeto” (30), con la sugerencia lacaniana.
Llama la atención que por esto o por la vía de la semiótica, no traiga a
colación a Giambattista Vico.de que “el origen del pensamiento puede
ser localizado en el Otro” (“los símbolos implícitos de la cultura”) (31).
El sujeto ilustrado es quien le
sigue a Descartes. El autor dialoga con sus personajes más importantes, sobre
todo Rousseau, trayendo a colación, como corresponde, su concepto de voluntad
general, pero sin cuestionarlo. Más bien, con éste se interna en territorio
kantiano, donde una vez más se remite a interpretaciones más cercanas a
nosotros, provistas por Adorno, Horkheimer y Althusser, para criticar el
supuesto “distanciamiento ideológico del mundo social” del autor de las Críticas
(49). Aquí, como con el señalamiento que le dirige a Descartes,
basándose en el catalán Subirats (53), porque “vivió aislado en una ciudad
durante ocho años sin prestar atención a su entorno”, LFD, probablemente sin
darse cuenta, se convierte en el censor que tiende a dividir el mundo entre
buenos y no tan buenos, por decirlo así. Lo mismo podría estar haciendo al
criticar con demasiada insistencia la “perspectiva filosófica logocéntrica”
(53), perdiendo de vista, según lo hace el mismo Nietzsche, el impulso que
recibió el materialismo ilustrado y post ilustrado del cultivo de las ciencias
y la tecnología.
En Hegel ve LF “el reconocimiento
de la historia como categoría totalizante en la actividad humana” (59)1. En una
sección demasiado apretada también trae a colación, junto a otros, a Augusto
Comte y a Marx, reconociendo la importancia de ambos en el cerco del
pensamiento moderno. Las referencias inmediatas a Ortega y Gasset y a las
“ideas de la Escuela de Frankfurt en Alemania” en el contexto del “desarrollo
de las grandes ciudades y su cultura de masas” (65) podrían prestarse a
equívocos. Las que hace a la importantísima y prolija producción literaria de
aquellos tiempos son importantes porque revelan no sólo la creatividad de la
época sino la variedad de perspectivas.
Pasa LFD entonces a atender a
Freud, sugiriendo el contraste de éste con contemporáneos como Wittgenstein y
Husserl, viendo en ambos, aunque más en el primero, anticipaciones del “giro
lingüístico” con el cual se sentirá tan cómodo. Uno de sus próximos
interlocutores será Nietzsche, pero un Nietzsche (73) a quien, según escribe,
“no se le considera un filósofo en el sentido estricto, pero sí un pensador
sumamente perspicaz, que pudo teorizar mediante sus inquisitivas y atrevidas
metáforas de ensayista y poeta (74)”. LFD afirma que su pensamiento es “obtuso
y obscuro” y que a sus contemporáneos se le pudo hacer difícil entenderlo, a la
vez que escribe que “no posee una obra rigurosamente filosófica como Kant y
Hegel” (74). Nietzsche, quien nunca desperdició una ocasión para ufanarse de
sus dotes, nunca les envidió nada a Kant y a Hegel, filósofos por cierto que
han echado a perder la escritura en la filosofía alemana. Del primero decía que
escribía para burócratas y del segundo que los alemanes hubieran sido
hegelianos de todos modos, aun sin Hegel, por su idealismo. Además, escribió
que la prosa alemana más exquisita era la de Heinrich Heine y la suya propia, juicio
con el que parece estar de acuerdo Thomas Mann.
De todos modos, tras Nietzsche,
Martín Heidegger, otro teutón que no se distinguió por su claridad, llevará LFD
a anticipar los post estructuralistas. Es la crisis de la Modernidad que se
avecina. Y si los dos anteriores lo hacen desde el flanco de cierto
irracionalismo, G. Lukaçs lo hará desde la reinterpretación del marxismo que
lleva a cabo en su libro Historia y conciencia de clase (83).
Con Saussure y la semiología LFD
entra en lo que, como ya he dicho, creo que es su campo preferido. Plantea que
“el sujeto humano ... (es) ... un ser discursivo en cuanto es producto y
produce, por encima de su vida biológica, estructuras de expresión y
comunicación simbólicas (cultura)” (89). Y define la semiología como “la
ciencia de los signos que distingue a los individuos como construcciones
discursivas de la realidad social y cultural, se concibe antes que nada, como
un lenguaje que estudia la naturaleza y el comportamiento de los signos”(90).
Las importantísimas reflexiones de Levi-Strauss, Roland Barthes, Lacan,
Althusser, Foucault y Derrida habrán de beneficiarse del Saussure que
privilegiaba la “sincronía y las formas independientes del devenir” (97) y que
postulaba que “el lenguaje forma al sujeto y no al contrario” (98). Para LF es
de esta forma que comienza a desmoronarse la “falacia moderna” de un “sujeto
con voluntad total ante el lenguaje y el mundo” (98).
Muy poco podrá hacer un filósofo
como Sartre, desde un existencialismo moralizante, o un primer Martín Heidegger
más atento a los ek-sistenciarios que al pensamiento que nace de un ser
olvidado por la metafísica, por detener la transformación que supone Roland
Barthes, por ejemplo, al sugerir que “la revolución no se realiza sólo sobre lo
que ocurre en el mundo ... sino inicialmente sobre la palabra y el lenguaje
mismos”(105). Tras la Segunda Guerra Mundial, nos dice LF, mucho cambia. Ahora,
por lo menos para el estructuralismo y la semiología, “el objeto de análisis no
es la realidad sino la manera en que se simboliza o semiotiza esa realidad”. Le
he citado.
En Roman Jakobson distintas
corrientes de la semiótica inciden. Peirce, los formalistas rusos, la herencia
de Saussure, contribuyen a hacer de este estudioso una figura clave en la
lingüística y LF sostiene un diálogo intenso con él que le permite volver al
último y referirse a estudiosos posteriores. Trae a colación a Chomsky, vuelve
a Barthes, repasa a Julien Greimas, a Teum Van Dijk, a Austin, regresa a Peirce
y se detiene en Claude Levi-Strauss, el autor de muchos escritos, pero
significativamente uno llamado Las estructras elementales de parentesco (137).
“Para Lévi-Strauss, en el inconsciente de los humanos subyacen estructuras
universales capaces de organizar y exteriorizar sistemas tan complejos como los
de parentesco y los mitos” (137). A partir del antropólogo francés se hace
evidente que habrá una corriente de pensamiento que sostiene que “el fin de las
Ciencias Humanas no es constituir la noción de „hombre‟ sino de abolirla” (139).
Para
LF “la originalidad de Jacques Lacan estriba en haber puesto las teorías
modernas del inconsciente en consonancia con la idea del estructuralismo de
nuestros tiempos, para ofrecerle mayor rigor
“científico‟ y
analítico a la constitución del sujeto y su interacción con la realidad y consigo
mismo” (149). Según Lacan, “desde su nacimiento el infante es situado por el
lenguaje en un universo simbólico que lo somete a la ley de un grupo social con
un sistema organizado de signos, hasta su muerte biológica” (155). No
sorprende, por lo tanto, que para el psiquiatra francés la posición del
significante sea más importante que la del significado (165).
Tras
Lacan regresa LF otra vez a la crítica literaria y a la semiología,
presentándonos las aportaciones de Propp, una vez más Greimas, Genette y
Todorov, entre otros. Nos repasa las tesis de Althusser, sobre todo su
sugerencia de que la ideología es “un espacio de significación y acción” y no
“la falsa conciencia de la sociedad burguesa que distorsiona la „verdadera‟ razón y la realidad” (186).
LF no
pierde de vista las tesis fundamentales del estructuralismo y su pretensión de
estudiar al ser humano desde una perspectiva científica, quizás obviando, como
él mismo escribe, que “rechaza cualquier tipo de reduccionismo que tienda a
explicar el significado de un sistema simbólico por medio de referencia a otro
sistema ya sea natural o social”, pero sostiene que “el único sistema que puede
explicar al sujeto es la estructura simbólica en la cual éste se encuentra
inmerso” (188). ¿Es que no hay referencia reduccionista cuando se postula un
ser humano inmerso en una estructura simbólica?
Luego
aparecerán Mijail Bajtin, Umberto Eco y Jürgen Habermas como instancias claves
en este desarrollo de la semiología en que se le va convirtiendo la conclusión
de la Modernidad a LF. Gadamer y Ricoeur nos devuelven entonces el análisis del
lenguaje a una hermenéutica más moderada. Se acepta que no hay nada que no esté
simbólicamente formado (195), pero sobre todo en Ricoeur, se rechaza el
“inaceptable nihilismo” hacia el cual, según él mismo, “la hermenéutica de la
sospecha” de Marx, Nietzsche y Freud conduce (194).
Concluye
entonces la primera parte del extenso libro dedicada a la Modernidad con
Barthes una vez más y Derrida, estudiosos ya más atentos a los discursos y no a
las estructuras, sin recaer por ello en disquisiciones moralistas. ¿Por qué los
incluye en esta sección y no los deja para la próxima, según hace con Foucault,
de quien dice que sin quererlo inicia el post estructuralismo?, es una pregunta
que el lector inevitablemente se hace.
LF
comienza la segunda parte, prestándole atención al surgimiento de lo que llama
el “mundo postmoderno. Hace las referencias de rigor a la arquitectura (Le
Corbusier), al Learning from Las Vegas de Venturi, Scott Brown e Izenour, al fordismo y al
post fordismo.
De
cara a algunas de sus observaciones nos preguntamos si acaso no simplifica la
historia cuando escribe por ejemplo de esta manera: “Los gobiernos se ven
entonces obligados a ingresar en un neoconservadurismo para proteger sus
Estados de las inestabilidades financieras y de los endeudamientos internos y
externos” (220). ¿Podemos escribir sobre los gobiernos y sus Estados como si se
tratara de sujetos que no se deben a nadie, que tienen voluntad propia, que no
puedenser remitidos precisamente a aquellas dinámicas, materiales podríamos
decir, que se hacen
desaparecer
demasiado fácilmente a nombre de las estructuras simbólicas en las cuales
supuestamente estamos inmersos sin posibilidad de estirar el brazo o mejor, la
cabeza, y vernos desde fuera del texto?
Considerando
post estructuralistas y la post modernidad, Luis Felipe nos llevará hasta las
apreciaciones de Jameson sobre la incorporación de la cultura a la producción
de mercancías, aprovechando para presentar al Baudrillard que le asigna
corrientes estéticas a las distintas etapas del capitalismo (226). De hecho
parece estar de acuerdo con estos juicios cuando vincula la postmodernidad.
Tras éstos, comentará las ideas más importantes de Derrida, recordando la
afirmación de éste en la Gramatología
de que “no hay nada fuera del texto”
(235). Pero en una reflexión sobre el tránsito de la sociedad moderna a la
postmoderna, en la que reitera la superación del logocentrismo y del
falocratismo y tanto de las derechas y las izquierdas, como de Descartes y de
Lenin, por sostener certezas problemáticas, muestra conciencia de los peligros
que es suponer que no haya nada más que texto (242, 243). Las disputas entre
post estructuralistas y sus críticas a los estructuralistas y a la Modernidad,
como el recuerdo, que creo muy valioso, de John Kenneth Galbraith, y sobre todo
de Daniel Bell, le permiten presentarnos una visión más clara del momento
histórico que vivimos. En torno a éste también traerá a colación el post
marxismo de Laclau y Chantal M ouffe (252, 253), mostrando de esta forma que no
descansa en su intento por cumplir con su ambiciosa agenda de presentarnos el
pensamiento moderno y la transformación que sufre en la segunda mitad del siglo
veinte.
En un
extenso capítulo que le dedica a otras “expresiones de la postmodernidad” se
detiene en la Escuela de Frankfurt y (254ss.) vuelve a dialogar con Jürgen
Habermas. Se remite a lo que podrían ser la defensa de Deleuze y Guattari de la
esquizofrenia condenada por la supuesta racionalidad prevaleciente, para
insistir en la crítica que la segunda generación frankfurtiana (Adorno y
Horkheimer)2 le hará también, aunque a otro ritmo, a la razón burguesa e
ilustrada. Entonces le sigue la pista los esfuerzos de Habermas por rescatar
ésta, pero para “reconstruirla mediante una actitud guiada por la comunicación”
(266). La alternativa es abandonarse a un “neoconservadurismo” que pretende dar
al traste con “la esperanza de la emancipación individual y social” (267).
LF
parece sentirse cómodo con Michel Foucault, de quien repasa sus obras más
importantes, recordando sus tesis más conocidas, tales como sus críticas al
control de los sujetos y a la “idea de que la cultura occidental vaya avanzando
hacia un estado de progreso, ya científico o ideológico” (277), al igual que su
afirmación de que el “hombre es ... una invención reciente” (278) o su
insistencia en que “el ejercicio del poder está muy ligado a las formaciones
discursivas”. Recuerda las dudas de Foucault sobre “proyectos ilusoriamente
totalizantes y su respaldo a la “pluralidad de luchas autónomas” (283).
Como
con los anteriores, LFD se detendrá para presentarnos la dinámica del
pensamiento de Lyotard y luego de Baudrillard. Sobre el primero indica que
terminó “abrazando el vitalismo nietzscheano”, como reclamando, junto a Deleuze
y Guattari, “la desterritorialización del deseo para liberarlo de sus ataduras”
(292), pero esto después de señalar su sintonía con Wittgenstein en torno a la
posibilidad – ninguna - de la existencia de un metalenguaje superior, su
oposición a los meta relatos modernos y su defensa de las micro políticas que
reconocen los “espacios marginales y segregados” (291).
El
autor reconoce que Baudrillard es visto por muchos como el pensador que “ha ido
más lejos en su exposición del significado de la postmodernidad” (294).
Habitamos un mundo inevitable de cargas semánticas, “en la era del simulacro en
que la informática, la cibernética y los sistemas mediáticos de control social
pasan a superar la era de la producción como principio organizador de la
sociedad controlada por la burguesía” (295). ¿Se habrá referido a esta
apreciación de Baudrillard LF cuando en la primera oración escribía que habría
de llegar hasta el post capitalismo? Sea como fuera, es trata del “imperio del
signo” en el que se “desvanecen las fronteras entre la imagen y la realidad”.
Lo hiper-real remplaza lo real. “De ahí que la realidad tienda a desvanecerse”.
LF indica que a la luz de esto, vivimos en un mundo donde no hay “significados
precisos”, en un “mundo de nihilismo” (295). Si al escribir esto, describió su
parecer, no nos dice. Si sigue el planteamiento de Vattimo al respecto,
tampoco.
Vuelve
otra vez a Guattari y a Deleuze y su crítica al psicoanálisis y cómo “privilegian
el deseo fugaz como fuerza potencial que se encuentra en etapas anteriores a
las imposiciones sociales y al orden simbólico de la cultura patriarcal” (303),
celebrando la locura y la esquizofrenia (304).
LFD
incorpora a Laclau y Chantall Mouffe en el grupo de pensadores que podrían ser
descritos como “postmos”. Se da en ellos – en su post marxismo - una crítica de
conceptos como el de la verdad, la identidad y la hegemonía que les distancia
del marxismo clásico (308). Otras “expresiones del pensamiento (post) moderno”
serán para LFD las reflexiones de Girard, Levinas, Kristeva y Zizek, en torno a
los que comenta brevemente. En torno a los primeros dos se le podría cuestionar
bastante esta filiación; un tanto menos sobre Kristeva; y sobre Zizek mucho menos.
Y es que a medida que el libro se acerca a su final, la velocidad parece
aumentar debido al afán de incluir más ideas y más pensadores, lo que es desde
luego admirable, pero le complica la vida al autor y a quien reseña, desde
luego. Los temas continúan siendo interesantes, naturalmente. En lo que
respecta al feminismo, a la homosexualidad y al lesbianismo, dialoga sobre todo
con estudiosos y estudiosas que combaten el falocentrismo y el logocentrismo
masculinos, defienden la escritura femenina, una sexualidad poliforma,
cuestionan las “biologías fijas”, la misma categoría “hombre” y los binarismos
sexuales convencionales (346). Además no pierde de vista cómo la bioquímica, la
tecnología y la cirugía suponen ya una transformación sobre el género y la sexualidad.
Edward
Said y Frantz Fanon, como también Spivak y Homi Bhabha, le auspician el diáloco
con las teorías postcoloniales que reclaman atención para este sujeto
subalterno que escapa, junto a las ideas de mestizaje, mulataje y el realismo
mágico, las categorías esencial istas y logocéntricas occidentales.
Naturalmente, el cuestionamiento epistemológico de los teóricos más actuales no
se limita a los discursos metropolitanos sino que también confronta los que se
desarrollan en las
colonias.
LFD mira especialmente a América Latina, donde encuentra interlocutores como
Roberto Fernández Retamar, Alberto Moreiras, García Canclini, Carlos Rincón,
Walter Mignolo y Benítez Rojo, entre otros, quienes han intentado no sólo
explicar las múltiples caras de un mundo que era “otro”, sino las del
colonizador que quiso definirse a sí mismo y a nosotros para siempre.
En un
penúltimo capítulo LFD recapitula partiendo de una reflexión sobre lo que llama
“el arte y la cultura en general a partir de los años 60”. Insiste en la
importancia de espectáculos como Hair, 2001: A Space Odissey, los Beatles y
eventos que ya anticipaban la dimensión espectacular de nuestros días, tales
como el París del 68, las protestas en contra de la Guerra de Viet Nam, Derrida
en Johns Hopkins y el alunizamiento del Apolo. Ya algunos críticos se valían
del término post modernidad en una dinámica histórica que reflejaba la tensión
entre dos corrientes modernas conflictivas, una racionalista y tecnológica, la
otra discursiva y crítica (379). Pero no es la primera la que le interesa a LF;
es más bien la segunda, como ocurre y es de esperar que sea así en reflexiones
de esta naturaleza. Sin embargo, ¿no nos estaremos perdiendo algo muy
importante cuando apenas nos referimos a la racionalidad instrumental según la
vio Max Weber y la anticipó Francis Bacon? Los críticos que LFD menciona en
estas penúltimas páginas, quienes van de Frank Leavies, que fuera tan
importante para el también traído a colación Raymond Williams, a Paul de Man,
los dos Bloom, Allan y Harold, y Eliot, son los mejores ejemplo de una
indiferencia problemática frente a tal racionalidad. Habría que ver si
registrar las diferencias entre Lyotard y Habermas dan suficiente cuenta de lo
que ella realmente significa (405).
LFD
concluye con unas reflexiones en torno a la tecnocultura mediática en las que
va de Mc Luhan a Paul Virilio y desde Guy Debord a Carlos Fajardo Fajardo y
Eduardo Mendieta, con los que reconoce el impacto que han tenido los medios en
la dinámica social, para bien o para mal. Pero no sabemos por qué opta LFD,
aunque si le seguimos bien, no se tiene por qué optar. ¿Quizás se podría vivir
reconciliado con todo? ¿O con nada? ¿No es lo que plantea Mendieta cuando nos
habla de la “ilusión de la ubicuidad” (422)? ¿No es esto lo que nos ha querido
decir a través de esta reflexión des-territorializante en la que no hay
fronteras entre disciplinas, tiempos, escuelas de pensamiento, países, géneros,
modas, estados mentales y racionalidades?
Se
trata de un libro interesantísimo y muy valioso.
1.
Llama la atención que por esto o por la vía de la semiótica, no traiga a
colación a Giambattista Vico.
2 La
primera es la de Walter Benjamin, la tercera es la de Habermas y la cuarta es
la de Axel Honneth.
Dr. Rafael Aragunge
Ex-Secretario del Departamento de Educación
Del Estado Libre Asociado de Puerto Rico
Ex-Secretario del Departamento de Educación
Del Estado Libre Asociado de Puerto Rico
Admiro su capacidad de memoria y análisis.
ResponderEliminarMis respetos.