lunes, 2 de abril de 2012

Reseña al libro del Dr. Luis Felipe Díaz, Modernidad, postmodernidad y tecnocultura actual

Dr. Rafael Aragunde, Catedrático, Recinto Metro de la Universidad Interamericana, Escuela de Educación y Profesiones de la Conducta

Crítica a Modernidad, postmodernidad y tecnocultura actual 
de Luis Felipe Díaz (San Juan: Gaviota, 2001)

Comienza el autor su ambicioso proyecto escribiendo de esta forma: “En este libro perseguimos el desarrollo del pensamiento moderno emprendido más o menos desde el siglo XV (en el Renacimiento) hasta su amplia transformación surgida para la segunda mitad del siglo XX, mediante el postmodernismo y la tecno cultura mediática y post capitalista” (7).
Naturalmente, una aseveración de esta naturaleza ya resulta ser un reto para el lector. Las primeras oraciones, ya sabemos, se quedan para siempre con nosotros. “En el medio del camino de nuestra vida”; “Canta oh Diosa la cólera del pélida aquileo”; “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre”; “Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas en su propia manera”.
Desde luego, se trata de un libro que se propone mucho, pero mucho de verdad. En sus cuarenta secciones muestra Luis Felipe Díaz que se ha familiarizado con los pensadores y movimientos teóricos más importantes de la llamada cultura occidental. Parte de Descartes, se podría decir que olvidando sintomáticamente y como lo hace cierta tradición, a Francis Bacon, hasta llegar a Baudrillard, Paul Virilio y Eduardo Mendieta.
Luis Felipe Díaz “reclama al lector una lectura moderna”, dice él mismo, “de ciertas teorías muy contemporáneas y postmodernas”. Sigue diciéndonos que le ofrece al lector “un texto escrito para ser entendido por medio de la racionalidad que nos ha formado, sobre todo, desde la Ilustración. Y esto es a pesar de que el contenido de esta exposición refiere precisamente al pensamiento que deconstruye y se enfrenta al saber ilustrado”. Y añade que se trata de “un trabajo escrito con la intención de provocar el entendimiento de los inestables criterios postmodernos, pero en la medida de lo posible, dentro de lo preciso y estable que ofrecen los modos modernos de explicar la complejidad cultural” (11).
¿Cómo debemos entender este planteamiento? Se podría ver como una invitación a leer “modernamente” las expresiones de algunos de los pensadores identificados como postmodernos, de alguna forma mostrando cierta tolerancia cortés por argumentos que desde tal posición parecerán necesariamente incoherentes, pero no desde “un pensamiento que deconstruye y se enfrenta al saber ilustrado” con “inestables criterios” (11).
Volvemos a ver la misma tensión, aunque no la misma respuesta, cuando hacia el final del libro escriba que “el sujeto autónomo y moderno, autoconsciente, crítico y de voluntad transformadora, viene a ser interceptado entonces por un yo inmediatista, repleto, saturado de información que prescinde de la comunicación intersubjetiva y analítica”. En este caso, según adelantamos, responde que ante esto “se desploma el argumento de Habermas” (422), que debemos suponer que representa algo de aquella “racionalidad que nos ha formado” de las primeras páginas del libro (11).
Es esta tensión la que le da vida al texto, me atrevo a decir. De la obra, digo de la obra y no de conversaciones que uno tiene con él, pues de la obra no se colige cuál es la posición de LFD en torno al postmodernismo, porque si por un lado indica que “lo postmoderno se entiende como una perspectiva crítica (un manifiesto) que se asume ante lo que se considera la caduca y anacrónica cultura moderna y su racionalidad” (10), por el otro también escribe sobre “una nueva era, la cual muchos han insistido en llamar postmoderna” (28). Parece tener en mente a F. Jameson y su ensayo El posmodernismo o la lógica del capitalismo avanzado cuando señala que “es un proceso que indudablemente nos afectará de manera similar a que el Renacimiento afectó a los que vivenciaron el último estadio del Medioevo” (15). Acercarse a capítulos importantes de la reflexión occidental, sin reflejar esta tensión entre lo que podría ser el reconocimiento de una etapa histórica y una manera de concebir la realidad, sería perder de vista uno de los debates más importantes de finales de siglo veinte y comienzos del veintiuno.
A través de la mayor parte del recorrido que hace de la tradición conceptual occidental LFD logra proyectarse ante el lector como un narrador que no se identifica con una escuela en particular, pero cada cierto tiempo hace expresiones que parecen mostrar que sí tiene sus favoritos y esto ocurre sobre todo con aquellos pensadores descendientes de Saussure y su Curso de lingüística general que proclaman que “no hay nada fuera del texto” (8). Desde la introducción ya escribe que “nos interesa primordialmente el sujeto y el lenguaje ante la cultura (la realidad) que los ordena y dirige en el devenir de continuidades y también de rupturas. Al así exponerlo primeramente consideramos que para los estudiosos más influyentes en las ramas del saber de las últimas décadas la realidad se presenta como fenómeno antes que nada aprehensible mediante la mediación que ofrecen los signos del lenguaje. No se puede conocer lo real y los histórico (el devenir) si no es a través de la capacidad de simbolizar de nuestra conciencia” (7 y 8). Y más adelante añade que “no se trata de que no exista el referente real sino que éste aparece siempre agenciado desde nuestra consciencia discursiva (lingüística)” (8). Cubre todas las bases, por decirlo de esta forma, pero LF le presta atención especialmente a lo que se conoce como semiótica. Por cierto, sobre esto muestra un peritaje extraordinario (93) que se le tiene que celebrar.
Desde la primera sección, “Inicios de la Modernidad”, LFD hace un esfuerzo por atender tanto la dinámica histórica, social, económica y política como la del mismo pensamiento. No pierde de vista eventos concretos como el “amplio desarrollo del capitalismo industrial”, la tecnología, la circulación de libros, pero no olvida los esfuerzos del pensamiento que pugna, como dice él, por alcanzar su autonomía (24). Pronto se encuentra con Descartes, a quien le atribuye la zapata de “los modos de pensar y razonar de la modernidad” (26). Allí, según lo hará en otros lados, no se abstiene de remitirse a pensadores más cercanos a nuestra época para poner en su sitio a quien explica, si tiene a mano una crítica específica. A Descartes pues lo confrontará en lo que respecta a su pretensión de constituirse “a sí mismo separado del objeto” (30), con la sugerencia lacaniana. Llama la atención que por esto o por la vía de la semiótica, no traiga a colación a Giambattista Vico.de que “el origen del pensamiento puede ser localizado en el Otro” (“los símbolos implícitos de la cultura”) (31).
El sujeto ilustrado es quien le sigue a Descartes. El autor dialoga con sus personajes más importantes, sobre todo Rousseau, trayendo a colación, como corresponde, su concepto de voluntad general, pero sin cuestionarlo. Más bien, con éste se interna en territorio kantiano, donde una vez más se remite a interpretaciones más cercanas a nosotros, provistas por Adorno, Horkheimer y Althusser, para criticar el supuesto “distanciamiento ideológico del mundo social” del autor de las Críticas (49). Aquí, como con el señalamiento que le dirige a Descartes, basándose en el catalán Subirats (53), porque “vivió aislado en una ciudad durante ocho años sin prestar atención a su entorno”, LFD, probablemente sin darse cuenta, se convierte en el censor que tiende a dividir el mundo entre buenos y no tan buenos, por decirlo así. Lo mismo podría estar haciendo al criticar con demasiada insistencia la “perspectiva filosófica logocéntrica” (53), perdiendo de vista, según lo hace el mismo Nietzsche, el impulso que recibió el materialismo ilustrado y post ilustrado del cultivo de las ciencias y la tecnología.
En Hegel ve LF “el reconocimiento de la historia como categoría totalizante en la actividad humana” (59)1. En una sección demasiado apretada también trae a colación, junto a otros, a Augusto Comte y a Marx, reconociendo la importancia de ambos en el cerco del pensamiento moderno. Las referencias inmediatas a Ortega y Gasset y a las “ideas de la Escuela de Frankfurt en Alemania” en el contexto del “desarrollo de las grandes ciudades y su cultura de masas” (65) podrían prestarse a equívocos. Las que hace a la importantísima y prolija producción literaria de aquellos tiempos son importantes porque revelan no sólo la creatividad de la época sino la variedad de perspectivas.
Pasa LFD entonces a atender a Freud, sugiriendo el contraste de éste con contemporáneos como Wittgenstein y Husserl, viendo en ambos, aunque más en el primero, anticipaciones del “giro lingüístico” con el cual se sentirá tan cómodo. Uno de sus próximos interlocutores será Nietzsche, pero un Nietzsche (73) a quien, según escribe, “no se le considera un filósofo en el sentido estricto, pero sí un pensador sumamente perspicaz, que pudo teorizar mediante sus inquisitivas y atrevidas metáforas de ensayista y poeta (74)”. LFD afirma que su pensamiento es “obtuso y obscuro” y que a sus contemporáneos se le pudo hacer difícil entenderlo, a la vez que escribe que “no posee una obra rigurosamente filosófica como Kant y Hegel” (74). Nietzsche, quien nunca desperdició una ocasión para ufanarse de sus dotes, nunca les envidió nada a Kant y a Hegel, filósofos por cierto que han echado a perder la escritura en la filosofía alemana. Del primero decía que escribía para burócratas y del segundo que los alemanes hubieran sido hegelianos de todos modos, aun sin Hegel, por su idealismo. Además, escribió que la prosa alemana más exquisita era la de Heinrich Heine y la suya propia, juicio con el que parece estar de acuerdo Thomas Mann.
De todos modos, tras Nietzsche, Martín Heidegger, otro teutón que no se distinguió por su claridad, llevará LFD a anticipar los post estructuralistas. Es la crisis de la Modernidad que se avecina. Y si los dos anteriores lo hacen desde el flanco de cierto irracionalismo, G. Lukaçs lo hará desde la reinterpretación del marxismo que lleva a cabo en su libro Historia y conciencia de clase (83).
Con Saussure y la semiología LFD entra en lo que, como ya he dicho, creo que es su campo preferido. Plantea que “el sujeto humano ... (es) ... un ser discursivo en cuanto es producto y produce, por encima de su vida biológica, estructuras de expresión y comunicación simbólicas (cultura)” (89). Y define la semiología como “la ciencia de los signos que distingue a los individuos como construcciones discursivas de la realidad social y cultural, se concibe antes que nada, como un lenguaje que estudia la naturaleza y el comportamiento de los signos”(90). Las importantísimas reflexiones de Levi-Strauss, Roland Barthes, Lacan, Althusser, Foucault y Derrida habrán de beneficiarse del Saussure que privilegiaba la “sincronía y las formas independientes del devenir” (97) y que postulaba que “el lenguaje forma al sujeto y no al contrario” (98). Para LF es de esta forma que comienza a desmoronarse la “falacia moderna” de un “sujeto con voluntad total ante el lenguaje y el mundo” (98).
Muy poco podrá hacer un filósofo como Sartre, desde un existencialismo moralizante, o un primer Martín Heidegger más atento a los ek-sistenciarios que al pensamiento que nace de un ser olvidado por la metafísica, por detener la transformación que supone Roland Barthes, por ejemplo, al sugerir que “la revolución no se realiza sólo sobre lo que ocurre en el mundo ... sino inicialmente sobre la palabra y el lenguaje mismos”(105). Tras la Segunda Guerra Mundial, nos dice LF, mucho cambia. Ahora, por lo menos para el estructuralismo y la semiología, “el objeto de análisis no es la realidad sino la manera en que se simboliza o semiotiza esa realidad”. Le he citado.
En Roman Jakobson distintas corrientes de la semiótica inciden. Peirce, los formalistas rusos, la herencia de Saussure, contribuyen a hacer de este estudioso una figura clave en la lingüística y LF sostiene un diálogo intenso con él que le permite volver al último y referirse a estudiosos posteriores. Trae a colación a Chomsky, vuelve a Barthes, repasa a Julien Greimas, a Teum Van Dijk, a Austin, regresa a Peirce y se detiene en Claude Levi-Strauss, el autor de muchos escritos, pero significativamente uno llamado Las estructras elementales de parentesco (137). “Para Lévi-Strauss, en el inconsciente de los humanos subyacen estructuras universales capaces de organizar y exteriorizar sistemas tan complejos como los de parentesco y los mitos” (137). A partir del antropólogo francés se hace evidente que habrá una corriente de pensamiento que sostiene que “el fin de las Ciencias Humanas no es constituir la noción de „hombresino de abolirla” (139).
Para LF “la originalidad de Jacques Lacan estriba en haber puesto las teorías modernas del inconsciente en consonancia con la idea del estructuralismo de nuestros tiempos, para ofrecerle mayor rigor  “científicoy analítico a la constitución del sujeto y su interacción con la realidad y consigo mismo” (149). Según Lacan, “desde su nacimiento el infante es situado por el lenguaje en un universo simbólico que lo somete a la ley de un grupo social con un sistema organizado de signos, hasta su muerte biológica” (155). No sorprende, por lo tanto, que para el psiquiatra francés la posición del significante sea más importante que la del significado (165).
Tras Lacan regresa LF otra vez a la crítica literaria y a la semiología, presentándonos las aportaciones de Propp, una vez más Greimas, Genette y Todorov, entre otros. Nos repasa las tesis de Althusser, sobre todo su sugerencia de que la ideología es “un espacio de significación y acción” y no “la falsa conciencia de la sociedad burguesa que distorsiona la „verdadera‟          razón y la realidad” (186).
LF no pierde de vista las tesis fundamentales del estructuralismo y su pretensión de estudiar al ser humano desde una perspectiva científica, quizás obviando, como él mismo escribe, que “rechaza cualquier tipo de reduccionismo que tienda a explicar el significado de un sistema simbólico por medio de referencia a otro sistema ya sea natural o social”, pero sostiene que “el único sistema que puede explicar al sujeto es la estructura simbólica en la cual éste se encuentra inmerso” (188). ¿Es que no hay referencia reduccionista cuando se postula un ser humano inmerso en una estructura simbólica?
Luego aparecerán Mijail Bajtin, Umberto Eco y Jürgen Habermas como instancias claves en este desarrollo de la semiología en que se le va convirtiendo la conclusión de la Modernidad a LF. Gadamer y Ricoeur nos devuelven entonces el análisis del lenguaje a una hermenéutica más moderada. Se acepta que no hay nada que no esté simbólicamente formado (195), pero sobre todo en Ricoeur, se rechaza el “inaceptable nihilismo” hacia el cual, según él mismo, “la hermenéutica de la sospecha” de Marx, Nietzsche y Freud conduce (194).
Concluye entonces la primera parte del extenso libro dedicada a la Modernidad con Barthes una vez más y Derrida, estudiosos ya más atentos a los discursos y no a las estructuras, sin recaer por ello en disquisiciones moralistas. ¿Por qué los incluye en esta sección y no los deja para la próxima, según hace con Foucault, de quien dice que sin quererlo inicia el post estructuralismo?, es una pregunta que el lector inevitablemente se hace.
LF comienza la segunda parte, prestándole atención al surgimiento de lo que llama el “mundo postmoderno. Hace las referencias de rigor a la arquitectura (Le Corbusier), al Learning from Las Vegas de Venturi, Scott Brown e Izenour, al fordismo y al post fordismo.
De cara a algunas de sus observaciones nos preguntamos si acaso no simplifica la historia cuando escribe por ejemplo de esta manera: “Los gobiernos se ven entonces obligados a ingresar en un neoconservadurismo para proteger sus Estados de las inestabilidades financieras y de los endeudamientos internos y externos” (220). ¿Podemos escribir sobre los gobiernos y sus Estados como si se tratara de sujetos que no se deben a nadie, que tienen voluntad propia, que no puedenser remitidos precisamente a aquellas dinámicas, materiales podríamos decir, que se hacen
desaparecer demasiado fácilmente a nombre de las estructuras simbólicas en las cuales supuestamente estamos inmersos sin posibilidad de estirar el brazo o mejor, la cabeza, y vernos desde fuera del texto?
Considerando post estructuralistas y la post modernidad, Luis Felipe nos llevará hasta las apreciaciones de Jameson sobre la incorporación de la cultura a la producción de mercancías, aprovechando para presentar al Baudrillard que le asigna corrientes estéticas a las distintas etapas del capitalismo (226). De hecho parece estar de acuerdo con estos juicios cuando vincula la postmodernidad. Tras éstos, comentará las ideas más importantes de Derrida, recordando la afirmación de éste en la Gramatología de que “no hay nada fuera del texto” (235). Pero en una reflexión sobre el tránsito de la sociedad moderna a la postmoderna, en la que reitera la superación del logocentrismo y del falocratismo y tanto de las derechas y las izquierdas, como de Descartes y de Lenin, por sostener certezas problemáticas, muestra conciencia de los peligros que es suponer que no haya nada más que texto (242, 243). Las disputas entre post estructuralistas y sus críticas a los estructuralistas y a la Modernidad, como el recuerdo, que creo muy valioso, de John Kenneth Galbraith, y sobre todo de Daniel Bell, le permiten presentarnos una visión más clara del momento histórico que vivimos. En torno a éste también traerá a colación el post marxismo de Laclau y Chantal M ouffe (252, 253), mostrando de esta forma que no descansa en su intento por cumplir con su ambiciosa agenda de presentarnos el pensamiento moderno y la transformación que sufre en la segunda mitad del siglo veinte.
En un extenso capítulo que le dedica a otras “expresiones de la postmodernidad” se detiene en la Escuela de Frankfurt y (254ss.) vuelve a dialogar con Jürgen Habermas. Se remite a lo que podrían ser la defensa de Deleuze y Guattari de la esquizofrenia condenada por la supuesta racionalidad prevaleciente, para insistir en la crítica que la segunda generación frankfurtiana (Adorno y Horkheimer)2 le hará también, aunque a otro ritmo, a la razón burguesa e ilustrada. Entonces le sigue la pista los esfuerzos de Habermas por rescatar ésta, pero para “reconstruirla mediante una actitud guiada por la comunicación” (266). La alternativa es abandonarse a un “neoconservadurismo” que pretende dar al traste con “la esperanza de la emancipación individual y social” (267).
LF parece sentirse cómodo con Michel Foucault, de quien repasa sus obras más importantes, recordando sus tesis más conocidas, tales como sus críticas al control de los sujetos y a la “idea de que la cultura occidental vaya avanzando hacia un estado de progreso, ya científico o ideológico” (277), al igual que su afirmación de que el “hombre es ... una invención reciente” (278) o su insistencia en que “el ejercicio del poder está muy ligado a las formaciones discursivas”. Recuerda las dudas de Foucault sobre “proyectos ilusoriamente totalizantes y su respaldo a la “pluralidad de luchas autónomas” (283).
Como con los anteriores, LFD se detendrá para presentarnos la dinámica del pensamiento de Lyotard y luego de Baudrillard. Sobre el primero indica que terminó “abrazando el vitalismo nietzscheano”, como reclamando, junto a Deleuze y Guattari, “la desterritorialización del deseo para liberarlo de sus ataduras” (292), pero esto después de señalar su sintonía con Wittgenstein en torno a la posibilidad – ninguna - de la existencia de un metalenguaje superior, su oposición a los meta relatos modernos y su defensa de las micro políticas que reconocen los “espacios marginales y segregados” (291).
El autor reconoce que Baudrillard es visto por muchos como el pensador que “ha ido más lejos en su exposición del significado de la postmodernidad” (294). Habitamos un mundo inevitable de cargas semánticas, “en la era del simulacro en que la informática, la cibernética y los sistemas mediáticos de control social pasan a superar la era de la producción como principio organizador de la sociedad controlada por la burguesía” (295). ¿Se habrá referido a esta apreciación de Baudrillard LF cuando en la primera oración escribía que habría de llegar hasta el post capitalismo? Sea como fuera, es trata del “imperio del signo” en el que se “desvanecen las fronteras entre la imagen y la realidad”. Lo hiper-real remplaza lo real. “De ahí que la realidad tienda a desvanecerse”. LF indica que a la luz de esto, vivimos en un mundo donde no hay “significados precisos”, en un “mundo de nihilismo” (295). Si al escribir esto, describió su parecer, no nos dice. Si sigue el planteamiento de Vattimo al respecto, tampoco.
Vuelve otra vez a Guattari y a Deleuze y su crítica al psicoanálisis y cómo “privilegian el deseo fugaz como fuerza potencial que se encuentra en etapas anteriores a las imposiciones sociales y al orden simbólico de la cultura patriarcal” (303), celebrando la locura y la esquizofrenia (304).
LFD incorpora a Laclau y Chantall Mouffe en el grupo de pensadores que podrían ser descritos como “postmos”. Se da en ellos – en su post marxismo - una crítica de conceptos como el de la verdad, la identidad y la hegemonía que les distancia del marxismo clásico (308). Otras “expresiones del pensamiento (post) moderno” serán para LFD las reflexiones de Girard, Levinas, Kristeva y Zizek, en torno a los que comenta brevemente. En torno a los primeros dos se le podría cuestionar bastante esta filiación; un tanto menos sobre Kristeva; y sobre Zizek mucho menos. Y es que a medida que el libro se acerca a su final, la velocidad parece aumentar debido al afán de incluir más ideas y más pensadores, lo que es desde luego admirable, pero le complica la vida al autor y a quien reseña, desde luego. Los temas continúan siendo interesantes, naturalmente. En lo que respecta al feminismo, a la homosexualidad y al lesbianismo, dialoga sobre todo con estudiosos y estudiosas que combaten el falocentrismo y el logocentrismo masculinos, defienden la escritura femenina, una sexualidad poliforma, cuestionan las “biologías fijas”, la misma categoría “hombre” y los binarismos sexuales convencionales (346). Además no pierde de vista cómo la bioquímica, la tecnología y la cirugía suponen ya una transformación sobre el género y la sexualidad.
Edward Said y Frantz Fanon, como también Spivak y Homi Bhabha, le auspician el diáloco con las teorías postcoloniales que reclaman atención para este sujeto subalterno que escapa, junto a las ideas de mestizaje, mulataje y el realismo mágico, las categorías esencial istas y logocéntricas occidentales. Naturalmente, el cuestionamiento epistemológico de los teóricos más actuales no se limita a los discursos metropolitanos sino que también confronta los que se desarrollan en las
colonias. LFD mira especialmente a América Latina, donde encuentra interlocutores como Roberto Fernández Retamar, Alberto Moreiras, García Canclini, Carlos Rincón, Walter Mignolo y Benítez Rojo, entre otros, quienes han intentado no sólo explicar las múltiples caras de un mundo que era “otro”, sino las del colonizador que quiso definirse a sí mismo y a nosotros para siempre.
En un penúltimo capítulo LFD recapitula partiendo de una reflexión sobre lo que llama “el arte y la cultura en general a partir de los años 60”. Insiste en la importancia de espectáculos como Hair, 2001: A Space Odissey, los Beatles y eventos que ya anticipaban la dimensión espectacular de nuestros días, tales como el París del 68, las protestas en contra de la Guerra de Viet Nam, Derrida en Johns Hopkins y el alunizamiento del Apolo. Ya algunos críticos se valían del término post modernidad en una dinámica histórica que reflejaba la tensión entre dos corrientes modernas conflictivas, una racionalista y tecnológica, la otra discursiva y crítica (379). Pero no es la primera la que le interesa a LF; es más bien la segunda, como ocurre y es de esperar que sea así en reflexiones de esta naturaleza. Sin embargo, ¿no nos estaremos perdiendo algo muy importante cuando apenas nos referimos a la racionalidad instrumental según la vio Max Weber y la anticipó Francis Bacon? Los críticos que LFD menciona en estas penúltimas páginas, quienes van de Frank Leavies, que fuera tan importante para el también traído a colación Raymond Williams, a Paul de Man, los dos Bloom, Allan y Harold, y Eliot, son los mejores ejemplo de una indiferencia problemática frente a tal racionalidad. Habría que ver si registrar las diferencias entre Lyotard y Habermas dan suficiente cuenta de lo que ella realmente significa (405).
LFD concluye con unas reflexiones en torno a la tecnocultura mediática en las que va de Mc Luhan a Paul Virilio y desde Guy Debord a Carlos Fajardo Fajardo y Eduardo Mendieta, con los que reconoce el impacto que han tenido los medios en la dinámica social, para bien o para mal. Pero no sabemos por qué opta LFD, aunque si le seguimos bien, no se tiene por qué optar. ¿Quizás se podría vivir reconciliado con todo? ¿O con nada? ¿No es lo que plantea Mendieta cuando nos habla de la “ilusión de la ubicuidad” (422)? ¿No es esto lo que nos ha querido decir a través de esta reflexión des-territorializante en la que no hay fronteras entre disciplinas, tiempos, escuelas de pensamiento, países, géneros, modas, estados mentales y racionalidades?
Se trata de un libro interesantísimo y muy valioso.

1. Llama la atención que por esto o por la vía de la semiótica, no traiga a colación a Giambattista Vico.

2 La primera es la de Walter Benjamin, la tercera es la de Habermas y la cuarta es la de Axel Honneth.



Dr. Rafael Aragunge
Ex-Secretario del Departamento de Educación
Del Estado Libre Asociado de Puerto Rico


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